De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general

La inteligencia es sublime, el espíritu es bello. El atrevimiento es sublime y grande; la astucia, pequeña, pero bella. La circunspección, decía Cromwell, es la virtud de un burgomaestre. La veracidad y la rectitud son simples y nobles; la burla y la adulación amable, son delicadas y bellas. La gracia es la belleza de la virtud. La actividad desinteresada para prestar servicios es noble; la urbanidad y la honradez, son bellas. Las cualidades sublimes inspiran respeto; las bellas, amor. Las personas que están principalmente dispuestas al sentimiento de lo bello, no buscan amigos sinceros, constantes y verdaderos, más que en las circunstancias difíciles; escogen para su sociedad amigos alegres, amables y graciosos. Hay un hombre de tal naturaleza que se estima mucho, demasiado para poderle amar. Inspira admiración, pero está muy por cima de nosotros para que nos atrevamos a acercarnos a él con la familiaridad del amor.

Los que reunieran en sí las dos clases de sentimientos hallarían que la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello, pero que fatiga y no se puede experimentar mucho tiempo, si no alterna con esta última o no se halla acompañada de ella152. Es necesario que los grandes sentimientos a que se eleva algunas veces la conversación en una sociedad escogida, se cambien de tiempo en tiempo con ligeras bromas, y que las figuras que agradan hagan, con las figuras serias que conmueven, un bello contraste que introduzca alternativamente y sin esfuerzo las dos especies de sentimiento. La amistad tiene principalmente el carácter de lo sublime, el del amor, el de lo bello. Sin embargo, la ternura y el profundo respeto que entran en el amor, le comunican cierta dignidad y cierta elevación, mientras que la broma y la familiaridad le dan el color de lo bello. La tragedia, según yo, se distingue principalmente de la comedia, en que aquella excita el sentimiento de lo sublime, mientras que esta excita el de lo bello.

La primera, en efecto, nos muestra generosos sacrificios por el bien de otros, resoluciones atrevidas, en el peligro, y una fidelidad probada. El amor en ella es melancólico, tierno y lleno de respeto. La desgracia de otro en ella excita en el alma del espectador sentimientos simpáticos, y hace latir su generoso corazón; entonces somos dulcemente conmovidos, y sentimos la dignidad de nuestra propia naturaleza. Al contrario, la comedia pone en escena ingeniosas tramas, intrigas sorprendentes, personas de espíritu que saben sacar partido del asunto, tontos que se dejan engañar, bufonerías, y ridículos caracteres. El amor no tiene en ella el aire de pena; es alegre y familiar. Aquí, sin embargo, como en otras cosas, lo noble puede juntarse a lo bello en cierta medida.

Los mismos vicios y las faltas morales toman algunas veces algunos de los rasgos de lo sublime o de lo bello; al menos hieren así nuestros sentidos, cuando la razón no los ha juzgado todavía. La cólera de un hombre formidable es sublime, como la de Aquiles en la Iliada. En general, los héroes de Homero son sublimes en el género terrible; los de Virgilio, lo son en el género noble. Hay algo de noble en la venganza abierta y atrevida que persigue un violento ultraje, y por ilegítima que pueda ser, el relato que se nos hace de ella, nos causa una emoción mezclada de placer y de terror. Cuando Schah Nadir fue atacado en su tienda por algunos conjurados, Hanway refiere que exclamaba después de haber recibido ya algunas heridas y de haberse defendido con desesperación: Piedad, y os perdono a todos. Uno de ellos le respondía, levantando un sable sobre él: Tú no has mostrado nunca piedad para nadie, y no mereces ninguna. La audacia y la resolución en un malvado son muy dañosas, pero no podemos comprender que se hable de ellas sin estar poseído de las mismas, y entonces, aun cuando se le lleve al suplicio, ennoblece en cierto modo, el que marche con fiereza y desdén. Por otra parte, un proyecto de astucia bien concebido, aun cuando tenga por objeto una picardía, encierra algo que se refiere a un fin y hace reír. La coquetería en el buen sentido, es decir, el deseo de seducir y encantar en una persona, por lo demás graciosa, es quizá reprensible, pero no deja de ser bello, y se prefiere ordinariamente a una continencia reservada y seria. El exterior que agrada en las personas, se refiere tanto a uno como al otro sentimiento. Una alta estatura inspira la consideración y el respeto; una pequeña, inspira más bien la confianza. Los caballos castaños y las yeguas negras nos acercan al de lo sublime; las yeguas cardosas y los caballos blondos se aproximan más al de lo bello. Una edad avanzada se asocia bien con las cualidades de lo sublime, y la juventud con las de lo bello. La misma distinción se aplica también a la diferencia de estados, y hasta en los sentidos debe conservarse esta distinción. Las personas grandes deben vestirse con sencillez cuando más con magnificencia; la compostura y el adorno hacen mejor a las personas pequeñas. Colores sombríos y una disposición uniforme convienen a la vejez; vestidos más claros y de un color vivo y chillón, hacen brillar la juventud. En los diversos estados, en igualdad de fortuna y de rango, el eclesiástico debe mostrar la mayor sencillez, el hombre de Estado, la mayor magnificencia. El chichisbén puede hacer la toilette que le agrade.

