De la teología moral
La interferencia más ordinaria, al pensar en la existencia de las cosas del mundo y en la del mundo mismo, no puede por menos de juzgar que todos los diversos seres creados de los que se halla el mundo lleno, cualquiera que sea el arte que se halle en su constitución, cualquiera que sea su variedad, y cualquiera la finalidad que se descubra en su constitución general, y el conjunto mismo de tantos sistemas existiría en vano, si en él no hubiera hombres (seres racionales en general), es decir, que sin los hombres, toda la creación estaría de más, sería inútil y no tendría un objeto final. Luego no es en el hombre la facultad de conocer (la razón teórica) la que da un valor a todo lo que existe en el mundo, es decir, que el hombre no existe para que haya alguien que pueda contemplarlo. En efecto, si esta contemplación no nos representa más que cosas sin objeto final, el sólo hecho de ser conocida no puede dar al mundo ningún valor, y es necesario ya suponerle un objeto final que, por sí mismo se lo de a la consideración del mundo. Tampoco buscaremos en el sentimiento del placer ni en la suma de placeres el objeto final de la creación: el bienestar, el placer (sea corporal o espiritual), la dicha, en una palabra, no contienen la medida de este valor absoluto. En efecto, de que el hombre, desde que existe, haga de la dicha su fin último, no se sigue, que sepamos, por qué existe en general, ni qué derecho tiene a hacer su existencia agradable. Es necesario que se considere ya como el fin último de la creación para tener una razón que necesite la armonía de la naturaleza con su dicha, cuando la consideración teleológicamente como un todo absoluto. Así la facultad de querer, no la que hace al hombre dependiente de la naturaleza (por los móviles de la sensibilidad), y que no da a su existencia otro valor que el que resulta de su capacidad para el placer, sino aquella por la cual puede darse un valor que proviene de sí mismo, y que consiste en lo que hace, en su manera de obrar y en los principios que le dirigen, no como miembro de la naturaleza, sino como agente libre, una buena voluntad, en una palabra: he aquí la sola cosa que puede dar a la existencia del hombre un valor absoluto, y a la del mundo un fin último.
Los espíritus más vulgares, por poco que se llame su atención sobre esta cuestión, están contestes en afirmar que el hombre no puede ser el fin último de la creación, más que como ser moral. ¿De qué sirve, se dirá, que este hombre tenga tanto talento y actividad a la vez, que ejerza por este medio una influencia tan útil sobre la república, y que relativamente a sus propios intereses como a los de otro, tenga tan gran valor, si carece de una buena voluntad? Es un objeto de desprecio, si se considera en su interior; y a menos que la creación no tenga absolutamente fin último, es necesario que este hombre, que como tal también pertenece a ella, pero que en tanto que hombre malo es el sujeto de un mundo sometido a leyes morales, haga abstracción conforme a estas leyes, de su fin subjetivo (de su dicha), para que su existencia pueda conformarse con el fin último de la creación.
Cuando, pues, descubrimos en el mundo un orden de fines, y que como la razón lo exige necesariamente, subordinamos los fines condicionales a uno último incondicional, es decir, a un objeto final, es evidente desde luego que no se trata entonces de un objeto interior de la naturaleza, dado como existente, sino del objeto de su existencia misma, así como de todas sus disposiciones, por consiguiente, del último objeto de la creación, y en este, de la condición suprema que solo puede determinar un objeto final (es decir, del motivo que determina una inteligencia suprema a producir las cosas del mundo).
Luego colocando en el hombre, considerado solamente como ser moral, el objeto de la creación, tenemos desde luego una razón, o al menos la principal condición para estar autorizados a mirar el mundo como un conjunto de fines, como un sistema de causas finales; pero tenemos principalmente, respecto a la relación, necesaria para nosotros, conforme a la constitución misma de nuestra razón, de los fines de la naturaleza a una causa inteligente del mundo, un principio que nos permite concebir la naturaleza y los atributos de esta causa primera, considerada como el principio supremo de un reino de fines, y que determina en ella el concepto de este modo, lo que la teleología física era incapaz de hacer, puesto que no podía darnos más que conceptos indeterminados, y por consiguiente inútiles, bajo el punto de vista teórico y bajo el punto de vista práctico.
Apoyados sobre este principio así determinado de la causalidad del Ser supremo, no miramos solamente este ser como la inteligencia legisladora de la naturaleza, sino también como el supremo legislador del mundo moral. En su relación con el Soberano bien, que no es posible más que bajo su imperio, o con la existencia de seres racionales bajo leyes morales, le atribuiremos la omnisciencia, a fin de que pueda penetrar en lo más profundo de nuestros corazones (porque allí es verdaderamente donde se debe buscar el valor moral de las acciones de los seres racionales); la omnipotencia, a fin de que pueda apropiar la naturaleza entera a este fin supremo; la suma bondad y la suma justicia, para que estos atributos (en unión de la sabiduría) constituyan las condiciones de la causalidad de una causa suprema del mundo, considerada como produciendo el soberano bien, conforme a las leyes morales; y concebiremos también en este ser todos los atributos trascendentales, como la eternidad, la omnipresencia, etc. (porque el bien y la justicia son atributos morales), puesto que este mismo objeto final los supone. De esta manera, la teleología moral llena los vacíos de la teleología física, y funda, por último, una teología; porque si la teleología física nada da a la otra sin saberlo, y obra consecuentemente, no podrá fundar por sí misma más que una demonología incapaz de todo concepto determinado.
