Comparación del valor estético de las bellas artes
El primer rango en todas las artes corresponde a la poesía (que debe casi por completo su origen al genio, y que apenas se deja dirigir por reglas o por ejemplos). Ella extiende el espíritu, poniendo en libertad la imaginación, presentando, con ocasión de un concepto dado, entre la infinita variedad de formas que pueden conformar con este concepto, la que liga la exhibición a una abundancia de pensamientos, a la que ninguna expresión es perfectamente adecuada, y elevándose de este modo estéticamente a las ideas. Ella le fortifica, haciéndole sentir esta facultad libre, espontánea, independiente de las condiciones de la naturaleza, por la cual considera y juzga esta como un fenómeno, conforme a ciertos aspectos, que la misma no presenta por sí en la experiencia, ni por los sentidos, ni por el entendimiento, y por la cual, por consiguiente, hace como un esquema de lo supra-sensible. Ella juega con la apariencia que produce en su grado, pero sin seducir por esto; porque da el ejercicio a que se entrega por un simple juego, mas por un juego que debe ser dirigido por el entendimiento y ser conforme a él. La elocuencia, si se entiende por ella el arte de persuadir, es decir, de inducir por una bella apariencia (ars oratoria), y no simplemente el arte de bien decir (la elocuencia propiamente dicha y el estilo)78, esta elocuencia es una dialéctica que no se separa de la poesía más que lo necesario para seducir los espíritus en favor del orador y quitarles la libertad; no se puede, por consiguiente aconsejar su empleo en el tribunal ni en el púlpito. Porque cuando se trata de las leyes civiles, o de los derechos de ciertos individuos; cuando se trata de instruir seriamente los espíritus en el exacto cumplimiento de sus deberes y de disponerlos a que los observen concienzudamente, es indigno de tan importante empresa dejar aparecer la menor traza de este lujo del espíritu y la imaginación, que por otra parte puede convenir, y con mayor razón, de este arte de persuadir y seducir los espíritus, que puede sin duda emplearse para un fin legítimo y bello, pero que es la causa de que se altere la pureza interior de las máximas y de las disposiciones del espíritu, aunque la acción sea objetivamente legítima. No basta hacer el bien; es necesario hacerlo por el solo motivo de que es bien. Además, el concepto de estas especies de cosas humanas, cuando se expresa claramente por medio de ejemplos, y se muestra fiel a las reglas de la armonía del lenguaje o de la conveniencia de la expresión, este solo concepto tiene ya sobre los espíritus, relativamente a las ideas de la razón (que al mismo tiempo constituyen la elocuencia), una influencia muy grande por sí mismo para que no sea necesario agregar a él las tramas de la persuasión, y estas pudiendo emplearse con tanta ventaja para embellecer y ocultar el vicio y el error, no pueden impedir que no se sospeche algún ardid del arte. En la poesía todo es leal y sincero. Ella se da por un simple juego de la imaginación, que no pretende agradar más que por su forma, conformando con las leyes del entendimiento; ella no intenta sorprender ni seducir por una exhibición sensible79.
Después de la poesía, yo colocaría, si se considera el atractivo y la emoción del espíritu, un arte que se aproxima principalmente a las artes de la palabra, y que se puede juntar a ellas muy naturalmente, a saber, la música. En efecto; si este arte no habla más que por medio de sensaciones sin conceptos, y por consiguiente, no deja, como la poesía, algo a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu de una manera más variada y más íntima, aunque más pasajera; pero es más bien un goce que una cultura (el juego de pensamientos que excita no es más que el efecto de una asociación en cierto modo mecánica), y a los ojos de la razón, tiene menos valor que ninguna de las demás bellas artes. También necesita, como todo goce, mucha variedad, y no puede repetir muchas veces la misma cosa sin causar fastidio. He aquí cómo se puede explicar el atractivo de este arte, que se comunica tan universalmente. Toda expresión toma en la palabra un tono apropiado a su significación; este tono designa más o menos una afección del que habla, y la excita también en el oyente, y esta afección a su vez despierta en este la idea expresa), de en la palabra por este tono. La modulación es, pues, para las sensaciones como una lengua universal, inteligible para todo hombre. Por lo que la música la emplea en toda su extensión, y así conforme a la ley de la asociación, comunica universalmente las ideas estéticas que se hallan ligadas a ella naturalmente. Mas como estas ideas estéticas no son conceptos ni pensamientos determinados, la forma de la composición de estas sensaciones (la armonía y la melodía), en lugar de la forma del lenguaje, la que, sólo por un acuerdo proporcionado de todas las partes entre sí (acuerdo que descansa sobre la relación del número de las vibraciones del aire en tiempos iguales, en tanto que los tonos formados por estas vibraciones se hallan ligados simultánea o sucesivamente, y que, por consiguiente, pueden ser reducidos matemáticamente a reglas ciertas), sirve para expresar la idea estética de un todo bien ordenado, comprendiendo una cantidad inexplicable de pensamientos, conforme a cierto tema que constituye la afección dominante del trozo. Aunque esta forma matemática no sea representada por conceptos determinados, ella sola es el objeto de la satisfacción que la simple reflexión del espíritu sobre esta cantidad de sensaciones simultáneas o sucesivas, junta al juego de estas sensaciones, como una condición universalmente admisible de su belleza; ella sola puede permitir al gusto atribuirse de antemano algún derecho sobre el juicio de cada uno.