Aun en los accidentes exteriores de la fortuna, se halla algo que, al menos conforme a la opinión de los hombres, se refiere a estos sentimientos. El nacimiento y los títulos hallan ordinariamente los hombres dispuestos al respeto. La riqueza sin el mérito recibe homenajes desinteresados, sin duda porque la idea que de ella formamos se junta a la de las grandes cosas que ella permite realizar. Esta estima recae ocasionalmente sobre muchos pícaros ricos, que no emprenderán jamás nada semejante, y que no tienen la menor idea de los nobles sentimientos, únicos que pueden hacer las riquezas estimables. Lo que agrava la desgracia de la pobreza, es el desprecio que lleva consigo, y que el mérito no podrá enteramente destruir, al menos a los ojos del vulgo, cuando el rango y los títulos no engañan este sentimiento grosero de cualquier modo para su ventaja.

No hay en la naturaleza humana cualidades loables en que no se pueda ver descender por transiciones infinitas hasta el último grado de la imperfección. La cualidad de lo sublime terrible, desde que cesa de ser natural, viene a dar en lo raro153. Las cosas exageradas, en las que se supone sublimidad, aunque no presenten de ella casi nada; son necedades154; el que ama lo extravagante y cree en ello, es caprichoso155; el gusto de las cosas exageradas hace lo extravagante156. Por otra parte, el sentimiento de lo bello degenera; cuando está enteramente dotado de nobleza, viene a ser insípido157. Un hombre que cae en este defecto, cuando es joven, es un bobalicón158; en una edad mediana es un fatuo159.

Y como es principalmente a la vejez a la que es necesario lo sublime, un viejo fatuo, es la criatura más despreciable del mundo, lo mismo que un joven extravagante es lo más insoportable. La broma y el chiste se refieren al sentimiento de lo bello. Sin embargo, se puede mostrar en esto mucha razón, y por ello referirlos más o menos a lo sublime. Aquel cuya gracia no anuncia esta marcha, bromea160, el que bromea sin cesar, es un simple161. Se ven algunas veces personas prudentes bromear, y no es necesario poco espíritu para hacer descender la razón de su puesto sin causar ningún daño. Aquel cuyos discursos y acciones no distraen ni entretienen, es fastidioso162. El fastidioso que busca, sin embargo, hacer lo uno o lo otro, es insípido163. El insípido orgulloso, es un necio164165.

Yo quiero hacer un poco más clara, por medio de ejemplos, esta singular investigación de las debilidades humanas, porque cuando no se tiene el buril de Hogarth, es necesario suplir con descripciones lo que falta a la expresión del dibujo. Afrontar resueltamente los peligros para defender los derechos de su patria o de sus amigos, es sublime. Las cruzadas y la antigua caballería, eran raras; los duelos, miserables restos de las falsas ideas que ésta se había formado del honor, son necedades. Retirarse tristemente del ruido del mundo porque nos hallamos justamente fatigados, es noble. La piedad solitaria de los antiguos anacoretas, era rara. Refrenar sus pasiones por principios, es sublime. Las maceraciones, los votos y las demás virtudes monacales, son necedades. Huesos santos, madera santa y otras bagatelas de este género, comprendiendo entre ellos los santos excrementos del gran Lama del Thibet, son necedades. Entre las obras del espíritu y del sentimiento, los poemas épicos de Virgilio y de Klopstok, entran en el género noble, los de Homero y de Milton, en lo gigantesco166. Las Metamorfosis de Ovidio, son necedades, y todas las necedades de este género, los cuentos de hadas nacidos de la chochez francesa, son los más miserables que se puede imaginar. Las poesías de Anacreonte se hallan muy cerca de las que se dicen tonterías.

