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¿Qué hizo Marco al terminar la guerra? ¿O qué dice que hizo?

Ya lo he contado: al llegar a Barcelona desde el frente del Segre, en el invierno de 1939, con la guerra a punto de tocar a su fin, Marco se refugió en casa de la tía Ramona, una portería que las autoridades republicanas le habían concedido a su marido, el tío Anastasio, para compensarlo por su condición de inválido de guerra. La casa se hallaba en la esquina de Lepanto y Travessera de Gracia, en el barrio de El Guinardó; aunque constaba de dos pisos, era minúscula: abajo, en la portería propiamente dicha, se abrían una cocina y un comedor diminutos, además de un cubículo destinado a controlar las entradas y salidas de los vecinos; arriba, casi en la terraza del edificio, había un par de habitaciones, también diminutas. He contado asimismo que Marco tardó todavía mucho tiempo en salir a la calle. Por una parte, debía recuperarse, dice, de su herida de guerra, estaba indocumentado y no quería regularizar su situación legal, porque su dignidad se negaba a aceptar a las autoridades franquistas y porque las represalias contra alguien como él (un suboficial del ejército perdedor que además había militado en la CNT) podían ser durísimas; por otra parte, lo abrumaba, dice, una mezcla de miedo, de asco y de vergüenza. Para él, un chaval idealista y rebelde, que había vivido la revolución libertaria y había hecho la guerra y estaba dispuesto a seguir peleando para derribar el franquismo, el asco y la vergüenza eran muy superiores al miedo.

La portería de la tía Ramona se hallaba frente a los cuarteles de Lepanto y, durante las primeras semanas o meses, Marco se limitó a espiar la realidad desde su ventana, según cuenta él mismo en uno de los textos autobiográficos o pseudoautobiográficos que envió a la Amical de Mauthausen tras el descubrimiento de su impostura. Espiaba los desfiles militares, animados por los himnos de los vencedores y presididos por los estandartes y banderas franquistas que poco tiempo atrás había visto ondear en las mañanas luminosas al otro lado de las trincheras; espiaba las procesiones, viacrucis y actos de desagravio a los símbolos religiosos abolidos durante la República, entre hileras de hombres arrodillados y mujeres con mantilla que portaban grandes cirios encendidos, y espiaba las legiones de brazos haciendo el saludo romano que la multitud levantaba en las calles; espiaba, en fin, el ir y venir de la gente en aquella ciudad hambrienta, prostituida y pisoteada por la doble tiranía de la Iglesia y los falangistas, corrompida económica y moralmente, humillada y saqueada por la rapacidad y la arrogancia de los vencedores, donde solo tres años antes la ciudadanía en armas había aplastado una sublevación militar y donde el mismo pueblo exaltado que durante toda la guerra había luchado por la libertad, con un coraje y una grandeza que habían admirado al mundo, se había convertido en un pueblo roto, servil, cobarde y desposeído, un pueblo de cestas vacías y cabezas bajas, de pícaros, colaboracionistas, delincuentes, delatores, sobornados y campeones del estraperlo, un pueblo exiliado en su propia ciudad, en medio de la cual él sabía que iba a ahogarse porque no soportaría la forma de vida bárbara, abyecta y claustrofóbica que el nuevo régimen quería imponer, a pesar de lo cual quiso permanecer en ella para luchar por la justicia y la dignidad como siempre lo había hecho, manteniéndose fiel a los ideales libertarios de su adolescencia.

