Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada sobre la precedente observación
Por lo que se refiere a lo agradable, cada uno reconoce que el juicio por el cual se declara que una cosa agrada, fundándose sobre un sentimiento particular, no tiene valor más que para cada uno. Esto es así, porque cuando yo digo que el vino de Canarias es agradable, consiento voluntariamente que se me reprenda y se me corrija, el que deba decir solamente que es agradable para mí; y eso no es aplicable solamente al gusto de la lengua, del paladar o de la garganta, sino también a lo que puede ser agradable a los ojos y a los oídos. Para este el color violeta es dulce y amable; para aquel empañado y amortiguado. Unos quieren los instrumentos de viento, otros los de cuerda. Sería una locura pretender contestar aquí, y acusar de error el juicio de otro, cuando difiere del nuestro, como si hubiera entre ellos oposición lógica; tratándose de lo agradable, es necesario, pues, reconocer este principio: que cada uno tiene su gusto particular (el gusto de sus sentidos).
Otra cosa sucede tratándose de lo bello. En esto, ¿no sería ridículo que un hombre que se excitara con cualquier gusto, creyera tenerlo todo resuelto, diciendo que una cosa (como por ejemplo, este edificio, este vestido, este concierto, este poema, sometidos a nuestro juicio) es bella por sí? Es que no basta que una cosa agrade, para que se tenga derecho a llamarla bella. Muchas cosas pueden tener para mí atractivo y encanto, y con esto a nadie se inquieta; pero cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo sentimiento, no juzgamos solamente para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la belleza como si esta fuera una cualidad de las cosas. También si digo que la cosa es bella, pretendo hallar de acuerdo consigo a los demás en este juicio de satisfacción, no es que yo haya reconocido muchas veces este acuerdo, sino que creo poder exigirlo de ellos. No se puede decir aquí que cada uno tiene su gusto particular. Esto quiere decir, que en este caso no hay gusto; es decir, que no hay juicio estético que pueda legítimamente reclamar el asentimiento universal.
Nosotros hallamos, sin embargo, que aun respecto al sujeto de lo agradable, puede haber cierto acuerdo entre los juicios de los hombres; en atención a este acuerdo es por lo que rehusamos el gusto a algunos y lo concedemos a otros, no considerándolo solamente como un sentido orgánico, sino como una facultad de juzgar de lo agradable en general. Así se dice de un hombre que sabe distraer a sus conciudadanos con toda especie de encantos (de placeres), que tiene gusto. Pero todo esto se hace aquí, por vía de comparación, y no se puede hallar más que reglas generales (como todas las reglas empíricas), y no reglas universales, como aquellas a las que puede apelar el juicio del gusto, tratándose de lo bello. Esta especie de juicios son relativos a la sociabilidad en tanto que esta descansa sobre reglas empíricas. Relativamente a lo bueno, nuestros juicios tienen también, el derecho de pretender un valor universal; pero lo bueno no se representa como el objeto de una satisfacción universal más que por un concepto, lo que no es cierto de lo agradable ni de lo bello.