Las obras de inteligencia, en tanto que los objetos a que se consagran tienen también alguna relación con el sentimiento, se distinguen por los mismos caracteres. La idea matemática de la magnitud inmensa del universo, las meditaciones de la metafísica sobre la eternidad, la Providencia, la inmortalidad del alma, tienen cierta dignidad y contienen algo de sublime. En desquite la filosofía se deshonra muchas veces con vanas sutilezas, y sea cualquiera la profundidad que parezcan anunciar, las cuatro figuras silogísticas, no merecen menos ser colocadas entre las necedades de la escuela.

En las cualidades morales, la virtud solo es sublime. Hay, sin embargo, buenas cualidades morales que son amables y bellas, y que conformándose con la virtud, pueden considerarse como nobles, sin tener precisamente el derecho de ser colocadas en el número de los sentimientos virtuosos. Este juicio puede parecer, sutil y embrollado; expliquémonos. No se puede ciertamente llamar virtuosa esta disposición de espíritu, que es el origen de ciertas acciones, a las cuales podría la virtud inclinarse también, pero que derivando de un principio que no se conforma más que accidentalmente con la virtud, puede también por su naturaleza misma, hallarse en contradicción con las reglas universales de la misma. Cierta ternura del corazón, que se cambia fácilmente en un vivo sentimiento de compasión, es bella y amable, porque ella anuncia esta benevolente simpatía por la suerte de otros hombres, a la cual, tienden igualmente los principios de la virtud. Mas esta pasión benevolente, es débil, y siempre ciega. Suponed, en efecto, que os obliga a socorrer con vuestro dinero a un desgraciado, pero que hayáis contraído una deuda para con nosotros, y que os habéis colocado por ella fuera de poder cumplir el estrecho deber de la honradez; evidentemente vuestra acción no ha podido provenir de una disposición verdaderamente virtuosa, porque una disposición tal no os habría llevado a sacrificar al extrañamiento de la emoción, una obligación más sagrada. Si, por el contrario, la benevolencia universal proviene en vosotros de un principio, al cual subordináis todas vuestras acciones, la piedad por los desgraciados, subsiste siempre, pero considerándola bajo un punto de vista más elevado, le conserváis su verdadero puesto en el conjunto de nuestros deberes; porque si la benevolencia general es un principio de simpatía por los males de nuestros semejantes, es también un principio de justicia, que os ordena no practicar esta acción. Desde que este sentimiento ha tomado el carácter de universalidad que le conviene, es sublime, pero más frío. Porque no es posible que nuestro corazón esté lleno de ternura por todo hombre, y que cada nueva desgracia extraña le sumerja en la pena; además, el hombre virtuoso no cesaría de derretirse en lágrimas como Heráclito, y toda esta bondad de corazón, no serviría más que para hacer un tierno perezoso167.

En el número de los buenos sentimientos que son bellos y amables sin ser el fundamento de una verdadera virtud, es necesario contar también la complacencia, o esta inclinación que nos lleva a hacernos agradables a los demás, mostrándoles amistad, accediendo a sus deseos, y conformando nuestra manera de ser con sus sentimientos. Esta afabilidad seductora es bella, y la flexibilidad de un corazón donde reina denota la bondad. Mas está tan lejos de ser una virtud, que si principios superiores no le fijan límites y no le debilitan, puede engendrar todos los vicios. Porque sin considerar que esta complacencia, por las personas que tratamos viene a ser muchas veces injusticia, para aquellas que viven fuera de este pequeño círculo, un hombre que se entregase por completo a esta inclinación, podría tomar todos los vicios sin estar naturalmente dispuesto a ello sino por el deseo de agradar. Así es que, por efecto de una muy amable complacencia, vendría a ser embustero, holgazán, borracho, etc., porque no obra conforme a reglas de buena conducta, sino conforme a una inclinación que es bella en sí, pero que viene a ser insípida cuando no tiene sostén ni principios.

La virtud no puede, pues, ser ingerida más que sobre principios que la hagan tanto más sublime y tanto más noble cuanto son más generosos. Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que existe en el corazón de todo hombre, y que se extiende mucho más lejos que los principios particulares de la piedad y de la complacencia. Yo creo abrazarlo todo, llamando este sentimiento el sentimiento de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana. El sentimiento de la belleza de la naturaleza humana es el principio de la benevolencia universal, el de su dignidad, el de la estima universal; y si este sentimiento toca a su más alta perfección en el corazón de alguno, este hombre se amará y se estimará, pero solamente, como uno de aquellos a los cuales se extiende su vasto y noble sentimiento.

Esto no es que, subordinado a una inclinación tan general nuestras inclinaciones particulares, podamos asignar ciertas proporciones a nuestras inclinaciones benevolentes y adquirir esta noble creencia que es la belleza de la virtud.

