De la especie de adhesión producida por una fe práctica
Cuando no se considera más que la manera en que una cosa puede ser para nosotros (conforme a la constitución subjetiva de nuestras facultades de representación) objeto de conocimiento (res cognoscibilis) se aproxima entonces a los conceptos, no de los objetos, sino de nuestras facultades de conocer y del uso que estas pueden hacer de la representación dada (bajo el punto de vista teórico o práctico); y la cuestión de saber si alguna cosa es o no objeto de conocimiento, no es una cuestión que concierne a la posibilidad de las cosas mismas, sino a nuestro conocimiento de estas cosas.
Hay tres especies de objetos de conocimiento131: las cosas de opinión132 (opinabile), las cosas de hecho133 (scibile) y las cosas de fe134 (mere credibile).
1. Los objetos de puras ideas de la razón no son objetos de conocimiento, porque no hay experiencia que pueda suministrar de ellos la exhibición para el conocimiento teórico, y por consiguiente, relativamente a estos objetos, no hay opinión posible. Así, hablar de opinión a priori, es decir un absurdo, y abrir la puerta a las puras ficciones. O bien nuestra proposición a priori es cierta, o bien no contiene nada que reclame nuestra adhesión. Las cosas de opinión son, pues, siempre objetos de un conocimiento, empírico al menos pasible en sí (de los objetos del mundo sensible), pero imposible para nosotros con el grado de penetración de nuestras facultades intelectuales. Así el éter de los nuevos físicos, fluido elástico que penetra todas las demás materias (que se halla íntimamente mezclado con ellas), no es más que una cosa de opinión; mas es tal que si la penetración de los sentidos exteriores fuese llevada al más alto grado, podría ser percibido aunque ninguna observación o ninguna experiencia lo pudiese percibir. Admitir habitantes racionales en los demás planetas, es una cosa de opinión; porque si pudiésemos aproximarnos a ellos, lo que es posible en sí, decidiríamos por la experiencia si los hay o no; mas no nos aproximamos nunca bastante para esto, y la cosa queda en el estado de opinión. Mas tener la opinión135 que hay en el universo material espíritus puros, pensantes sin cuerpo, es la que se llama una ficción136. No es una cosa de opinión, sino una pura idea, la que subsiste cuando se abstrae de un ser pensante todo lo que tiene de material y se le deja el pensamiento. No podemos decidir si el pensamiento subsiste entonces (porque no lo conocemos más que en el hombre, es decir, unido con su cuerpo). Una cosa semejante es un ens rationis ratiocinantis137 y no un ens rationis ratiocinatoe138. En cuanto al concepto de esta última especie de ser, es posible establecer suficientemente, al menos para el uso práctico de la razón, la realidad objetiva, puesto que este uso, que tiene sus principios a priori particulares y apodícticamente ciertos, pide este concepto.
2. Los objetos de los conceptos cuya realidad objetiva puede probarse (sea por la razón pura, sea por la experiencia, y en el primer caso por medio de datos teóricos o prácticos, mas en todos los casos por medio de una intuición correspondiente) son cosas de hecho (res facti)139. Tales son las propiedades matemáticas de las magnitudes (en la geometría), puesto que son capaces de una exhibición a priori, por el uso teórico de la razón. Tales son también las cosas o las cualidades de las cosas que pueden ser probadas por la experiencia (nuestra propia experiencia o la de otro, por medio del testimonio). Mas lo que hay de notable es que entre las cosas de hecho se halla también una idea de la razón (a la cual ninguna exhibición puede corresponder en la intuición, y cuya posibilidad por consiguiente, no puede probarse por ninguna prueba teórica): es la idea de la libertad, cuya realidad, como realidad de una especie particular de causalidad (cuyo concepto sería trascendente bajo el punto de vista teórico), tiene su prueba en las leyes prácticas de la razón pura, y conforme a estas leyes, en las acciones reales, por consiguiente, en la experiencia. Es de todas las ideas de la razón la sola cuyo objeto es una cosa de hecho, y debe colocarse entre las scibilia.
