OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA TELEOLOGÍA
Si se pregunta qué puesto debe concederse, entre las demás pruebas de la filosofía, al argumento moral que no prueba la existencia de Dios más que como una cosa de fe por la razón pura práctica, se reconocerá ciertamente el alcance de estas pruebas, y se verá que no hay aquí que elegir, sino que la filosofía en presencia de una crítica imparcial, debe desechar todas sus pretensiones teóricas.
Toda adhesión del espíritu, si no carece por completo de fundamento, debe fundarse desde luego sobre una cosa de hecho, y no puede existir otra diferencia en la prueba, sino que la adhesión a la consecuencia que deriva de la cosa de hecho, pueda fundarse sobre esta cosa a título de saber148, por el conocimiento teórico, o solamente a título de fe por la razón práctica. Todas las cosas de hecho se refieren, o bien al concepto de la naturaleza, el cual prueba su realidad en los objetos sensibles, dados (o pudiendo ser dados) antes de todos los conceptos de la naturaleza, o bien al concepto de la libertad, que prueba suficientemente su realidad por la causalidad de la razón con referencia a ciertos efectos que esta facultad hace posibles en el mundo sensible y que pide de una manera indispensable en la ley moral. Por lo que, o bien el concepto de la naturaleza (que no pertenece más que al conocimiento teórico), es metafísico y completamente a priori, o bien es físico, es decir, a posteriori, y no puede absolutamente ser concebido más que por medio de una experiencia determinada. El concepto metafísico de la naturaleza (que no supone ninguna experiencia determinada) es, pues, ontológico.
El argumento ontológico de la existencia de Dios por el concepto de un ser primero es doble: él deriva o bien de predicados ontológicos, que por sí solos nos permiten concebir este ser como completamente determinado, la existencia absolutamente necesaria, o bien de la necesidad absoluta de la existencia de alguna cosa, cualquiera que sea, los predicados del primer ser. En efecto, al concepto de un primer ser pertenecen, para que este ser no sea por sí mismo derivado, la absoluta necesidad de su existencia, y (para que se pueda concebirla) la determinación absoluta de este ser por un concepto, Dos condiciones que no se creía hallar más que en el concepto de la idea ontológica de un ser soberanamente real149, y así se formaron dos pruebas metafísicas.
La prueba que se apoya sobre un concepto puramente metafísico de la naturaleza (y que se llama particularmente prueba ontológica) deriva del concepto del ser soberanamente real su existencia absolutamente necesaria; porque (se dice), si no existiera, le faltaría una realidad, a saber, la existencia. La otra prueba (que se llama también prueba metafísica-cosmológica) deriva de la necesidad de la existencia de alguna cosa (como lo que debe ser necesariamente concebido, cuando una existencia no es dada en la conciencia de mí mismo), la determinación absoluta de este ser, como ser soberanamente real; porque todo lo que existe debe ser enteramente determinado, mas lo que es absolutamente necesario (es decir, lo que debemos reconocer como tal, por consiguiente, a priori) debe ser enteramente determinado por un concepto, condición que puede llevar sólo el concepto de un ser soberanamente real. No es necesario descubrir aquí lo que hay de sofístico en estas conclusiones; ya lo hemos hecho en otra parte; notaremos solamente que si se puede defender esta especie de pruebas a fuerza de sutileza dialéctica, no se puede jamás hacerlas pasar de la escuela al mundo, y darles la menor influencia sobre el sentido común.
La prueba fundada sobre un concepto de la naturaleza, que no puede ser más que empírica, pero que, sin embargo, debe conducir más allá de los límites de la naturaleza, o del conjunto de objetos de los sentidos, no puede ser más que la de los fines de la naturaleza. El concepto de estos fines no puede ser dado a priori, sino solamente por la experiencia, y sin embargo, promete un concepto de la causa primera de la naturaleza, que entre todos los que podemos concebir conviene sólo a lo supra-sensible, a saber, el concepto de una profunda inteligencia como causa del mundo; y tiene en efecto su promesa, siguiendo los principios del juicio reflexivo, es decir, en virtud de la constitución de nuestra (humana) facultad de conocer. Mas si este argumento puede sacar de los mismos datos este concepto de una inteligencia suprema, es decir, independiente, que es el de Dios, es decir, del autor de un mundo sometido a leyes morales, y por consiguiente un concepto suficientemente determinado por la idea de un objeto final de la existencia del mundo, es esta una cuestión de la que depende todo, sea que deseemos tener un concepto del ser primero que baste teóricamente, al uso de todo el conocimiento de la naturaleza, sea que busquemos un concepto práctico para la religión.
