Hablé con Marco en cuanto entendí el significado de los avisos de La Vanguardia; enfrentado a la verdad (o a su mentira), nuestro hombre me contó la verdad, o parte fundamental de la verdad. La verdad es que un día de principios de 1940 la tía Ramona se presentó en casa de los padres de Anita, donde ya estaba viviendo él, y le entregó una notificación oficial en la que se le exigía que se presentase en la Comandancia Militar de Marina para ser quintado. Marco sabía lo que significaba eso y, aunque dudó y tuvo miedo, decidió hacer como si nada, confiando en que los militares se olvidasen de él. No se olvidaron. En las semanas o meses sucesivos, Marco recibió otras notificaciones idénticas o parecidas, en todo caso cada vez más apremiantes, más angustiosas, y al final comprendió que era preferible correr el riesgo de presentarse a las autoridades que el de ser declarado prófugo o el de exiliarse. El caso es que una mañana Marco se presentó en la Comandancia Militar de Marina, en la Rambla, y que al cabo de un rato salió de ella indemne y quintado, sin que su oneroso currículum de anarquista y suboficial republicano hubiese caído sobre él, aplastándolo. ¿Cómo se las arregló Marco? ¿Consiguió ocultar su pasado real tras un pasado ficticio? ¿No consiguió ocultarlo pero consiguió que los militares no concedieran importancia a su pasado real? ¿Qué ocurrió aquel día en la Comandancia Militar de Marina? No lo sé con exactitud —Marco no lo recuerda, o dice que no lo recuerda—, pero adelanto una hipótesis que ahora mismo me parece irrefutable: Marco es básicamente un pícaro, un charlatán desaforado, un liante único, de modo que lio a las autoridades militares, convenciéndolas de que tenía un pasado impoluto o inofensivo y de que él mismo era un muchacho inofensivo, por no decir intachable.
Si mi hipótesis es correcta, debió de ser un regate prodigioso; sea o no sea correcta, el resultado de la jugada fue que, al regularizar su situación, Marco despejó de amenazas su horizonte vital. Al menos a corto plazo; a medio plazo no: aunque sabía que ya no iba a ser represaliado por los vencedores, también sabía que en algún momento de 1941 lo llamarían a filas y tendría que hacer el servicio militar de quince meses al que estaba obligado como ciudadano español. No era una perspectiva tan desalentadora como la de la cárcel o la de los batallones de castigo, pero tampoco era halagüeña, y la prueba es que la mayoría de los jóvenes en edad militar hacía lo posible por evitarla. Marco siempre había estado con la mayoría, y esta vez no fue una excepción. Intentó evitar el servicio militar: si bien acató el segundo ultimátum público de las autoridades militares y recogió su cartilla naval en la Comandancia Militar de Marina, durante los meses siguientes, mientras aguardaba con un nudo en la garganta que le llamasen para incorporarse a la Marina, buscó una salida al aprieto en que se hallaba.
La encontró al empezar el otoño. A finales de agosto de aquel año, exactamente el día 21, el gobierno español y el alemán habían firmado en Madrid el llamado «Convenio Hispano-Alemán para el envío de trabajadores españoles a Alemania», un acuerdo que perseguía sobre todo cuatro objetivos: saldar la deuda de 480 millones de marcos que Hitler le reclamaba a Franco por la ayuda que le había prestado durante la guerra civil; abastecer a la industria germana de mano de obra barata que la compensase por los millones de jóvenes alemanes que habían sido movilizados desde 1939 con destino a los frentes de la guerra mundial; estrechar los lazos entre el régimen alemán y el régimen español, fascinado como estaba este último por los éxitos nazis de los tres primeros años de guerra; y, last and also least, procurarle algún alivio a la maltrecha economía española, exportando desempleados y atenuando así el descomunal problema del paro.
