De los caracteres nacionales en sus relaciones con los diversos sentimientos de lo sublime y de lo bello175.
Los italianos y los franceses, se distinguen principalmente, según yo, entre todos los demás pueblos de Europa, por el sentimiento de lo bello; los alemanes, los ingleses y los españoles, por el de lo sublime. En cuanto a la Holanda, es un país en donde estos sentimientos delicados se hacen notar poco. Lo bello por sí solo es arrebatador, y nos atrae; o bien es alegre, y nos encanta. La primera especie, tiene algo de sublime, y el espíritu, en el sentimiento que en él hay, es pensativo y extasiado; en el sentimiento de la segunda, es alegre y gracioso. Por lo que la primera especie, parece particularmente convenir a los italianos, y la segunda, a los franceses. En el carácter nacional que expresa lo sublime, este es del género terrible y se inclina un poco a lo extraordinario, o bien se tiene el sentimiento de lo noble, o bien todavía el de lo magnífico. Por lo que yo creo atribuir el sentimiento de la primera especie a los españoles; el de la segunda, a los ingleses, y el de la tercera, a los alemanes. El sentimiento de lo magnífico no es original de su naturaleza, como las otras especies de gusto, y aunque el espíritu de imitación se acomoda a todo otro sentimiento, es, sin embargo, más llevado a lo sublime de efecto, porque el sentimiento de este género de sublime no es propiamente más que un sentimiento mixto, en donde entran a la vez el de lo bello y el de lo noble, pero en donde cada uno de estos, considerado por sí mismo, siendo más frío, el espíritu está más libre para seguir ciertos ejemplos, y necesita también de su impulso. Entre los alemanes, el sentimiento de lo bello es, pues, menos vivo que en los franceses, y el sentimiento de lo sublime menos vivo que en los ingleses; pero les convienen mejor los casos en que estos dos sentimientos deben mezclarse; así evitarán las faltas a que pueden conducir la exageración de cada una de estas dos especies de sentimientos.
Yo no haré más que tocar ligeramente las artes y las ciencias, cuya elección puede confirmar el gusto que hemos atribuido a cada nación. El genio italiano se distingue principalmente en la música, en la pintura, en la escultura y en la arquitectura. Todas estas bellas artes son cultivadas en Francia con un gusto muy delicado, aunque la belleza sea de menos atractivo. El sentimiento de la perfección poética u oratoria inclina más hacia lo bello en Francia y hacia lo sublime en Inglaterra. El chiste delicado, la comedia, la alegre sátira, la jocosidad del amor, un estilo fácil y flexible, todo esto son cosas originales en Francia. Inglaterra, al contrario, es el país de los pensamientos profundos, de la tragedia, del poema épico, de los lingotes de oro que bajo el laminador francés se transforman en hojas delgadas y ligeras. En Alemania, el espíritu brilla aun a través de la locura. Era en otro tiempo chocante, pero gracias a los buenos ejemplos y al buen sentido de la nación, ha adquirido más gracia y nobleza, aunque la primera cualidad sea allí menos ingenua, y la segunda menos atrevida que en los dos pueblos de que acabamos de hablar. El gusto de la nación holandesa por un orden minucioso y por una elegancia que da mucho desasosiego y mucho embarazo, indica poca disposición para estos movimientos naturales del genio, cuya belleza sería sofocada por los cuidados de una tímida presunción. Nada puede ser más opuesto a las artes y a las ciencias que un gusto extravagante, porque este pervierte la naturaleza, que es el tipo de todo lo que es bello y noble: así la nación española muestra poco gusto por las artes y las ciencias.
Las caracteres de las naciones se reconocen principalmente en sus cualidades morales; es por lo que nosotros vamos a examinar, bajo este punto de vista, sus diversos sentimientos, relativamente a lo sublime y a lo bello176.
El Español es serio, discreto y verídico. Hay en el mundo pocos comerciantes más honrados que los de España. Tiene un espíritu arrogante, y prefiere las bellas acciones a las grandes. Como en la composición de su carácter se halla poca dulzura y benevolencia, es muchas veces duro y aun cruel. El auto de fe no se ha sostenido tanto por la superstición como por el gusto extravagante de la nación, que sellaba con el respeto y el temor el espectáculo de los desgraciados cubiertos de figuras diabólicas del Sambenito, y llevados a la hoguera que alimentaba una bárbara piedad. No se puede decir que los españoles sean magnánimos o más amorosos que ningún otro pueblo, pero son lo uno y lo otro de una manera bizarra e inusitada. Abandonar el arado y pasearse a lo largo de un campo con una gran espada y una capa hasta que pase un extranjero, a bien en una lidia de toros, a donde asisten sin velo en este acto las bellas del país; indicar la soberana de su corazón por medio de un saludo particular, y después, exponer su vida y su honor, luchando contra un animal feroz, estas son sus acciones extraordinarias, raras y que se separan mucho de la naturaleza.
