El juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino con la condición de un concepto determinado, no es puro
Hay dos especies de belleza; la belleza libre (pulchritudo vaga), y la simple belleza adherente (pulchritudo adherens). La primera no supone un concepto de lo que debe ser el objeto, pero la segunda supone tal concepto, y la perfección del objeto en su relación con este concepto. Aquella es la belleza (existente por sí misma) de tal o cual cosa; esta, suponiendo un concepto (siendo condicional), se atribuye a los objetos que se hallan sometidos al concepto de un fin particular.
Las flores son las bellezas libres de la naturaleza; no se sabe perfectamente, a no ser botánicos, lo que es una flor; y el botánico mismo que reconoce en la flor el órgano de la fecundidad de la planta, no atiende a este fin de la naturaleza cuando forma sobre la flor un juicio del gusto. Su juicio no tiene, pues, por principio ninguna especie de perfección, ninguna finalidad interna a la cual pueda referirse la unión de los diversos elementos. Muchos pájaros (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso), un gran número de animales del mar, son bellezas en sí, que no se refieren a un objeto, cuyo fin haya sido determinado por conceptos, sino a bellezas libres que agradan por sí mismas. Del mismo modo los dibujos a la griega, las pinturas de los cuadros o las tapicerías de papel, etc. no significan nada por sí mismas; no representan nada, ningún objeto que se pueda reducir a un concepto determinado, y son bellezas libres. Se puede también reducir a esta especie de belleza lo que se llama en música fantasías (sin tema), y aun toda la música sin estudio.
En la apreciación de una belleza libre (considerada relativamente a su sola forma), el juicio del gusto es puro; éste no supone el concepto de fin alguno, al cual puedan referirse los diversos elementos del objeto dado y todo lo comprendido en la representación de este objeto, por la que sería limitada la libertad de la imaginación, que se goza en cierto modo en la contemplación de la figura.
Mas la belleza de un hombre (y en la misma especie, la de una mujer, la de un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como una iglesia, un palacio, un arsenal, una casa de campo), suponen un concepto de fin que determina lo que debe ser la cosa, y, por consiguiente, un concepto de su perfección; esta no es más que una belleza adherente.
Por donde del mismo modo que la mezcla de lo agradable (de la sensación) con la belleza (la cual no concierne propiamente más que a la forma), alteraría la pureza del juicio del gusto, la mezcla de lo bueno (o de lo que hace buenos los diversos elementos de la cosa misma considerada relativamente a su fin) con la belleza, daña también la pureza de este juicio.
Se podría agregar a un edificio muchas cosas que agradaran inmediatamente a la vista, si este edificio no debiera ser una iglesia; o embellecer una figura humana con toda especie de dibujos y rasgos trazadas a la ligera pero con regularidad (como hacen los habitantes de Nueva-Zelanda con su picadura), si esta figura no debiera ser la de un hombre; y tal figura podría tener trazos muy finos y una perspectiva más graciosa y más dulce, si no debiera representar un hombre de guerra.
Por lo que la satisfacción referente a la contemplación de los diversos elementos de una cosa, en su relación con el fin interno que determina la posibilidad de esta cosa, es una satisfacción fundada sobre un concepto; por el contrario, la que se refiere a la belleza es tal, que no supone concepto alguno, sino que es inmediatamente ligada a la representación por la que es dado el objeto (no decimos concebido). Si pues un juicio del gusto, relativamente a un objeto, depende de un fin contenido en el concepto del objeto como en un juicio de la razón, y se reduce a esta condición, no es por esto un libre y puro juicio del gusto.
Es verdad que por medio de esta unión de la satisfacción estética con la satisfacción intelectual, obtiene el gusto la ventaja de fijarse, y si no la de llegar a ser universal, al menos de poder ser sometido a reglas relativamente a ciertos objetos, cuyos fines son determinados. Mas estas no son, por lo mismo, reglas del gusto; no son más que reglas de la unión del gusto con la razón, es decir, de lo bello con lo bueno, que convierten aquel en instrumento de este, subordinando esta disposición del espíritu que se sostiene por sí misma y tiene un valor subjetivo universal, a este estado de pensamiento que no se puede sostener más que por un esfuerzo muy difícil, pero que es objetivamente universal. Hablando con propiedad, ni la belleza se une a la perfección, ni la perfección a la belleza; únicamente así como comparando la representación en que se nos da un objeto con el concepto del mismo (o de lo que debe ser), no podríamos evitar aproximarla al mismo tiempo a la sensación que se produce en nosotros; si estos dos estados del espíritu se hallan de acuerdo, la facultad representativa no puede por menos de ganar en su unión.
Un juicio del gusto sobre un objeto que tiene un fin interno determinado, no podría ser puro, sino en el caso de que aquél que juzgara, o no tuviera ningún concepto de este fin, o hiciese abstracción de él en su juicio. Pero aun cuando se formara un juicio exacto del gusto, apreciando el objeto como una belleza libre, aquel podría ser vituperado y acusado de tener un falso gusto, por otro que no considerara la belleza de este objeto más que como una cualidad adherente (que hiciera relación al fin del objeto). Cada uno de estos, sin embargo, juzgaría bien bajo su punto de vista; el primero, considerando lo que tiene a su vista; el segundo, lo que tiene en su pensamiento. Con esta distinción deben terminar las diferencias que separan a los hombres respecto al sujeto de la belleza, demostrándoles que los unos hablan de la belleza libre, y los otros de la belleza adherente; que los primeros forman un juicio puro del gusto, y los segundos, un juicio del gusto aplicado.