De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la finalidad de la naturaleza
La conformidad de la naturaleza, considerada en la variedad de sus leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella principios universales, debe apreciarse o estimarse como contingente a la vista de nuestro espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a causa de la necesidad de nuestro entendimiento, y por tanto, como una finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias intuiciones, en cuanto se trata del conocimiento. Las leyes generales del entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son tan necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad) como las leyes del movimiento de la materia; y para explicar su origen no hay necesidad de suponer ningún fin ni objeto en nuestra facultad de conocer, porque nosotros no obtenemos, en primer lugar, por estas leyes más que un concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza), y éste se aplica necesariamente a la naturaleza de los objetos de nuestro conocimiento general. Pero que el orden de la naturaleza en sus leyes particulares, en esta variedad y en esta heterogeneidad al menos posibles que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a esta facultad, es lo que aparece como contingente según nuestra percepción, y el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse a un fin a que necesariamente aspira, o sea a la unidad de los principios, cuya obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el entendimiento no puede prescribirle la ley.
El acto por el cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un sentimiento de placer; y si la condición de este acto es una representación a priori, un principio como el del juicio reflexivo en general, el sentimiento de placer es también determinado por una razón a priori, que le da un valor universal, pero no se refiere más que a la relación del objeto con la facultad de conocer, sin que el concepto de la finalidad se relacione en nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue enteramente de la finalidad práctica de la naturaleza.
Así se ve que la conformidad de las percepciones con las leyes fundadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las categorías), no produce ni puede producir en nosotros el menor efecto sobre el sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno; por el contrario, el descubrimiento de la unión de dos o más leyes empíricas heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun a veces de una admiración tal, que no cesa sino cuando el objeto es para nosotros suficientemente conocido. Ciertamente que no hallamos un placer notable al percibir esta unidad de la naturaleza en su división en géneros y especies, la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos, por cuyo medio la conocemos en sus leyes particulares; pero este placer ha tenido ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible la experiencia más concisa y ordinaria, pues que se ha confundido insensiblemente con el simple conocimiento, y no se ha caracterizado particularmente. Existe, pues, algo que en nuestros juicios sobre la naturaleza nos hace que atendamos a su conformidad con nuestro entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las leyes heterogéneas a leyes más elevadas, aunque siempre empíricas, con el fin de experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, la que miramos como simplemente contingente. Nosotros experimentaríamos, por el contrario, un gran disgusto en una representación de la naturaleza en la que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores investigaciones, cuando excedieran de la experiencia más vulgar, detenidas por una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro entendimiento reducir las particulares a las empíricas generales; porque esto repugna al principio de la especificación subjetivamente final de la naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta especificación.
Sin embargo, esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué punto debe extenderse esta finalidad ideal de la naturaleza para nuestra facultad de conocer, que si se nos dice que un profundo o más amplio conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una variedad de leyes que ningún entendimiento humano podrá reducir a un principio, no dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de todo, queremos mejor esperar, y esperamos, que cuanto más penetremos en lo interior de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores que al presente desconocemos, tanto más la encontraremos simple en sus principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus leyes empíricas. En efecto; nuestro Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza a nuestra facultad de conocer, sin decidir (porque no es el juicio determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto que así cómo es posible determinar los límites relativamente al uso racional de nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la experiencia.