El argumento que se saca de la teleología física es digno de respeto. Convence al sentido común como al pensador más sutil, y Reimar ha adquirido un honor inmortal por esta obra, que no se ha presentado todavía otra mejor, en donde desenvuelve abundantemente esta prueba, con la solidez y la claridad que le son propias. Mas ¿de dónde saca este argumento una tan poderosa influencia sobre el espíritu, y se trata aquí de una adhesión tranquila, libre, y que no funda sus juicios más que sobre la fría razón (porque se podría referir a la persuasión la emoción y la elevación que dan al espíritu las maravillas de la naturaleza)? Estos no son fines físicos, que todos indican en la causa del mundo una inteligencia impenetrable; son insuficientes, porque no responden a las imperiosas cuestiones de la razón. En efecto (pregunta la razón), ¿por qué estas cosas de la naturaleza hechas con tanto arte; por qué el hombre mismo en el cual debemos detenernos como en el último fin de la naturaleza que podríamos concebir; por qué la naturaleza toda entera, y cuál es el objeto final de un arte tan grande y tan vario? Si se responde que todo esto existe para nuestro placer o para ser contemplado y admirado por nosotros (la admiración cuando uno se detiene, no es otra cosa que un goce de una especie particular), y que en esto consiste el objeto final para el cual el mundo y el hombre mismo han sido creados, la razón no sabría contentarse con esta respuesta; porque por ella el valor personal que el hombre puede darse a sí mismo es una condición sin la cual su existencia no puede ser objeto final. Sin este valor (que sólo puede suministrar un concepto determinado), los fines de la naturaleza no podrían responder a nuestras cuestiones, principalmente porque ellas no pueden darnos un concepto determinado de un Ser Supremo que baste a todo (y que por consiguiente sea único y merezca por esto el nombre de supremo) y de las leyes conforme a los cuales su inteligencia es la causa del mundo.
Si, pues, la prueba físico-teleológica convence el espíritu como si fuese realmente teológica, esto no es más que para que las ideas de los fines de la naturaleza puedan servir como otras tantas pruebas empíricas para probar una suprema inteligencia; mas es que la prueba moral oculta en el hombre y el ejerciendo sobre él una influencia secreta, se mezcla imperceptiblemente en la conclusión por la cual atribuye un objeto final, encaminándose a la sabiduría, al ser que se manifiesta por un arte, tan impenetrable en los fines de la naturaleza (aunque la percepción de la naturaleza no lo autorice), y llena de este modo arbitrariamente los vacíos de esta prueba. No hay, pues, en realidad, más que la prueba moral que produzca la convicción, y aún no la produce más que bajo el aspecto moral, al cual cada uno se adhiere interiormente. En cuanto al argumento físico-teleológico, tiene otro mérito que el de dirigir el espíritu en la contemplación del mundo de parte de los fines, y por tanto, hacia una causa inteligente del mundo; más la relación moral de esta causa con los fines y la idea de un legislador y de un autor moral del mundo, como concepto teológico, parecen salir naturalmente de esta prueba, aunque esto sea una pura adición.