Mas lo que hay de matemático en la música no tiene ciertamente la menor parte en el atractivo y la emoción que la misma produce, esto no es allí más que la condición indispensable (conditio sine qua non) de esta proporción, en el enlace como en la sucesión de las impresiones, que permite reunirlas, impidiéndoles destruirse recíprocamente, por la cual aquellas se conciertan para producir, por medios de afecciones correspondientes, un movimiento, una excitación continua del espíritu, y, por lo tanto, un goce personal duradero.
Si, por el contrario, se estima el valor de las bellas artes conforme a la cultura que dan al espíritu y se toma por medida la extensión de las facultades que en el juicio deben concurrir para el conocimiento, la música ocupa entonces el último lugar entre las bellas artes, puesto que no es más que un juego de sensaciones (mientras que por el contrario, a no considerar más que el placer, es quizá la primera). Las artes figurativas van delante de ella bajo este punto de vista, concediendo a la imaginación un libre, juego, mas sin embargo apropiado al entendimiento, contienen también una ocupación, porque producen una obra, que es para los conceptos del entendimiento como un vehículo duradero que se recomienda por sí mismo, y que sirve de este modo para realizar la unión de estos conceptos con la sensibilidad, y para dar por tanto un carácter de urbanidad a las facultades superiores de conocer. Estas dos clases de artes, siguen procedimientos diferentes: la primera va de ciertas sensaciones a las ideas indeterminadas; la segunda de las ideas determinadas a las sensaciones. Esta produce impresiones duraderas, aquélla no deja más que impresiones pasajeras. La imaginación puede reproducir las impresiones de la una y formarse una agradable distracción, mas las de la segunda, muy pronto desaparecen por completo, o si la imaginación las renueva involuntariamente, nos sirven más bien de pena que de placer. Además80, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos, extiende su acción más lejos que se desea en la vecindad; ella se abre en cierto modo paso, y viene a turbar la libertad de los que no son de la reunión musical, inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión. Se podría casi comparar la música a los olores que se extienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un mocador perfumado, no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar, aunque esto haya pasado por moda81.
Entre las artes figurativas yo daría la preferencia a la pintura, puesto que ella es, en tanto que arte de dibujo, el fundamento de las demás de esta clase, y puesto que puede penetrar mucho más adelante en la región de las ideas, y extender mucho el campo de la intuición, conforme a estas ideas.
