De la modalidad del juicio sobre la sublimidad de la naturaleza

Hay en la naturaleza una infinidad de cosas bellas, por las cuales suponemos y aun podemos alcanzar, sin engañarnos, un perfecto acuerdo entro el juicio de otro y el nuestro; mas en el juicio que formamos de lo sublime de la naturaleza, no podemos prometernos tan fácilmente el asentimiento de otro. En efecto; parece necesario una cultura mucho mayor, no solamente del juicio estético, sino también de las facultades de conocer, que son el principio del mismo, para que se pueda formar un juicio sobre la excelencia de los objetos de la naturaleza.

La disposición del espíritu que conviene al sentimiento de lo sublime, es una disposición particular para las ideas, porque precisamente en la desconveniencia de la naturaleza con las ideas, y en el esfuerzo intentado por la imaginación para tratar aquella como un esquema relativamente a las ideas, es en lo que consiste para la sensibilidad, lo terrible que al mismo tiempo es lo que atrae. Es para ella lo que atrae al mismo tiempo que es terrible, porque hay allí una influencia que la razón ejerce sobre la misma con el fin de extenderla de conformidad con su propio dominio (el dominio práctico), y hacerle entrever el infinito que es un abismo para ella. Y en el hecho, lo que un espíritu preparado por cierta cultura llama sublime, no se presenta al hombre ordinario —en el cual las ideas morales no se hallan desarrolladas—, más que como terrible. En estos desastres en que la naturaleza muestra tanto poder de devastación, ante los cuales se halla como anodado su propio poder, no ve más que las miserias, los peligros, y las penas que habían de cercar al hombre que haya de exponerse a ellos. Así es que aquel bueno y fino labrador de la Saboya de quien nos habla M. de Saussure, trataba de locos a los apasionados de las montañas heladas; y yo no me atrevía a culparle por completo, si este observador hubiera afrontado los peligros a que se exponía, únicamente por curiosidad como la mayor parte de los viajeros, o bien para tener el placer de hacer de ellos patéticas descripciones en su marcha. Pero su objeto era instruir a los demás, y este hombre excelente tenía e inspiraba, por cima de su marcha, a los lectores de sus viajes los sentimientos que elevan el alma.

Pero si el juicio sobre lo sublime de la naturaleza supone cierta cultura (mucho más que el juicio de lo bello), no es nacido originariamente de esta cultura, ni ha sido introducido en la sociedad por medio de una convención, sino que tiene su fundamento en la naturaleza humana, en una cualidad que se puede exigir de todos con la inteligencia común, o sea en esta disposición de nuestra naturaleza sobre la cual se funda el sentimiento de las ideas prácticas, es decir, el sentimiento moral.

Por donde en esto está precisamente el principio de la naturaleza que atribuimos a nuestro juicio sobre lo sublime al exigir el asentimiento de otro. Del mismo modo que reprobamos como falto de gusto al que permanece indiferente en presencia de un objeto de la naturaleza que hallamos bello, así decimos del que no experimenta ninguna emoción ante cualquier cosa que juzgamos sublime, que no tiene sentimiento. Exigimos estas dos cosas en todo hombre; y si tiene alguna cultura, se las suponemos. No existe aquí más diferencia, que en la primera; el Juicio, limitándose a referir la imaginación al entendimiento como a la facultad de los conceptos, lo exigimos directamente de cada uno, mientras que en la segunda, el Juicio, refiriendo la imaginación a la razón como a la facultad de las ideas, no lo exigimos más que bajo una condición subjetiva (pero que nos creemos con derecho de exigir a cada uno), a saber, la del sentimiento moral, porque por esto es por lo que atribuimos la necesidad a este juicio estético.

Esta modalidad de los juicios estéticos o esta necesidad que se les concede, es un momento importante para la critica del juicio. En efecto; esta cualidad nos descubre en sus juicios un principio a priori, y por esto los eleva a la psicología empírica, en la cual quedarían sepultados entre los sentimientos de placer y de pena (no teniendo para distinguirse más que el insignificante epíteto de sentimientos más delicados) y nos obliga a referirlos, así como la facultad de juzgar, a la clase de estos juicios que se apoyan sobre principios a priori, y los coloca como tales, en la filosofía trascendental.

