De la subordinación necesaria del principio del mecanismo al principio teleológico en la explicación de una cosa como fin de la naturaleza
Nada limita el derecho que tenemos de buscar una explicación puramente mecánica de todas las producciones de la naturaleza; pero la facultad de contentarnos con este género de explicación no es solo muy limitada por la naturaleza de nuestro entendimiento, en tanto que considera las cosas como fines de la misma naturaleza; sino que lo es también muy claramente en el sentido de que conforme a un principio del juicio, el primer aspecto por sí solo no puede conducirnos en nada a la explicación de estas cosas, y que por consiguiente, debemos siempre subordinar a un principio teleológico nuestro juicio sobre esta clase de producciones.
Por esto es por lo que es razonable y aun meritorio perseguir el mecanismo de la naturaleza para explicar sus producciones, tan lejos como se pueda llevar con verosimilitud, y si renunciamos a esta tentativa, no es que sea imposible en sí hallar en este camino la finalidad de la naturaleza, sino que esto es imposible para nosotros como hombres. Porque sería necesario para esto una intuición distinta de la intuición sensible, y un conocimiento determinado del substratum inteligible de la naturaleza, de donde se pudiera sacar el principio del mecanismo de los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, lo que excede en mucho el alcance de nuestras facultades.
Es necesario, pues, que el observador de la naturaleza, so pena de trabajar en su puro daño, tome por principio en el estudio de las cosas, cuyo concepto es indudablemente un concepto de fines de la naturaleza (de seres organizados), alguna organización primitiva que emplee este mismo mecanismo para producir otras formas organizadas, o para desarrollar aquellas que contienen ya nuevas formas (que derivan siempre de este fin y le son conformes).
Es bello el recorrer por medio de la anatomía comparada la gran creación de seres organizados con el fin de ver si en ellos no se encuentra algo parecido a un sistema, que derive de un principio generador, de suerte que no estemos obligados a atenernos a un simple principio del juicio (que nada nos enseña sobre la producción de estos seres), y renunciar sin esperanza a la pretensión de que penetre la naturaleza en este campo. El concierto de tantas especies de animales en un cierto esquema común, que no parece solamente servirles de principio en la estructura de sus huesos, sino también en la disposición de las demás partes, y esta admirable simplicidad de forma, que reduciendo ciertas partes y alargando otras, encubriendo éstas y desenvolviendo aquellas, ha podido producir tan gran variedad de especies, hacen nacer en nosotros la esperanza, muy débil por cierto, de poder llegar a algo con el principio del mecanismo de la naturaleza, sin el cual en general no puede haber ciencia de la naturaleza. Esta analogía de formas, que a pesar de su diversidad, parecen haber sido producidas conforme a un tipo común, fortifica la hipótesis de que dichas formas tienen una afinidad real y que salen de una madre común, y nos muestra cada especie acercándose gradualmente a otra, desde aquella dónde parece mejor establecido el principio de los fines, a saber, el hombre, hasta el pólipo, y desde el pólipo hasta los musgos y las algas, y por último, hasta el grado más inferior de la naturaleza que podemos conocer; hasta la materia bruta, de dónde parece derivar, conforme a leyes mecánicas (semejantes a las que ella sigue en sus cristalizaciones), toda esta técnica de la naturaleza, tan incomprensible para nosotros en los seres organizados, que nos creemos obligados a concebir otro principio.
Es permitido al arqueólogo de la naturaleza servirse de vestigios todavía subsistentes de sus antiguas producciones, para buscar en todo el mecanismo que se conoce o que se supone, el principio de esta gran familia de seres creados (porque así es como debemos representárnosla, si esta pretendida afinidad general tiene algún fundamento). Se puede hacer salir del seno de la tierra, que ha salido del caos (como un gran animal), seres creados donde no se encuentra todavía más que un poco de finalidad, pero que producen otros a su vez, mejor apropiados al lugar de su nacimiento y a sus relaciones recíprocas, hasta el momento en que esta matriz se osifica y limita sus partes a especies que no deben degenerar más, y donde subsiste la variedad de aquellas que ha producido, como si este poder creador y fecundo fuera, por último, satisfecho. Mas es necesario, siempre en definitiva, atribuir a esta madre universal una organización que tenga por objeto todos estos seres creados; de lo contrario sería imposible concebir la posibilidad de las producciones del reino animal y del reino vegetal110. Hay, pues, que retrotraer la explicación, y no se puede pretender que se hayan producido estos dos reinos independientemente de la condición de las causas finales.
Los mismos cambios, a que se hallan sometidos, sin influencia de causas contingentes, ciertos seres organizados, cuyo carácter así modificado viene a ser hereditario y pasa así en el principio generador; estos cambios no pueden casi ser modificados más que como el desenvolvimiento, ocasionalmente producido, de una disposición originariamente contenida en la especie y destinada a conservarla; porque admitir en un ser organizado, como una condición de la perpetuidad de su finalidad interior, la facultad de producir seres de la misma especie, es empeñarse en no admitir nada en el principio generador que no entre en este sistema de fines, y que no pertenezca a una disposición primitiva no desenvuelta. Desde que nos descartamos de este principio, no se puede saber con certeza si muchas partes de la forma que se halla actualmente en una especie, han tenido un origen accidental o independiente de todo fin; y este principio de la teleología, que en un ser organizado nada de lo que se conserva en la propagación debe juzgarse inútil, vendría a ser por esto incierto en su aplicación, y no tendría valor más que para la matriz (que nosotros no conocemos).
Hume objeta a los que se creen obligados a admitir, para todos estos fines de la naturaleza, un principio teleológico del juicio, es decir, un entendimiento arquitectónico, que con razón se les podría preguntar, cómo es posible tal entendimiento, es decir, cómo pueden hallarse así reunidas en un ser las diversas facultades y propiedades que constituyen la posibilidad de un entendimiento, capaz también de ejecutar lo que ha concebido. Mas esta objeción no tiene valor; porque la dificultad de concebir la primera producción de una cosa que encierra fines en sí misma, y que no se puede concebir más que por medio de estos fines, descansa por completo sobre la cuestión de saber, cuál es en esta producción el principio de la unidad del enlace de sus elementos diversos y exteriores los (para nuestra razón) resolverla, si no nos representamos este principio de las cosas como una sustancia simple, el atributo de esta sustancia sobre la cual se funda la cualidad específica de las formas de la naturaleza, a saber la unidad de fines, como una inteligencia, y por último la relación de estas formas con esta inteligencia (a causa de la contingencia que concebimos en todo lo que no podemos representarnos más que como fines) como una relación de causalidad.