Del idealismo de la finalidad de la naturaleza considerada como arte y como principio único del juicio estético
Se puede primero pretender explicar el gusto de dos maneras: o bien se dirá que se juzga siempre conforme a motivos empíricos, y por consiguiente, conforme a motivos que no pueden darse más que a posteriori por medio de los sentidos, o bien se habrá de conceder que se juzga conforme a un principio a priori. La primera de estas dos opiniones sería el empirismo de la crítica del gusto, y la segunda su racionalismo.
Conforme a la primera, el objeto de nuestra satisfacción no se distinguiría de lo agradable; conforme a la segunda, si el juicio descansa sobre conceptos determinados, se confundiría con el bien; y así toda la belleza sería desterrada del mundo; no quedaría en su puesto más que un nombre particular, sirviendo quizá para expresar cierta amalgama de las dos precedentes especies de satisfacción. Mas hemos mostrado que hay aquí también a priori principios de satisfacción que no pueden reducirse ciertamente a conceptos determinados, pero que siendo a priori, conforman con el principio del racionalismo.
Ahora el racionalismo del principio del gusto, admitirá el realismo o el idealismo de la finalidad. Pero como un juicio del gusto no es más que un juicio de conocimiento, y que la belleza no es más que una cualidad del objeto, considerando en sí mismo, el racionalismo del principio del gusto no puede admitir como objetiva la finalidad que se manifiesta en el juicio, es decir, que el juicio formado por el sujeto no se refiere teóricamente, ni por tanto lógicamente (aunque de una manera confusa) a la perfección del objeto, sino estéticamente a la conformidad de la representación del objeto en la imaginación, son los principios esenciales de la facultad de juzgar en general. Por consiguiente, aun conforme al principio del racionalismo, no puede haber aquí otra diferencia entre el realismo y el idealismo del juicio del gusto, sino que en el primer caso se mira esta finalidad subjetiva como un fin real que se propone la naturaleza (o el arte), y que consiste en convenir con nuestra facultad de juzgar, mientras que en el segundo caso no se le mira más que como una concordancia de sí misma que se establece sin objeto, y de una manera accidental entre la facultad de juzgar y las formas de que se producen en la naturaleza conforme a leyes particulares.
Las bellas formas de la naturaleza orgánica hablan en favor del realismo de la finalidad de la naturaleza, o de la opinión que admite como principio de la producción de lo bello una idea de lo bello en la causa que lo produce, es decir, un fin relativo a nuestra facultad de juzgar. Las flores, las figuras de ciertas plantas, la elegancia inútil para nuestro uso, mas como escogida expresamente para nuestro gusto, que muestran toda especie de animales en sus formas, principalmente la variedad y la armonía de colores en el faisán, en los testáceos, en los insectos, y hasta en las flores más comunes, que agradan tanto a los ojos, y son de tanto atractivo, y que quedando en la superficie, y no teniendo nada de común con la figura, la cual podría ser necesaria a los fines interiores de estos animales, parecen haberse hecho para la intuición externa; todas estas cosas son de mucho peso en esta aplicación, que admite en la naturaleza fines reales para nuestro juicio estético.
Pero además de que esta opinión tiene contra sí la razón que no da una máxima para evitar en lo posible el multiplicar inútilmente los principios, la naturaleza revela también por todas partes en sus libres formaciones una tendencia mecánica a la producción de formas, que parecen haber sido hechas expresamente para el uso estético de nuestro juicio, y no encontramos; en esto la menor razón para sospechar que obre para esto algo más que el simple mecanismo de la naturaleza, en tanto que naturaleza; de suerte que las concordancias de estas formas en nuestro juicio pueden muy bien derivar de este mecanismo, sin que ninguna idea sirva de principio a la naturaleza. Yo entiendo por libre formación de la naturaleza, aquella por cuyo media, una parte de un fluido en reposo, viniendo, a evaporarse o desaparecer (y alguna vez solamente a perder su calórico), lo que queda toma, solidificándose, una figura o una textura, que varía según la diferencia de materias, pero que ella misma siempre para la misma figura. Es necesario suponer para esto un verdadero fluido, a saber, un fluido en donde la materia esté enteramente disuelta, es decir, no una simple amalgama de partes sólidas en suspensión. La formación se hace entonces por una reunión precipitada95, es decir, por una modificación repentina, no por un paso sucesivo del estado fluido al estado sólido, sino como de un sólo golpe, y esta transformación se llama entonces cristalización. El ejemplo más común de esta especie de formación, es la congelación del agua, en la cual se forman primero las pequeñas agujas de hielo que se cruzan en ángulos de sesenta grados, mientras que, otros vienen a unirse a cada punto de estos ángulos, hasta que toda la masa se congela, de tal suerte que durante este tiempo, el agua que se halla entre las agujas de hielo no pasa por el estado pastoso, sino que queda, por el contrario, tan por completo fluida, como si su temperatura fuese mucho más alta, y sin embargo, no tiene más que la temperatura del hielo. La materia que se desprende, y que en el momento de la solidificación se disipa súbitamente, es una cantidad considerable de calórico, que no servía más que para mantener el estado fluido, y que desprendiéndose de él, deja este nuevo hielo a la temperatura del agua antes fluida.