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA EXPOSICIÓN DE LOS JUICIOS ESTÉTICOS REFLEXIVOS

Con relación al sentimiento del placer, un objeto debe referirse o a lo agradable, o a lo bello, o a lo sublime, o al bien (absoluto); (jucundum, pulchrum, sublime, honestum).

Lo agradable; en tanto que móvil de los deseos, es siempre de la misma especie, cualquiera que sea el origen de donde provenga, y cualquiera que sean las diferencias específicas de las representaciones (de los sentidos y de la sensación objetivamente considerados). También cuando se trata de juzgar de la influencia de lo agradable sobre el espíritu, no se considera más que el número de atractivos (simultáneos y sucesivos), y por decirlo así, la masa de sensaciones agradables; y es porque este juicio no es posible más que por medio del concepto de la cuantidad. No hay aquí cultura a que atender, todo se refiere al placer. Lo bello exige, por el contrario, cierta cualidad del objeto; la representación que se puede también hacer inteligible y reducir a conceptos (aunque no se tenga medios en el juicio estético), y que cultiva el espíritu llamando su atención sobre la finalidad que se manifiesta en el sentimiento del placer. Lo sublime consiste únicamente en la relación conforme a la cual juzgamos lo sensible en la representación de la naturaleza, como propia de cierto uso supra-sensible y además posible. El bien absoluto, considerado subjetivamente conforme al sentimiento que inspira (o como objeto del sentimiento moral), en tanto que es capaz de determinar las facultades del sujeto por la representación de una ley absolutamente necesaria, tiene principalmente por carácter distintivo la modalidad de una necesidad que descansa a priori sobre conceptos, que no solamente reclama el asentimiento de cada uno, sino que lo ordena, que no pertenece en sí al juicio estético (sino al juicio intelectual puro), y que se atribuye a la libertad y no a la naturaleza, por un juicio determinante y no por un juicio reflexivo. Mas la posibilidad de ser determinado37 por medio de esta idea para un sujeto que pueda hallar obstáculos en sí mismo, en la sensibilidad, porque al mismo tiempo pueda sentir su superioridad sobre estos obstáculos, triunfando de ellos, modificando su estado, el sentimiento moral, en una palabra, se halla ligado al juicio estético y a sus condiciones formales, en el sentido de que se puede representar como estética, es decir, como sublime o aun como bella, la moralidad de la acción hecha por deber, sin alterar en nada su pureza, la que no tendría lugar sise buscase para unirla por medio de un lazo natural, al sentimiento de lo agradable.

Si se quiere sacar el resultado de la precedente exposición de las dos especies de juicios estéticos, he aquí las sucintas definiciones que de ellas se deducen:

Lo bello es lo que agrada en el juicio solo (y no, por consiguiente, por medio de la sensación, ni según un concepto del entendimiento). De aquí se sigue naturalmente que puede agradar sin ningún interés.

Lo sublime es lo que agrada inmediatamente por oposición al interés de los sentidos.

Estas dos, como expresiones de los juicios estéticos universales, se refieren a principios subjetivos, aunque la sensibilidad se halle satisfecha al mismo tiempo que el entendimiento contemplativo, o que se halle contrariada, aunque en provecho de los fines de la razón práctica, y los dos unidos en el mismo sujeto, tienen una relación con el sentido moral. Lo bello nos prepara para amar cualquier cosa, aun la naturaleza, sin interés; lo sublime para estimarla, aun contra nuestro interés (sensible).

Se puede definir lo sublime de este modo: es un objeto (de la naturaleza) cuya representación determina al espíritu a concebir como una exhibición de ideas, la imposibilidad de atender a la naturaleza.

Hablando literal y lógicamente, no existe para las ideas exhibición posible. Mas cuando extendemos nuestra facultad empírica de representación (matemática o dinámicamente) en la intuición de la naturaleza, la razón, que proclama la independencia de la totalidad absoluta, interviene infaliblemente, y hace que el espíritu se esfuerce, aunque inútilmente, para apropiar a las ideas la representación de los sentidos. Este esfuerzo, y el sentimiento de la impotencia de la imaginación para atender a las ideas, es en sí mismo una exhibición de la finalidad subjetiva de nuestro espíritu en el empleo de la imaginación para su destino supra-sensible, y nos fuerza a concebir subjetivamente la naturaleza aun en su totalidad, como una exhibición de algo supra-sensible, aunque no podamos llegar objetivamente a esta exhibición.