En octubre el gobierno español hizo públicas las condiciones de contratación de los trabajadores españoles en Alemania, y Marco cogió la oportunidad al vuelo. A partir de este punto, su relato, tal y como lo conocemos —desde la lectura en la prensa de la suculenta oferta de trabajo hasta su salida de Barcelona en un tren repleto de trabajadores españoles, pasando por la visita a las oficinas de la Deutsche Werke Werft en la calle Diputación, o tal vez Consejo de Ciento—, se ajusta en lo esencial a la verdad. Quiero decir que fue la verdad con que Marco amasó su mentira. Quiero decir que las cosas debieron de ocurrir más o menos como Marco contaba en la segunda versión de su salida de España, solo que suprimiendo la fantasía de que él fuera en 1941 un resistente con la policía franquista pisándole los talones y sin otra opción que aprovechar aquella oportunidad para salir de España. Por supuesto —y dicho sea entre paréntesis—, el hecho de que un prófugo como ese personaje inventado para sí mismo por Marco viajase a Alemania en calidad de trabajador voluntario no es solo inverosímil, sino también disparatado (y es increíble que haya podido pasar por verdad): inverosímil porque, para ser contratado, un trabajador debía tener sus papeles en regla, y las Oficinas de Estadística y Colocación pertenecientes a la Delegación Nacional de Sindicatos, que era el organismo oficial español donde se inscribían los candidatos antes de firmar sus acuerdos con las distintas empresas alemanas, no hubiesen aceptado a un fugitivo sin documentos, y menos aún para un trabajo tan codiciado como aquel; y disparatado porque es disparatado pensar que nadie que abrigase el menor rescoldo de actitud resistente o la menor conciencia antifascista estuviese dispuesto a viajar a Alemania para contribuir al esfuerzo de guerra del país que estaba arrasando Europa y hundiéndola en el fascismo (y por eso la ínfima oposición interna a la dictadura hizo cuanto pudo para disuadir a los trabajadores españoles de cometer aquel error). ¿Significa esto que Marco había dejado de ser un anarquista entusiasta para convertirse en un fascista entusiasta? No, aunque no hubiera sido el primero ni el último que, al terminar la guerra, cambió de hoy para mañana un entusiasmo por otro. Es cierto que, antes de firmar su contrato, los trabajadores solían ser calificados según su grado de adhesión al régimen, y que algunos aspirantes aducían como mérito su condición de excombatientes franquistas o su pasión por la causa, igual que es cierto que la prensa publicó muchas fotos de las salidas de los primeros convoyes de trabajadores hacia Alemania en las que reina un gran fervor ideológico, con locomotoras adornadas con grandes esvásticas y vagones con trabajadores vehementes sacando el tronco por las ventanillas mientras hacen el saludo romano; pero no es menos cierto que, más allá del resplandor embustero de la propaganda, la realidad era que la inmensa mayoría de aquellos hombres no emigraba para ayudar a los nazis a ganar la guerra, sino para huir de la miseria de la España franquista, por pura y simple necesidad.
Ese fue el caso de Marco. Nuestro hombre salió hacia Alemania con el propósito principal de librarse del servicio militar (o de aplazar su cumplimiento) y el secundario de ganarse la vida en el país que estaba ganando la guerra. En teoría, uno de los requisitos imprescindibles para ser contratado por las empresas alemanas era haber realizado el servicio militar o estar exceptuado del mismo; con Marco, por los motivos que fuere, se lo saltaron, o quizás es que los engañó, los lio de nuevo: los funcionarios españoles sin duda lo juzgaron políticamente adicto o inofensivo, y los empresarios alemanes debieron de quedar impresionados por su juventud, por su energía, por su entusiasmo y sobre todo por su competencia como mecánico (los obreros metalúrgicos eran una de sus prioridades), porque el hecho es que el 27 de noviembre de 1941, llevando bajo el brazo un contrato de trabajo de dos años firmado por la Deutsche Werke Werft, Marco montó en el primero de los convoyes de trabajadores que partió desde la estación del Norte de Barcelona para iniciar su peripecia alemana.