Se puede obtener esto también por medio de una exposición ordinaria. En efecto, el sentido común tiene muchas veces gran trabajo para distinguir y separar los diversos principios que confunde más, de los que uno solo le suministra legítimamente su conclusión, porque esta separación reclama mucha reflexión. Mas la prueba moral de la existencia de Dios no se limita a completar la prueba físico-teleológica para hacerla perfecta; ella es por sí misma una prueba particular que restituye la convicción que la otra no da. Esta no puede tener, en efecto, otra misión que elevar la razón, en su juicio sobre el principio de la naturaleza y sobre el orden contingente, pero admirable, que la experiencia sola puede mostrarnos, hacia una causa cuya causalidad tiene su principio en los fines (causa que debemos concebir como inteligente conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer), y llamando su atención sobre esta causa, hacerla por esto mismo más capaz de la prueba moral. Porque lo que exige este último concepto es tan esencialmente diferente de todo lo que pueden contener y aprender los conceptos de la naturaleza, que se necesita una prueba particular y completamente independiente de la otra, para dar a la teología un concepto suficientemente establecido del Ser supremo y derivar su existencia. La prueba moral (que ciertamente no prueba la existencia de Dios más que bajo el aspecto práctico, pero necesario, de la razón) conservaría todavía toda su fuerza, aun cuando no se hallara en el mundo o que no se hallara más que de una manera equívoca la materia de una teleología física. Se pueden concebir seres racionales rodeados de una naturaleza que no ofrecería ninguna verdad evidente de organización, y que no presentaría, no obstante, más que los efectos de un puro mecanismo de la materia; estos efectos y ciertas formas o ciertas relaciones en las cuales podrían hallar una finalidad puramente accidental, no los conducirían a una causa inteligente, y no hallarían ocasión de fundar una teleología física; mas la razón, que no podría recibir aquí ninguna dirección de los conceptos de la naturaleza, hallaría todavía, en el concepto de la libertad y en las ideas morales que en él se fundan, un motivo prácticamente suficiente de pedir, mas solamente por lo que se refiere al orden irrecusable de la razón práctica, el concepto del Ser Supremo, conforme a este concepto y a estas ideas, es decir, como un verdadero concepto de Dios, y de pedir también la naturaleza (aun nuestra propia existencia) como un objeto final fundado sobre las leyes morales. Mas como el mundo real ofrece a los seres racionales que encierra, una abundante materia para la teleología física (lo que no sería por otra parte necesario), el argumento moral halla aquí la confirmación que puede desear, en el sentido de que la naturaleza puede presentar algo análogo a las ideas (morales) de la razón. El concepto de una causa suprema inteligente (concepto que está muy lejos de bastar a la teología) recibe efectivamente por esto una realidad suficiente para el juicio reflexivo; mas no es necesario para fundar la prueba moral, y esta prueba no sirve para completar y elevar al rango de una prueba el concepto que por sí mismo no contiene nada tocante a la moralidad, desenvolviéndolo conforme al mismo principio. Dos principios también heterogéneos, que la naturaleza y la libertad no pueden dar más que dos pruebas diferentes, y toda tentativa para sacar este de aquella es insuficiente relativamente a lo que debe probar.
Sería muy satisfactorio para la razón especulativa que la teleología física pudiese dar la prueba que se pide, porque tendríamos la esperanza de fundar una teosofía (se llamaría así este conocimiento teórico de la naturaleza divina o de su existencia que bastara para la explicación de la constitución del mundo, y al mismo tiempo para la determinación de las leyes morales). Del mismo modo si la psicología pudiera suministrarnos el conocimiento de la inmortalidad del alma, daría lugar a la pneumatología, que sería muy agradable a la razón especulativa. Mas por vano que esto pueda ser para nuestra presuntuosa curiosidad, ni la una ni la otra llenan el deseo que experimenta la razón de poseer una teoría fundada sobre la naturaleza de las cosas. Mas la primera en tanto que teología, y la segunda en tanto que antropología, no alcanzan mejor su objeto, tomando por fundamento el principio moral, es decir, el principio de la libertad, y, por consiguiente, conformándose al uso práctico de la razón; es una cuestión que no es necesario perseguir aquí por más tiempo.