Así lo hizo, o así dijo siempre que lo hizo. Apenas se recuperó de su herida de guerra empezó a salir de casa y, para ocultar tras una fachada inofensiva sus actividades clandestinas y de paso ayudar a la tía Ramona con la economía doméstica, pronto encontró trabajo en el taller de reparaciones de un hombre llamado Felip Homs, en la calle París, casi esquina con Viladomat. Homs, un viejo republicano que necesitaba un aprendiz porque su hijo estaba cumpliendo uno de aquellos servicios militares eternos con que los vencedores castigaban de oficio a los soldados derrotados, acogió a su nuevo trabajador sin preguntarle nada ni pedirle ninguna documentación, y más tarde, cuando supo que había sido un voluntario antifascista en el ejército republicano, lo celebró. De esa forma empezó Marco a hacer una vida normal, o casi normal. Aunque se esforzaba por dominarse, era un muchacho por naturaleza impulsivo, a menudo temerario, incapaz en todo caso de soportar sin protestas las vejaciones de los vencedores, y sus enfrentamientos con ellos se volvieron constantes. Iba al cine siempre que podía, pero, para no tener que ponerse en pie y saludar brazo en alto mientras sonaba el himno nacional o el falangista al principio y al final del espectáculo, entraba cuando el pase ya había empezado y salía cuando estaba a punto de acabar. No era el único en practicar esa mínima forma de insumisión y, quizá por eso, un día se interrumpió la película en pleno pase, se encendieron las luces y empezó a sonar el «Cara al sol» por sorpresa, para obligar a todos los presentes a levantarse y saludar. La argucia sorprendió a Marco sentado en medio de la sala, junto al pasillo, pero no se movió; permaneció allí, clavado en su asiento, mientras a su alrededor, en medio del estruendo de la música, la multitud se levantaba y brotaba de ella un bosque de brazos en alto. Entonces, sin apartar la vista de la pantalla bruscamente desierta, Marco notó una presencia en el pasillo, junto a él; antes de volverse del todo, supo que era un militar. En realidad, era un sargento. Le miraba. «¿No vas a levantarte?», preguntó el sargento. Marco le sostuvo la mirada; mientras lo hacía, sintió que había cesado la música, que se había hecho el silencio, que los ojos de todos los espectadores convergían sobre ellos. Contestó: «No». El sargento se quedó mirándolo unos segundos, al cabo de los cuales dio media vuelta y se fue. En cuanto a Marco, dice que aquel día hizo lo que hizo sin pensarlo; contradictoriamente, también dice que lo hizo por sí mismo, para preservar su propia dignidad, pero sobre todo por los demás, para preservar la dignidad de todos.

Siempre según Marco, episodios como el anterior fueron por entonces frecuentes; es decir, lo fueron para él (Marco recuerda otro: una tarde de verano, en una estación de ferrocarril, mientras esperaba frente a una taquilla a comprar un billete que lo llevase a la playa de Castelldefels, un puñado de falangistas de boina roja y camisa azul quiso arrebatarle a empujones su sitio en la cola; Marco se resistió, acabó emprendiéndola a puñetazos con ellos, huyó hacia el tren, se confundió entre los viajeros y se pasó el viaje hasta la playa sacando la cabeza en cada estación para ver cómo esos malnacidos bajaban en cada parada y trataban de localizarlo entre el gentío). En aquella época Marco fue detenido por primera vez. Una tarde, un grupo de hombres entró en el taller de Felip Homs preguntando por él. Le pidieron la documentación y, como carecía de ella, lo esposaron y pusieron patas arriba el local; no encontraron nada, salvo algunos escritos suyos, un puñado de boletines informativos del consulado inglés y de la BBC, de los que él se había convertido en el principal distribuidor en Barcelona, y una pintada que había hecho en la pared del baño, detrás del váter: «¡Arriba España! ¡Viva Franco! —Decía—. ¡Cuando hayas terminado, tira de la cadena y a la mierda con todo!».

Se los llevaron detenidos, a él y a Felip Homs, cogieron la caja del dinero y cerraron el taller. No cabían todos en el coche de los desconocidos, así que dos de ellos pararon un taxi, lo metieron en él y dieron una dirección de la plaza Lesseps. Hasta entonces Marco había pensado que aquellos hombres eran policías; ahora comprendió su error: días o semanas antes un grupo de falangistas había irrumpido en su domicilio, buscándolo, y, después de registrar en vano la casa, le dijeron a la tía Ramona que su sobrino debía presentarse en un local de la plaza Lesseps, sin duda el mismo al que ahora se dirigían. Marco confiesa que, cuando se dio cuenta de que sus captores eran falangistas y de que le llevaban a una sede de Falange, tuvo miedo, o que el miedo que ya tenía se multiplicó, y que decidió escapar a la primera oportunidad que se le presentase. Se le presentó en seguida, en el cruce de Travessera de Gracia y Mayor de Gracia, donde un policía municipal controlaba el tráfico. Al llegar allí, Marco se tiró del coche en marcha, abalanzándose sobre el municipal mientras gritaba que se lo llevaban secuestrado; un grupo de curiosos se arremolinó en seguida en torno a ellos, y no sirvió de nada que los falangistas exhibieran sus chapas y carnets del Movimiento: el municipal consideró que aquello era un problema de la policía y que era la policía quien debía resolverlo.

