De la finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de lo que es material.
Todas las figuras geométricas trazadas conforme a un principio, revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su variedad, es decir, que sirven para resolver muchos problemas con un sólo principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia. La finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y no simplemente subjetiva y estética. Porque ella expresa la propiedad que tiene la figura de engendrar muchas figuras propuestas, y es además reconocida por la razón. Mas la finalidad no constituye, sin embargo, la posibilidad del concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como siendo posible únicamente en relación a este uso.
Esta figura tan simple que se llama círculo, contiene el principio de la solución de una multitud de problemas, de los que cada uno exigiría por sí muchos trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por sí misma como una de las admirables e infinitamente numerosas propiedades de esta figura. Si se trata, por ejemplo, de construir un triángulo con una base dada y el ángulo opuesto, el problema es indeterminado, es decir, que se puede resolver de una manera infinitamente varia. Mas el círculo encierra todas estas soluciones del problema, como el lugar geométrico que suministra todos los triángulos que satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas se corten de tal suerte que el rectángulo formado por las dos partes de la una sea igual al formado por las de la otra, la solución del problema presenta mucha dificultad. Mas para que dos líneas se dividan en esta proporción, basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su circunferencia. Las demás líneas curvas suministrarían también soluciones de este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla conforme a la cual las construimos. Todas las secciones cónicas, cualquiera que sea la simplicidad de su definición, sea que se las considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son fecundas en principios para la solución de una multitud de problemas posibles.
Causa un verdadero placer el ver el ardor con que los antiguos geómetras investigaban las propiedades de esta especie de líneas, sin inquietarse por esta cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos trae este conocimiento? Así es, por ejemplo, que investigaban las propiedades de la parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la superficie de la tierra, que les hubiera suministrado la aplicación de la parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la gravedad (cuya dirección puede considerarse como paralela a sí misma en toda la duración de su movimiento). Así es también que estudiaban las propiedades de la elipse sin adivinar que en esto había también una gravitación para los cuerpos celestes, y sin conocer la ley que rige la gravedad de estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de atracción, y que hace que, aunque estén enteramente libres, se vean obligados a describir esta curva.
Trabajando así sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en la esencia de las cosas una finalidad, cuya necesidad hubiesen podido mostrar a priori. Platón, maestro en esta ciencia llega al entusiasmo tratándose de esta disposición originaria de las cosas, cuyo descubrimiento puede exceder toda experiencia, y sobre la facultad que tiene el espíritu de poder llevar la armonía de los seres a su principio supra-sensible (comprendiendo las propiedades de los números, con los que el espíritu juega en la música).
Este entusiasmo lo elevaba sobre los conceptos de la experiencia a la región de las ideas, que no le parecían explicables más que por un comercio intelectual con el principio de todos los seres. No es extraño que excluyera de su escuela los que no sabían geometría; porque lo que Anaxágoras deducía de los objetos de la experiencia y de su enlace final, pensaba derivarlo de una intuición pura, inherente al espíritu humano. La necesidad en la finalidad, es decir, la finalidad de las cosas que se hallan dispuestas como si hubiesen sido hechas a propósito para nuestro uso, pero que parecen, sin embargo, pertenecer originariamente a la esencia de las cosas sin tener en cuenta nuestro uso, he aquí el principio de la gran admiración que nos causa la naturaleza, menos todavía fuera de nosotros, que en nuestra propia razón. Además es un error muy excusable el pasar insensiblemente de esta admiración al fanatismo.
Mas aunque esta finalidad intelectual sea objetiva (y no subjetiva como la finalidad estética), no podemos concebirla, en cuanto a su posibilidad, más que como formal (no como real), es decir, solo como una finalidad a la cual no es necesario dar un fin, una teleología por principio, sino que basta concebirla de una manera general. El círculo es una intuición que el entendimiento determina conforme a un principio; la unidad de este principio, que yo admito arbitrariamente y de la cual me sirvo como de un concepto fundamental, aplicada a una forma de la intuición (al espacio), que sin embargo no se encuentra en mí más que como una representación, pero como una representación a priori, esta unidad hace comprender la de muchas reglas, que derivan de la construcción de este concepto, y que son conformes a muchos fines posibles, sin que haya necesidad de suponer para esta finalidad un fin o algún otro principio. Del mismo modo no le hay cuando hallo el orden y la regularidad en un conjunto de cosas exteriores, encerrado en ciertos límites, por ejemplo, en un jardín, el orden y la regularidad de los árboles, de los parterres, de los paseos; yo no puedo esperar el deducirlos a priori de una circunscripción arbitraria de un espacio, porque estas son cosas existentes, que no pueden ser conocidas más que por medio de la experiencia, y no se trata, como ahora, más que de una simple representación determinada en mí a priori, conforme a un principio. Es porque esta última finalidad (la finalidad empírica) en tanto que real depende del concepto de un fin.