Considerando la debilidad de la naturaleza humana y la poca influencia que el sentimiento moral universal habla de ejercer sobre la mayor parte de los corazones, la Providencia ha puesto en nosotros, como suplementos a la virtud, estas inclinaciones auxiliares que, llevando a bellas acciones ciertos hombres poco capaces de dirigirse conforme a principios, pueden servir también para estimular a los demás. La piedad y la complacencia son principios de bellas acciones, que serían quizá ahogadas sin esto por el interés personal; pero estos no son, como hemos visto, principios inmediatos de virtud, aunque sean ennoblecidos por su parentesco con la virtud y aunque tomen su nombre. Yo puedo, pues, llamarlas virtudes adoptivas, para distinguirlas de aquella que se funda sobre principios, y que es la verdadera virtud. Aquellas son bellas y de atractivo, ésta sola es sublime y respetable. Se llama buen corazón el natural en que reinan los buenos sentimientos, y bueno, el hombre que posee este natural; mientras que se atribuye con razón un noble corazón a aquel que es virtuoso por principios, y se le da el título de hombre de bien. Estas virtudes adoptivas tienen al menos una gran semejanza con la verdadera, en que contienen el sentimiento de un placer inmediatamente ligado a las acciones buenas y benévolas. El hombre bueno sin ninguna mira ulterior, y por un efecto inmediato de su complacencia, os mostrará la dulzura y la honradez y experimentará una piedad sincera por la desgracia de otro.

Mas como esta simpatía moral no basta todavía para llenar la pereza natural del hombre para obrar por razón del interés general, la Providencia ha puesto todavía en nosotros cierto sentimiento delicado destinado a excitarnos o a servir de contrapeso al grosero egoísmo y a las voluptuosidades vulgares. Quiero decir el sentimiento del honor y de su consecuencia, la vergüenza. La opinión que los demás pueden tener de nuestro mérito y el juicio que pueden formar sobre nuestra conducta, son motivos muy poderosos y que obtienen de nosotros muchos sacrificios, y lo que la mayor parte de los hombres no hubiera hecho, ni por un movimiento inmediato de bondad, ni por respeto a los principios, sucede muchas veces por efecto de una simple deferencia a la opinión, muy útil, pero también muy superficial de los demás hombres, como si el juicio de otro determinara nuestro mérito y el de nuestras acciones. Lo que sucede por este impulso no es en manera alguna virtuoso; así el que quiere pasar por tal, oculta cuidadosamente el motivo que lo determina. Este impulso no está tan cerca de la verdadera virtud como la bondad, porque no es inmediatamente determinado por la belleza de las acciones, sino por el estado que produce en otro. Yo puedo, pues, como el sentimiento del honor es un sentimiento delicado, llamar todo lo que este sentimiento produce semejante a la virtud, una brillante apariencia de virtud168.

Si comparamos los diferentes naturales de los hombres, en tanto que una de estas tres especies de sentimiento domina y determina su carácter moral, hallaremos que cada una de ellas se halla estrechamente ligada con uno de los temperamentos que se distinguen ordinariamente, y que además, el defecto del sentimiento moral es principalmente el propio del flemático. Esto no es que el signo característico de estos diversos naturales descanse sobre los rasgos que consideramos aquí, porque en la distinción que se hace ordinariamente, se piense principalmente en los sentimientos más groseros, como en el interés personal, la voluptuosidad vulgar, etc., que no debemos examinar en este tratado. Mas los sentimientos morales más delicados que estudiamos, pueden muy bien ir con tal o cuál de estos temperamentos, y se hallan ligados a ellos la mayor parte del tiempo.

Un sentimiento íntimo de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana, la resolución y la fuerza de referir a ella todas sus acciones como a un principio universal, son cosas serias y que no conforman ni con un carácter jovial y ligero, ni con la movilidad de un aturdido. Se aproximan aun a la melancolía, en tanto que este sentimiento dulce y noble nace del temor que experimenta un alma en presencia de ciertos obstáculos, cuando llena de una gran resolución, ve los peligros a que debe sobreponerse, y que tiene ante sus ojos una difícil, pero grande victoria que obtener sobre sí misma. La verdadera virtud, la que se funda sobre principios, lleva en sí algo que parece conformar con el carácter melancólico, en el sentido templado de la palabra.

La bondad, esta belleza y esta sensibilidad delicada del corazón que viene a ser en los casos particulares piedad o benevolencia, según la ocasión, está sometida al cambio de las circunstancias, y como el movimiento del alma no depende en esto de un principio general, toma fácilmente diversas formas, según que los objetos se presenten bajo tal o cuál aspecto. Cuando esta inclinación tiende a lo bello, parece unirse más naturalmente al temperamento que se llama sanguíneo, el cual es ligero y entregado a los placeres. En este temperamento es en donde habríamos de buscar las cualidades amables que hemos llamado virtudes adoptivas.

