Observación
Esta observación que merece desenvolverse con toda extensión en la filosofía trascendental, no debe servir aquí de esclarecimiento (y no de prueba) más que de una manera episódica.
La razón es una facultad que suministra los principios, y, en último término, es lo incondicional que debe darse. Mas sin los conceptos del encendimiento, a los cuales es necesario atribuir una realidad objetiva, la razón no puede juzgar objetivamente (sintéticamente), y en tanto que razón teórica, no contiene por sí misma principios constitutivos, sino solamente principios reguladores. Se ve claramente que allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón es trascendente, y se manifiesta por ideas, que tienen sin duda su fundamento (en tanto que principios reguladores), pero que no tiene ningún valor objetivo; y el entendimiento que no puede acompañarla, y que sólo puede tener este valor, encierra el de estas ideas racionales en los límites del sujeto, extendiéndolo solamente a todos los sujetos de la misma especie. De este modo se nos da el derecho de afirmar una sola cosa, y es que conforme a la naturaleza (humana) de nuestra facultad de conocer, o aun en general conforme al concepto que podemos formar de la razón de un ser finito, no podemos ni debemos concebir ninguna otra cosa, pero no nos es permitido afirmar que el principio de un juicio semejante esté en el objeto. Los ejemplos que acabamos de citar tienen demasiada importancia, y ofrecen también demasiada dificultad para que queramos imponerlos inmediatamente al lector como proposiciones demostrables, pero darán ocasión ellos a reflexionar, y podría servir para esclarecer lo que aquí particularmente nos proponemos.
Es de todo punto necesario al entendimiento humano distinguir la posibilidad y la realidad de las cosas. El principio de esta distinción está en el sujeto y en la naturaleza de sus facultades de conocer. En efecto, si el ejercicio de estas facultades no supusiera dos elementos del todo heterogéneos, el entendimiento para los conceptos, y la intuición sensible para los objetos que corresponden a estos conceptos, esta distinción (entre lo posible y lo real) no existiría. Si nuestro entendimiento fuera intuitivo, no habría otros objetos más que lo real. Los conceptos (que no miran más que a la posibilidad de un objeto) y las intuiciones sensibles (que nos dan algo, sin que, a pesar, nos lo hagan conocer como objeto) se desvanecerían juntamente. Luego toda la distinción de lo puramente posible y de lo real descansa solo sobre esto: que el primero significa la posición de la representación de una cosa relativamente a nuestro concepto, y en general, a la facultad de pensar, mientras que el segundo significa la posición de la cosa en sí misma (fuera de este concepto). Por consiguiente, la distinción de las cosas posibles y de las cosas reales, no tiene más que un valor subjetivo para el entendimiento humano, porque no podemos siempre concebir algo que no exista, o representarnos, alguna cosa como dada, sin tener todavía ningún concepto de ella. La proposición de que las cosas pueden ser posibles sin ser reales, y que por consiguiente, no se puede concluir de la simple posibilidad a la realidad, no tiene, pues, valor real más que para la razón humana, y nada prueba mejor que esta distinción tiene su principio en las cosas mismas. En efecto, que no se tiene el derecho de sacar esta consecuencia, y que, por consiguiente, esta proposición se aplica simplemente a los objetos, en tanto que nuestra facultad de conocer los considera bajo sus condiciones sensibles, como objetos sensibles, y que no tienen ningún valor relativamente a las cosas en general, es lo que resulta claramente de la orden imperiosa que nos da la razón de admitir como existente de una manera absolutamente necesaria, algo (el principio primero), en que la posibilidad y la realidad se confunden, y cuya idea ningún concepto del entendimiento, puede seguir; lo que quiere decir, que el entendimiento no puede, bajo ningún respecto, representarse una cosa semejante y su modo de existencia. Porque si la concibe (concíbala como quiera), no se la representa más que como posible. Que si se tiene conciencia como de algo, que es dado en la intuición, es real, pero no se concibe nada tocante a su posibilidad. Es porque el concepto de un ser absolutamente necesario, es, en verdad, una idea indispensable de la razón, pero es un concepto problemático e inaccesible para el entendimiento humano. Hay un valor para el uso de nuestras facultades de conocer, consideradas en su naturaleza particular; no lo hay relativamente al objeto, y para todo ser que conoce; porque yo no puedo suponer que el pensamiento y la intuición, son en todo ser que conoce dos condiciones distintas del ejercicio de sus facultades de conocer. Un entendimiento, para que esta distinción no existiera, juzgaría que todos los objetos que conocemos son (existen); y la posibilidad