¿Eso fue todo? ¿Fue solo Marco, en los dos primeros años de la posguerra, un joven políticamente inocuo, ya que no un joven adicto al régimen, un anarquista reconvertido a toda prisa en fascista (no hay un solo dato ni un solo testimonio que avale esta presunción)? ¿Fue apenas uno más de la inmensa mayoría de los derrotados que aceptó sin protestas la vida bárbara, abyecta y claustrofóbica impuesta por los vencedores? ¿O había una parte de él que no se conformaba? ¿Abrigaba todavía en su interior algún resto de conciencia antifascista o algún rescoldo de actitud resistente o de coraje cívico? ¿Tuvo Marco después de todo alguna relación con algún grupo antifranquista? ¿Pudo tenerla a pesar de llevar una vida normal o un simulacro de vida normal? ¿Puedo dejarle algo? ¿Puedo dejarle la UJA? ¿Perteneció Marco a la UJA o tuvo alguna relación con ella?
La historia de la UJA es extraordinaria. Se trata de un minúsculo episodio que permaneció enterrado en la fosa común del antifranquismo durante casi sesenta años, hasta que, en 1997, dos jóvenes historiadores locales, Juanjo Gallardo y José María Martínez, lo exhumaron; hoy todavía la historia es muy poco conocida. A finales de enero de 1939, cuando faltaban un par de meses para que terminara la guerra pero ya habían transcurrido varios días desde la caída de Barcelona en manos franquistas, un grupo de chavales catalanes decidió no aceptar la derrota. Algunos habían combatido con el ejército republicano, muchos militaban en las Juventudes Libertarias, todos eran muy jóvenes: el mayor tenía veintitrés años y el más pequeño quince, pero la mayoría estaba entre los diecisiete y los dieciocho; entre ellos había de todo: jornaleros, vidrieros, peones, contables, sastres, electricistas, ferroviarios, mozos de almacén, pasteleros, dependientes y hasta tres colegiales. El núcleo de la UJA se hallaba en Santa Coloma de Gramanet, pero la organización se extendió en seguida a Sant Adrià del Besós y tenía la ambición de llegar a otras poblaciones del extrarradio de Barcelona, incluida la propia Barcelona. La palabra «organización» quizás es excesiva: aunque estaba dotada de una cierta estructura, con responsables de las distintas secciones y una división geográfica en sectores, en realidad la UJA no era más que un grupo de muchachos que se reunía en casa de sus padres y que, con unos medios ridículos y un coraje temerario, durante el tiempo que duró su andadura elaboró, imprimió y distribuyó panfletos llamando a la revuelta, dio un golpe de mano contra una guarnición de fascistas italianos, planeó sabotajes en infraestructuras y asaltó a notorios franquistas para ayudar con el dinero obtenido del robo a familias antifranquistas en situación económica desesperada. La vida de la UJA, sin embargo, fue breve: terminó el 30 de mayo de 1939, tres meses escasos después de su inicio. Ese día empezaron las detenciones (durante las cuales, según reza el sumario que a continuación se abrió a sus miembros, «se les ocupó una máquina de escribir, cinco fusiles, tres rifles, una bomba de mano y varias municiones»), y el 2 de enero del año siguiente un consejo de guerra dictó sentencia contra los veintiún militantes de la organización y otras siete personas; salvo tres de ellos, que no llegaban a los dieciséis años y fueron puestos a disposición del Tribunal Tutelar de Menores, todos los demás fueron condenados: hubo cinco penas de muerte (de las que solo se ejecutó una), ocho penas de reclusión perpetua, dos penas de veinte años, cuatro de quince y dos de seis. De modo que, cuando todo el mundo dijo de grado o por fuerza Sí, hubo gente que dijo No, gente que no se conformó, que no dio su brazo a torcer y no se resignó al oprobio, la indecencia y la humillación comunes de la derrota. Fue una ínfima minoría, pero fue. A lo largo de casi seis décadas sus nombres se olvidaron, así que no estará de más recordarlos hoy. Honor a los valientes: Pedro Gómez Segado, Miquel Colás Tamborero, Julia Romera Yáñez, Joaquín Miguel Montes, Juan Ballesteros Román, Julio Meroño Martínez, Joaquim Campeny Pueyo, Manuel Campeny Pueyo, Fernando Villanueva, Manuel Abad Lara, Vicente Abad Lara, José González Catalán, Bernabé García Valero, Jesús Cárceles Tomás, Antonio Beltrán Gómez, Enric Vilella Trepat, Ernesto Sánchez Montes, Andreu Prats Mallarín, Antonio Asensio Forza, Miquel Planas Mateo y Antonio Fernández Vallet.