En efecto, notamos desde luego, que a la naturaleza considerada en el espacio y en el tiempo, falta por completo lo incondicional, y por consiguiente, la absoluta magnitud que reclama no obstante la razón más vulgar. Por esto es por lo que precisamente estamos advertidos de que la naturaleza no es para nosotros más que un fenómeno, y que no debemos considerarla más que como la simple exhibición de una naturaleza en sí (de la que la razón tiene idea). Por lo que esta idea de lo supra-sensible, que no determinamos más, de suerte que no podemos conocer, sino solamente concebir la naturaleza como exhibición de ella, esta idea, pues, se despierta en nosotros por medio de un objeto tal como el juicio estético que en ella se aplica, lleva imaginación hasta los últimos límites, tanto de su extensión (matemáticamente), como de su poder sobre el espíritu (dinámicamente), fundándose sobre el sentimiento de un destino del espíritu que excede por completo el dominio de la imaginación (sobre el sentimiento moral), y hallando para la representación del objeto una finalidad subjetiva por medio de este sentimiento.

En el hecho, es imposible concebir un sentimiento para lo sublime de la naturaleza, sin tener una disposición de espíritu semejante a la que conviene al sentimiento moral. El placer inmediatamente unido a lo bello de la naturaleza, supone y cultiva igualmente cierta liberalidad del pensamiento, es decir, una satisfacción independiente del puro goce de los sentidos; pero en esto hay más bien un juego para la libertad, que una ocupación seria; por lo que aquí sucede al contrario; el carácter propio de lo sublime, como el de la moralidad humana o la razón, violenta necesariamente la sensibilidad; solamente en el juicio estético sobre lo sublime, esta violencia se ejerce por la imaginación misma como por medio de un instrumento de la razón.

La satisfacción referente a lo sublime de la naturaleza es, pues, simplemente negativa (mientras que la que se refiere a lo bello es positiva); es el sentimiento de la imaginación, privándose ella misma de su libertad y obrando conforme a una ley distinta de la de su ejercicio empírico. Por esto recibe una extensión y un poder mayores que los que sacrifica; mas el principio está para ella oculto, mientras que siente el sacrificio o la privación, y al mismo tiempo la causa a la cual se halla sometida.

El asombro, próximo al terror, el estremecimiento, el santo horror que se experimenta al ver las montañas que se elevan a una gran altura, profundos abismos donde las aguas se precipitan murmurando, una profunda soledad que dispone a las meditaciones melancólicas etc., este sentimiento, no es, si nos reconocemos en estado de seguridad, un temor real, sino solamente un ensayo que intentamos sobre nuestra imaginación para sentir el poder de esta facultad, para apreciar con la calma del espíritu el movimiento producido por este espectáculo, y para mostrarnos por ello superiores a la naturaleza interior, y por consiguiente, a la naturaleza exterior, en tanto que esta pueda tener influencia sobre nuestro bien estar. En efecto; cuando la imaginación se ejerce conforme a la ley de la asociación, hace depender nuestra satisfacción de condiciones físicas; más cuando se conforma con los principios del esquematismo del juicio (por consiguiente, cuando se somete a la libertad), es un instrumento de la razón y de sus ideas, y a este título despierta en nosotros este poder que proclama nuestra independencia a la vista de las influencias de la naturaleza, que considera como nada todo lo que es grande como objeto de la misma, y que no coloca la absoluta magnitud más que en nuestro propio destino (el destino del sujeto). Esta reflexión del juicio estético, por la cual buscamos el poner de acuerdo la imaginación con la razón (mas sin ningún concepto determinado de esta facultad), nos muestra una finalidad subjetiva para la razón (como facultad de las ideas) en ciertos objetos, a causa de esta desconveniencia misma que estos nos hacen descubrir entre la razón y la imaginación considerada en su mayor extensión.

