Explicación por medio de ejemplos
Los juicios estéticos, como los juicios teóricos (lógicos), se pueden dividir en dos clases: son empíricos o puros. Los primeros expresan lo que hay de agradable o de desagradable; los segundos, lo que hay de bello en un objeto o en la representación del mismo; aquellos son juicios de los sentidos (juicios estéticos materiales), estos (como formales) son los únicos verdaderos juicios del gusto.
Un juicio del gusto no es, pues, puro más que a condición de que ninguna satisfacción empírica se mezcle en el motivo del mismo; pues es lo que ocurre siempre cuando el atractivo o la emoción tienen alguna parte en el juicio, por el que una cosa se declara bella.
Volvemos a encontrar aquí algunas objeciones de los que presentan falsamente el atractivo, no sólo como un elemento necesario de la belleza, sino como suficiente por sí mismo para llamarlo bello. Un simple color, por ejemplo, el color verde de la yerba de la pradera; un simple sonido musical como el de un violín, he aquí las cosas que los más declaran bellas, aunque una y otra parece que no tienen por principio más que la materia de las representaciones, es decir, la sola sensación, y que no merecen, por tanto, otro nombre que el de agradables. Pero notaremos al mismo tiempo que las sensaciones del color, así como las del sonido, no pueden considerarse propiamente como bellas, más que bajo la condición de que sean puras. Pero esta es una condición que concierne ya a la forma, y la sola que en sus representaciones se debe ciertamente considerar domo pudiendo ser universalmente participada. Porque en cuanto a la cualidad misma de las sensaciones, no puede considerarse como en concierto con todos los sujetos, y la superioridad del encanto de un color sobre otro, o del sonido de un instrumento de música sobre el de otro instrumento, no puede reconocerse por todos.
Si se admite, con Euler26 que los colores son vibraciones (pulsus) isócronas del éter, del mismo modo que los sonidos musicales son vibraciones regulares del aire conmovido; y, lo que es más importante, que el espíritu no percibe solamente por los sentidos el efecto producido sobre la actividad del órgano, sino que percibe también por la reflexión (lo que por otra parte yo no dudo) el juego regular de las impresiones (por consiguiente, la forma de enlace de las diversas representaciones), entonces, en vez de no considerar el color y el sonido más que como simples sensaciones, se puede ver en esto una determinación formal de la unidad de los diversos elementos, y a este título colocarlos también entre las bellezas.
Hablar de la pureza de una sensación simple, es como decir que la uniformidad de esta sensación no ha sido turbada ni interrumpida por ninguna otra sensación extraña; en ella no se trata más que de la forma, porque no se puede hacer abstracción de su cualidad (olvidar si representa un color o un sonido, y qué color y qué sonido). Por lo que, todos los colores simples, en tanto que son puros, son considerados como bellos; los colores compuestos no tienen esta ventaja, precisamente porque no siendo simples, no hay medida para juzgar si se les debe considerar como puros, o no.
Pero creer, como se hace comúnmente, que la belleza que reside en la forma de los objetos puede aumentarse por el atractivo, es un error muy perjudicial a la primitiva pureza del gusto. Sin duda se pueden agregar atractivos a la belleza con el fin de interesar al espíritu por medio de la representación del objeto, independientemente de la pura satisfacción que se recibe de ella, y de este modo recomendar la belleza al gusto, principalmente cuando este es todavía rudo y mal ejercitado; pero se perjudica realmente al juicio del gusto, cuando llaman la atención sobre ellos de manera que sean tomados como motivos de nuestro juicio sobre la belleza. Porque se debe procurar que contribuyan a ella de tal modo, que no debe admitírseles más que como extraños, cuando el gusto es todavía débil y mal ejercitado, y a condición de que no altere la pura forma de la belleza.
En la pintura, en la escritura, y aun en todas las artes de forma o plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas como bellas artes, lo esencial es el dibujo, el cual no se acomoda al gusto por medio de una sensación agradable, sino únicamente agradando por su forma. Los colores que iluminan el dibujo no son más que atractivos; pueden muy bien animar el objeto para la sensación, pero no le hacen digno de ser contemplado y declarado bello; son, por el contrario, las más de las veces muy limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y por esto donde es permitido presentar una parte de atractivo, ésta sola es la que los ennoblece.
Toda forma de los objetos de los sentidos (de los sentidos externos y mediatamente también de los sentidos internos) es una figura o un juego: en este último caso, o es un juego de figuras (en el espacio) la mímica y la danza, o es un simple juego de sensaciones (en el tiempo). El atractivo de los colores, o el de los sonidos agradables de un instrumento, se puede muy bien unir a estos; mas el dibujo en el primer caso, y la composición en el segundo, constituyen el objeto propio del juicio puro del gusto. Decir que la pureza de los colores o de los sonidos, o que su variedad y su elección parecen contribuir a la belleza, no significa que estas cosas ayudan a la satisfacción referente a la forma, precisamente porque sean agradables en sí mismas y en la misma proporción, sino porque nos muestran esta forma de una manera más exacta, más determinada y más perfecta, y principalmente porque avivan la representación por su atractivo, llamando y sosteniendo la atención sobre el objeto mismo.
Las mismas cosas que se llaman adornos, es decir, las cosas no que son parte esencial de la representación del objeto sino que únicamente se refieren a él exteriormente como adiciones, y aumentan la satisfacción del gusto, no producen este efecto más que por su forma: así sucede en los cuadros de pinturas, en los ropajes de las estatuas y en los peristilos de los palacios. Que si el adorno no consiste en una bella forma por sí misma, está destinado como los cuadros de oro, a recomendar la pintura a nuestro asentimiento por el atractivo que tiene, y toma entonces el nombre de ornato y perjudica la verdadera belleza.
La emoción, o sea esta sensación en la que el placer no se produce más que por medio de una expansión momentánea, y por consiguiente, por medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales, no pertenece a la belleza. Lo sublime, a lo cual se halla enlazado el sentimiento de la emoción, exige una medida distinta de la que sirve de fundamento al gusto. Así un juicio puro del gusto no reconoce por motivo, ni atractivo ni emoción, o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio estético.