Del interés intelectual de lo bello
Es necesario rendir homenaje a las excelentes intenciones de los que, queriendo referir al fin último de la humanidad, es decir al bien moral, todas las ocupaciones a que los hombres son llevados por las disposiciones interiores de su naturaleza, han considerado como un signo de un buen carácter moral el mostrar un interés a lo bello en general. Mas otros les han opuesto, no sin razón, el ejemplo de los talentos del gusto, que son ordinariamente vanos, fantásticos, entregados a desastrosas pasiones, y que tendrían quizá menos derecho que nadie a creerse superiores a los demás, por lo que se refiere a principios morales; y por consiguiente, parece que el sentimiento de lo bello no es solamente (como es en efecto), específicamente diferente del sentimiento moral, sino también que el interés que a él se puede referir, se conforma difícilmente con el interés moral, y que no existe entre ellos afinidad interior.
Por lo que, yo concedo voluntariamente que el interés que se refiere a lo bello del arte (por lo que entiendo también el uso artificial que se puede hacer de las bellezas de la naturaleza, sirviéndose de ellas como de adornos, por consiguiente en un objeto de vanidad), no prueba un espíritu que solamente se refiere o nos lleva al bien moral. Mas yo sostengo también, que tomarse un interés inmediato por la belleza de la naturaleza (no solamente tener gusto para juzgar), es siempre el signo de una alma buena; y que si este interés es habitual y se liga voluntariamente a la contemplación de la naturaleza, anuncia al menos una disposición de espíritu, favorable al sentimiento moral. Mas es necesario recordar bien que yo no hablo propiamente aquí más que de las bellas formas de la naturaleza, y que coloco accidentalmente los atractivos que ésta junta ordinariamente con tanta profusión, por la que el interés que a ello se refiere es ciertamente inmediato, mas sin embargo, empírico.
El que contempla en la soledad (y sin tener por objeto comunicar sus observaciones a los demás) la belleza de una flor silvestre, de un pájaro, de un insecto, o de alguna otra cosa semejante, para admirarla y quererla, y siente no hallar esta cosa en la naturaleza, aunque le proporcionara algún daño, independientemente de todas las ventajas que de ella pudiera sacar, aquel refiere a la belleza de la naturaleza, un interés inmediato o intelectual. No es solamente la producción de la naturaleza lo que le agrada por su forma, sino también la existencia de esta producción, sin que ningún atractivo sensible entre en ella o se le refiera fin alguno.
Notemos, que si ocultamente se engañase este amante de lo bello, plantando en la tierra flores artificiales (imitando perfectamente las flores naturales), o colocando sobre las ramas de los árboles, pájaros artísticamente formados, y se le descubriese después el artificio, este interés inmediato que al pronto había tomado por estos objetos, desaparecería muy pronto, y quizá daría el puesto a otro, a un interés de vanidad, es decir, al deseo de adornar de ellos su cuarto, para presentar una muestra. Es necesario, que al ver una belleza de la naturaleza, tengamos el pensamiento de que es la naturaleza misma quien la ha producido, y solamente sobre este pensamiento es sobre el que se funda el interés inmediato que nos tomamos. De lo contrario, no habría más que un simple juicio del gusto despojado de todo interés, o un juicio ligado a un interés mediato, es decir, a un interés que viene de la sociedad; y esta última especie de interés no suministra ninguna señal cierta de disposiciones moralmente buenas.
Esta ventaja que tiene la belleza natural, sobre la belleza artística de ejercitar sólo un interés inmediato, aunque pueda ser ciertamente sobrepujada por esta, en cuanto a la forma, esta ventaja concierta con el espíritu sólido y purificado de todos los hombres que han cultivado su sentimiento moral. Si un hombre teniendo bastante gusto para apreciar las producciones de las bellas artes con la mayor exactitud y finura, abandona sin pesar el cuarto donde brillan estas bellezas que satisfacen la vanidad, y busca la belleza de la naturaleza para encontrar en ella como un deleite que sostiene su espíritu en este camino cuyo término jamás se puede tocar, consideraremos con respeto esta preferencia, y supondremos a este hombre un alma bella, que no atribuiremos a un inteligente o a un amante, porque experimente interés por los objetos del arte. ¿Cuál es, pues, la diferencia de estas apreciaciones tan diversas de las dos especies de objetos que en el simple juicio del gusto se disputarían a porfía la superioridad?
Nosotros tenemos una facultad de juzgar puramente estética, es decir, una facultad de juzgar de las formas sin conceptos, y de hallar en el sólo juicio que de ellas formamos una satisfacción de la que al mismo tiempo hacemos una regla para cada uno, sin que este juicio se funde en un interés ni produzca ninguno. De otro lado, tenemos también una facultad de juzgar intelectual, que determina por las simples formas, máximas prácticas (en tanto que son propias para fundar por sí mismas una legislación universal), una satisfacción a priori, de la que hacemos una ley para cada uno, y que no se funde sobre ningún interés, pero produce uno. El placer es, en el primer juicio, el del gusto; en el segundo, el del sentimiento moral.