El italiano parece unir el sentimiento del español al del francés; tiene más sentimiento de lo bello que el primero, y más sentimiento de lo sublime que el segundo. Se puede, según pienso, determinar fácilmente de esta manera los demás rasgos de su carácter moral.
El Francés tiene un gusto dominante por lo bello moral. Es gracioso, cortés y cumplido. Concede muy pronto su confianza, desea agradar, muestra mucha desenvoltura en sociedad, y la expresión de hombre o de dama de buen tono no se aplica propiamente más que aquel que posee el sentimiento de la urbanidad francesa. Sus sentimientos sublimes mismos, que son numerosos, se hallan subordinados en él al sentimiento de lo bello, y no sacan su fuerza más que de su acuerdo con este último. Desea mostrar su espíritu, y no tiene escrúpulo en sacrificar parte de la verdad a una agudeza u originalidad. Mas en los casos en que no puede emplear ingenio177, por ejemplo, en las matemáticas y en las demás artes o en las otras ciencias abstractas y profundas, muestra tanta penetración y solidez como ningún otro pueblo. Una buena palabra no tiene para él un valor pasajero, como en otra parte; se empeña en extenderla y aun en conservarla en libros como un acontecimiento importante. Es ciudadano tranquilo, y se venga de la opresión del gobierno por medio de la sátira, o de discursos en el Parlamento, y cuando los padres del pueblo han mostrado por este medio, según su deseo, una bella apariencia de patriotismo, todo concluye por un glorioso destierro o por canciones en su alabanza. El objeto a que se refieren principalmente los méritos y las cualidades de los franceses, es la mujer178. Esto no es que entre ellos sea más amada o más estimada que en otras partes, pero ella les da una excelente ocasión de mostrar en todo su claridad, su espíritu, su amabilidad y sus buenas maneras; por otra parte, las personas vanas de uno u otro sexo, no aman nunca más que a sí mismas; las demás no son más que un juguete para ellas. Sin embargo, como los franceses no carecen de cualidades sino que estas cualidades no pueden ser excitadas en ellos más que por el sentimiento de lo bello, el bello sexo podría tener en Francia una influencia más poderosa que en otras partes sobre la conducta de los hombres, llevándoles a las nobles acciones, si se piensa en levantar un poco esta dirección del espíritu nacional. Es enfadoso que no puedan reinar.
El defecto a que se acerca más el carácter de esta nación, es la frivolidad, o para emplear una expresión más culta, la ligereza. Trata como un juego cosas importantes, y bagatelas como cosas serias. El francés en su vejez canta todavía canciones jocosas, y se muestra en cuanto puede galante cerca de las damas. Yo puedo invocar aquí en mi apoyo grandes autoridades en la nación misma de que hablo, y para colocarme al abrigo de toda recriminación, me puedo poner detrás de un Montesquieu y de un d'Alembert.
El Inglés es frío al primer paso en sus resoluciones, e indiferente a la vista de un extranjero. Es poco llevado a las pequeñas complacencias; mas desde que viene a ser vuestro amigo, está dispuesto a haceros los mayores servicios. Se inquieta poco por parecer espiritual en sociedad, o de mostrar en ella bellas maneras, pero es sensato y reposado. Es un mal imitador; no se inquieta del juicio de otro, y no sigue más que su propio gusto. En sus relaciones con las mujeres, no tiene la galantería francesa, pero les manifiesta mucha más estima, y la lleva aún quizá demasiado lejos, concediéndolas en el matrimonio una autoridad ilimitada. Es constante, alguna vez hasta la obstinación, atrevido y resuelto, muchas veces hasta la temeridad, y fiel a los principios que le dirigen, casi siempre hasta la terquedad. Cae fácilmente en la originalidad, no por vanidad, sino porque se inquieta poco por otros, y no hace voluntariamente violencia a su gusto por complacencia o por imitación. Es por lo que se lo ama raramente tanto como al francés, mas cuando se le conoce, se le estima ordinariamente bastante.