Muchas sales, muchas piedras de forma cristalina son producidas de la misma manera por sustancias etéreas que se han puesto en disolución el agua no se sabe cómo. Aun del mismo modo, según toda apariencia, los grupos de muchas sustancias minerales, de la galena cúbica, de la mica de plata, roja, etc., se forman también en el agua por la reunión precipitada de partes que alguna causa obliga a quitar este vehículo y a coordinarse de manera que tomen formas exteriores determinadas.
De otro lado, todas las materias que no se habían mantenido en estado fluido más que por el calor y que se han solidificado por el calor y que se han solidificado por el enfriamiento, cuando se quiebran, muestran también en el interior una textura determinada y nos hacen juzgar por esto, que si su propio peso o el contacto del aire no lo hubiese impedido, mostrarían al exterior la forma que les es específicamente propia, y es lo que se ha observado en ciertos metales que se habían endurecido en la superficie después de la fusión, y de los que se había trasvasado la parte restante todavía interiormente, pudo cristalizarse libremente. Muchas de estas cristalizaciones minerales, como los espatos, la piedra hematida, ofrecen muchas veces formas tan bellas, que el arte podría cuando más concebir otras parecidas. Las estalactitas que hallamos en la cueva de Antiparos son producidas simplemente por el agua que pasa gota a gota a través de las capas de yeso.
El estado fluido, según toda apariencia, es en general anterior al estado sólido, y las plantas, como los cuerpos de los animales, son formados por una materia fluida nutritiva, en tanto que esta materia se forma por sí misma en reposo: sin duda ella es primero sometida a cierta disposición originaria de medios y de fines (que no se debe juzgar estética, sino teleológicamente conforme al principio del realismo, como lo mostraremos en la segunda parte); pero al mismo tiempo también quizá se componga y se forme en libertad conforme a la ley general de la afinidad de las materias.
Luego como los vapores esparcidos en la atmósfera, que es una mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento cristales de nieve, que es una mezcla de diferentes gases, producen por efecto del enfriamiento cristales de nieve, que según las diversas circunstancias atmosféricas en que se forman, aparecen muy artísticamente formados y son singularmente bellos; así, sin quitar nada al principio teleológico, en virtud del cual juzgamos la organización, se puede pensar muy bien que la belleza de las flores, de las plumas de las aves, de las conchas, en la forma como en el color, pueden atribuirse a la naturaleza y a la propiedad que tiene de producir libremente, sin ningún objeto particular, y conforme a las leyes químicas, por el arreglo de la materia necesaria para la organización, ciertas formas que muestran además una finalidad estética.
Pero lo que prueba directamente que el principio de la idealidad de la finalidad sirve siempre de fundamento a los juicios que formamos sobre lo bello de la naturaleza, y lo que no impide admitir como principio de aplicación un fin real de la naturaleza para nuestra facultad de representación, es que en general, cuando juzgamos de la belleza, buscamos en nosotros mismos a priori la medida de nuestro juicio, y que cuando se trata de juzgar si una cosa es bella o no, el juicio estético es el mismo legislativo. Esto sería, en efecto, imposible en la hipótesis del realismo de la finalidad de la naturaleza lo que deberíamos encontrar bello, y el juicio del gusto estaría sometido a principios empíricos. Por lo que en esta especie de juicios, no se trata de saber lo que es la naturaleza, ni aun qué fin se propone en relación a nosotros, sino qué efecto produce sobre nosotros. Decir que la naturaleza ha formado sus figuras para nuestra satisfacción, sería todavía reconocer en ella una finalidad objetiva, y no admitir solamente una finalidad subjetiva, que descanse sobre el juego de la imaginación en libertad; según esta última opinión somos nosotros los que recibimos la naturaleza con favor, sin que ella nos preste ninguno. La propiedad que tiene la naturaleza de suministrarnos la ocasión de percibir en la relación de las facultades de conocer, ejercitándose sobre algunas de sus producciones una finalidad interna, que, debemos mirar, en virtud de un principio supra-sensible, como necesaria y universal; esta propiedad no puede ser un fin de la naturaleza, o más bien no podemos mirarla como tal, porque entonces el juicio que fuera determinado por ella, sería heterónomo, y no libre y autónomo, como conviene a un juicio del gusto.
En las bellas artes, el principio del idealismo de la finalidad es todavía más claro. Tienen de común con la naturaleza que no se puede admitir un realismo estético fundado sobre sensaciones (porque esto no sería de las bellas artes, sino de las artes agradables). De otro lado, la satisfacción producida por ideas estéticas no debe depender de ciertos fines propuestos al arte (que entonces no tendría más que un objeto mecánico); por consiguiente, aun en el racionalismo del principio descansa aquella sobre la idealidad y no sobre la realidad de los fines: de esto resulta claramente que las bellas artes, como tales, no deben considerarse como producciones del entendimiento y de la ciencia, sino del genio, y que así reciben su regla de las ideas estéticas, las cuales son esencialmente diferentes de las ideas racionales de fines determinados. Del mismo modo que la idealidad de los objetos sensibles, considerados como fenómenos, es la sola manera de explicar cómo sus formas pueden ser determinadas a priori, también el idealismo de la finalidad en el juicio de lo bello de la naturaleza y del arte, es la sola suposición que permite a la crítica explicar la posibilidad de un juicio del gusto, es decir, de un juicio que reclama a priori un valor universal (sin fundar sobre conceptos la finalidad que es representada en el objeto).