No olvidemos aquí lo que ya hemos hecho notar, a saber, que en la estética trascendental del juicio, no debe existir cuestión más que acerca de los juicios estéticos puros, y que, por consiguiente, los ejemplos no se pueden tomar de los objetos bellos y sublimes de la naturaleza, que suponen el concepto de un fin, porque entonces la finalidad sería o teleológica o fundada sobre simples sensaciones, causadas por un objeto (el placer o el dolor), y no sería, por tanto, estética en el prime caso, ni puramente formal en el segundo. Cuando, pues, llamamos sublime la vista del cielo estrellado, tenemos necesidad, para juzgar de este modo, de concebir mundos habitados por seres racionales, y considerar los puntos luminosos de que vemos lleno el espacio sobre nosotros, como los soles de estos mundos, moviéndose en círculos apropiados a estos últimos; basta verlo tal y como aparece, como una inmensa bóveda que lo abraza todo; y solo a condición de esto podemos atribuirle la sublimidad, que es el objeto de un juicio puro estético. Del mismo modo para hallar sublime la vista del Océano, no nos lo representamos tal como lo concibe un espíritu enriquecido con toda especie de conocimientos (que no da la intuición inmediata), por ejemplo, como un vasto reino poblado de seres acuáticos, o como un gran depósito destinado a suministrar los vapores que cargan el aire de las nubes en provecho de la tierra, o si se quiere, como un elemento que separa las diversas partes de la tierra, pero permitiéndoles comunicar entre sí; porque estos son aquí verdaderos juicios teleológicos; es necesario representárselo como hacen los poetas, conforme a lo que nos muestra la vista; por ejemplo, cuando está en calma, como un espejo líquido, que no es limitado más que por el cielo, o cuando está alborotado, como un abismo que amenaza tragarlo todo. Esto se aplica también a los juicios sobre lo sublime o sobre lo bello en la forma humana: no debemos buscar los principios en los conceptos de los fines, a los cuales están destinadas todas las partes que lo componen, ni permitir a la consideración de la apropiación de estas partes con sus fines, influir sobre nuestro juicio estético (porque entonces no sería un juicio estético puro), aunque para la satisfacción sea una condición necesaria, que no haya desconveniencia entre las unas y las otras. La finalidad estética, es la legalidad en la libertad del juicio. La satisfacción unida al objeto, depende de la relación en que queremos colocar la imaginación; mas es necesario que esta entretenga al espíritu por sí misma en una libre ocupación. Si por el contrario, el juicio es determinado por alguna otra cosa, sea por una sensación, sea por un concepto del entendimiento, puede ser en tal caso legítimo, pero esto no es lo que constituye un juicio libre.

Cuando se habla, pues, de la belleza o de la sublimidad intelectual, primero, nos servimos de expresiones que no son del todo exactas, porque la belleza y la sublimidad son dos modos estéticos de representación que no concurrirían en nosotros, si fuéramos puras inteligencias (o si nos supusiéramos tales por el pensamiento); después, aunque ambos como objetos de una satisfacción intelectual (moral) sean conciliables con la satisfacción estética, en el sentido de que ambas no descansan sobre ningún interés, es difícil, sin embargo, conciliarlas con esta satisfacción, porque deben producir una; y si es necesario, que la exhibición se conforme aquí con la satisfacción del juicio estético, esto no podrá tener lugar más que por medio de un interés sensible ligado a esta satisfacción; más esto hace desmerecer a la finalidad intelectual y lo quita su pureza.

El objeto de una satisfacción intelectual, pura e incondicional, es la ley moral, considerada en cuanto al poder que ejerce en nosotros sobre todos los móviles del espíritu que le preceden; y como, hablando con propiedad, este poder no se revela estéticamente más que por sacrificios (lo que supone, una privación, pero en provecho de la libertad interior, lo que nos descubre al mismo tiempo en nosotros la inmensa profundidad de esta facultad supra-sensible con sus consecuencias que se extienden al infinito), la satisfacción bajo el punto de vista estético (relativamente a la sensibilidad), es negativa, es decir, contraria al interés de los sentidos, y bajo el punto de vista intelectual, positiva y ligada a un interés. De aquí se sigue que para juzgar estéticamente, debemos representarnos el bien intelectual, que contiene una finalidad absoluta (el bien moral), menos como bello que como sublime, y que excite más bien el sentimiento de respeto (que desprecia el atractivo) que el del amor y una tierna inclinación, porque la naturaleza humana no se refiere a este bien por sí mismo, sino por la violencia que la razón hace a la sensibilidad. Recíprocamente, lo que nosotros llamamos sublime en la naturaleza, sea en, o fuera de nosotros mismos (por ejemplo, ciertas afecciones), no nos lo representamos más que como un poder que hay en el espíritu de elevarse por principios humanos, por cima de ciertos obstáculos de la sensibilidad, y por esto es por lo que es interesante.