Así que el municipal condujo a Marco a la comisaría más próxima, en la calle Rosellón. Los falangistas los siguieron, y durante el camino no dejaron de amenazar a Marco con las palizas y castigos que le esperaban en cuanto estuviesen a solas. Por fortuna para él, nunca estuvieron a solas. El inspector que los atendió en comisaría les dijo a los falangistas que Marco quedaba detenido y a disposición de la justicia, que él se encargaba de todo, incluidos la denuncia y el informe, y que les agradecía su colaboración. Cuando los falangistas se marcharon, el inspector se quedó un rato en silencio, observando a Marco; al final le preguntó qué edad tenía. Marco contestó, y a continuación cayó sobre él una bronca tremenda: el inspector le recordó que era un niño y le aseguró que, si hubiera sido hijo suyo, le hubiera pegado una paliza, por inconsciente y por descerebrado. Dicho esto, se fue dejando a Marco en su despacho, y solo volvió al cabo de un par de horas, cuando calculó que los falangistas ya se habrían cansado de esperar en la calle. «Lárgate —le dijo el inspector a Marco, señalando la puerta—. Y que no vuelva a verte».

Aquella noche no durmió en casa de la tía Ramona, dice Marco; ni aquella ni las siguientes. Tampoco volvió al taller de Felip Homs. Estaba seguro de que los falangistas le tenían controlado y de que, a menos que escapase de aquella vida normal o de aquel simulacro de vida normal en que estaba instalado, tarde o temprano lo cazarían. De modo que decidió escapar. Primero recurrió a un antiguo compañero de la CNT, un sindicalista del metal al que había conocido durante la guerra en la fábrica Ford, quien le ofreció un escondite en la terraza de una casita agazapada junto al puente de Vallcarca. Allí pasó varias noches, al cabo de las cuales su compañero desapareció y Marco comprendió que aquel había dejado de ser un lugar seguro. Empezó entonces a vivir a salto de mata: dormía en casas abandonadas, en parques, en huecos de escaleras; pasó muchas noches en los bancos de la plaza de Cataluña y en las sillas de alquiler de la Rambla, y muchas mañanas y muchas tardes dando vueltas sin rumbo en tranvía, de un lado a otro de la ciudad. En sus escritos y declaraciones Marco recuerda que aquella fue para él una época penosa, pero también recuerda, con orgullo, que se sentía orgulloso de sí mismo, que le consolaba y le reconfortaba pensar que no había claudicado ante la bestialidad institucionalizada de los vencedores, que no había dado su brazo a torcer ante el terror y la estulticia y que se sentía un símbolo, porque, mientras él siguiera en pie, manteniendo la decencia, el honor y el amor propio, de algún modo todo su pueblo seguiría en pie.

En realidad, hacía aún más que eso. Quiero decir que, según cuenta, no le bastaba con esquivar las embestidas salvajes de los franquistas; a su modo, con sus medios raquíticos, él también los embestía. Marco no acierta a situar con precisión el hecho: unas veces parece sugerir que ocurrió no mucho después de su retorno del frente, quizás en la primavera de 1939; otras, que ocurrió en el verano o el otoño de 1941, poco antes de su salida de España. El caso es que una noche la tía Ramona le comunicó que había muerto su abuela Isabel, la madre de su padre, y que al día siguiente le esperaban en el entierro, que iba a celebrarse en La Trinidad, el barrio de su infancia o el barrio en el que había transcurrido la parte mayor de su infancia, donde no había puesto los pies desde los primeros días de la guerra. El velatorio tuvo lugar en el antiguo Ateneo Republicano, reconvertido tras la victoria franquista en centro parroquial. Allí, durante la ceremonia, volvió a ver a parientes, amigos y conocidos a los que había perdido de vista; entre ellos se encontraba Antonio Fernández Vallet, el muchacho con quien, en la primavera de 1938, Marco se había alistado como voluntario para pelear en el frente del Segre.

