De la naturaleza considerada como una potencia
Se llama potencia33 un poder superior a los mayores obstáculos. Se dice que esta potencia tiene imperio34 cuando es superior a la resistencia que le opone otra potencia. La naturaleza, considerada en el juicio estético como una potencia que no tiene ningún imperio sobre nosotros es dinámicamente sublime.
Para juzgar la naturaleza dinámicamente sublime, es necesario representársela como excitando el temor (aunque lo recíproco no sea verdadero, es decir, que todo objeto sublime excita al temor). Efectivamente, en el juicio estético (sin concepto) no se puede juzgar de la superioridad sobre los obstáculos más que conforme a la magnitud de la resistencia. Pero toda cosa a la que resistimos con esfuerzo, es un mal; y si hallamos que nuestras fuerzas están bajo esta cosa, esto es para nosotros un objeto de temor. Así por el juicio estético, la naturaleza no puede considerarse como una potencia, ni por consiguiente, como dinámicamente sublime, más que en tanto que la consideramos como un objeto de temor.
Mas se puede considerar un objeto como terrible35 sin tener miedo ante él; esto sucede cuando le juzgamos, de tal suerte que nos limitamos a concebir el caso en que quisiéramos oponerle cualquier resistencia, y que viéramos que todo fuera en vano. Así el hombre virtuoso, teme a Dios, sin tener miedo ante él; porque no se imagina tener que temer un caso en el que quisiera resistir a Dios y a sus órdenes. Mas para todos estos casos que no mira como imposible en sí, declara a Dios temible.
El que tiene miedo no puede juzgar de lo sublime de la naturaleza, como el que es dominado por la inclinación y el deseo no puede juzgar de lo bello. Huye de la vista del objeto que le inspira este temor, porque es imposible hallar satisfacción en él cuando es serio. También el sentimiento que experimentamos cuando nos sentimos libres de un peligro es un sentimiento de alegría36. Mas esta alegría supone que no nos hallaremos expuestos a este peligro, y lejos de buscar la ocasión de reproducir la sensación que hemos experimentado, la repelemos de nuestro espíritu.
Elevados peñascos suspendidos en el aire y como amenazando, nubes tempestuosas reuniéndose en la atmósfera en medio de los relámpagos y el trueno, volcanes desencadenando todo su poder de destrucción, huracanes sembrando tras ellos la devastación, el inmenso Océano agitado por la tormenta, la catarata de un gran río, etc., son cosas que reducen a una insignificante pequeñez nuestro poder de resistencia, comparado con el de tales potencias. Mas el aspecto de ellos tiene tanto más atractivo, cuanto es más terrible, puesto que nos hallamos seguros, y llamamos voluntariamente estas cosas sublimes, porque elevan las fuerzas del alma por cima de su medianía ordinaria, y porque nos hacen descubrir en nosotros mismos un poder de resistencia de tal especie, que nos da el valor de medir nuestras fuerzas con la omnipotencia aparente de la naturaleza.
En efecto; así como la inmensidad de la naturaleza y nuestra incapacidad para hallar una medida propia para la estimación estética de la magnitud de su dominio, nos han revelado nuestra propia limitación, pero nos han hecho descubrir al mismo tiempo en nuestra razón otra medida no sensible, que comprende en ella esta misma infinidad como una medida, ante la cual todo es pequeño en la naturaleza, y nos ha mostrado por esto en nuestro espíritu una superioridad sobre la misma considerada en su inmensidad; del mismo modo la imposibilidad de resistir a un poder, nos hace reconocer nuestra debilidad como seres de la naturaleza, aunque al mismo tiempo nos descubre una facultad, por la cual nos juzgamos independientes de ella, y nos revela de este modo una nueva superioridad sobre la misma: esta superioridad es el principio de una especie de conservación de sí mismo, muy diferente de la que puede ser atacada y puesta en peligro por la naturaleza exterior; porque la humanidad en nuestra persona queda firme, aunque el hombre ceda a esta potencia. Así en nuestros juicios estéticos, la naturaleza no es considerada como sublime en tanto que es terrible, sino porque obliga la fuerza que somos (que no es la naturaleza) a mirar como nada las cosas, por las cuales nos inquietamos (los bienes, la salud y la vida) y a considerar esta potencia de la naturaleza (a la cual ciertamente nos hallamos sometidos relativamente a estas cosas) como no teniendo ningún imperio sobre nosotros mismos, sobre nuestra personalidad, desde el momento en que se trata de nuestros principios supremos, del cumplimiento o la violación de estos principios. La naturaleza no es, pues, aquí llamada sublime más que, por la imaginación que la eleva hasta hacer de ella una exhibición de estos casos en que el espíritu puede hacerse sensible su propia sublimidad, o la superioridad de su propio destino sobre la naturaleza.
Esta estimación de sí mismo no pierde nada con la condición de exigir que nos hallemos en seguridad para experimentar esta satisfacción vivificante, y que, como no debe haber aquí nada de serio en el peligro, no hay (en apariencia) nada en efecto, en la sublimidad de la facultad de nuestro espíritu. Es que, en efecto, la satisfacción no se dirige aquí más que al descubrimiento del destino de esta facultad, en tanto que nuestra naturaleza es propia en él, mientras que el desenvolvimiento y el ejercicio de esta facultad se nos han confiado y son obligatorios. Y esto es la verdad, cualquiera que sea la clara conciencia que el hombre pueda tener de su impotencia presente y real, cuando lleva su reflexión hasta allí.
