La necesidad del consentimiento universal concebida en un juicio del gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como objetiva bajo la suposición de un sentido común
En todos los juicios por los que declaramos una cosa bella, no permitimos a nadie ser de otro parecer, aunque no fundamos nuestro juicio sobre conceptos, sino sólo sobre nuestro sentimiento; mas también este sentimiento no es para nosotros un sentimiento individual; es un sentimiento común. Pero este sentido común no puede fundarse sobre la experiencia, porque pretende pronunciar juicios que encierran una necesidad, una obligación; en él no se dice que cada uno estará de acuerdo, sino que deberá estar de acuerdo con nosotros. Así el sentido común en el juicio del cual nuestro juicio del gusto sirve de ejemplo, y nos autoriza a atribuir a este un valor ejemplar, es una regla puramente ideal, bajo cuya suposición un juicio que conformara con ella, así como la satisfacción referida por este juicio a un objeto, podría muy bien servir de regla para cada uno; porque el principio de que aquí se trata, no siendo ciertamente más que subjetivo, pero siendo considerado como subjetivamente universal (como una idea necesaria para cada uno), podría exigir como un principio objetivo, el asentimiento universal de los juicios formados conforme a este principio, con tal de que únicamente estemos bien seguros de que se hallan exactamente contenidos en el mismo.
Esta regla indeterminada de un sentido común, es realmente supuesta para nosotros; es lo que prueba el derecho que nos atribuimos de formar juicios del gusto. ¿Y existe, en efecto, tal sentido común como principio constitutivo de la posibilidad de la experiencia, o más bien, hay un principio superior todavía a la razón, que nos dé una regla para referir este sentido común a fines más elevados? Por tanto, ¿es el gusto una facultad artificial que debemos adquirir, de suerte que el asentimiento universal no sea en el hecho más que una necesidad de la razón de producir este acuerdo del sentimiento, y que la necesidad objetiva del acuerdo del sentimiento de cada uno con el nuestro no significa más que la posibilidad de llegar a este acuerdo, y que el juicio del gusto no hace más que proponer un ejemplo de la aplicación de este principio? Es lo que nosotros no queremos ni podemos averiguar aquí; nos basta por ahora descomponer el juicio del gusto en sus elementos y unirlos en definitiva en la idea de un sentido común.
DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DEL CUARTO MOMENTO
Lo bello es lo que se reconoce sin concepto como el objeto de una satisfacción necesaria.
OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA PRIMERA SECCIÓN DE LA ANALÍTICA
Si se atiende al resultado de los análisis precedentes, se hallará que todo se reduce al concepto del gusto, es decir, al concepto de la facultad de juzgar un objeto en su relación con el ejercicio libre y legítimo de la imaginación. Pero cuando en un juicio del gusto se considera la imaginación en su estado de libertad, no es considerada como reproductiva, como cuando está sometida a las leyes de la asociación, sino como productiva y espontánea (como causa de formas arbitrarias de intuiciones posibles), y aunque en la aprehensión de un objeto sensible dado se halla ligada a la forma determinada de este objeto, y no tiene un libre ejercicio como en la poesía, se ve bien, sin embargo, que el objeto puede suministrarle precisamente una forma, un conjunto de diversos elementos tal, que si hubiera sido abandonada a sí misma, pudiera haberlo formado conforme a las leyes del entendimiento en general. Mas ¿no es una contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo tiempo se conforme a las leyes de ella misma, es decir, que encierre una autonomía? El entendimiento sólo es el que da la ley. Pero cuando la imaginación es forzada a proceder según una ley determinada, su producción en cuanto a la forma, es determinada por conceptos que indican lo que debe ser, y entonces la satisfacción, como ya lo hemos demostrado anteriormente, no es la de lo bello, sino la del bien, la de la perfección, al menos de la perfección formal, y el juicio no es un juicio del gusto. Una relación de conformidad a las leyes, y que no supone ninguna ley determinada, un acuerdo subjetivo de la imaginación con el entendimiento, y no un acuerdo subjetivo como aquel que tiene lugar cuando la representación se refiere al concepto determinado de un objeto, he aquí, pues, lo que únicamente puede constituir una libre conformidad con las leyes del entendimiento (lo cual también se llama finalidad sin fin) y en lo que consiste la propiedad de un juicio del gusto. Pero los críticos del gusto citan ordinariamente como ejemplos de la belleza (como los más simples y los más verdaderos), las figuras geométricas regulares, como un círculo, un cuadrado, un cubo, etc. Y sin embargo, no se les llama regulares más que porque no podemos representarlas más que considerándolas como simples exhibiciones de un concepto determinado (que prescribe a la figura su regla). Es necesario, pues, que una de estas dos maneras de juzgar sea falsa; o la de los críticos que atribuyen la belleza a esta especie de figuras, o la nuestra, porque halla la finalidad sin concepto necesario de la belleza.