Mas la razón interesa por lo mismo que las ideas (por las cuales ella produce en el sentimiento moral un interés inmediato) tienen también una realidad del objeto, es decir, por aquello que la naturaleza revela, al menos por cualquier traza o cualquier signo, un principio que nos autoriza a admitir una concordancia regular entre sus producciones y la satisfacción que somos capaces de experimentar independientemente de todo interés (y que no conocemos a priori como una ley para cada uno, sin poderlo fundar sobre pruebas). La razón debe, pues, tomarse un interés en toda manifestación de la naturaleza que realiza semejante acuerdo; por consiguiente, el espíritu no puede reflexionar sobre la belleza de la naturaleza, sin hallarse al mismo tiempo interesado en ella. Pero este interés es moral por asociación; y el que toma interés por la belleza de la naturaleza, no puede hacerlo más que a condición de haber sabido unir un gran interés al bien moral. Hay, pues, razón para suponer al menos buenas disposiciones morales en aquel a quien interesa inmediatamente la belleza de la naturaleza.
Se dirá que esta interpretación de los juicios estéticos que les supone una especie de parentesco con el sentimiento moral, parece muy reducida para que se la pueda considerar como la verdadera explicación del lenguaje simbólico que la naturaleza nos habla en sus bellas formas. Mas ahora este interés inmediato que se refiere a lo bello de la naturaleza no es realmente común; no es propio más que de aquellos, cuyo espíritu ha sido ya cultivado para lo bello, o es eminentemente propio para recibir esta cultura; en aquellos, la analogía que existe entre el juicio puro del gusto (que sin depender de ningún interés, nos hace experimentar una satisfacción, y la representa al mismo tiempo a priori como conviniendo a la humanidad en general), y el juicio moral que llega al mismo resultado por medio de conceptos, aun sin los auxilios de una reflexión clara, sutil y premeditada, esta analogía comunica al objeto del primer juicio un interés inmediato igual al del objeto del segundo: solamente que mientras aquel es libre, este está fundado sobre leyes objetivas. Añadamos a esto la admiración de estas bellas producciones de la naturaleza, en donde ésta se muestra artista, no por efecto de la casualidad, sino como con intención, siguiendo un orden regular, y nos revelará una finalidad, cuyo objeto no hallamos en ninguna parte fuera, de suerte que lo buscamos naturalmente en nosotros mismos, en el objeto final de nuestra existencia, saber, en el destino moral (la investigación del principio de la posibilidad de esta finalidad de la naturaleza se presenta en la teleología).
Es fácil mostrar que la satisfacción, referente a las bellas artes, no se halla ligado a un interés inmediato, como el que se refiere a la bella naturaleza.
En efecto; o bien una obra de arte es una imitación de la naturaleza, que llega hasta producir ilusión, y entonces produce el mismo efecto que una belleza natural (pues que como tal se toma); o bien tiene visiblemente por objeto el satisfacernos, y entonces la satisfacción que se refiriera a esta obra, sería en verdad producida inmediatamente por el gusto; mas en esto no habría otro interés que el que se refiriera inmediatamente a la causa misma o al principio de esta obra, es decir, a un arte que no puede interesar más que por su objeto, y nunca por sí mismo. Se dirá quizás que hay casos en que los objetos de la naturaleza no nos interesan por su belleza, sino en tanto que les asociamos una idea moral; mas en esto no son estos objetos mismos los que interesan inmediatamente; es la cualidad que tiene la naturaleza de ser propia para una asociación de este género, que le pertenece esencialmente.
Los atractivos que se hallan en la bella naturaleza, y que muchas veces se hallan, por decirlo así, tan fundidos con las bellas formas, pertenecen o a las condiciones de la luz (que forman el color) o a las modificaciones del sonido (que forman los tonos). Estas son allí, en efecto, las solas sensaciones que no ocasionan únicamente un sentimiento de los sentidos, sino aun una reflexión sobre la forma de estas modificaciones de los sentidos, que contiene de este modo como un lenguaje que nos pone en comunicación con la naturaleza, y parece tener un sentido superior. Así el color blanco de lis parece disponer al alma a las ideas de inocencia, y si se sigue el orden de los siete colores desde el rojo al violado, se encuentra en ellos el símbolo de las ideas: 1.º, de la sublimidad; 2.º, del valor; 3.º, del candor; 4.º, de la afabilidad; 5.º, de la modestia; 6.º, de la constancia y 7.º, de la ternura. El canto de las aves anuncia la alegría y el contento de la existencia. Al menos interpretamos así la naturaleza, sea o no este su fin. Mas este interés que tomamos en efecto por la belleza, no se reduce más que a la belleza de la naturaleza; desaparece desde que se nota que somos engañados, y que lo que la excitaba no era más que el arte, hasta tal punto, que el gusto no puede hallar en esto nada de bello, ni la vista nada de atractivo. No hay nada que los poetas hayan ensalzado, más que hayan hallado más delicioso que el canto del ruiseñor que se hace oír en una selva solitaria durante la calma de una noche de estío, a la dulce claridad de la luna. Sin embargo, si alguno, queriendo agradar y para entretener sus convidados los conduce, bajo pretexto de hacerles respirar el aire de los campos, cerca de un bosque donde no existe ningún cantor de esta especie, sino donde se ha ocultado un joven revoltoso que sabe perfectamente imitar el canto de esta ave (con una caña o con un junco), así que se aperciban el ardid nadie podrá escuchar más este canto que soñaba momentos antes tan encantador; y lo mismo sucederá con el canto de las demás aves. No hay más que la naturaleza, o lo que tomamos como la naturaleza, que pueda hacernos referir a lo bello un interés inmediato; y esto es verdad con mayor motivo cuando queremos exigir de otros este interés, como sucede, en efecto, cuando tenemos por groseros y sin elevación, a estos hombres que no tienen el sentimiento de la bella naturaleza (porque nombramos así la capacidad que nos hace hallar un interés en la contemplación de la naturaleza), y que en la mesa no piensan más que en el goce de los sentidos.