Este principio parece sacado de muy lejos, parece muy útil, y por consiguiente, por cima del alcance de un juicio estético; mas la observación del hombre prueba lo contrario, y muestra que sirve de base a los juicios más vulgares, aunque no se tenga siempre conciencia de ello. ¿Qué es, en efecto, aun para el salvaje, el objeto de la mayor admiración? Es un hombre inaccesible al temor, y que no retrocede ante el peligro, pero que al mismo tiempo obra con reflexión. Aun en la mayor civilización, la más alta estima es para el guerrero, pero con una condición, y es que muestre también todas las virtudes de la paz, la dulzura, la piedad y hasta un cuidado conveniente de su propia persona; porque por esto precisamente es por lo que muestra toda la fuerza de su alma ante el peligro. También sucede que por más que se dispute cuanto se quiera sobre la cuestión de saber, cuál entre el hombre de Estado o el Jefe del Ejército merece la preferencia en nuestra estima, el juicio estético decide en favor de este último. La guerra misma, cuando se hace con orden y respetando el derecho de gentes, tiene cierta cosa de sublime, y vuelve el espíritu del pueblo, que así lo hace tanto más sublime, cuanto más expuesto se halla a mayores peligros, y cuanto más se sostiene en ellos con valor; por el contrario, una larga paz da ordinariamente por resultado el traer la dominación del espíritu mercantil, la de los más vastos intereses personales, el decaimiento y la molicie, y abate el espíritu público.
A esta explicación del concepto de lo sublime, que consiste en atribuirlo al poder, se podría objetar que nos hemos acostumbrado a representarnos a Dios, mostrando su cólera y revelando su sublimidad en las tempestades, en las tormentas, en los terremotos, y que en tales casos sería temeridad y locura imaginar una superioridad de nuestro espíritu sobre los efectos, y a lo que parece, sobre los fines de tal poder. Esto no es, dicen, el sentimiento de lo sublime de nuestra propia naturaleza, sino más bien, el abatimiento, el sentimiento de nuestra completa impotencia que parece ser el estado conveniente en presencia de tal ser, y que acompaña ordinariamente la idea que nos hemos formado del mismo en presencia de esta especie de fenómenos de la naturaleza. En la religión, en general, la sola manera de estar que conviene en presencia de la Divinidad, es el posternarse y adorarle, bajando la cabeza con aspecto triste y voz suplicante: así que la mayor parte de los pueblos lo han adoptado y lo observan todavía. Pero esta disposición del espíritu está lejos de hallarse ligada por sí misma, y necesariamente a la idea de la sublimidad de la religión y al objeto de esta misma. El hombre que realmente teme, puesto que halla el sujeto en sí mismo, teniendo conciencia de pecar por culpables pensamientos contra un poder, cuya voluntad es irresistible, aunque justa, no está en disposición de espíritu conveniente para admirar la grandeza divina: es necesario para esto sentirse dispuesto a una tranquila contemplación y tener el juicio completamente libre. Mas cuando el hombre tiene conciencia de la rectitud de sus sentimientos y los hace agradables a Dios, solamente los efectos del poder divino sirven para despertar en él la idea de la sublimidad de este ser, porque entonces siente en sí mismo una sublimidad de ánimo conforme a su voluntad, y por esto se halla libre de todo temor en presencia de estos efectos de la naturaleza, que no mira más que como efectos de la cólera divina. La humildad misma, o la condenación severa de estos defectos, que por otra parte pueden seguramente hallar su excusa, aun a los ojos de una conciencia pura en la fragilidad de la conciencia humana, es una sublime disposición del espíritu, que consiste en someterse voluntariamente al dolor de los remordimientos para destruir poco a poco la causa. Por esto sólo es por lo que la religión se distingue esencialmente de la superstición; esta no inspira al espíritu el sentimiento de respeto para lo sublime, pero le arroja, lleno de temor y de angustia, a los pies de un ser omnipotente, a cuya voluntad el hombre asustado se ve sometido, sin que a pesar de esto se le tribute respeto: así que la lisonja y los homenajes interesados ocupan entonces el puesto de la religión, que conviene a una justa vida.
La sublimidad no reside, pues, en ningún objeto de la naturaleza, sino solamente en nuestro espíritu, en tanto que podemos tener conciencia de ser superiores a la naturaleza que hay en nosotros, y por esto también a la que hay fuera de nosotros (en tanto que tiene influencia sobre nosotros). Todas las cosas que excitan este sentimiento, y de este número es el poder de la naturaleza que provoca o excita nuestras fuerzas, se llaman, aunque impropiamente, sublimes; esto no es más que suponiendo esta idea en nosotros, y por lo que a ella se refiere, que somos capaces de llegar a la idea de la sublimidad de este ser que no nos produce solamente un respeto interior para el poder que revela en la naturaleza, sino más bien para el poder que tenemos de mirar esto sin temor y de concebir la superioridad de nuestro destino.