3. Los objetos que relativamente al uso obligatorio de la razón puramente práctica, deben concebirse a priori (sea como consecuencias, sea como principios), pero que son trascendentes para el uso teórico de esta facultad, son simplemente cosas de fe, tal es, el soberano bien para realizar en el mundo por la libertad. La realidad objetiva del concepto del soberano bien no puede demostrarse en ninguna experiencia posible para nosotros, y por consiguiente, de una manera suficiente para el uso teórico de la razón; pero la razón pura práctica nos ordena perseguir este objeto, y por consiguiente, es necesario admitir su posibilidad. Este efecto ordenado así como las solas condiciones de su posibilidad que pudiésemos concebir, a saber, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma, son cosas de fe (res fidei), y de todas las cosas, las únicas que pueden ser designadas de este modo140. En efecto, aunque las cosas que no podemos aprender más que por la experiencia de otro, por medio del testimonio, sean creídas, estas no son, sin embargo, cosas de fe, porque estas cosas han sido, para uno al menos, testimonio de objetos de experiencia propia, y cosas de hecho o que, al menos se suponen tales. Además debe ser posible llegar por este camino (de la creencia histórica) a la ciencia; y los objetos de la historia y la geografía, como en general todo lo que es al menos posible de saber en condiciones de nuestras facultades de conocer, no entran en las cosas de fe, sino en las cosas de hecho. No hay más que los objetos de la razón pura que pueden ser cosas de fe, pero no en tanto que objetos de la razón pura especulativa, porque es imposible en este caso colocarlos con certeza entre las cosas, es decir, entre los objetos de este conocimiento posible para nosotros. Estas son ideas, es decir, conceptos, de los cuales no se puede asegurar teóricamente la realidad objetiva. Al contrario, el objeto final supremo que debemos perseguir y que sólo puede hacernos dignos de ser nosotros mismos el objeto final de la creación, es una idea que tiene para nosotros realidad objetiva bajo el punto de vista práctico, y es una cosa; mas como no podemos atribuir esta realidad a este concepto bajo el punto de vista teórico, esto no es más que una cosa de fe para la razón pura. Sucede lo mismo con Dios o con la inmortalidad, o con las condiciones que nos permiten, conforme a la naturaleza de nuestra (humana) razón, concebir la posibilidad de este efecto del uso legítimo de nuestra libertad. Mas la adhesión en las cosas de fe es una adhesión bajo el punto de vista práctico puro, es decir, una fe moral, que no prueba nada por el conocimiento de la razón pura especulativa, sino que no se reduce más que a la razón pura práctica, relativamente al cumplimiento de sus deberes y que no extiende la especulación o las reglas prácticas de la prudencia, fundadas sobre el principio del amor de sí mismo. Si el principio supremo de todas las leyes morales es un postulado, la posibilidad de un objeto supremo, y por consiguiente también las condiciones que por sí solas nos permiten concebir esta posibilidad se hallan pedidas por sí misma. Luego el conocimiento de esta posibilidad no nos da, en tanto que conocimiento teórico, ni saber ni opinión relativamente a la existencia y a la naturaleza de estas condiciones; esto no es más que una suposición141 admitida bajo el punto de vista práctico y necesario de nuestra razón considerada en su uso moral.
Aun cuando pudiésemos fundar, con alguna verosimilitud, sobre los fines de la naturaleza que nos suministran tan abundantemente la teleología física, un concepto determinado de una causa inteligente del mundo, la existencia de este ser no sería todavía una cosa de fe. Porque como no la admitiríamos en favor del cumplimiento de nuestro deber, sino solamente para explicar la naturaleza, esto sería simplemente la opinión o la hipótesis más conforme a nuestra razón. Mas esta teleología no nos conduce en manera alguna a un concepto determinado de Dios; al contrario no se puede hallar este concepto más que en el de una causa moral del mundo, porque sólo este nos suministra el objeto final, al cual no podemos ligarnos más que conduciéndonos conforme a lo que nos prescribe la ley moral como objeto final, por consiguiente a los deberes que ella nos impone. Así no es más que de su relación con el objeto de nuestros deberes como el concepto de Dios, concebido como la condición de la posibilidad de alcanzar el objeto final de estos deberes, saca la ventaja de obtener nuestra adhesión, como cosa de fe; mas este mismo concepto no puede dar a su objeto el valor de una cosa de fe; porque si la necesidad del deber es bien clara para la razón práctica, sin embargo, la existencia del objeto final de este deber, en tanto que no se halla por completo en nuestro poder, no puede admitirse más que relativamente al uso práctico de la razón, y por consiguiente, no es prácticamente necesaria como el deber mismo142.
La fe (como hábito, no como acto) es un estado moral de la razón en la adhesión que concede a las cosas inaccesibles al conocimiento teórico. Es, pues, este principio constante del espíritu, de tener por verdadero lo que es necesario suponer como condición de la posibilidad del objeto final que la moral143 nos obliga a perseguir, aunque no pueda percibir ni la posibilidad ni la imposibilidad de este objeto final. La fe (en el sentido natural de la palabra) es la confianza que tenemos de conseguir un objeto, que es obligatorio el perseguir, pero cuya posibilidad no podemos percibir (así como la de las solas condiciones que podríamos concebir). Así la fe que se refiere a objetos particulares que no son objetos de ciencia o de opinión posible (en este último caso, principalmente en materia de historia, sería necesario llamarla credulidad y no fe), es por completo moral. Es una libre adhesión, no a cosas de las que se puede hallar pruebas dogmáticas para el juicio teórico determinante, ni a cosas a las cuales nos creemos obligados, sino a cosas que admitimos en favor de un objeto que nos proponemos conforme a las leyes de la libertad, y no las admitimos como cosas de opinión, sin principio suficiente, sino como teniendo su fundamento en la razón (pero solamente con respecto a su uso práctico) de un modo suficiente para el objeto de esta facultad. Porque sin esto, nuestras ideas; morales, no pudiendo satisfacer las exigencias de la razón especulativa que exige una prueba (de la posibilidad del objeto de la moralidad), no tienen nada de fijas, sino que vacilan entre las órdenes prácticas y la duda teórica. Ser incrédulo144 significa adherirse a la máxima de que no se debe creer en general en el testimonio; pero falto de fe145 es, el que, porque no encuentra fundamento teórico para la realidad de estas ideas racionales, les niega todo valor; juzga así dogmáticamente. Mas una falta de fe146 dogmática no se puede hallar en un espíritu en que dominan las máximas morales (porque la razón no puede ordenar el inclinarse a un objeto mirado como quimérico); no se puede suponer más que una fe dudosa147, que no ve en la ausencia de una convicción fundada sobre pruebas de la razón más que un obstáculo, al cual una mirada crítica de los límites de esta facultad puede quitar toda influencia sobre la conducta, concediendo en compensación el predominio a una adhesión práctica.