OBSERVACIÓN
Hay, como hemos mostrado muchas veces, una diferencia esencial entre lo que agrada simplemente en el juicio, y lo que agrada en la sensación. En este último caso, no se puede, como en el primero, exigir de cada uno la misma satisfacción. El goce (aun cuando la causa de él se halle en las ideas) parece consistir siempre en el sentimiento del desenvolvimiento fácil de toda la vida del hombre, y por consiguiente, del bienestar corporal, es decir de la salud; de suerte que Epicuro, que consideraba todo goce como llevando en el fondo una sensación corporal, no iba descaminado en esto, sino que solamente no se comprendía al referir al goce la satisfacción intelectual, y aun la satisfacción práctica. Cuando se tiene ante los ojos la distinción que acabamos de recordar, se puede explicar cómo un goce puede desagradar al mismo que lo experimenta (como la alegría que siente un hombre que está en la miseria, pero que tiene buenos sentimientos, con la idea de la herencia de su padre, que le ama, pero que es avaro), o como un profundo pesar puede agradar al que lo siente (como la tristeza que deja a una viuda la muerte de su excelente marido), o como un goce puede agradar también (como el que dan las ciencias que cultivamos), o como un pesar (por ejemplo, el aborrecimiento, la envidia, la venganza) puede también desagradarnos. La satisfacción o el desagrado descansa aquí sobre la razón, y se confunde con la aprobación o la desaprobación; mas el goce y el pesar, no pueden fundarse más que sobre el sentimiento o la previsión de un bienestar o de un malestar posibles (cualquiera que sea el principio).
Todo juego de sensaciones libre y variado (no teniendo objeto), produce un goce, porque excita y desenvuelve el sentimiento de la salud, ya el juicio de la razón refiera o no una satisfacción al objeto de este goce y aun al goce mismo, el cual puede elevarse hasta la afección, aunque no tomemos ningún interés por el objeto, o que no refiramos a él al menos un interés proporcionado al grado de la afección. Se pueden dividir estas especies de juegos en juego de suerte, música82 y juego de espíritu83. El primero supone un interés, sea de vanidad, sea de utilidad, mas este interés está tan lejos de ser tan grande como el que se refiere a la manera de que nos valemos para procurárnoslo; el segundo no supone más que el cambio de sensaciones de que cada uno tiene una relación con la afección, mas sin tener el grado de una afección, y excita las ideas estéticas; el tercero resulta simplemente de un cambio de las representaciones en el juicio, que no produce ciertamente, ningún pensamiento que contenga algún interés, sin que a pesar de esto anime al espíritu.
Todas nuestras reuniones muestran cuánto placer hallamos en los juegos, sin proponernos, no obstante, ningún fin interesado; porque sin juego casi ninguna se podría sostener. Mas las afecciones de la esperanza, del temor, del goce, de la cólera, de la risa, son un juego en ellas, sucediéndose alternativamente, y mostrando tanta vivacidad, que parece excitada toda la vida del cuerpo por un movimiento interior; es lo que prueba esta vivacidad de espíritu que excita el juego, aunque nada se gane o nada se aprenda. Mas como lo bello no entra para nada en los juegos de suerte, debemos dejarlos aquí a un lado. La música y las cosas que excitan la risa son dos especies de juegos de ideas estéticas, o si se quiere de representaciones intelectuales, que en definitiva no nos suministran ningún pensamiento, y que no pueden causarnos un vivo placer más que por su variedad; por donde vemos claramente que la animación, en estos dos casos, es puramente corporal, aunque sea provocada por ideas del espíritu, y que el sentimiento de la salud excitado por un movimiento de los órganos correspondiente al juego del espíritu, constituye el placer considerado tan delicado y espiritual, de una reunión o sociedad, donde reina la alegría.
Este no es el juicio de la armonía en los tonos o en los relieves, el cual por la belleza que nos descubre, no sirve aquí más que como un vehículo necesario, aunque como un desenvolvimiento favorable de la vida del cuerpo, como la afección que reúne las entrañas y el diafragma, en una palabra, como el sentimiento de la salud (que no se siente sin semejante ocasión) que constituye el placer que se encuentra, de suerte que se puede llegar al cuerpo por el alma, y hacer de ésta la medicina de aquel.
En la música, este juego va de la sensación del cuerpo a las ideas estéticas (de los objetos de nuestras afecciones), y de estas vuelve después al cuerpo, pero con una doble fuerza. En la bufonería (que como la música merece más bien ser colocada entre las artes agradables que entre las bellas artes) el juego empieza por el de los pensamientos que todos ocupan también al cuerpo, en tanto que son expresados de una manera sensible, y como el entendimiento se detiene de pronto en esta exhibición, en donde no halla lo que esperaba, nosotros sentimos el efecto de esta interrupción, que se manifiesta en el cuerpo por la oscilación de los órganos, renueva así el equilibrio de estos, y tiene sobre la salud una influencia favorable.