El Alemán tiene un sentimiento que tiene a la vez del de el inglés, y del de el francés, pero parece referirse más al primero, y la gran semejanza que tiene con el segundo, es artificial y proviene de la imitación. Él enlaza felizmente el sentimiento de lo sublime al de lo bello, y aunque no se iguale al inglés en el primero y al francés en el segundo, excede a los dos en lo que de ambos toma. Muestra en el comercio de los hombres más complacencia que el inglés, y no se conduce en sociedad con una vivacidad tan agradable y con tanto espíritu como el francés, muestra más modestia y juicio. En amor, como en toda otra cosa, es bastante metódico, y como para él lo bello no va sin lo noble, es bastante frío para poder tener en cuenta consideraciones de urbanidad, de punto y de dignidad. Así la familia, el título y el rango, son para él en el amor, como las relaciones civiles, cosas de grande importancia. Se inquieta mucho más que los precedentes del qué se dirá, y si siente en sí mismo el deseo de algún gran perfeccionamiento, esta debilidad que le impide atreverse a ser original, aunque tenga todo lo que debe para ello, y este cuidado exagerado de la opinión de otro, quitan toda consistencia a sus cualidades morales, haciéndolos variables y dándoles un aire prestado.
El Holandés es naturalmente amigo del orden y del trabajo, y como no piensa más que en lo útil, tiene poco gusto por lo que es bello o sublime en un sentido más elevado. Un gran hombre, para él, no significa otra cosa que un hombre rico; por amigos, entiende sus corresponsales, y encuentra muy enojosa una visita que no le reporta nada. Contrasta con el francés y con el inglés, y es en cierto modo un alemán muy flemático.
Si ensayamos aplicar estas notas a algún caso particular, por ejemplo, al sentimiento del honor, hallaremos las diferencias siguientes en los caracteres de las naciones. El sentimiento del honor es en el francés, vanidad179, en el español, arrogancia180, en el inglés, soberbia181, en el alemán, orgullo182, y en el holandés, presunción183. Estas expresiones parecen sinónimas al primer aspecto, mas designan diferencias muy notables. La vanidad busca la aprobación, es veleidosa y variable, pero un exterior cortés. La arrogancia se atribuye toda especie de méritos imaginarios, se cuida poco del voto de otro; sus maneras son duras e insolente. La soberbia no es verdaderamente más que la conciencia de su propio mérito, el cual puede muchas veces ser real (y es porque se habla algunas veces de una noble soberbia, mientras que no se puede atribuir a nadie una noble arrogancia, porque la arrogancia indica siempre una estima de sí mismo exagerada o falsa); el hombre soberbio se muestra a la vista de los demás indiferente y frío. El orgullo es un compuesto de soberbia y vanidad184. Necesita homenajes; así los títulos, la genealogía y el fausto le convienen. El alemán tiene principalmente esta debilidad. Las expresiones muy gracioso185, muy favorable186, muy bien nacido187, todas las expresiones enfáticas de este género hacen su lengua dura y embarazada, y destierran esta bella simplicidad que otros pueblos pueden dar a su estilo. Las maneras del orgulloso en sociedad son ceremoniosas. El hombre presuntuoso es un orgulloso que muestra claramente en su conducta el poco caso que hace de los demás. Sus maneras son groseras. Este miserable defecto es completamente opuesto a un gusto delicado, por lo que es evidentemente estúpido; porque el medio de satisfacer el sentimiento del honor, no es seguramente excitar en derredor de sí el odio y la mordiente sátira, anunciando el desprecio de todo el mundo.
En amor, el alemán y el inglés tienen poco reparo, y su gusto no carece de delicadeza, pero es principalmente bueno y verdadero. El italiano es en esto refinado, el español fantástico y el francés curioso.
