LANGUI
La radio ha formado parte de mi vida desde que era niño. En mi segundo libro, Pan Bendito, recordaba cómo de pequeño me metía en la cama entre mis padres porque me daban mucho miedo los truenos. Me acurrucaba como un ovillo a su lado y me relajaba escuchando un soniquete familiar, el de la radio en la oreja de mi padre. Escuchar ese runrún me calmaba hasta que me quedaba totalmente dormido.
La radio o el transistor, como todos le llamábamos, estaba todo el día zumbando en casa; si de repente se dejaba de oír, mi padre gritaba:
—¿Qué pasa, que no se oye la radio?
Y si no había pilas se podía liar. Mi padre tenía una colección de radios increíble, porque todo el mundo le regalaba una en los cumpleaños, Navidades o en el Día del Padre.
El sonido de una radio marcaba también el ritmo de mi barrio. Aquellas inolvidables voces estaban a pie de calle. Se podían escuchar boleros, coplas, radionovelas, noticias, goles, consultorios sentimentales… Todo aquello se mezclaba con el olor a pan, leña o guiso. No había casa en la que no hubiera encendida una emisora de radio. Era el pulmón de las tertulias y de todos los hogares.
Los locutores eran como uno más de la familia. Se sentaban en la mesa de desayuno, merienda y cena para acompañarnos con aquellas voces. Recuerdo también los anuncios, eran buenísimos, había uno que se repetía una y otra vez, sobre todo por la mañana, cuando mi madre me despertaba para ir al cole. Me quedaba embobado con la voz de aquel locutor que con su grave vozarrón y cierto acento sudamericano decía:
—Automóviles Áncora, paseo de Pontones, 29.
Tanta radio escuché y tanto me gustaba que siempre tuve la ilusión de trasmitir algo a través de las ondas, por eso años después decidí crear mi propio programa de radio. Con esta frase me estrené:
—Bienvenidos a un nuevo programa radiofónico llamado radio Taraská.
Así se llamaba: radio Taraská, una emisora que nacía exclusivamente para Internet. El nombre viene porque taraská es algo así como un mordisco, una bofetada a la vida, al día a día, a la realidad de la calle.
El estudio de grabación estaba en el corazón de mi barrio Pan Bendito. En un local con puerta a la calle plantamos micrófono e ilusión. El guion radiofónico se iba escribiendo sobre la marcha, porque al estar tan cercano a la gente, a los vecinos o a los transeúntes nunca sabías quién podía aparecer en mitad de programa. La gente llamaba a la puerta e interrumpía con diferentes historias, problemas, dudas, anécdotas y peticiones.
¿Sabes una de las primeras cosas que hice en la emisora? Me marqué un par de cuñas publicitarias, ¿te imaginas sobre qué? Poniendo la misma voz y el mismo acento del hombre-anuncio que te comentaba líneas más arriba:
—Automóviles Áncora…
Internet me dio la posibilidad de hacer lo que yo quería. Estaba claro que no había un hueco para mí en los diales convencionales y tuve que reinventar un nuevo estilo de hacer radio. El estilo podcast fue un éxito, tanto que di el salto a RNE. Hasta que un día terminé fichando con Cárdenas para el morning. Mi padre escuchaba los morning cuando yo tenía unos diez años y ahora, ¡¡qué casualidad!!, yo trabajaría también para otro morning, aunque algo más mayorcito, más de veinte años después. A veces lo pienso: habrá niños ahora con diez años que estarán escuchándome; y quién sabe, tal vez alguno de ellos termine haciendo radio.