En todo lo que es capaz de excitar fuertes estrépitos de risa, debe haber algo de absurdo (en donde, por consiguiente, el entendimiento no puede hallar por sí mismo la satisfacción). La risa es una afección que se experimenta cuando se halla perdida de pronto una gran esperanza. Este cambio, que no tiene ciertamente nada placentero para el entendimiento, nos regocija, sin embargo, mucho indirectamente, durante un momento. La causa de esto debe estar, pues, en la influencia de la representación sobre el cuerpo, y en la relación del cuerpo sobre el espíritu, no que la representación sea objetivamente un objeto de agrado, como cuando se recibe la nueva de un gran beneficio (porque como una esperanza perdida puede causar un goce); pero es que en tanto que simple juego de representaciones produce un equilibrio en las fuerzas vitales.
Yo supongo que se cuenta esta anécdota: un indio de Surate, comiendo en casa de un inglés, y viendo destapar una botella de cerveza y escaparse toda con agitación, manifestaba su asombro con exclamaciones; el inglés le pregunta, qué había en aquello de tanto asombro; y el indio respondió: ¡yo no me asombro de que esto se escape de la botella, sitio que me pregunto cómo habéis podido encerrarlo en ella! Esta anécdota nos hace reír y nos proporciona un verdadero placer, y este placer no proviene de que nos encontremos más hábiles que este ignorante, o de cualquier otra causa que pueda agradar al entendimiento, sino de que se haya despertado nuestra esperanza, y de pronto se halla destruida. Supongamos todavía que el heredero de un pariente muy rico, queriendo celebrar en honor del difunto ricos y solemnes funerales, se queje de no poder conseguirlo, diciendo que cuanto más dinero da a sus parientes para que aparezcan afligidos, más gozosos se muestran; romperíamos en reír, y la causa de esto es todavía que nuestra esperanza se halla de pronto destruida. Y notamos también que no es necesario que la cosa que se espera se cambie en su contraria —porque estos sería todavía alguna cosa, y aquello podría ser muchas veces un objeto de pesar—; es necesario que ella sea reducida a nada. En efecto, si alguno excitase en nosotros alguna gran esperanza por el relato de una historia, y habiendo llegado al desenlace, reconociésemos la falsedad, experimentaríamos un desagrado como, por ejemplo, cuando se refiere que hombres afectados de un fuerte dolor, han encanecido en una noche. Si, por el contrario, otro queriendo agradar por reparar el efecto producido por esta historia, refiere al por menor el pesar de un mercader, que habiendo venido de las Indias a Europa con todos sus bienes en mercaderías, se ve obligado en una tormenta a arrojarlo todo al mar, y se desconsuela hasta tal punto, de que se arruga y encanece en la misma noche, nos reiremos y tendremos placer, puesto que nuestro propio desprecio en una cosa que por otra parte nos es indiferente o más bien la idea que seguimos es para nosotros como una pelota, con la cual jugamos por algún tiempo, mientras que pensamos en recibirla y retenerla. El placer no proviene de que veamos confundirse un embustero o un tonto, porque esta última historia, referida con seria afectación, excitaría por sí misma las carcajadas de una reunión, y la otra no sería regularmente juzgada digna de atención.
Es necesario notar que en esta especie de casos la bufonería debe contener siempre alguna cosa que pueda producir por un momento la ilusión; es por lo que cuando la ilusión se disipa, el espíritu se queda atrás para experimentarla de nuevo, y de este modo, por efecto de una tensión y de un relajamiento que se suceden rápidamente, es llevado y balanceado, por decirlo así, de un punto a otro, y como la causa que en cierto modo tiraba la cuerda, viene a retirarse de un golpe (y no insensiblemente), resulta de aquí un movimiento del espíritu y un movimiento interior del cuerpo, correspondiente al primero, que se prolongan involuntariamente, y fatigándonos por completo, nos distraen (producen en nosotros efectos favorables a la salud).