La religión de la parte del mundo que habitamos no viene de ningún gusto particular, sino que tiene un origen respetable. Así es, que solamente en los extravíos en que caen los hombres en materia de religión y en todo lo que verdaderamente le pertenece, es en donde podemos hallar indicios de las diversas cualidades nacionales. Yo reduzco estos extravíos a las ideas generales siguientes: credulidad, superstición, fanatismo e indiferencia188. La credulidad es casi siempre la herencia de la porción ignorante de cada nación, de todos aquellos en que se nota apenas sentimiento delicado. La persuasión nace en ellos de la tradición y del efecto exterior, sin que ningún sentimiento delicado contribuya a determinarla. Se hallan en el Norte pueblos enteros de esta especie. La credulidad, cuando se junta a un gusto raro, viene a ser la superstición. Este gusto es, por lo mismo, un principio que nos lleva a creer fácilmente189, y de dos hombres de los que el uno estuviera poseído de este espíritu, mientras que el otro tuviera un carácter más frío y más mesurado, el primero, aunque fuese superior al segundo por su inteligencia, estaría, sin embargo, mucho más dispuesto por su inclinación dominante a creer algo sobrenatural, que este último, a quien no su naturaleza vulgar y flemática, sino su penetración, evita esta especie de extravío. El supersticioso se complace en colocar entre él y el supremo objeto de nuestra veneración ciertos hombres poderosos y maravillosos, gigantes de santidad, por decirlo así, a los que la naturaleza obedece, cuyas conjuraciones abren o cierran las puertas del Tártaro, y que tocando el cielo con su cabeza, tienen, sin embargo, los pies en este bajo mundo. Es por lo que las lumbreras de la sana razón hallan en España grandes obstáculos, no porque ellas hayan de disipar la ignorancia, sino porque hayan un gusto singular, para el que lo natural es cosa vulgar, y que no creería en el sentimiento de lo sublime, si el objeto no fuera raro. El fanatismo es, por decirlo así, una piadosa presunción; nace de cierta soberbia y de una confianza exagerada en sí mismo, que hace que nos creamos acercarnos a la naturaleza celeste y elevarnos por un vuelo maravilloso sobre el orden ordinario y prescrito. El fanático no habla más que de inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras que el supersticioso hace votos ante las imágenes de los santos, grandes artífices de milagros, y pone su confianza en ciertas ventajas imaginarias o inimitables de otras personas de su propia naturaleza. Los extravíos del sentimiento religioso, como hemos notado más arriba, son indicios del sentimiento nacional, y así es que el fanatismo190, al menos en el tiempo anterior, se ha encontrado principalmente en Alemania y en Inglaterra, como en desenvolvimiento exagerado de los nobles sentimientos que pertenecen al carácter de estos pueblos. En general, cualquier impetuosidad que muestre al pronto no es mucho menos dañosa que la inclinación a la superstición, porque un espíritu exaltado por el fanatismo se enfría poco a poco y concluye por recaer en su moderación ordinaria y natural, mientras que la superstición echa insensiblemente profundas raíces en un natural apacible y pasivo, y quita al hombre encadenado toda vuelta a ideas menos peligrosas. Por último, un hombre vano y frívolo no tiene un vivo sentimiento de lo sublime, y su religión, falta de toda emoción, no es, las más veces sino un asunto de moda, del cual se ocupa con la mayor gracia posible, pero que le deja frío. Allí está la indiferencia, a la cual el espíritu francés parece principalmente inclinado. De esta indiferencia a la broma no hay más que un paso, y bien examinado en el fondo, se separa muy poco de un completo desistimiento.
Si echamos una rápida ojeada sobre las demás partes del mundo, hallaremos que el Arahe es el más noble de los Orientales, aunque su gusto degenere en rareza. Es hospitalario, generoso y sincero, pero sus relatos, su historia y en general sus sentimientos se hallan mezclados siempre con lo maravilloso. Su exaltada imaginación le representa las cosas bajo formas exageradas y raras, y la manera misma con que su religión se propagó fue una maravilla. Si los árabes son en cierto modo los españoles del Oriente, los Persas son los franceses del Asia. Son buenos poetas, corteses y de un gusto muy delicado. No se muestran muy rigurosos observadores del Islamismo, y su carácter inclinado a la alegría les permite una interpretación bastante mitigada del Korán. Se podrían mirar los Japoneses como los ingleses de esta parte del mundo, pero no se les parecen más que por su constancia, que llevan hasta la mayor obcecación y por su valor y su desprecio de la muerte. Por lo demás, se hallan en ellos pocas señales de un sentimiento muy delicado. Los Indios tienen un gusto dominante por esta especie de necedades que tocan en lo raro. Su religión consiste en necedades de este género. Ídolos de una figura monstruosa, el inestimable diente del poderoso mono Hanumau, las penitencias que contra la naturaleza imponen los faquires (especie de monjes mendicantes), etc., son de su gusto. El sacrificio voluntario que las mujeres hacen de sí mismas sobre la misma hoguera que devora los restos de sus maridos, es una horrible extravagancia. Nada hay más tonto ni más fastidioso que los cumplimientos prolijos y estudiados de los Chinos. Sus pinturas mismas son raras y representan figuras extraordinarias y fuera de la naturaleza, tales, como no se reconocen en el mundo. Tienen también necedades respetables, porque son de un uso191 muy antiguo, y ningún pueblo del mundo les aventaja en esto.