Concretémonos un poco a este punto. La idea del bien, junto a la de afección, se llama entusiasmo. Este estado del espíritu parece de tal modo sublime, que se dice ordinariamente que sin él nada grande puede hacerse. Por lo que toda afección38 es ciega o en la elección de su fin, o cuando este fin es dado por la razón, en su cumplimiento; porque es un movimiento del espíritu que nos hace incapaces de toda libre reflexión sobre los principios, conforme a los cuales debemos determinarnos. No puede, pues, en manera alguna merecer de la razón una satisfacción. Sin embargo, estéticamente el entusiasmo es sublime, porque es una tensión de las fuerzas producida por las ideas que dan al espíritu un arrojo mucho más poderoso y más duradero que el que puede producir el atractivo de las representaciones sensibles. Mas (lo que parece extraño) la ausencia de toda afección39 (apathia phleyma in significantu bono), en un espíritu que sigue rigurosamente sus principios inmutables, es sublime, y de una especie de sublimidad mucho mayor, porque tiene también para sí la satisfacción de la razón. Este estado del espíritu se llama noble, y esta expresión se aplica en consecuencia a las cosas, por ejemplo, a un edificio, a un vestido, a un cierto género de estilo, a cierta postura del cuerpo y a otras cosas de este género, cuando excitan menos el asombro40 (la afección producida por la representación de una novedad que exceda nuestro alcance), que la admiración41 (especie de asombro que no cesa cuando la novedad desaparece), lo que sucede cuando se ve una exhibición concertarse sin designio ni arte con la satisfacción estética.

Toda afección de carácter animoso42, a saber, la que excita la conciencia de nuestras fuerzas a vencer toda resistencia (animi strenui), es estéticamente sublime, por ejemplo, la cólera, la desesperación misma (se entiende aquella en que domina el arrebato y no el decaimiento). La afección de carácter lánguido43 que hace esfuerzos de resistencia a un objeto de pena (animum languidum reddit), no tiene nada de noble en sí, mas puede referirse a lo bello del género sensible. Las emociones que pueden elevarse hasta el rango de afecciones, son, pues, muy diferentes. Las hay vivas y las hay tiernas. Cuando estas últimas llegan hasta la afección, no valen nada; la propensión a esta especie de afecciones se llama sensiblería o sensibilidad afectada. El dolor que proviene de la compasión por la desdicha de otro, y que no tiene necesidad de consuelo, o cuando se trata de una desgracia imaginaria, aquella en que nos entregamos voluntariamente a la ilusión de la fantasía, como si se tratase de cosas reales, este dolor hace y demuestra un alma tierna, más débil al mismo tiempo, que muestra un lado bello, en el cual se puede reconocer la imaginación, pero no el entusiasmo. Piezas de teatro caballerescas y lacrimosas, insípidos preceptos de moral, que tratan como un juego lo que se llama (sin razón) nobles sentimientos, pero que, en realidad, corrompen el corazón, le hacen insensible a la severa ley del deber, incapaz de todo respeto para la dignidad de la humanidad en nuestra persona, y para el derecho de los hombres (lo que es una cosa distinta de su dicha) y en general, incapaz de todo principio firme; un discurso religioso, que nos lleva a cautivar el favor divino por medios bajos y humillantes, y por esto nos hace perder toda confianza en nuestro poder de resistir al mal, en vez de inspirarnos la firme resolución de emplear para reprimir nuestras pasiones las fuerzas que nos quedan todavía, a pesar de nuestra fragilidad; una falsa humildad, que ve en el desprecio de sí misma, en un arrepentimiento estrepitoso e interesado, en una disposición del espíritu completamente pasivo, el solo medio de ser agradable al Ser Supremo; estas cosas apenas van con lo que se puede mirar como la belleza, y mucho menos todavía con lo que se puede mirar como la sublimidad del espíritu.