Pero se ve también la razón legítima de nuestra admiración por esta misma finalidad que percibimos en la esencia de las cosas (en tanto que sus conceptos pueden ser construidos). Las reglas variadas cuya unidad (fundada sobre un principio) causa admiración, son todas sintéticas, y no derivan de un concepto del objeto, por ejemplo, del círculo, sino que necesitan que este concepto sea dado en la intuición. Mas por lo mismo, esta unidad tiene trazas de hallarse fundada empíricamente sobre un principio diferente de nuestra facultad de representación, y se diría entonces que la concordancia del objeto con la necesidad de las reglas, inherente al entendimiento, es contingente en sí, y por consiguiente no es posible más que por un fin establecido expresamente para esto. Por lo que esta armonía, no siendo, sin embargo de toda esta finalidad, reconocida empíricamente, sino a priori, debería conducirnos por sí misma a la conclusión de que el espacio, cuya determinación sólo hace posible el objeto (por medio de la imaginación y conforme a un concepto), no es una cualidad de las cosas fuera de nosotros, sino un simple modo de representación en nosotros, y que de este modo en la figura que yo trazo conforme a un concepto, es decir, en mi propia manera de representarme lo que me es dado exteriormente, aunque esto pudiese en sí, soy yo quien introduce, la finalidad, sin estar instruido de ello empíricamente por la cosa misma, y por consiguiente, sin tener para ello de ningún fin particular fuera de mí en el objeto. Pero como esta consideración exige ya un uso crítico de la razón, y por consiguiente no se sobreentiende al principio en el juicio que formamos del objeto conforme a sus propiedades, este juicio no me da inmediatamente más que la unión de reglas heterogéneas (aun en lo que ellas tienen de heterogéneo) en un principio particular que descanse a priori fuera de mis conceptos, y en general de mi representación. Por lo que la sorpresa viene de que el espíritu queda en suspenso por la incompatibilidad de una representación y de la regla dada por la misma con los principios que le sirven ya de fundamento, y por esto llega a dudar si ha visto o juzgado bien; mas la admiración es una sorpresa que no cesa nunca, ni aun después de la desaparición de esta duda. Por consiguiente, la admiración es un efecto completamente natural de esta finalidad que observamos en la esencia de las cosas (consideradas como fenómenos), y no se puede condenar, porque no solamente nos es imposible explicar por qué la unión de esta forma de la intuición sensible (que se llama el espacio) con la facultad de los conceptos (el entendimiento) es precisamente tal y no otra, sino que esta unión misma extiende el espíritu haciéndole como presentir algo todavía que descansa sobre estas representaciones sensibles, y que puede contener el último principio (desconocido para nosotros) de este acuerdo. No tenemos ciertamente necesidad de conocerlo cuando simplemente se trata de la finalidad formal de nuestras representaciones a priori; mas la sola necesidad en que estamos de pensar en él; excita la admiración por el objeto que nos la impone.
Se acostumbra llamar bellezas las propiedades de que hemos hablado, las de las figuras geométricas como las de los números, a causa de cierta finalidad que muestran a priori para diversos usos del conocimiento, y que la simplicidad de su construcción no hubiera hecho sospechar. Así, por ejemplo, se habla de tal o cuál bella propiedad del círculo, que se descubriría de esta o la otra manera; mas esto no es allí un juicio estético de finalidad; esto no es uno de los juicios sin concepto que no indican más que una finalidad subjetiva en el libre juego de nuestras facultades de conocer; esto es un juicio intelectual, fundado sobre conceptos, que da claramente a conocer una finalidad objetiva, es decir, una conformidad con los diversos objetos (infinitamente varios). Esta propiedad debería llamarse con más razón perfección relativa que belleza de una figura matemática. En general, apenas se puede admitir la expresión de belleza intelectual, porque la palabra belleza perdería entonces todo sentido determinado, o la satisfacción sensible. El nombre de belleza convendría mejor a la demostración de estas propiedades; porque por esta demostración, el entendimiento en tanto que facultad de los conceptos, y la imaginación en tanto que facultad que suministra la exhibición de estos conceptos, se sienten fortificados a priori (este es el carácter que junto con la precisión que lleva la razón, llamamos la elegancia de la demostración): aquí al menos, si la satisfacción tiene su principio en los conceptos, es subjetiva, mientras que la perfección produce una satisfacción objetiva.