El sentimiento del honor es ordinariamente mirado como un signo de complexión colérica, y podemos hallar aquí ocasión de investigar, para retratar tal carácter, las consecuencias morales de este sentimiento delicado, que la mayor parte del tiempo no tiene por objeto más que la envidia de brillar.

No hay hombre en el cual no se halle algún rasgo de sentimiento delicado, pero el carácter más desprovisto de esta especie de sentimiento, aquel en que se nota principalmente lo que se llama relativamente insensibilidad, es el carácter flemático, que se mira aun como privado de los móviles más groseros, tales como el amor al dinero, etc., móviles que podemos, en todo caso, dejar, porque no entran en este plan.

Consideremos, sin embargo, más de cerca los sentimientos de lo bello y lo sublime, principalmente en tanto que son morales, en sus relaciones con la división establecida de los temperamentos.

Aquel cuya sensibilidad se inclina a lo melancólico, no se llama así porque se prive de los goces de la vida y se abandone a una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos le llevarán más bien hacia este estado que a ningún otro, si se elevan a cierto grado, o si reciben por cualquiera causa una falsa disección. Hay, principalmente, el sentimiento de lo sublime. La misma belleza, a la cual nos mostramos muy sensibles, no debe solamente encantarle, es necesario que le conmueva, inspirándole la admiración. El goce de los placeres es más serio en él, sin que por esto sea menor. Las emociones de lo sublime tienen algo de más seductor para él que los frívolos atractivos de lo bello. Su bienestar tendrá más contento que viveza. Es constante; así subordina sus sentimientos a los principios. Aquellos se hallan tanto menos sujetos a la inconstancia y al cambio, cuanto estos son más generosos, y cuanto el sentimiento que debe dominar los demás es más extenso. Todos los principios particulares de las inclinaciones se hallan sometidos a muchas excepciones y vicisitudes, cuando no derivan de este modo, de un principio superior. El vivo y amable Alcesto dice: «Yo amo y estimo a mi mujer, porque es bella, halagüeña y sensata.» Mas si una enfermedad la desfigura, o la edad la vuelve adusta, o si cuando se haya disipado el primer encanto no os parece más sensata que otra, ¿qué sucederá? ¿Qué vendrá a ser vuestra inclinación cuando no tenga pretexto? Ved, al contrario al sabio y benévolo Adrasto que se dice a sí mismo: «Yo mostraré a esta persona afección y estima, porque es mi mujer.» Esta manera de pensar es noble y generosa. Los atractivos efímeros tienen bella desaparición; ella no es menos su mujer. El noble principio subsiste, y no está sometido a las circunstancias exteriores. Tal es el carácter de los principios comparados con los movimientos que hacen nacer las circunstancias exteriores; y tal es el hombre que obra conforme a principios, comparado con el que sorprende la ocasión de un buen y generoso movimiento. ¿Qué será, pues, si la voz de su corazón habla así? Yo debo socorrer este hombre, porque sufre; esto no es que sea mi amigo o compañero; esto no es que yo lo crea capaz de pagar un día mi beneficio con su reconocimiento; no se trata en este momento de razonar o de concretarse a cuestiones; es un hombre, y todo lo que toca a los hombres me toca también. Su conducta se apoya entonces sobre el más alto principio de benevolencia que puede haber en la naturaleza humana, y es por completo sublime, tanto por la invariabilidad de este principio como por la universalidad de su aplicación.

Continúo mis observaciones. El hombre de un humor melancólico, se inquieta poco por el juicio de los demás, y de lo que ellos puedan tener por bueno o verdadero; no se fía más que de sus propias luces; como da a sus motivos el carácter de principios, no es fácil reducirle o llevarle a otras ideas; su constancia degenera en obstinación alguna vez. Ve con indiferencia el cambio de las modas, y desprecia su efecto. La amistad es un sentimiento que le conviene, porque es sublime. Puede muy bien perder un amigo inconstante; mas éste no lo perderá tan pronto; el recuerdo mismo de una amistad extinguida es todavía respetable a sus ojos. Para él la afabilidad es bella, pero un silencio elocuente es sublime. Guarda fielmente sus secretos y los de los demás. Halla la veracidad sublime, y odia la mentira y la disimulación. Tiene un elevado sentimiento de la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo, y tiene a cada hombre por una criatura que merece la estima. No soporta ninguna baja servidumbre, y su noble corazón no respira más que por la libertad. Todas las cadenas le son odiosas, desde las cadenas doradas que se llevan al cuello, hasta las de pesado hierro que se llevan en los presidios. Es un juez severo para sí mismo y los demás, y le hallaréis de una vez descontento de sí mismo y disgustado del mundo.