Los Negros de África no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento que se eleve por cima de lo insignificante. Hume desconfía que se le pueda citar un solo ejemplo de un negro que haya mostrado talento, y sostiene que entre los miles de negros que se transportan lejos de su país, y de los que un gran número han sido puestos en libertad, no se ha encontrado jamás uno solo que haya producido algo grande en el arte, o en la ciencia, o en alguna otra noble ocupación, mientras que se ve a cada instante blancos elevarse desde las últimas clases del pueblo y adquirir consideración en el mundo por talentos eminentes. Tan grande es la diferencia que separa estas dos razas de hombres, tan distintas la una de la otra por las cualidades morales como por el color. La religión de los fetiches, tan extendida entre ellos, es una especie de idolatría tan miserable y tan necia como no se creería posible en la naturaleza humana. Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha, o toda otra cosa de este género, desde que ha sido consagrada por algunas palabras, viene a ser un objeto de veneración y se invoca en los juramentos. Las negras son muy vanas, pero a su manera, y tan habladoras, que es necesario separarlas a bastonazos.
Entre todos los salvajes, no hay pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de América del Norte. Tienen un vivo sentimiento del honor, y buscando para adquirirle, difíciles aventuras a cien millas de su país, tienen el mayor cuidado de no aparecer que lo borran, cuando sus enemigos, tan crueles como ellos, buscan después de haberlos preso, arrancarles imperceptibles suspiros con los más crueles tormentos. El salvaje del Canadá es por otra parte sincero y recto. Sus amistades son tan extraordinarias y tan entusiastas como nunca se ha referido desde los tiempos fabulosos. Es extremadamente fiero, siente todo el valor de la libertad, y no sufre aun cuando se trate de su educación, los procedimientos que le hacen sufrir una baja sujeción. Probablemente es a los salvajes de este género a los que Licurgo dio leyes, y si se hallara un legislador entre estas seis naciones, se vería formarse una república espantosa en el Nuevo Mundo. La empresa de los Argonautas difiere poco de las expediciones guerreras de estos pueblos, y Jasón no tiene sobre Attaka-Kulla-Kulla más que la ventaja de llevar un nombre griego. Todos estos salvajes apenas tienen el sentimiento de lo bello en el sentido moral, y el perdón generoso de una ofensa, esta noble y bella virtud, es una cosa enteramente desconocida entre ellos; la miran, por el contrario, como una miserable flojedad. La bravura es el mayor mérito del salvaje, y la venganza su más dulce goce. Se halla entre los demás naturales de esta parte del mundo pocas señales de un carácter inclinado a sentimientos más delicados, y una apatía extraordinaria es el carácter distintivo de esta especie de hombres.