de algunos objetos, que sin embargo, no existen, es decir, la contingencia de estos objetos, cuando existen, y por consiguiente, también la necesidad, que es necesario distinguir de esta contingencia, no caerían bajo su representación. Mas la dificultad que halla nuestro entendimiento para tratar aquí sus conceptos a ejemplo de la razón, viene únicamente de que aquello de que la razón hace un principio que emplea como perteneciente al objeto, es trascendente para el entendimiento, considerado como entendimiento humano (es, decir, imposible en las condiciones subjetivas de su conocimiento). Luego queda siempre esta máxima, que todos los objetos, cuyo conocimiento excede la facultad del entendimiento, no los concebimos más que conforme a las condiciones subjetivas necesariamente inherentes a nuestra naturaleza (es decir, a la naturaleza humana), del ejercicio de nuestras facultades; y si los juicios que formamos de este modo (y no puede ser de otra manera relativamente a los conceptos trascendentes), no pueden ser principios constitutivos que determinen el objeto tal como es, quedan, sin embargo, como principios reguladores, inmanentes y seguros en el uso que de ellos se hace, y propios para las necesidades de nuestro espíritu.
Del mismo modo que la razón, en la contemplación teórica de la naturaleza debe admitir la idea de la necesidad incondicional de un primer principio, así, bajo el punto de vista práctico, presupone en sí misma una causalidad incondicional (relativamente a la naturaleza), es decir, a la libertad, por esto mismo que tiene conciencia de su ley moral. Luego aquí, puesto que la necesidad objetiva de la acción, como deber, se halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría sometida como suceso, si su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad, es decir, en la causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria moralmente, es considerada físicamente como del todo contingente (es decir, que debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no lo tiene), es claro que es necesario buscar únicamente en la naturaleza de nuestra facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben representarse como órdenes (y las acciones conformes a estas leyes, como deberes) y porque la razón no expresa esta necesidad para ser (llegar), sino para deber ser. No sucedería así si se considerase la razón sin la sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los objetos de la naturaleza), por consiguiente, como causa en un mundo inteligible que estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley moral, y en el cual no hubiera distinción entre deber y hacer, entre lo posible y lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y la ley teórica que determina lo segundo. Luego, aunque un mundo inteligible, en donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real por esto sólo, aunque la libertad misma, como condición formal de este mundo, sea para nosotros un concepto transcendente, que no pueda suministrarnos ningún principio constitutivo para determinar un objeto y su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la constitución de nuestra naturaleza (en parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos los seres racionales, en relación con el mundo sensible, en tanto que podemos representárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un principio regulador universal, que no determina objetivamente la naturaleza de la libertad, como forma de la causalidad, pero que no prescribe menos imperiosamente a cada uno conforme a esta idea, la regla de sus acciones. Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, se puede asegurar que no encontraríamos distinción entre el mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los fines de la naturaleza, si nuestro entendimiento no estuviera formado de tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad de juzgar no puede, relativamente a lo particular, reconocer finalidad, y, por consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general bajo la cual pueda subsumirlo. Luego, como lo particular; como tal, contiene relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo, la razón exige también unidad en el enlace de las leyes particulares de la naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a lo contingente se llama finalidad) y como es imposible derivar a priori, por la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las leyes generales, relativamente a lo que ellas tienen de contingente, el concepto de la finalidad de la naturaleza en sus producciones es un concepto necesario al juicio humano, relativamente a la naturaleza, pero no concierne a la determinación de los objetos mismos. Es, por consiguiente, un principio subjetivo de la razón para el juicio, y este principio, en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan necesario a nuestro juicio humano, como si fuera un principio objetivo.