Cuando este carácter viene a degenerar, la gravedad inclina a la tristeza, la piedad al fanatismo, el amor de la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia encienden en él el deseo de la venganza; entonces es muy formidable, porque desafía el peligro y desprecia la muerte. Si su sensibilidad se halla turbada, y su razón no está suficientemente esclarecida, cae en lo raro. Inspiraciones, apariciones, tentaciones, todas estas cosas le asaltan. Su inteligencia es todavía más débil, cae todavía más bajo, en las necedades. Sueños proféticos, presentimientos y milagros, he aquí lo que hay para él. Corre el riesgo de llegar a lo caprichoso o extravagante.

En el hombre cuyo temperamento es sanguíneo, el sentimiento de lo bello domina. Así sus amigos son alegres y vivos. Si no se manifiesta alegre, es que está descontento; porque no sabe casi encerrar en sí mismo su satisfacción. Halla la variedad bella, y ama el cambio. Busca la alegría en sí mismo y alrededor de sí; alegra a los demás, y se muestra buen compañero. Tiene mucha simpatía moral. Goza con la alegría de los demás, y padece con sus pesares. Su sentimiento moral es bello; mas no descansa sobre principios; al contrario, depende siempre inmediatamente de la impresión del momento. Es amigo de todos los hombres, o lo que viene a ser lo mismo, no es propiamente amigo de nadie, aunque sea bueno y benévolo. No disimula. Hoy tendrá para nosotros maneras afables y amistosas, y mañana, si estamos enfermos o en la desgracia, se hallará verdadera y sinceramente enternecido, pero se separará de nosotros dulcemente, hasta que las circunstancias hayan cambiado. No hagáis jamás de él un juez; las leyes son ordinariamente muy severas para él, y se deja seducir por las lágrimas. Es un santo malvado, porque no es ni absolutamente bueno, ni absolutamente malo. Se extravía muchas veces, y viene a ser vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es generoso y bienhechor, mas paga mal a sus acreedores, porque tiene más bien bondad que sentimiento de la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de su corazón, como él mismo. Aun cuando no tiene mucha estima para sí, no se deja de amar. Cuando su carácter declina, cae en lo insípido, es decir, en las bagatelas y en las puerilidades. Si la edad no disminuye su vivacidad o no le da más inteligencia, corre el riesgo de venir a ser un viejo fatuo.

Aquel a quien se atribuye una naturaleza colérica, tiene un sentimiento dominante por esta especie de sublime, que se puede llamar lo magnífico. Lo magnífico es propiamente como la apariencia de lo sublime, o como un color muy chillón que nos oculta el interior de la cosa o de la persona, el cual es quizás ordinario y malo, y nos engaña y atrae por el aparato exterior. Del mismo modo que un edificio recubierto de una materia que representa piedras talladas, produce una impresión tan grande como si fuera construido de esta manera, y las cornisas y las pilastras despiertan en nosotros la idea de la solidez, aunque no tengan sostén, y ellas no sostengan nada; del propio modo brillan las virtudes ficticias, oropel de sabiduría y mérito en pintura.