Mas también los movimientos impetuosos del espíritu, sea que, teniendo por objeto la edificación, se liguen a las ideas religiosas, sea que, limitándose a la cultura del alma, se liguen a las ideas que encierran un interés común, estos movimientos, cualquiera que sea la acción que den a la imaginación, no pueden llegar al rango de lo sublime, si no dejan tras ellos en el espíritu, una disposición que tenga una incidencia indirecta sobre la conciencia de sus fuerzas y sobre su resolución relativamente a lo que encierra una finalidad intelectual pura (lo supra-sensible). Porque si no, todos estos movimientos se refieren al género de emoción que se ama a causa de la salud. La flojedad o languidez agradable que sigue a una sacudida, producida por el juego de las afecciones, es un goce de bienestar del restablecimiento del equilibrio de nuestras fuerzas encontradas. Es, en último resultado, algo parecido al goce tan agradable que experimentan los voluptuosos orientales, cuando se hacen comprimir el cuerpo, cogerse y plegarse dulcemente los músculos y las articulaciones; solamente allí el principio motor está en gran parte en nosotros, mientras que aquí, por el contrario, se halla por completo fuera de nosotros. Uno se cree edificado por un sermón que no tiene nada de edificante (en donde se buscaría en vano un conjunto de buenas máximas), o perfeccionado por una pieza de teatro, que es simplemente chistosa, y haber empleado bien el tiempo. Es necesario siempre que lo sublime tenga una relación con la manera de pensar, es decir, con las máximas que aseguran a lo intelectual y a las ideas de la razón la superioridad sobre la sensibilidad.

No hay que temer que el sentimiento de lo sublime pierda algo en este modo abstracto de exhibición, que es en un todo negativo, relativamente a lo sensible; porque aunque la imaginación no halle nada más allá de lo sensible en que poder fijarse, se siente, sin embargo ilimitada por esto mismo que se elevan sus límites, y por consiguiente, esta abstracción es una exhibición que, en verdad, es puramente negativa, pero que ensancha el alma. Puede que no haya pasaje más sublime en el libro de los judíos que este mandamiento: «No harás para ti imagen tallada, ni ninguna figura de lo que hay en el cielo, o de lo que hay sobre la tierra44.» Este solo precepto puede bastar para explicar el entusiasmo que el pueblo judío sentía en sus días de prosperidad por su religión, cuando se comparaba con otros pueblos, o la indignación que le inspira el mahometismo. Lo mismo sucede en la representación de la ley moral y de nuestra inclinación a la moralidad. Es completamente absurdo el temer que si se quita a esta ley todo lo que puede recomendarla a los sentidos, no exista más que una aprobación fría y desanimada, y venga a hacerse incapaz de obrar sobre nosotros y de movernos. Sucede todo lo contrario; porque allí donde los sentidos no ven nada ante ellos, y donde queda todavía, sin embargo, esta idea de la moralidad que no se puede desconocer y de la que no nos podemos librar, será mucho más necesario moderar el vuelo de una imaginación exaltada, con el fin de impedir que se eleve hasta el entusiasmo, que temer que una idea como aquella no tenga bastante poder por sí misma, y buscarle auxiliares en las imágenes y en un pueril aparato. Así los gobiernos se han tomado el cuidado de proveer ricamente a la religión, de esta especie de aparato, buscando de este modo el elevar a los que sufren alguna pena; pero también el extender sus facultades más allá de ciertos límites puestos arbitrariamente con el fin de hacer seres pasivos, y tratarlos más fácilmente.

Esta exhibición pura y simplemente negativa de la moralidad, eleva el alma, mas no expone en manera alguna al peligro decaer en el fanatismo, o en esta ilusión que cree ver algo más allá de los límites de la sensibilidad, es decir, que consiste en soñar según principios (en divagar con la razón). La impenetrabilidad de la idea de la libertad hace, en efecto, imposible toda exhibición positiva; pero la ley moral es por sí misma un principio suficiente y originario de determinación de suerte que no permite tener en cuenta otro motivo que ella misma.