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Cuando para poner fin a ciertas tentativas inútiles, se quiere introducir en la filosofía otro principio y darle influencia, se halla una gran satisfacción al ver cómo y por qué estas tentativas debían fracasar.
Dios, la libertad y la inmortalidad del alma son problemas a cuya solución tienden, como a su único y último fin, todos los trabajos de la metafísica. Por lo que se ha creído que el dogma de la libertad no era necesario más que como condición negativa para la filosofía práctica; pero que, por el contrario, los de la existencia de Dios y de la naturaleza del alma, perteneciendo a la filosofía teórica, deben demostrarse por sí mismos y por hallarse después ligados a lo que exige la ley moral (la cual no es posible más que bajo la condición de la libertad) y constituir así una religión. Mas es fácil comprender que estas tentativas debían fracasar. En efecto, de simples conceptos ontológicos de cosas en general, o de la existencia de un ser necesario, no se puede sacar un concepto de un primer ser determinado por predicados que puedan ser dados en la experiencia y servir de este modo para el conocimiento; y aquel que se apoyara sobre la experiencia de la finalidad física de la naturaleza, no podría administrar una prueba suficiente para la moral, y por consiguiente, para el conocimiento de Dios. Del mismo modo, el conocimiento obtenemos del alma por la experiencia (a la cual nos hallamos limitados en esta vida) no puede darnos un concepto de una naturaleza espiritual, inmortal, y, por consiguiente, un concepto que baste a la moral. La teología y la pneumatología, como problemas de la razón especulativa, no pueden resaltar de datos y de predicados empíricos, puesto que su concepto es trascendente para toda nuestra facultad de conocer. Los dos conceptos de Dios y del alma (relativamente a su inmortalidad) no se pueden determinar más que por predicados, que aunque no sean posibles más que por un principio supra-sensible, deben, sin embargo, probar su realidad en la experiencia, porque así es solamente como es posible el conocimiento de un ser todo supra-sensible. Luego el solo concepto de esta especie que le puede hallar en la razón humana es el de la libertad del hombre sometida a leyes morales, así como al objeto final que la razón le prescribe por medio de estas leyes; y estas leyes y este objeto final sirven para atribuir las primeras a Dios, y el segundo al hombre, atributos que contienen la posibilidad de estas dos cosas, de suerte que de esta idea no se puede deducir la existencia y la naturaleza de estos seres, por otra parte, ocultos para nosotros.
Así la causa de la inutilidad de los ensayos intentados por el procedimiento teórico para demostración de Dios y la inmortalidad, vienen de que ningún conocimiento de lo supra-sensible es posible por este camino (de los conceptos de la naturaleza). Si, por el contrario, somos más felices por la vía moral (la de concepto de la libertad), es que aquí lo supra-sensible que sirve de principio (la libertad), no suministra solamente por medio de la ley determinada de la causalidad que deriva de él la ocasión del conocimiento de un otro supra-sensible (el objeto final moral y las condiciones de su posibilidad), sino que prueba también, como cosa de hecho, su realidad en acciones, aunque no pueda suministrar más que una prueba admisible únicamente bajo el punto de vista práctico (la sola de que la religión necesita).
Hay aquí algo muy notable. Entre las tres ideas de la razón pura, Dios, la libertad y la inmortalidad, la de la libertad es el solo concepto de lo supra-sensible que prueba su realidad objetiva en la naturaleza (por medio de la causalidad que en él se concibe) por el efecto que puede haber sin ella, y es precisamente por esto como viene a ser posible el enlace de las otras dos con la naturaleza, y de todas tres juntas con una religión. Nosotros hallamos de este modo un principio capaz de determinar la idea de lo supra-sensible fuera de nosotros, de manera que nos dé un conocimiento, aunque este conocimiento no sea posible más que bajo el punto de vista práctico, y que este mismo principio pueda ponerse en duda por la filosofía puramente especulativa (que también podría dar de la libertad un concepto puramente negativo). Por consiguiente, el concepto de la libertad (como concepto fundamental de las leyes prácticas incondicionales) puede extender la razón más allá de los límites en los cuales el concepto (teórico) de la naturaleza la tendría siempre encerrada sin esperanza.