Mas el principio de relación del mundo a una causa suprema, concebida como Dios, en tanto que se considera en el mundo el destino moral de ciertos seres, este principio no funda sólo una teología, completando la prueba física teleológica, y por consiguiente, tomando esta por base, sino que se basta también a sí mismo, y él mismo llama la atención sobre los fines de la naturaleza, y nos provoca al estudio de este arte maravilloso que se oculta detrás de sus formas, empeñándonos en buscar incidentalmente en los fines de la naturaleza una confirmación de las ideas suministradas por la razón pura práctica. En efecto, el concepto de seres del mundo sometidos a leyes morales, es un principio a priori, conforme al cual el hombre debe juzgarse necesariamente, y la razón reconoce también a priori como un principio que le es necesario para juzgar teleológicamente la existencia del mundo, que si hay realmente una causa que obra con intención y en vista de un fin, esta relación moral debe contener la condición de la posibilidad de una creación tan necesariamente, como la que se funda sobre las leyes físicas (si esta causa inteligente tiene su objeto final). Toda la cuestión está en saber si tenemos un motivo suficiente por la razón (especulativa o práctica) para atribuir un objeto final a la causa suprema que obra conforme a fines. Porque que este objeto, conforme a la constitución subjetiva de nuestra razón, y aun conforme a lo que podemos concebir de la razón de otros seres, no puede ser más que el hombre sometido a leyes morales, es lo que podemos tener por cierto a priori; mientras que, por el contrario, es imposible a priori conocer los fines de la naturaleza en el orden físico, y principalmente comprender que una naturaleza no pueda existir sin ellos.
OBSERVACIÓN
Supongamos un hombre en un momento en que su espíritu es llevado al sentimiento moral. Aunque halle en medio de una bella naturaleza un placer tranquilo y sereno en el sentimiento de su existencia, siente también en sí la necesidad de dar gracias por ello a cualquier ser, o bien si en otra ocasión halla el mismo placer en el sentimiento de sus deberes, que no puede ni quiere cumplir más que por un voluntario sacrificio, siente la necesidad de pensar que ha cumplido por esto mismo con una orden, y ha obedecido al señor soberano; o bien todavía, si ha obrado sin reflexión contra su deber, pero sin tener que responder a los hombres, siente que los remordimientos interiores levantan en él la voz severa, como si fuera la palabra de un juez, ante el cual hubiese de comparecer; en una palabra, tiene necesidad de una inteligencia moral, puesto que el objeto mismo para que existe, exige un ser que sea su causa y ella del mundo, conforme a este objeto. Sería inútil suponer móviles ocultos detrás de estos sentimientos, porque se hallan inmediatamente ligados a las más puras disposiciones morales, puesto que el reconocimiento, la obediencia y la humildad (la sumisión a un castigo merecido), dicen disposiciones de espíritu favorables al deber, y que el que intente desenvolver sus disposiciones morales, coloca voluntariamente ante sí por el pensamiento un ser que no existe en el mundo, a fin de llenar también sus deberes para con él, si hay lugar. Es, pues, al menos una cosa posible, cuyo principio se halla en nuestros sentimientos morales, y es la necesidad puramente moral de admitir la existencia de un ser, que de a nuestra moralidad más fuerza y aun extensión (al menos según nuestro modo de representación), proponiéndose un nuevo objeto, es decir, el admitir fuera del mundo un legislador moral sin pensar en la prueba teórica, y todavía menos en nuestro interés personal, sino por un motivo puramente moral y libre de toda influencia extraña, (pero completamente subjetiva), bajo la sola autoridad de una razón puramente práctica que saca sus leyes de sí misma. Y aunque semejante disposición de espíritu se produzca rara vez o no se prolongue, aunque sea fugitiva y sin efecto duradero, a menos que no se aplique a discernir el objeto representado en esta sombra, y que se esfuerce en reducirla a conceptos claros, no se puede, sin embargo, negar que no hay en nosotros una disposición moral que nos lleve, como principio subjetivo, a no contentarnos, en la consideración de la naturaleza, con una finalidad establecida por medio de causas naturales, sino a suponerle una causa suprema que gobierna la naturaleza conforme a principios morales. Añadamos a esto que nos sentimos obligados por la ley moral a inclinarnos a un objeto supremo universal, pero incapaces al mismo tiempo, así como toda la naturaleza, para alcanzar este objeto, y que esto no es, sin embargo, más que inclinándonos en cuanto podemos a ponernos en armonía con el objeto final de una causa inteligente del mundo (si existe semejante causa), de suerte que hallamos en la razón práctica un motivo puramente moral para admitir esta causa (puesto que se puede sin contradicción), para no hallarnos expuestos a mirar nuestros esfuerzos como completamente perdidos y dejarnos desalentar por esto.
De todo esto, es necesario, pues, aquí deducir únicamente, que si el temor ha podido producir los dioses, la razón es la que por medio de sus principios morales, ha podido producir el concepto de Dios (aun cuando seamos muy ignorantes, como sucede comúnmente en la teleología de la naturaleza, o quizá embarazados por la dificultad de explicar, con la ayuda de un principio suficientemente establecido fenómenos contradictorios), y que el destino moral de nuestra existencia, añadido a lo que falta al conocimiento de la naturaleza, enseñándonos a concebir por objeto final, al cual es necesario referir la existencia de todas las cosas, y que no puede satisfacer la razón en tanto que es moral, una causa suprema dotada de atributos que la hacen capaz de someter toda la naturaleza a este sólo objeto (de la cual no es más que instrumento), es decir, un verdadero Dios.