Si el entusiasmo se parece al delirio45, el fanatismo se parece a la demencia46, y este último estado es el que se conforma menos a lo sublime, pues que es profundamente ridículo.

El entusiasmo es una afección en que la imaginación ha sacudido el yugo; el fanatismo una pasión arraigada y continuamente sostenida, en la que se halla desarreglada. El primero es un accidente pasajero que ataca algunas veces la más sana inteligencia; el segundo es una enfermedad que la trastorna.

La simplicidad (la finalidad sin arte) es como el estilo de la naturaleza en lo sublime, y también, por consiguiente, en la moralidad, que es una segunda naturaleza (supra-sensible), de la que no conocemos más que la ley, sin poder percibir en nosotros por la intuición la facultad supra-sensible que contiene el principio de esta ley.

Todavía debemos notar, que aunque la satisfacción que se refiere a lo bello, tanto como la que se refiere a lo sublime, no encuentra tan solo en la propiedad que tiene de poderse comunicar universalmente, un carácter que la distinga de otros juicios estéticos, sino un interés relativamente a la sociedad (por cuyo medio se comunica); se considera sin embargo, como algo sublime al separarse de toda sociedad, cuando esta separación se funda en ideas superiores a todo interés sensible. Bastarse a sí mismo, por tanto, no necesitar de la sociedad sin ser por esto insociable, es decir, sin huir de ella, constituye algo que se aproxima a lo sublime, como todo lo que da por resultado el librarnos de las necesidades. Por el contrario, huir de los hombres misantropía, porque se les aborrece, o por antropofobia (temor a los hombres), porque se les teme como a enemigos, he aquí lo que es en parte odioso y en parte despreciable. Existe, sin embargo, una misantropía que no excluye la benevolencia, y que, producida por una larga y triste experiencia, está muy distante de la satisfacción que da la sociedad con los hombres. La prueba de esto se encuentra en este amor a la soledad, en estos deseos fantásticos a que nuestra imaginación nos trasporta en un campo retirado, o bien (entre los jóvenes), en estos sueños de dicha en que se pasa la vida en una isla desconocida para el resto del mundo, con una pequeña familia, sueños de los cuales saben sacar un buen partido los romanceros o los inventores de robinsonadas. La falsedad, la ingratitud, la injusticia, la puerilidad en las cosas que miramos como grandes e importantes, y en las cuales los hombres se causan a sí y entre ellos mismos todos los males imaginables, he aquí vicios de tal modo contrarios a la idea de lo que los hombres podrían ser, si quisieran, y al deseo ardiente que tenemos de verlos mejores, que, por no aborrecerlos cuando no los podemos amar, el abandono de todos los placeres que puede proporcionar la sociedad parece un ligero sacrificio. La tristeza que experimentamos a vista del mal, y no hablamos del que la suerte envía a los demás (la tristeza entonces vendría de la simpatía), sino del que los hombres se causan entre sí (la tristeza en este caso vendría de la antipatía de los principios); esta tristeza es sublime, puesto que descansa sobre ideas; la otra es simplemente bella. El profundo y espiritual M. de Saussure en la descripción de sus viajes a los Alpes, dice de una montaña de la Saboya, llamada Buen hombre: «que allí reina cierta tristeza estúpida.» Reconocía, pues, también una tristeza interesante, como la que inspiraría la vista de una soledad a donde quisiéramos ser trasportados para no oír hablar más del mundo y no tener que experimentarlo más, pero que no fuera salvaje hasta el punto de no presentar a los hombres más que un miserable desierto. Al hacer esta observación, quiero solamente indicar que la tristeza (no la desesperación), puede ser colocada en el rango de las afecciones nobles, cuando tiene su principio en las ideas morales, pero que cuando se funda en la simpatía y es amable a este título, pertenece a las afecciones tiernas, y que el estado del espíritu no es sublime más que en el primer caso.