Más que amigos, Marco y Fernández Vallet eran íntimos: habían compartido en la infancia juegos, correrías y lecturas; también ideales libertarios, aunque Marco se había inscrito en la CNT y Fernández Vallet en las Juventudes Libertarias. Es natural por tanto que, pasada la alegría del reencuentro y la tristeza del entierro, Fernández Vallet llevara a Marco aparte y le mostrara una octavilla en la que una organización llamada UJA (Unión de Juventudes Antifascistas) convocaba a la lucha contra los vencedores. Marco no había oído hablar de la UJA, así que, blandiendo la octavilla, le preguntó a Fernández Vallet qué era aquello. Su amigo le contó que la UJA era una organización de jóvenes resistentes, que acababa de crearse, que él pertenecía a ella, que había nacido y estaba implantada sobre todo en Santa Coloma de Gramanet pero contaba también con gente de Sant Andreu, de La Trinidad, de La Prosperidad, de Verdún y de otros barrios del cinturón obrero de Barcelona, que la mayoría de sus componentes tenía una edad y un pasado semejantes a los suyos, porque muchos habían sido soldados en el ejército de la República, aunque no todos eran anarquistas como ellos: también había comunistas y socialistas. Marco asegura que en este punto interrumpió a su amigo. Le dijo que no le gustaba aquella mezcolanza ideológica, ni tampoco tener que compartir organización con los comunistas, que durante la guerra habían perseguido con saña a los suyos y habían hecho fracasar la revolución; añadió que ya no vivía en el extrarradio de Barcelona sino en la misma Barcelona, muy lejos de ellos. Eran objeciones débiles, casi protocolarias, porque Marco estaba ansioso por salir de su aislamiento y convertir su rebeldía individual en lucha organizada, de manera que Fernández Vallet las derrotó sin esforzarse: solo dijo que no era el momento de copiar las divisiones de la guerra, sino de combatir al enemigo común, y que el hecho de que no existiera una sección de la UJA en Barcelona no era un obstáculo sino un aliciente para que él la creara.

Siempre según el relato de Marco, a esa tarea consagró sus mejores energías durante las semanas o meses siguientes. Lo primero que hizo fue reclutar a unos cuantos chavales como él, tan valientes, generosos e idealistas como él, o poco menos: un tal Francesc Armenguer (de Les Franqueses), un tal Jordi Jardí (de Anglès), un tal Jorge Veí o Vehi o Pei, un tal Thomas o Tomàs, también un tal García y un tal Pueyo, quizás algún otro. Lo segundo que hizo fue buscar un local en el que reunirse con sus compañeros; lo encontró en seguida, en una cafetería situada en la calle Peligro esquina con Torrente de las Flores, en el barrio de Gracia, donde consiguió alquilar un ala recién abandonada por una peña ciclista, en cuyas vitrinas y estanterías todavía quedaban trofeos olvidados. Allí empezó a reunirse el grupo y, provisto de un equipamiento mínimo (un revólver y un par de pistolas, una caja de cartuchos, una máquina de escribir, varias resmas de papel blanco y algunas hojas de papel carbón, unas tijeras y dos grapadoras), en seguida empezó a actuar: redactaban, imprimían y distribuían por la ciudad octavillas en las que llamaban a la resistencia, hacían pintadas, de vez en cuando tiraban algún petardo, constantemente discutían sobre la forma de derribar el régimen. Todo esto duró muy poco tiempo, apenas unas cuantas semanas inciertas, porque el entusiasmo de aquellos muchachos idealistas no alcanzaba a suplir su candor, su falta absoluta de experiencia y su absoluta ignorancia de las reglas y mecanismos de la lucha clandestina. Una tarde, Marco se hallaba esperando a un enlace junto al monumento a Jacint Verdaguer, en Diagonal y paseo de San Juan; se trataba de una medida de seguridad, una cita previa que quizás (esto Marco no lo recuerda bien, o dice que no lo recuerda bien) era la antesala de una reunión con otros responsables de grupo. Lo cierto es que el enlace se retrasaba, y que solo apareció cuando Marco ya empezaba a pensar que lo mejor era marcharse, porque algo debía de haber ocurrido. Descompuesto y agitado, el enlace le contó que, en efecto, había ocurrido algo: aquella mañana habían detenido al secretario de la organización, le habían encontrado listas de nombres y domicilios, había ya un puñado de detenidos, la operación policial seguía su curso, era urgente ponerse a salvo. Antes de que el enlace terminara de informarle, Marco echó a correr hacia el local de Peligro y Torrente de las Flores. Allí encontró a dos de sus compañeros y les dio la noticia, los ayudó a recoger sus cosas a toda prisa y a toda prisa salió con ellos del bar, sin mirar atrás.

Fue el final de la UJA. Marco no volvió a reunirse con sus compañeros de grupo; tampoco, por supuesto, con Fernández Vallet y la gente de Santa Coloma, de los que en las semanas posteriores solo le llegaron retazos de noticias según las cuales habían sido detenidos al completo, juzgados y condenados a penas severísimas. Dos conclusiones extrajo Marco del final de la UJA (o eso dice): la primera es que era un suicidio formar parte de una organización clandestina, al menos de momento, y que en adelante se enfrentaría solo al franquismo; la segunda es que no podía enfrentarse solo al franquismo, que su situación era desesperada y que, sin casa, sin trabajo, sin amigos y con la policía pisándole los talones, lo mejor que podía hacer —quizá lo único que podía hacer— era marcharse de España.