La prueba físico-teleológica no basta a la teología, porque ella no le da ni puede darle un concepto suficientemente determinado del Ser Supremo; porque es necesario llevar este concepto a otro origen, o suplir lo que falta a esta prueba con una adición arbitraria. Vosotros deduciréis de la gran finalidad de las formas de la naturaleza y de sus relaciones recíprocas a una causa inteligente del mundo; mas ¿cuál es el grado de esta inteligencia? Sin ninguna duda vosotros no os podréis lisonjear de llegar por aquí a la inteligencia más alta posible, porque deberíais reconocer entonces que no se puede concebir una inteligencia mayor que aquella de que halláis pruebas en el mundo, y sería atribuiros la omnisciencia. Del mismo modo deduciríais de la magnitud del mundo un grande poder en su autor; mas convendréis que esto no tiene sentido más que relativamente a vuestra facultad de comprender, y como no conocéis lo posible para compararlo con la magnitud del mundo que conocéis, no podréis con tan pequeña medida llegar a la omnipotencia de la causa primera. No obtenéis, pues, por esto un concepto del Ser Supremo que sea determinado y baste a la teología, porque no podéis hallar este concepto más que en el de la totalidad de perfecciones compatibles con una inteligencia en que los datos puramente empíricos no pueden serviros de ningún auxilio. Por lo que, sin este concepto determinado, no podéis deducir una causa inteligente única, sino solamente suponerla (para cualquier uso que esto sea). Se puede sin duda (como la razón no tiene nada que pueda oponer con justo título) permitiros añadir arbitrariamente que cuando se halla tanta perfección, se puede muy bien admitir toda perfección reunida a una causa del mundo, puesto que la razón se acomoda mejor teórica y prácticamente a un principio tan determinado. Mas no podéis, sin embargo, dar este concepto del Ser supremo como probado para vosotros, puesto que no lo habéis admitido más que para que esto sea más cómodo para vuestra razón. No os lamentéis, pues; no vayáis inútilmente contra la pretensión audaz de los que ponen en duda la solidez de vuestros razonamientos; esto sería una vana jactancia, que haría creer que pretendéis disimular la debilidad de vuestro argumento, queriendo convertir una duda libremente expresada sobre el valor de este argumento en una duda impía sobre la santa verdad.
La teleología moral, por el contrario, que no tiene un fundamento menos sólido que la teleología física, pero que tiene la ventaja de descansar a priori sobre principios inseparables de nuestra razón, suministra lo que es necesario al establecimiento de una teología, es decir, un concepto determinado de la causa suprema, concebida como causa del mundo según leyes morales, y, por consiguiente, como una causa que satisface a nuestro objeto final moral, lo que no supone nada menos que la omnisciencia, la omnipotencia, la omnipresencia, etc., todos atributos que debemos concebir ligados y adecuados al objeto final moral que es infinito; y así es solamente como se puede obtener el concepto de una causa única del mundo, tal como lo exige toda teología.
De esta manera, también la teología conduce inmediatamente a la religión, es, decir, al conocimiento de nuestros deberes como órdenes divinas, puesto que el conocimiento de nuestro deber y del objeto final que la razón nos propone para ello, puede producir un concepto determinado de Dios, y puesto que este concepto se halla así por su mismo origen inseparable de la obligación para con este ser. Al contrario, aun cuando se pudiera llegar por un procedimiento puramente teórico a un concepto determinado del Ser Supremo (es decir, del Ser Supremo concebido simplemente como causa de la naturaleza), sería todavía muy difícil, aun quizá imposible, sin tener medios para una adición arbitraria, el atribuir a este Ser, por medio de pruebas sólidas, una causalidad regulada sobre leyes morales; y sin esto, no obstante, este pretendido concepto teológico no puede dar un concepto a la religión. Y aun cuando se pudiera llegar a una religión por esta vía teórica, sería por el sentimiento que ella inspiraría (y que es en esto lo esencial), bien diferente de aquella en la cual el concepto de Dios y la convicción (práctica) de su existencia derivan de las ideas fundamentales de la moralidad. En efecto, si supusiéramos primero la omnipotencia, la omnisciencia y los demás atributos del Autor del mundo, como conceptos sacados de otra parte, para aplicar después nuestros conceptos de los deberes a nuestra relación con este ser, estos conceptos tomarían el color de la inocencia o de una sumisión forzada; al contrario, si la ley moral, por el libre respeto que nos inspira y conforme al precepto de nuestra propia razón, nos propone el objeto final de nuestro destino, admitiríamos entre nuestras ideas morales una causa que se conformara con este objeto y pudiese hacerlo posible, y llenos de un verdadero respeto por esta causa, sentimiento que es necesario distinguir bien del temor físico, nos someteríamos a ella voluntariamente150.