El colérico juzga su propio mérito y el valor de sus acciones conforme a la apariencia que pueden tener a la vista de los demás. Es indiferente a la, cualidad interior de las cosas y a los motivos de las acciones; no se halla animado de ninguna verdadera benevolencia, ni atraído por la estima169. Su conducta es artificial. Es necesario que sepa colocarse en diferentes puntos de vista, a fin de juzgar el efecto que producirá según las diversas posiciones del espectador, porque no se inquieta de lo que es, sino de lo que aparece. Es necesario que conozca bien el efecto que su conducta debe producir fuera, sobre el gusto en general, y las diversas impresiones que hará nacer. Como esta atención y esta prudencia exigen mucha sangre fría y no dejarse cegar por el amor, la piedad ni la simpatía, se evitará también muchas locuras y disgustos en los cuales cae el hombre de temperamento sanguíneo que se entrega al extrañamiento del primer sentimiento. Así parece ordinariamente más razonable que lo es en efecto. Su benevolencia no es más que urbanidad; su estima, ceremonia; su amor, lisonja estudiada. Está siempre satisfecho de sí mismo, cuando toma el aire de un amante o de un amigo, y no es jamás ni lo uno ni lo otro. Busca el brillar por todos modos; mas como todo en él es artificial y ficticio, es ruin y pequeño. Obra conforme a principios más que el de temperamento sanguíneo, que no se conmueve más que por impresiones accidentales; pero sus principios no son los de la virtud; estos son los del honor. No tiene el sentimiento de la belleza o el del valor de sus acciones, sino que no piensa más que en el juicio que de él formará el mundo. Como su conducta, cuando no se ven sus motivos; es por lo demás casi tan generalmente útil como la virtud misma, obtiene del vulgo la misma estima que el hombre virtuoso, mas él se oculta cuidadosamente a los ojos más penetrantes, porque sabe que el descubrimiento de los motivos que le determinan secretamente, le quitarían la estima. Así está muy sujeto a la disimulación; hipócrita en religión, adulador en el trato social, cambiando según las circunstancias en los partidos políticos. Se hace voluntariamente esclavo de los grandes, para venir a ser por este medio el tirano de los pequeños. La ingenuidad, esta bella y noble simplicidad que lleva el sello de la naturaleza y no del arte, le es completamente extraña. Es por lo que cuando su gusto degenera, el estrépito que produce viene a dar en gritos, es decir, brilla de una manera desagradable. Su estilo y su compostura caen entonces en un galimatías y en la exageración, especie de necedad que es para lo magnífico lo que lo bizarro o lo fantástico, es a lo sublime serio. Cuando está ofendido, recurre a los duelos o a los procesos, y en sus relaciones civiles no se ocupa más que de sus antepasados, de su rango y de sus títulos. En tanto que no es más que vano, es decir, en tanto que no busca más que el honor y no piensa más que en agradar a la vista, es ya insoportable; mas si falto de toda superioridad real y de todo talento, está lleno de orgullo, viene a ser precisamente, como él más temería aparecer, un loco.

Como en el carácter flemático no entra ningún elemento de lo sublime o de lo bello, al menos en un grado que merezca llamar la atención, este carácter no pertenece al conjunto de nuestras observaciones.

De cualquier especie que sean los sentimientos delicados de los que nos hemos ocupado hasta aquí, que sean sublimes o bellos, es su suerte común de aparecer siempre falsos y absurdos a aquel que no es decididamente llevado a ellos por la naturaleza. Un hombre que no ama más que las ocupaciones tranquilas y útiles, falto, por decirlo así, de órganos para sentir lo que hay de noble en un poema o en una virtud heroica, prefiere Robinson a Grandisson, y Catón no es para él más que un loco obstinado. Del mismo modo, personas de un natural más serio hallan insípido lo que es un atractivo para los demás, y la simplicidad ingenua de una pastoral o égloga les parece insípida y pueril. Y aun los que no están enteramente privados de estos sentimientos delicados son afectados por ellos de muy diversas maneras, y se ve que este halla noble y lleno de confianza lo que aquel halla grande, pero bizarro. Las ocasiones que hemos tenido de observar el gusto en cosas que no tienen carácter moral, nos suministran el medio de deducir con bastante verosimilitud el carácter de las facultades superiores de su espíritu, y aun de los sentimientos de su corazón. Yo supondría muy bien que aquel que hallara el fastidio en una bella música, no es muy sensible a las bellezas del arte de escribir, o a las delicadas seducciones del amor.

Hay cierto espíritu de bagatelas170 que anuncia una especie de sentimiento delicado directamente opuesto a lo sublime. Es el gusto de las cosas que suponen mucho arte y piden mucho trabajo, como los versos que se pueden leer al revés, enigmas, sortilegios, logogrifos, etc. Este es el gusto de todo lo que es compuesto y arreglado con mucho ingenio, mas sin ningún objeto de utilidad, por ejemplo, libros cuidadosamente arreglados sobre las largas tablas de una biblioteca, donde se pasea una cabeza vacía que se concreta a mirarlos; departamentos adornados como los gabinetes de óptica, sostenidos con la mayor propiedad, más habitados por un huésped duro y díscolo. Es el gusto, en fin, de todo lo que es raro, por mediano que pueda ser por otra parte su valor intrínseco, como la lámpara de Epicteto, un guante del rey Carlos XII, y bajo cierto respecto las medallas. Se puede suponer que los que tienen estos gustos son quisquillosos y raros en la ciencia, y que no tienen en sus costumbres el sentimiento de lo que es bello y noble en sí.

