La conjetura de Marco resultó acertada. Algunos de los estudiantes de clase media a quienes sedujo a finales de los sesenta y principios de los setenta acabaron ocupando puestos de relevancia en el país. Fue lo que ocurrió con Ferran Salsas. Este, después de coquetear durante los estertores del franquismo con la idea de involucrarse a fondo en la política clandestina y hasta en la lucha armada (según su mujer por influencia de Marco o de la imagen que tenía de Marco), ocupó cargos directivos en el PSUC, el partido comunista catalán, y desarrolló una notable labor en el terreno de la psiquiatría antes de morir en 1987, a los cuarenta y un años. Para ese momento su mujer, Mercè Boada, se estaba convirtiendo en lo que es ahora mismo: una de las mayores especialistas en enfermedades neurodegenerativas de España. En cuanto a Ignasi de Gispert, ejerce desde hace tiempo como abogado laboralista en los servicios jurídicos del sindicato USOC (Unión Sindical Obrera de Cataluña). Todo esto es verdad; pero no es menos verdad que ninguno de ellos —ni ninguno de los demás jóvenes burgueses que formaban parte de la corte de admiradores de Marco— llegó a desempeñar jamás un papel tan importante en el país como el que en los años venideros llegó a desempeñar el propio Marco.

Decidido a estudiar la carrera de historia, en 1973 nuestro hombre se inscribió en un curso de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años. Aún vivía con María Belver, pero en esas clases conoció a quien iba a ser su tercera y última mujer. La conocemos: es Dani, Danielle Olivera. Además de ser mucho más joven que Marco, Dani era por entonces una chica dulce, fina, guapa, educada y medio francesa, que se estaba preparando para estudiar lengua y literatura catalanas. Los dos se enamoraron en seguida y en seguida empezaron a salir juntos, y a lo largo de los tres años siguientes Marco vivió a horcajadas entre Dani y María. Desconozco todos los pormenores íntimos del idilio entre ambos y, si los conociese, no los contaría; baste con que diga que fue una historia larga y enrevesada, entre otras razones por el natural trapacero de Marco y por los escrúpulos de Dani, quien se resistía a que Marco rompiera una relación de veinte años con una mujer que lo adoraba y que vivía por completo entregada a él. Sobra añadir que, para la conquista de Dani, Marco usó todo su numeroso y bien engrasado armamento de casanova, y en particular el que más podía minar las resistencias de aquella jovencita antifranquista, que era el armamento de su ficticio activismo político.

Se conservan al menos dos testimonios memorables de esa batalla desigual. Son dos textos de Marco escritos a máquina, uno en castellano y otro en catalán, uno sin título y otro verlainianamente titulado «De mis prisiones»; ambos están firmados en la cárcel Modelo de Barcelona: uno lleva la fecha inventada de septiembre de 1974 escrita a mano y otro no lleva fecha, aunque los dos fueron redactados en la época del noviazgo de Marco y Dani y sin duda encontraron su inspiración en el paso fugaz de Marco por la Modelo a finales de 1975 o principios de 1976, acusado de delitos comunes, no políticos. Pese a ello, ambos textos aspiran a pasar por relatos del encarcelamiento de un resistente político y narran, con la profusión de detalles melodramáticos y subrayados sentimentales característica de las ficciones autobiográficas de Marco, las peripecias inventadas de este personaje y de sus compañeros de prisión, así como las reflexiones que esas peripecias suscitan en el autor. El primero de los textos se presenta con modestia como «un apunte de calabozo, sin más pruebas que la desgarradura veraz de lo vivido. Temo incluso que al pasarlo en limpio pierda su aire denso y sucio. No huele a heroísmo, sino a sudor de sufrimiento y humedad, a porquería y zotal». Con no menos modestia, el segundo texto empieza recordando las ya clásicas injusticias que la posteridad comete con los héroes anónimos (no miro a nadie) y el recíproco desprecio con que los héroes anónimos la tratan (tampoco miro a nadie), indiferentes tanto a las recompensas del porvenir como a cualquier tipo de reconocimiento mundano (sigo sin mirar a nadie pero ya me estoy poniendo un poco nervioso), preocupados como están únicamente por responder de sus actos ante su propia conciencia (¡claro, amor mío, soy yo!, ¿quién si no?: empezaba a pensar que eras idiota). Escribe Marco: «Todos aquellos que, luchando conscientemente o en acto de desesperada rebeldía, sufren o pierden la vida, acostumbran a conseguir un lugar privilegiado en el recuerdo de las gentes o en la posteridad histórica. Tanto si obtienen la consideración de equivocados como si la obtienen de mártires, en última instancia la satisfacción del deber cumplido todo lo compensa».