Si se pregunta qué nos importa tener una teología en general, es claro que no es necesaria para la extensión o a la rectificación de nuestro conocimiento de la naturaleza, y en general para cualquiera teoría, sino solamente para la religión, es decir, para el uso práctico, especialmente para el uso moral de la razón, bajo el punto de vista subjetivo. Si, pues, se halla que el solo argumento capaz de conducir a un concepto determinado del objeto de la teología es el argumento moral, y si se concede que este argumento no demuestra suficientemente la existencia de Dios más que relativamente a nuestro destino moral, es decir, bajo el punto de vista práctico, y que la especulación queda aquí por completo extraña y no aumenta la menor cosa del mundo la extensión de su dominio, no solamente no nos deberá admirar, sino que no se podrá hallar la adhesión que reclama este género de prueba insuficiente. En cuanto a la pretendida contradicción que se podría hallar entre lo que afirmamos aquí de la posibilidad de una teología, y lo que diría de las categorías la crítica de la razón especulativa, a saber, que ellas no pueden producir un conocimiento más que aplicándose a los objetos sensibles y no a lo supra-sensible, basta para disiparla notar, que las categorías aplicadas aquí a un conocimiento de Dios, no lo son bajo el punto de vista teórico (de manera que determinen lo que es en sí su impenetrable naturaleza), sino solamente bajo el punto de vista práctico. Puesto que yo hallo la ocasión para poner fin a toda falsa interpretación de esta doctrina de la crítica, que es tan necesaria, y que con gran disgusto de los ciegos dogmáticos reduce la razón a sus límites, añadiré aquí la aclaración siguiente:
Cuando yo atribuyo a un cuerpo la fuerza motriz, y por consiguiente, lo concibo por medio de la categoría de la causalidad, yo lo conozco por esto mismo, es decir, determino el concepto de este cuerpo como objeto en general, por lo que en sí (como condición de la posibilidad de esta relación) conviene a este cuerpo como objeto de los sentidos. En efecto, como la fuerza motriz que yo le atribuyo es una fuerza de repulsión, le es necesario (aunque yo no coloque al lado de él otro cuerpo sobre el cual se ejerza esta fuerza) un lugar en el espacio, y una extensión, es decir, que ocupe cierta porción en aquel; además ocupa esta porción del espacio por las fuerzas repulsivas de sus partes; y, en fin, él no tiene ley según la cual lo ocupe (es decir, que la fuerza repulsiva de las partes debe decrecer en la misma proporción en que crece la extensión del cuerpo, y el espacio que llena con estas partes por medio de esta fuerza). Al contrario, cuando yo concibo un ser supra-sensible como el primer motor, y por consiguiente, por medio de la categoría de la causalidad aplicada a esta determinación del mundo (el movimiento de la materia), yo no lo he de concebir en cualquier lugar del espacio ni como extenso; yo no he de concebirlo ni aun como existente en el tiempo, ni como existente con otro. Yo no poseo, pues, ninguna de las determinaciones que podrían hacerme comprender la condición de la posibilidad de la producción del movimiento para este ser como principio. Por consiguiente, yo no lo conozco, en manera alguna en sí por el predicado de la causa (como primer motor), sino que yo no tengo más que la representación de una cierta cosa que contiene el principio de los movimientos en el mundo, y la relación de estos movimientos a este ser, como a su causa, no suministrándome por otra parte nada que sea propio para la naturaleza de la cosa que es causa, deja por completo vacío el concepto de esta causa. La razón de esto es, que con predicados que no hallan su objeto más que en el mundo, puedo muy bien llegar hasta la existencia de algo que contenga el principio de este mundo, mas no basta la determinación del concepto de este ser, en tanto que ser supra-sensible, porque este concepto rechaza todos estos predicados. Así pues, la categoría de la causalidad, determinada por el concepto de un primer motor, no me enseña en manera alguna lo que es Dios; mas quizá sería yo más afortunado, si buscase en el orden del mundo un medio, no solamente de concebir su causalidad como la de una inteligencia suprema, sino