La universalidad de la satisfacción es representada en el juicio del gusto como simplemente subjetiva
El carácter particular de universalidad que tienen ciertos juicios estéticos, los juicios del gusto, es una cosa digna de notarse, si no por la lógica, al menos por la filosofía trascendental: no es sin mucha pena como esta puede descubrir el origen de dicha universalidad, pero también descubre por esto una propiedad de nuestra facultad de conocer, que sin este trabajo de análisis hubiera quedado ignorada. Hay una verdad de la cual es necesario convencerse bien antes de todo. Un juicio del gusto (tratándose de lo bello) exige de cada uno la misma satisfacción, sin fundarse en un concepto (porque entonces se trataría de lo bueno); y este derecho a la universalidad es tan esencial para el juicio en que declaramos una cosa bella, que si no lo concibiéramos, no nos vendría jamás al pensamiento el emplear esta expresión; nosotros referiríamos entonces a lo agradable todo lo que nos agradara sin concepto; porque tratándose de lo agradable, cada uno se deja llevar de su humor y no exige que los demás vengan de acuerdo con él en su juicio del gusto, como sucede siempre al sujeto de un juicio del gusto sobre belleza. La primera especie de gusto puede llamarse gusto del los sentidos; la segunda, gusto de reflexión; la primera produce los juicios simplemente individuales, en la segunda se suponen universales (públicos); pero ambas clases de juicios son estéticos (no prácticos), es decir, juicios en que no se considera más que la relación de la representación del objeto con el sentimiento de placer o de pena. Por lo que, existe aquí algo de sorprendente; de un lado relativamente al gusto de los sentidos, no solo la experiencia nos muestra que nuestros juicios (en los cuales referimos un placer o una pena a alguna cosa), no tienen un valor universal, sino que naturalmente nadie piensa en exigir el asentimiento de otro (bien que en el hecho se halla muchas veces también para estos juicios un acuerdo bastante general); y de otro lado el gusto, de reflexión, que muchas veces como muestra la experiencia, no puede conseguir que se acepte la pretensión de sus juicios (sobre lo bello) acerca de la universalidad, puede sin embargo mirar cosa posible (lo que realmente hace), el formar juicios que tengan derecho para exigir esta universalidad, y en el hecho la exige para cada uno de ellos; y el desacuerdo entre los mismos que juzgan no recae sobre la posibilidad de este derecho, sino sobre la aplicación que se hace en los casos particulares.
Notamos aquí desde luego, que una universalidad que descansa sobre conceptos del objeto (no sobre conceptos empíricos), no es lógica sino estética; es decir, no contiene cuantidad objetiva, sino solamente cuantidad subjetiva; yo me valgo para designar esta última especie de cuantidad de la expresión valor común, lo cual significa el valor que para cada sujeto tiene la relación de una representación, no con la facultad de conocer, sino con el sentimiento de placer o de pena. (Nos podemos también servir de esta expresión para designar la cuantidad lógica del juicio, puesto que además se trata en esto de una universalidad objetiva con el fin de distinguirla de aquella que no es más que subjetiva y que es siempre estética.)
Un juicio universal objetivamente, lo es también subjetivamente, es decir, que si el juicio es válido para todo lo que se halla contenido en un concepto dado, es válido para cualquiera que se represente un objeto por medio de este concepto; más de lo universal subjetivo o estético, que no descansa sobre ningún concepto, no se puede concluir a la universalidad lógica, puesto que en aquello se trata de una especie de juicios que no conciernen al objeto. Por donde la universalidad estética que se atribuye a estos juicios es de una especie particular, precisamente porque el predicado de la belleza no se halla ligado al concepto del objeto considerado en su esfera lógica, y que, sin embargo, se extiende a toda la esfera de seres capaces de juzgar.
Bajo el punto de vista de la cuantidad lógica, todos los juicios del gusto son juicios particulares. Porque como en esto referimos inmediatamente el objeto a nuestro sentimiento de placer o de pena, y no nos servimos para ello de conceptos, se sigue que esta especie de juicios no tienen la cuantidad de los juicios objetivamente universales. Toda vez que la representación particular que tenemos del objeto del juicio del gusto, según las condiciones que determinan este juicio, es transformada en un concepto por medio de la comparación, de ella no puede resultar un juicio lógicamente universal. Por ejemplo, la rosa que yo miro la considero bella por un juicio del gusto; pero el juicio que resulta de la comparación de muchos juicios particulares, y por el cual yo declaro que las rosas en general son bellas, no se presenta solamente como un juicio estético, sino como un juicio lógico, fundado sobre un juicio estético. El juicio, por el cual declaro que la rosa es agradable (en el uso), es también a la verdad un juicio estético y particular; pero este no es un juicio del gusto; es un juicio de los sentidos, el cual se distingue del anterior en que el juicio del gusto contiene una cuantidad estética de universalidad que no se puede hallar en un juicio sobre lo agradable.
Solo en los juicios sobre lo bueno sucede que aunque determinan también una satisfacción referente a un objeto, tienen no solamente una universalidad estética, sino también lógica; porque su valor depende del objeto mismo que nos dan a conocer, y es por lo que dicho valor es universal.
Cuando se juzgan los objetos solamente conforme a conceptos, toda representación de la belleza desaparece. Tampoco se puede dar una regla, según la cual cada uno haya de ser forzado a declarar una cosa bella.
Si se trata de juzgar si un vestido, si una casa, si una flor es bella, no nos dejamos llevar por razones o principios; queremos presentar el objeto a nuestros propios ojos, como si la satisfacción dependiera de la sensación; y sin embargo, si entonces declaramos el objeto bello, creemos tener en nuestro favor el voto universal, o reclamamos el asentimiento de cada uno, mientras que por el contrario, toda sensación individual no tiene valor más que para el que la experimenta.
Por esto es necesario notar aquí que en el juicio del gusto nada se pide menos que este voto universal relativamente a la satisfacción que experimentamos en lo bello sin el intermedio de los conceptos; nada, por consiguiente, mayor que la posibilidad de un juicio estético que se pudiera considerar como válido por todos. Y aun el juicio del gusto no pide el asentimiento de cada uno (porque en este no hay más que un juicio lógicamente universal que podría hacerlo, puesto que tiene razones en que apoyarse), lo que hace es reclamar de cada cual como un caso de la regla cuya confirmación no pide por medio de conceptos, sino por medio del asentimiento de otro. El voto universal no es, pues, más que una idea (yo no trato de saber aquí todavía en qué se apoya), que el que cree formar un juicio del gusto, es lo que se muestra bien por la misma expresión de la belleza. Y puede, por otra parte, asegurarse por sí mismo del carácter de su juicio, descartando en su conciencia la satisfacción que queda después de esto, es la sola cosa por la que pretende obtener el asentimiento universal. Esta pretensión es siempre fundada para hacerla valer bajo estas condiciones; pero muchas veces falta completarlas, y por esta razón lleva consigo falsos juicios del gusto.