Nosotros tenemos muchas veces la culpa de acusar a los que no perciben el valor o la belleza de lo que nos inspira o nos encanta, por no comprenderlo. No se trata tanto aquí de lo que comprende nuestra inteligencia, como de lo que experimenta nuestra sensibilidad. Sin embargo, las facultades del alma se hallan tan íntimamente ligadas, que se puede las más veces juzgar de los dones del espíritu por la manera en que el sentimiento se manifiesta. Porque es en vano que estos dones hubieran sido prodigados a aquel que no tuviera al mismo tiempo un vivo sentimiento de lo que es verdaderamente noble o bello, y que no hallara en esto un móvil para hacer de estos dones un uso bueno y legítimo171.

Se llama ordinariamente útil, lo que puede satisfacer las necesidades más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida y la bebida, o el lujo en nuestro vestido, en nuestros muebles, y la prodigalidad en los festines. Yo no veo, sin embargo, por qué no se pone entre las cosas útiles igualmente todo lo que nos hacen desear nuestros más vivos sentimientos. Si se estima todo sobre esta base, el que no tiene otra guía que el interés personal, no será jamás un hombre con quien se pueda razonar sobre las cosas que exigen un gusto delicado. Para este hombre una gallina valdrá ciertamente más que un papagayo, una olla de hierro más que un vaso de porcelana, un labrador más que todas las cabezas sabias del mundo, y tendrá como una gran falta el darse tanto trabajo para descubrir la distancia de las estrellas fijas, como por no haber hallado el mejor medio de servirse de la carne. ¡Mas qué locura discutir aquí, puesto que nuestros sentimientos no se conforman, y es imposible ponerlos de acuerdo! Sin embargo, no es el hombre, por groseros y vulgares que sean sus sentimientos, el que no puede apercibirse de que los encantos y goces de la vida; los menos indispensables en apariencia, atraen casi todos nuestros cuidados, y que si queremos excluirlos, casi todos nuestros esfuerzos serían sin motivo y sin objeto. Del mismo modo no hay nadie bastante grosero para no presentir que una acción moral, al menos en otro, nos atraerá tanto más cuanto sea desinteresada, y cuanto sus motivos sean más nobles.

Cuando yo observo alternativamente la parte noble y la débil del hombre, me repruebo a mí mismo de no poderme colocar bajo el punto de vista en que se ven armonizarse estos contrastes, de manera que den un carácter imponente al gran cuadro de la naturaleza humana. Porque yo no ignoro que las posiciones más grotescas, referidas al gran plan de la naturaleza, no pueden causar más que una noble impresión, aunque tengamos la vista muy corta para recibirlas bajo este respecto. Sin embargo, para tirar un golpe de vista rápido sobre este plan, yo creo poder agregar las observaciones siguientes. Aquellos de entre los hombres que obran conforme a principios, son poco numerosos, y esto es un bien en definitiva, porque es fácil extraviarse en estos principios, y el daño que de esto resulta, es tanto mayor, cuanto los principios son más generosos, y la persona que somete a ellos su conducta es más constante. Los que obedecen a buenas inclinaciones, son más numerosos, y esto es excelente, aunque no se pueda casi hacer de ello un mérito para los individuos; porque si estos instintos virtuosos engañan alguna vez, atestiguan el uno en el otro, el gran objeto de la naturaleza, como los otros instintos que dirigen tan regularmente el mundo animal. Los que tienen siempre ante los ojos su querido yo, y refieren a él todos sus esfuerzos, y para el que el interés personal es un gran eje alrededor del cual quisieran hacer girar todo, son los más numerosos; y no se puede en esto tener nada más ventajoso, porque estos son los más activos, los más arreglados y los más prudentes. Dan a todo la consistencia y la solidez, concurriendo, sin quererlo, a la utilidad general, y suministrando los materiales y los fundamentos sobre los cuales almas más delicadas pueden esparcir la belleza y la armonía. En fin, el amor del honor está en todos los corazones, aunque diversamente distribuido, lo que debe dar al conjunto una belleza arrebatadora. Porque aunque la ambición sea una locura, cuando se hace de ella la regla única a la cual se refieren todas sus demás inclinaciones, ello es, sin embargo, excelente como móvil auxiliar. En efecto, obrando en este gran teatro conforme a sus inclinaciones dominantes, cada uno obedece al mismo tiempo a un móvil secreto que le lleva a colocarse en un punto de vista extraño, para poder juzgar la impresión que su conducta debe producir sobre los demás. Así es, que los diversos grupos se reunirán en un cuadro de un magnífico efecto, en donde la unidad reine en medio de la variedad, y en cuyo conjunto sobresalgan la belleza y la unidad de la naturaleza humana.

Crítica del juicio
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