¿Fue Marco uno de esos secretos héroes adolescentes? ¿Perteneció Marco a la UJA? Durante muchos años él sostuvo que sí: enfáticamente; ante mí mismo sostuvo que sí, con el mismo énfasis, y de hecho ese fue uno de los puntos de su pasado que con más acaloramiento discutimos en nuestras reuniones, y que más trabajo me costó aclarar. Sobra decir que, conociendo la vida normal o el simulacro de vida normal que había llevado Marco durante la existencia fugaz de la UJA, su maestría de embustero y su pasión por apropiarse el pasado heroico de otros, al principio yo no me creí nada; a medida que investigaba, además, las pruebas de que no había pertenecido a la UJA parecían cada vez más concluyentes. ¿Por qué llegué a pensar entonces que Marco podía haber pertenecido a la UJA o podía haber tenido alguna relación con la UJA? Por dos motivos: el primero es que, casi veinte años antes de que Juanjo Gallardo y José María Martínez desenterraran la historia de aquel precocísimo grupúsculo antifranquista, Marco ya había contado su paso por él, describiéndolo además con cierto detalle, en el primer y sucinto relato de su vida que en 1978 publicó Pons Prades; la segunda es Antonio Fernández Vallet. Este, según Marco, había sido amigo suyo de infancia, voluntario como él durante la guerra en el frente del Segre y su introductor en la UJA, y al mismo tiempo, según constaba en el sumario del juicio, había pertenecido a la UJA, había ocupado el cargo de secretario de Propaganda y había sido condenado a quince años de cárcel por ello. ¿Podía haber contado Marco la historia de Fernández Vallet y la UJA, cuando nadie los conocía o todo el mundo los había olvidado, sin haber pertenecido a la UJA? ¿O era su pertenencia a la UJA la pequeña verdad con que Marco había amasado las mentiras de su primera posguerra —la minúscula poesía épica con que había intentado teñir la prosa general de su vida—, del mismo modo que su estancia en el frente del Segre era la pequeña verdad con que había amasado sus mentiras de la guerra?
Era una conjetura atractiva. Sin embargo, las pruebas contra la pertenencia de Marco a la UJA demostraron poco a poco ser, más que sólidas, concluyentes. Por una parte su nombre no figuraba ni en el sumario ni en la sentencia del consejo de guerra, y ello a pesar de que los miembros de la UJA fueron interrogados y torturados con una dureza extrema —en un caso hasta la muerte—, y de que parece muy difícil que, en esas condiciones, chavales de diecisiete o dieciocho años, no digamos niños de quince, callasen cuanto sabían. Por otra parte, ninguno de los supervivientes de la UJA todavía vivos mencionaba siquiera a Marco en ninguno de los numerosos testimonios orales y escritos que dejaron, desde entrevistas hasta relatos más o menos novelados, y ninguno admitía que, a pesar de sus ambiciones iniciales, la UJA se hubiese expandido más allá de Santa Coloma y Sant Andreu, como no lo admitían los jóvenes historiadores que habían investigado su historia, quienes ponían la mano en el fuego por que los miembros de la UJA al completo habían sido detenidos y juzgados en el consejo de guerra. Todo esto es de sentido común, en especial si se piensa que la UJA fue desarticulada cuando se hallaba todavía en una fase embrionaria y que, con su nula infraestructura y la escasez de sus medios y efectivos, ni siquiera podía soñar con disponer de una célula o un sector en la capital. Frente a estas evidencias coloqué una y otra vez a Marco en nuestras reuniones, tratando de demostrarle que su relato no se ajustaba a las certezas disponibles y reclamándole una y otra vez, con los argumentos usuales, que me dijera la verdad (el argumento más usual, aparte del más eficaz: si no me decía la verdad a mí, Benito Bermejo terminaría averiguándola). Hasta que por fin, una mañana de septiembre de 2013, mientras los dos tomábamos café en una plaza del barrio de Collblanc, después de habernos pasado la mañana buscando en vano a Bartolomé Martínez, su primer aprendiz de mecánico, Marco claudicó: de forma sinuosa y elaborada reconoció por fin, casi sin darle importancia, casi como si no lo reconociera, que no había pertenecido a la UJA.