En este punto el relato de Marco se bifurca; o más bien el descubrimiento de su impostura obligó a Marco a bifurcarlo. Antes del estallido del caso Marco, la historia que él contaba era en lo esencial como sigue:

Decidido a exiliarse en Francia y a continuar allí la lucha contra el fascismo, en otoño de 1941 Marco se puso en contacto con un primo suyo que estaba haciendo el servicio militar y tenía amigos y conocidos en el puerto (en otra versión, esto no ocurre en otoño de 1941 sino en invierno de 1942). Tras realizar algunas gestiones, Pepín, que así era como se llamaba el primo, consiguió mediante el soborno de un carabinero que Marco pudiese embarcarse en un mercante que hacía la ruta Barcelona-Marsella (en otra versión, Pepín no sobornó al carabinero sino al propio capitán del mercante). Marco hizo clandestinamente el viaje. En Marsella le aguardaba en teoría un miembro de la CNT; en la práctica no le aguardaba nadie y, mientras buscaba a su contacto frustrado por las tascas del puerto, le detuvo la policía de Pétain, el viejo mariscal francés a quien los nazis habían colocado al frente de un gobierno títere en la zona no ocupada de su país (en otra versión menciona el nombre del cenetista que debía aguardarle en Marsella, un tal García, y sostiene que no lo apresaron en el puerto sino en un control policial). Tras varios interrogatorios, Marco fue entregado por la policía de Pétain a la Gestapo, que lo retuvo un mes en Marsella antes de mandarlo a Metz, donde lo confinaron en un convento y acto seguido lo enviaron al campo de Flossenbürg (en otra versión no menciona que fuera entregado a la Gestapo y asegura que, antes de llegar a Flossenbürg, pasó por Kiel, la capital de Schleswig-Holstein, el estado más septentrional de Alemania). Allí, en Flossenbürg (o en Kiel), se iniciaba, según este primer relato, la aventura alemana de Marco.

El segundo relato —es decir, el relato que Marco hizo tras estallar su caso en mayo de 2005— es más sencillo, carece de variantes y empieza de forma similar al primero, pero acaba de forma por completo distinta, si no opuesta; en lo esencial es como sigue:

Decidido a exiliarse en Francia y a continuar allí la lucha contra el fascismo, en otoño de 1941 Marco se puso en contacto con un primo suyo que estaba haciendo el servicio militar y tenía amigos y conocidos en el puerto. Tras realizar algunas gestiones, Pepín, que así era como se llamaba el primo, consiguió hablar con un carabinero que se ofreció a hablar con un capitán que hacía la ruta Barcelona-Marsella y que, por una suma considerable de dinero, debía permitir que Marco viajara clandestinamente en su mercante. Marco y Pepín se reunieron varias veces con el carabinero en un bar llamado Choco-Chiqui, cerca de la plaza del Pino, pero, cuando ya habían conseguido el dinero necesario para la operación —mil pesetas: una fortuna para aquella época—, el carabinero alegó que los peligros habían aumentado, que el capitán tenía muchas dudas y que, para despejárselas, necesitaba que le dieran el doble de la suma pactada. Aunque sabía que nunca conseguiría reunir ese dinero, Marco empezó a buscarlo. No veía otra solución. Estaba desesperado. Un día, leyendo el periódico, vio otra solución (o la vislumbró): una oferta de trabajo en Alemania. Era una oferta muy atractiva desde todos los puntos de vista, incluido el económico, porque prometía la posibilidad de comprarse una casa en España a cambio de apenas tres años de trabajo en Alemania, pero eso a Marco no le importaba: lo único que le importaba era poder salir de España. También es cierto que, aunque quien ofrecía el trabajo era una empresa alemana (la Deutsche Werke Werft), la oferta se enmarcaba en un acuerdo entre España y Alemania, entre Franco y Hitler, y suponía contribuir, en plena guerra mundial, al esfuerzo de guerra del país que estaba imponiendo el fascismo a sangre y fuego en toda Europa, pero eso tampoco le importaba a Marco: lo único que le importaba era salir de España. Así que aquel mismo día se presentó en las oficinas de la Deutsche Werke Werft en Barcelona, en la calle Diputación (o tal vez Consejo de Ciento), y solicitó el trabajo. Poco después supo que se lo habían concedido, y a finales de noviembre o principios de diciembre de 1941 Marco partió en un tren repleto de trabajadores españoles, desde la estación del Norte, hacia Kiel, la capital de Schleswig-Holstein, el estado más septentrional de Alemania. Así se iniciaba, según este segundo relato, la aventura alemana de Marco.

Y así termina esta sarta de mentiras.