el conocerla por la determinación de este concepto, puesto que la embarazosa condición del espacio y el tiempo aquí ya desaparece. Sin duda la gran finalidad que hallamos en el mundo nos obliga a concebir una causa suprema para esta finalidad, y su causalidad como la de una inteligencia; mas no tenemos el derecho por esto de atribuirle esta inteligencia (como, por ejemplo, podemos concebir la eternidad de Dios o su existencia en todos los tiempos, puesto que no podemos, por otra parte, formamos ningún concepto de la pura existencia en tanto que magnitud, es decir, en tanto que duración, o cómo podemos concebir la omnipresencia divina o la existencia de Dios en todas partes, para explicarnos su presencia inmediata en cosas exteriores las unas a las otras, sin que, no obstante, podamos atribuir ninguna de estas determinaciones a Dios como algo que nos sea conocido en sí). Cuando yo determino la causalidad del hombre, relativamente a ciertas producciones que no son explicables más que por una finalidad intencional, y concibiéndola como una inteligencia de este ser, no hay razón para que yo me reduzca a esto, pues que yo puedo atribuirle este predicado como una propiedad muy conocida, y conocerle de este modo. Porque yo sé que las intuiciones son dadas a los sentidos del hombre, y son subsumidas por su entendimiento bajo un concepto, y por esto bajo una regla; que este concepto no contiene más que un signo general (abstracción hecha de lo particular) y así es discursivo; que las reglas de que se sirve para subsumir intuiciones dadas bajo una conciencia en general, son suministradas por este entendimiento anteriormente a estas intuiciones, etc.; yo atribuyo, pues, la inteligencia al hombre, como una propiedad por la cual le conozco. Mas si es permitido, y aun inevitable, relativamente a cierto uso de la razón, concebir un ser supra-sensible (Dios) como inteligencia, no es permitido atribuirle esta inteligencia, y lisonjearse de poderle conocer por esto como por uno de sus atributos; porque es necesario descartar aquí todas estas condiciones, bajo las cuales solamente yo conozco un entendimiento. Yo no puedo transportar a un objeto supra-sensible el predicado que no sirve más que para la determinación del hombre, y por consiguiente, yo no puedo conocer por una causalidad así determinada lo que es Dios. Lo mismo sucede con todas las categorías que no tienen sentido para el conocimiento, bajo el punto de vista teórico, cuando no son aplicadas a objetos de experiencia posible. Mas, bajo otro punto de vista, yo puedo y debo concebir aun un ser suprasensible por analogía con un entendimiento, sin pretender conocerlo teóricamente por esto; es cuando esta determinación de su causalidad concierne a un efecto en el mundo que contiene un objeto moralmente necesario, pero imposible para seres sensibles. Porque entonces se puede fundar sobre propiedades y determinaciones de su causalidad concebidas en él simplemente por analogía, un conocimiento de Dios y de su existencia (una teología) que bajo el punto de vista práctico, pero solo bajo este punto de vista (moral) tiene toda la realidad necesaria. Hay, pues, una teología moral posible, porque si la moral puede exceder a la teología en cuanto a sus reglas, no puede en cuanto al objeto final que proponen estas mismas reglas, a menos que no se renuncie a toda aplicación de la razón a la teología. Mas una moral teológica (de la razón pura) es imposible, porque las leyes que la razón no da por sí misma originariamente, y cuya ejecución no ordena en tanto que facultad pura práctica, no pueden ser morales. Del mismo modo, una física teológica no sería nada, porque no propondría leyes físicas, sino mandatos de una suprema voluntad, mientras que una teología física (propiamente físico-teleológica) puede al menos servir de propedéutica a la verdadera teología, sin poderla fundar sobre sus propias pruebas, despertando por la consideración de los fines de la naturaleza, de que ofrece una rica materia, la idea de un objeto final que la naturaleza no puede establecer, y por consiguiente, excitando la necesidad de una teología que determine el concepto de Dios de una manera suficiente para el uso práctico supremo de la razón.
FIN DE LA CRÍTICA DEL JUICIO