Si consideramos las relaciones de los sexos entre sí, en las diversas partes del mundo, hallaremos que sólo el europeo ha hallado el secreto de adornar el amor con tantas flores y dar a esta poderosa inclinación tal carácter, que no solamente ha mostrado los encantos sino que a esto ha juntado la mayor decencia. Los Orientales tienen sobre este punto el gusto más falso. No teniendo ninguna idea sobre lo bello moral que puede juntarse con esta inclinación, pierden por esto hasta el precio que pueda tener el placer de los sentidos, y sus harems son para ellos fuentes de intranquilidades continuas. El amor les hace cometer toda especie de necedades; la principal es el cuidado que toman de asegurar la primera posesión de esta alhaja imaginaria, que no tiene precio más que en tanto que se la destroza, y cuya existencia da lugar en Europa a tan malas sospechas; emplean para conservarla los medios más inicuos, y muchas veces los más vergonzosos. Así las mujeres están condenadas en este país a una eterna cautividad: esclavas cuando son hijas, vienen a serlo después de un marido muy inepto y siempre sospechoso. En el país de los Negros, se puede buscar otra cosa, que lo que se halla en efecto en todas partes, es decir, el sexo femenino en la más rigurosa esclavitud. Un infame es siempre un señor duro para los que son más débiles que él; así es que entre nosotros, tal hombre es un tirano en su casa el que fuera de ella apenas se atreve a mirar a alguno, cara a cara. El padre Labat refiere, que un carpintero negro, a quien había reprendido la dureza de su conducta para con su mujer, le contestó: «Vosotros, sabios, sois verdaderos locos porque comenzáis por conceder mucho a vuestras mujeres, y enseguida os quejáis de que os hagan rodar la cabeza.» Se podría creer que hay en esta respuesta algo que merezca reflexión, mas el gracioso era negro de la cabeza a los pies, prueba evidente de que no sabía lo que decía. Entre todos los salvajes no hay ninguno entre los que las mujeres gocen de mayor consideración que los del Canadá; quizás excedan en esto a nuestro mundo civilizado. Esto no es que les hagan humildes visitas, estas son allí cumplimientos. No. Ellas realmente mandan, se reúnen y deliberan para los negocios más importantes de la nación, sobre la paz y la guerra; envían después sus diputados al consejo de los hombres, y ordinariamente su voz es la que decide; ellas tienen todos los negocios domésticos sobre los brazos, y participan todavía de las fatigas de sus maridos.
Si echamos, por último, una ojeada sobre la historia, veremos el gusto de los hombres, semejante a Proteo, cambiar constantemente de forma. La antigüedad griega y romana, da señales ciertas de un verdadero sentimiento de lo bello y lo sublime, en la poesía, en la escultura, en la arquitectura, en la legislación y aun en las costumbres. El gobierno de los emperadores romanos, sustituye a la noble y bella sencillez de los antiguos tiempos, la magnificencia y un fausto deslumbrador, como lo atestiguan los restos de la elocuencia y la poesía, y aun la historia de las costumbres de esta época. Insensiblemente aun este resto de un gusto delicado, se extinguía bajo las ruinas del Estado. Los bárbaros, después de haber afirmado su poderío, introdujeron cierto gusto depravado, que se llama gótico, y que cae en toda especie de necedades. Se ve, no solamente en arquitectura, sino también en las ciencias y en todas las cosas. Este sentimiento degenerado, una vez introducido por un falso arte, prefirió toda forma a la antigua sencillez de la naturaleza, y cayó o en la exageración o en la rareza. El vuelo más alto que tomó el genio humano para elevarse a lo sublime, no tendió más que a lo extraordinario. Se ven rarezas sorprendentes en religión y en el mundo, y muchas veces una mezcla bastarda y monstruosa de estas dos especies de rarezas. Se ven monjes, un libro de misa en una mano y un estandarte guerrero en la otra, dirigiendo tropas de víctimas seducidas hacia lejanas comarcas y una tierra más santa de donde no deberían volver; guerreros consagrados santificando con notas solemnes sus violencias y sus crímenes; y más tarde una especie singular de héroes fantásticos que se llamaban caballeros, corriendo después las aventuras, los torneos, los duelos y las acciones romancescas. Durante este tiempo, la religión así como las ciencias fueron puros semilleros de miserables necedades, porque se nota que el gusto no degenera ordinariamente en un punto, sin que todo lo que es del resorte de nuestros sentimientos delicados muestre señales evidentes de esta decadencia. Los votos de los claustros transformaron una reunión de hombres útiles en numerosas sociedades de ociosos trabajadores, que su género de vida hacia propios para inventar estas mil necedades escolásticas que de allí se repartieron y acreditaron en todo el mundo. Por último, sin embargo de que por una especie de poligenesia el género humano se ha librado felizmente de una ruina casi completa, vemos florecer en nuestros días el gusto de lo bello y de lo noble, así en las artes como en las ciencias y en las costumbres, y no hay más que desear, sino que el falso aparato, que engaña tan fácilmente, no nos separe ignorándolo, de la noble simplicidad, y principalmente que los antiguos prejuicios no excedan siempre el secreto desconocido de esta educación, que consistiría en excitar desde muy temprano el sentimiento moral en el seno de todo joven ciudadano del mundo, a fin de que toda delicadeza de su espíritu no se limite al placer ocioso y fugitivo de juzgar con más o menos gusto lo que pasa alrededor de nosotros.
FIN