Nadie afirmará seguramente que sea necesario tener gusto para alcanzar más satisfacción con un círculo que con la primera figura que se encuentra, con un cuadrilátero, cuyos ángulos sean agudos y los lados irregulares, y que está como cojo, porque esto no mira más que a la inteligencia común y no al gusto. Por esto, donde hay un fin, por ejemplo, el de determinar la extensión de un lugar o el de mostrar en un dibujo la relación de sus partes entre sí, y con el todo, es necesario que las figuras sean regulares, aun las más simples; y la satisfacción no descansa inmediatamente sobre la intuición de la forma, sino sobre su utilidad, relativamente a tal o cual fin posible. Una habitación, cuyos muros forman ángulos agudos, un parterre de la misma forma, en general, toda falta de simetría, tanto en la forma de los animales (por ejemplo, la privación de un ojo), como en la de los edificios o jardines, desagrada; pues todo esto es contrario a los fines de estas cosas, y no nos ocupamos solamente del uso determinado que de ellas se puede hacer prácticamente, sino de todo lo que en las mismas podemos considerar. Pero todo esto no se aplica al juicio del gusto, el cual, cuando es puro, refiere inmediatamente la satisfacción a la simple consideración del objeto, sin mirar a ningún uso ni a ningún fin.
La regularidad que conduce al concepto de un objeto, es la condición indispensable (conditio sine qua non), para percibir el objeto en una sola representación, y determinar los elementos diversos que constituyen su forma. Esta determinación es un fin relativamente al conocimiento, y bajo este mismo respecto se halla siempre ligado a la satisfacción (que siempre acompaña la ejecución de todo proyecto aún problemático). Pero en esto no hay más que una aprobación dada a la solución de un problema, y no un libre ejercicio, una finalidad indeterminada de las facultades del espíritu, que tiene por objeto lo que llamamos bello, y en donde la inteligencia se halla al servicio de la imaginación, y no está al servicio de aquella.
En una cosa que no sirve más que para un fin, como un edificio, y aun un animal, la regularidad que consiste en la simetría, debe expresar la unidad de intuición que acompaña al concepto de fin, y pertenece al conocimiento. Mas por esto, donde no debe haber más que un libre ejercicio de las facultades representativas (bajo la condición siempre de que el entendimiento no sufra ningún ataque), en los jardines de recreo, en los adornos de sala, en los muebles elegantes, etc., se evita en lo posible la regularidad que revela una imposición. También el gusto de los jardines ingleses, el de los muebles góticos, puede llevar la libertad de imaginación hasta los límites de lo grotesco, y en la ausencia de toda imposición, de toda regla, es en lo que el gusto, aplicándose a las fantasías de la imaginación, puede mostrar toda su perfección.
Todo objeto perfectamente regular (que se aproxima a la regularidad matemática) tiene algo en sí que repugna al gusto; la contemplación del mismo no ocupa mucho tiempo el espíritu, y a menos que éste no tenga expresamente por fin el conocimiento o cualquier objeto práctico determinado, sufre con él un gran fastidio. Por el contrario, aquello en que la imaginación se puede ejercitar libre y armoniosamente, es siempre nuevo para nosotros, y no nos fatiga el contemplarlo. Morsden, en su descripción de Sumatra, nota que en este país, las bellezas libres de la naturaleza rodean al espectador por todas partes y tienen para él poco atractivo, mientras que se hallaría mucho más impresionado cuando en medio de un bosque hallara un campo de pimienta, en donde los pies en que se apoya esta planta, formasen paseos paralelos; y concluye diciendo que la belleza campestre, irregular en apariencia, no agrada más que por el contraste, al que está cansado de la regular. Pero no había más que probar a quedarse un día en su campo de pimienta, para apercibirse de que cuando el entendimiento se pone de acuerdo por medio de la regularidad, con el orden de que siempre necesita, el objeto no le entretiene mucho, sino que por el contrario, impone a la imaginación una violencia desagradable, mientras que la naturaleza rica y variada en este país hasta la prodigalidad, y no hallándose sometida a la violencia de ninguna regla del arte, puede alimentar su gusto perpetuamente. El mismo canto de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece anunciar más libertad, y convenir mejor por tanto al gusto que el de los hombres, que está sometido a todas las reglas de la música; nos hallamos completamente fatigados de este último, cuando se repite muchas veces y por largo tiempo. Mas aquí tomamos sin duda la simpatía que en nosotros excita la alegría de un pequeño animal a quien queremos por la belleza de su canto; porque cuando este canto se imita exactamente por el hombre (como sucede algunas veces con el canto de la cigarra), parece monótono por completo a nuestro oído.
Es necesario distinguir todavía las cosas bellas de los bellos aspectos que atribuimos a los objetos (que su distancia nos impide muchas veces conocer más perfectamente). En este último caso, el gusto parece menos referirse a lo que la imaginación recibe en este campo, que a buscar en él una ocasión de ficción, es decir, estas fantasías particulares en que se entretiene continuamente el espíritu excitado por una variedad de cosas que hieren al oído: tal es el aspecto de las variadas formas del fuego de una chimenea o de un arroyo que murmura; estas cosas no constituyen bellezas, sino que tienen un atractivo para la imaginación, entreteniendo con ellas en libre juego.