Si se quiere ver a donde conduce una exposición puramente empírica de lo sublime y de lo bello, que se compare la exposición trascendental de los juicios estéticos que acabamos de presentar, con una exposición psicológica como la que Burke, y entre nosotros muy buenos talentos, han emprendido. Burke47, cuyo tratado merece citarse como el más importante en este género, llega por el método empírico a este resultado; que el sentimiento de lo sublime se funda sobre la tendencia a la conservación de sí mismo y sobre el temor, es decir, sobre cierto dolor que, no llegando hasta el trastorno real de las partes del cuerpo, produce movimientos que desembarazan los vasos delicados o groseros de obstrucciones incómodas y peligrosas, y son capaces de excitar sensaciones agradables, no un verdadero placer, sino una especie de horror delicioso, o una tranquilidad mezclada de terror48. Funda lo bello sobre el amor (que quiere, sin embargo, distinguir de los deseos), y lo reduce a un relajamiento de las fibras de los cuerpos, y por consiguiente a una especie de languidez y desfallecimiento en el placer49. Y para confirmar esta especie de explicación, no aplica solamente sus ejemplos a los casos en que la imaginación, junta con el entendimiento, puede excitar en nosotros el sentimiento de lo bello o de lo sublime, sino también a aquellos en que se junta con la sensación. Como observaciones psicológicas, estos análisis de los fenómenos de nuestro espíritu son muy bellos, y suministran abundante materia a las curiosas investigaciones de la antropología empírica. No se puede negar que todas nuestras representaciones, cualquiera que sean, bajo el punto de vista objetivo, simplemente sensibles o enteramente intelectuales, pueden hallarse subjetivamente ligadas al placer o a la pena, por poco notables que sean ambos (puesto que todas afectan al sentimiento de la vida, y que ninguna de ellas puede ser indiferente, en tanto que son una modificación del sujeto); que aun como Epicuro pretendía, el placer y el dolor son siempre corporales en definitiva, que provienen de la imaginación o de las representaciones del entendimiento, puesto que la vida sin el sentimiento del organismo corporal no es otra cosa que la conciencia de la existencia, mas no el sentimiento del bien o del mal estar, es decir, del ejercicio fácil o penoso de las fuerzas vitales; porque el espíritu por sí solo es la vida (el principio de la vida), y los obstáculos o los auxiliares deben buscarse fuera de él, pero siempre en el hombre, por consiguiente, en su unión con el cuerpo. Pero si se pretende que la satisfacción que referimos a un objeto proviene únicamente de lo que este objeto nos agrada por el atractivo, por la emoción, no es necesario reclamar a nadie que dé su asentimiento al juicio estético que formamos; porque cada uno no puede más que consultar su sentimiento particular. Mas entonces desaparece toda crítica del gusto. El ejemplo que dan los demás con el acuerdo accidental de sus juicios, he aquí la sola regla que se nos podría proponer; pero nos rebelaríamos contra esta regla y apelaríamos al derecho que la naturaleza nos ha dado de someter a nuestro propio sentimiento y no al de los demás, un juicio que descansa sobre el sentimiento del bienestar.

Si, pues, el juicio del gusto no debe tener un valor individual, sino un valor universal, fundado sobre su naturaleza misma, y no sobre los ejemplos que los demás muestran acerca de su gusto; si es cierto que existe el derecho de exigir el asentimiento de cada uno, es necesario que descanse sobre algún principio a priori (objetivo o subjetivo), al cual es imposible llegar por la investigación de las leyes empíricas de sus modificaciones del espíritu; porque estas leyes, solamente nos hacen conocer cómo se juzga, mas no nos prescriben cómo se debe juzgar, y no pueden darnos un orden incondicional, como el que encierran los juicios del gusto, que exigen que la satisfacción se halle inmediatamente ligada a una representación. Que se empiece, pues, si se quiere por una exposición empírica de los juicios estéticos para preparar la materia de una más alta investigación, mas el examen trascendental de la facultad que forma estas especies de juicios, es posible, y pertenece a la crítica del gusto; porque si el gusto no tuviera principios a priori, sería incapaz para apreciar los juicios de los demás y de aprobarlos o vituperarlos con cualquier apariencia de derecho.

Lo que nos resta que decir, respecto a la analítica del juicio estético, forma la DEDUCCIÓN DE LOS JUICIOS ESTÉTICOS PUROS50.

Crítica del juicio
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