En efecto, si se admite que a todos nuestros pensamientos se halla ligado algún movimiento en los órganos del cuerpo, se comprenderá fácilmente como en este cambio repentino del espíritu que pasa alternativamente de un punto a otro para considerar su objeto, pueden sentirse en las partes elásticas de nuestras entrañas una tensión y un relajamiento alternativos, que se comunican al diafragma (como experimentan las personas cosquillosas); en este estado los pulmones repelen el aire por intervalos muy próximos, y producen de este modo un movimiento favorable a la salud; y en esto y no en el estado anterior del espíritu, es donde es necesario colocar la verdadera causa del placer que referimos a un pensamiento que en el fondo no representa nada. Voltaire decía que el cielo nos había dado dos cosas en compensación de todas las miserias de la vida, la esperanza y el sueño84. Habríase podido excitar la risa, si pudiésemos disponer de los medios propios para excitarla entre los hombres sensatos, y si el verdadero talento cómico no fuera tan raro, que es común lo de imaginar las cosas que quiebran la cabeza, como hacen los delirantes místicos, o bien las cosas en que se quiebra el cuello, como hacen los genios, o por último, las cosas que parten el corazón85, como hacen los romanceros sentimentales (y los moralistas del mismo género).
Se puede, pues, según me parece, conceder a Epicuro que todo placer, aun cuando sea ocasionado por conceptos que despierten ideas estéticas, es una sensación animal, es decir, corporal, y no se hará por esto el menor perjuicio al sentimiento espiritual del respeto por las ideas morales, porque este sentimiento no es un placer, sino una estima de sí (de la humanidad en nosotros) que nos eleva por cima de la necesidad del placer; yo añado, que aunque menos noble, la satisfacción del gusto no sufrirá en esto demasiado.
Se encuentra una mezcla de estas dos últimas cualidades, el sentimiento moral y el gusto en la simpleza, que no es otra cosa que la sinceridad natural de la humanidad triunfante del arte de fingir, viniendo a ser una segunda naturaleza. Nos reímos de la simplicidad que atestigua cierta inexperiencia en este arte, y nos alegramos al ver a la naturaleza descubrir el artificio. Se espera, a lo que se observa todos los días, un exterior formado y compuesto a propósito para seducir por la belleza de su apariencia, y he aquí en su inocencia y en su pureza primitiva, la naturaleza que no se esperaba, y que el que la deja aparecer no intentaba descubrir. A la vista de esta bella, pero falsa apariencia, que ordinariamente tiene tanta influencia sobre nuestra manera de juzgar, y que se halla aquí de pronto destruida, y de este engaño de los hombres puesto en su desnudez, se produce en nuestro espíritu un doble movimiento en sentidos opuestos, el cual da al cuerpo una sacudida saludable. Mas viendo que la sinceridad del alma (o al menos su inclinación a la sinceridad) que es infinitamente superior a toda simulación, no es destruida por completo en la naturaleza humana, sentimos algo serio en este juego de la imaginación: el sentimiento de la estima viene a mezclarse con este. Mas también, como éste no es allí más que un fenómeno pasajero, y el arte de la simulación cesa bien pronto de mostrare al descubierto, se mezcla con él al mismo tiempo cierta compasión o cierto movimiento de ternura, que puede muy bien ligarse, y en el hecho se halla muchas veces unido como una especie de juego con nuestra franca risa, y que disminuye ordinariamente al que la ocasiona el embarazo de no estar todavía formado para el trato social. Arte y simpleza son, pues, dos cosas contradictorias; pero es posible a las bellas artes aunque esto les ocurra rara vez, el representar la simpleza en toda persona imaginaria. No se debe confundir la simpleza con una simplicidad franca que no mancha la naturaleza por medio del artificio, pues que únicamente ignora el arte de vivir en sociedad.
Se puede también referir lo jocoso86, entre las cosas que complaciéndonos, nos causan el placer de la risa, y pertenecen a la originalidad del espíritu, mas no al talento de las bellas artes.
Lo jocoso87, en el buen sentido, significa en efecto, el talento de colocarse voluntariamente en cierta disposición de espíritu en donde se juzgan todas las cosas de un modo distinto que de ordinario (aun en sentido inverso) y sin embargo, conforme a ciertos principios de la razón. El que se halla sometido a esta disposición de espíritu involuntariamente, se llama extravagante88; mas el que la toma voluntariamente y con intención (por excitar la risa por medio de un contraste chocante, se llama jocoso89. Pero lo jocoso pertenece mucho más a las artes agradables que a las bellas artes, puesto que el objeto de estas últimas debe conservar siempre algo de dignidad, y exige, por consiguiente, cierta seriedad en la exhibición, como el gusto en el juicio.