Reconozcámoslo: no todo. No al menos en el caso de Marco; no, sobre todo, en este caso. A lo largo de esos dos memoriales amañados para conquistar a su destinataria solo se la invoca de forma abierta en una ocasión («Pienso en ti, en tus ojos tiernos y siempre asombrados ante la vida. Aún no sé en qué quedará todo esto, mas espero encontrarte en el recuerdo de cada noche para ayudarme»), pero lo cierto es que Marco, que por aquella época era un seductor imbatible, consiguió su objetivo, y en 1976 abandonó a María Belver en Hospitalet y se fue a vivir con Dani Olivera a Sant Cugat. Para entonces Franco había muerto y Marco llevaba un año dividiendo su tiempo, además de entre María y Dani, entre su taller de Travessera de Les Corts y la facultad de historia de la Universidad Autónoma, cerca de Sant Cugat, donde se vivía en plena efervescencia política por la agonía y muerte de Franco y donde él, con su hambre de protagonismo, su facilidad de palabra, su vigor y sus dotes de sugestión intactos, empezó a hacerse notar en las clases y asambleas. Un día de la última semana de febrero de aquel año, cuando el dictador ya llevaba tres meses muerto pero el cambio de la dictadura a la democracia aún no había empezado, un compañero de clase le entregó una tarjeta donde se convocaba a una reunión cuyo objetivo era reconstruir la CNT y donde figuraba el orden del día de la asamblea y un número de identificación.

Marco alucinó. La CNT, la forja de Buenaventura Durruti, de su tío Anastasio y de su padre, el hogar ideológico de su adolescencia sin hogar, el primer sindicato del país durante la Segunda República, el héroe colectivo de la insurrección anarquista que se adueñó de Barcelona en los primeros días de la guerra, la gran organización revolucionaria, incinerada y perdida en el franquismo, de repente estaba otra vez allí, a punto de resucitar de sus cenizas. Marco pensó, eufórico, que, una vez muerto Franco, cualquier prodigio era posible. Al día siguiente el compañero de clase le dijo que la asamblea se celebraría el domingo, día 29, en la parroquia de Sant Medir, en el barrio de Sants, y le dio unas instrucciones para llegar a ella preservando el secreto del acto. Hacia las nueve de la mañana del día convenido, Marco se plantó en Sants y trató de hacer lo que le habían dicho que hiciera, pero cuando empezó a ver grupos de gente en los alrededores de la plaza del barrio, normalmente desierta a primera hora del domingo, y a tipos con gabardinas de conspiradores que, en cada esquina de aquel laberinto de calles, le daban indicaciones mudas, tuvo el sentimiento de haberse colado sin permiso y sin quererlo a una película de los hermanos Marx, en una escena donde todo el mundo se dirige a una reunión clandestina que todo el mundo sabe que no es una reunión clandestina.

La asamblea se inició a las diez y fue histórica. Por primera vez después de la guerra se reunían en Cataluña representantes de las dos ramas del exilio (el Frente Libertario de París y la CNT-AIT de Toulouse) y los diversos grupos y grupúsculos libertarios que se habían ido configurando en el interior del país. La sala estaba abarrotada; se calcula que casi quinientas personas asistieron al acto. Este acabó a las tres de la tarde, y durante sus cinco horas de duración se aprobaron una serie de medidas destinadas a poner de nuevo en marcha el sindicato y relanzarlo; el final hizo un nudo en la garganta de muchos: el presidente de la mesa recordó que era la primera vez en cuarenta años que la CNT se encontraba en una reunión tan amplia en el interior del país. «Es obligado por tanto —añadió—, no concluir esta Asamblea Confederal de Cataluña sin manifestar nuestro emocionado recuerdo a todos aquellos compañeros que perdieron la vida en la lucha por la libertad, en las luchas sociales, en la trinchera o ante el pelotón de fusilamiento. A todos ellos, nuestro homenaje, desde el primero hasta el último libertario asesinado por la dictadura: Salvador Puig Antich».

Durante todo el franquismo Marco no había participado con la CNT en la lucha por la libertad ni en las luchas sociales; tampoco se había reunido nunca con el sindicato, ni en el exilio ni en el interior del país (ni con ese sindicato ni con ningún otro sindicato o partido o grupo o grupúsculo opositor). En realidad, Marco —ya lo he dicho— no había oído una sola palabra de la CNT durante casi cuatro décadas, y tampoco había querido oírla. Al cabo de solo unos meses de aquella asamblea fundacional de Sant Medir, sin embargo, nuestro hombre era el secretario general del sindicato en Cataluña, y al cabo de un par de años lo era en toda España. ¿Cómo es posible que ocurriera eso? ¿Cómo pudo Marco encaramarse en tan poco tiempo a la cima de aquella organización legendaria? ¿Cómo se convirtió en el líder de un sindicato que había sido y continuaba siendo mucho más que un sindicato y que muchos esperaban o temían que recuperase la primacía social y política de la que había gozado antes del franquismo? Y, sobre todo, ¿cómo pudo hacerlo siendo quien era, alguien que durante casi cuarenta años había permanecido por completo ajeno al sindicato en particular y al antifranquismo en general, y que se había pasado la mitad de su más de medio siglo de vida recluido en un taller de reparaciones?

No estoy del todo seguro de saber cómo consiguió llevar a cabo Marco una ascensión tan inesperada y fulgurante, pero de lo que sí estoy seguro es de que solo pudo llevarla a cabo un tipo como él.