¿Cuál es la verdad, así pues? ¿Tuvo Marco alguna relación con la UJA? ¿O se la inventó por completo? Tal como hoy lo reconstruyo o lo imagino, lo que ocurrió entre Marco y la UJA fue lo siguiente. Marco, en efecto, conocía a Fernández Vallet: habían sido amigos de infancia en el barrio de La Trinidad, compartían ideales políticos, habían coincidido en el frente o de camino hacia el frente. Justo al terminar la guerra en Cataluña, mientras Fernández Vallet participaba en la organización de la UJA, los dos amigos volvieron a verse, quizás en La Trinidad (pero no en el entierro de la abuela de Marco, contra lo que dice este: según el archivo municipal de Barcelona, la abuela paterna de Marco, que se llamaba Isabel Casas, falleció el 15 de marzo de 1940, cuando ya hacía casi un año que la UJA no existía). Fernández Vallet le habló a Marco de la UJA, probablemente le mostró una octavilla; tal vez le propuso a Marco que se integrase en la organización y Marco lo rechazó por miedo, por prudencia o por una mezcla de ambas cosas, o tal vez Fernández Vallet no le propuso nada y Marco no tuvo nada que rechazar. Lo cierto es que eso debió de ser todo. Marco regresó a casa de sus suegros, con su mujer y su hijo y su trabajo en el taller de Felip Homs y su vida normal o su simulacro de vida normal, y no volvió a acordarse de la UJA hasta que, días o semanas o meses después, se enteró por casualidad de que la UJA en pleno había caído. En cuanto a Fernández Vallet, según esta versión ni siquiera hubiese tenido que negarse a delatar a Marco durante los interrogatorios de la policía, sumando ese heroísmo a su heroísmo como organizador de la UJA: sencillamente, Marco no pertenecía a la UJA, y por tanto nadie podía delatarlo. Sea como sea, años más tarde, a principios de los cincuenta, Marco supo que Fernández Vallet había salido de la cárcel. Por entonces él mismo estaba pasando una época muy mala, y no se le ocurrió que su viejo amigo de La Trinidad necesitara ayuda; todo lo contrario: aunque no se atrevió a citarse con él, por miedo a que lo vieran con un rojo recién salido de prisión, envió a alguien para preguntarle si podía darle dinero, si podía echarle una mano. La petición no tenía sentido: Fernández Vallet era un apestado, estaba enfermo y carecía de recursos; en realidad, era él quien necesitaba una mano. No sé si alguien se la echó, pero Marco y él no volvieron a verse, y el antiguo dirigente de la UJA murió no mucho después. Y llegado el momento, a finales de los años sesenta, cuando empezó a forjarse una biografía de resistente al fascismo, Marco se apropió de ese episodio, convirtiéndose en un militante ficticio de la UJA, en el cerebro y líder ficticio de su ficticia organización barcelonesa.
Esa es la verdad. Eso fue lo que ocurrió, o lo que entiendo o imagino que ocurrió. Marco no pertenecía a la minoría, sino a la mayoría. Pudo decir No, pero dijo Sí; cedió, se resignó, dio su brazo a torcer, aceptó la vida bárbara, infame y claustrofóbica impuesta por los vencedores. No se sentía orgulloso de ello, o por lo menos no se sintió orgulloso a partir de un determinado momento, ni se siente orgulloso ahora, y por eso mintió. Marco no es un símbolo de la decencia y la integridad excepcionales en la derrota, sino de su indecencia y su envilecimiento común. Es un hombre corriente. No hay nada que reprocharle, por supuesto, salvo que intentase hacerse pasar por un héroe. No lo fue. Nadie está obligado a serlo. Por eso son héroes los héroes: por eso son una ínfima minoría. Honor a Fernández Vallet y sus compañeros.