Del gusto considerado como una especie de sentido común
Se da muchas veces al juicio, considerando menos su reflexión que su resultado, el nombre de sentido, y se habla del sentido de la verdad, del sentido de las conveniencias, del sentido de lo justo, etc. Se sabe muy bien sin embargo, o al menos se debe saber, que esto no es un sentido en que estos conceptos pueden tener lugar, que un sentido puede mucho menos todavía aspirar a reglas universales, y que jamás semejante representación de la verdal, de la conveniencia, de la belleza o de la honestidad nos vendría al espíritu, si no pudiésemos elevarnos por cima de los sentidos a las facultarles superiores de conocer. La inteligencia común entendida por la sana inteligencia (que no está todavía cultivada) es considerada como la menor de las cosas que se pueden esperar de cualquiera que reivindica el nombre de hombre, tiene también el muy delicado honor de ser decorada con el nombre de sentido común (sensus communis), y de tal suerte, que bajo la palabra común, no solamente en el lenguaje alemán en donde la palabra gemein tiene realmente doble sentido, sino también en muchos otros, se entiende lo que es vulgar (vulgare)55, es decir, lo que se encuentra en todas partes, y cuya posesión no es un mérito o una ventaja.
Mas por sentido común, es necesario entender la idea de un sentido común a todos56, es decir, una facultad de juzgar, que en su reflexión considera (a priori) lo que debe ser en los demás el modo de representación de que se trata, con el fin de comparar en cierto modo su juicio con toda la razón humana, y de evitar por esto una ilusión que, haciéndonos tomar por objetivas condiciones particulares y subjetivas, tendría una funesta influencia sobre el juicio. Luego para esto es necesario comparar nuestro juicio con el de otros, y más bien todavía con sus juicios posibles que con sus juicios reales, y suponerse en el puesto de cada uno de ellos, teniendo cuidado solamente de hacer abstracción de los límites que restringen accidentalmente nuestro propio juicio, es decir, descartando en lo posible lo que constituye la materia o sensación en el modo de representación, para llevar toda su atención sobre las propiedades formales de esta representación o de este modo de representación. Pero esta operación de la reflexión parecerá quizá muy artificial para que se pueda atribuir a lo que se llama el sentido común; pero no aparece así más que cuando la expresamos con fórmulas abstractas; nada hay más natural en sí como hacer abstracción de todo atractivo y de toda emoción, cuando se busca un juicio que pueda servir de regla universal.
He aquí las máximas de la inteligencia común, que no forman parte ciertamente de la crítica del gusto, pero que pueden servir de explicación a sus principios: l.º, pensar por sí mismo; 2.º, pensar en sí, colocándose en el puesto de otro; 3.º, pensar de manera que se esté siempre de acuerdo consigo mismo. La primera, es la máxima de un espíritu libre de prejuicios; la segunda, la de un espíritu extensivo; la tercera, la de un espíritu consecuente. La tendencia a una razón pasiva, por consiguiente, a la heteronomía de la razón, se llama prejuicio; y el mayor de todos es representarse la naturaleza como no hallándose sometida a estas reglas que el entendimiento le da necesariamente como principio, en virtud de su propia ley; es decir, la superstición57. La cultura del espíritu58 nos libra de la superstición como de todos los prejuicios en general; mas la superstición es el prejuicio por excelencia (en sentido elevado), porque de la ceguedad en que nos coloca, y que aun nos impone como una ley, resulta la necesidad de ser guiados por otros, y por consiguiente, la pasividad de la razón. En cuanto a la segunda máxima, estamos, además, acostumbrados a denominar estrecho (limitado, al contrario de extensivo), a aquel talento que no sirve para cosa alguna grande (principalmente para algo que exija una gran fuerza de aplicación).
Más aquí no hay cuestión acerca de la facultad del conocimiento; no se trata más que de la maura de pensar, o de hacer un uso conveniente del pensamiento; por esto es por lo que un hombre, por débil que sea la capacidad o el grado de desarrollo a que le reduzca la naturaleza humana, manifiesta un espíritu extensivo, sabiendo elevarse sobre las condiciones particulares o subjetivas del juicio (a las cuales tantos otros quedan, por decirlo así, pegados y complaciéndose en reflexionar sobre su propio juicio), bajo un punto de vista universal (que no se puede determinar más que colocando bajo el punto de vista de otro).
La tercera máxima, la que exige que el pensamiento sea consecuente consigo mismo, es muy difícil de observar, y no se puede llegar a ella más que por medio de la unión de las dos primeras, y en razón del hábito adquirido por una larga práctica de estas máximas. Se puede decir que la primera de estas máximas, es la del entendimiento; la segunda, la del Juicio; la tercera, la de la razón.
Cogiendo la ilación interrumpida por este episodio, diremos que la expresión del sentido común (sensus communis)59, conviene mejor al gusto que a la inteligencia común, al juicio estético que al juicio intelectual, si se quiere entender por la palabra sentido un efecto de la simple reflexión sobre el espíritu, porque entonces se entiende por sentido el sentimiento de placer. Aun se podría definir el gusto como la facultad de juzgar de lo que hace propio para ser universalmente participado, el sentimiento ligado sin el auxilio de ningún concepto, a una representación dada.
La aptitud que tienen los hombres para comunicarse sus pensamientos, exige también cierta relación de la imaginación y del entendimiento, conforme a la cual se juntan las intuiciones a los conceptos y estos a las intuiciones, de manera que formen un conocimiento; mas entonces la concordancia de estas dos facultades del espíritu tiene un carácter legal; depende de conceptos determinados. Esto no es más que cuando la imaginación en libertad despierta al entendimiento, y cuando este, sin el auxilio de conceptos da la regularidad al juego de la imaginación, entonces es solamente cuando la representación es participada, no como pensamiento, sino como sentimiento interior de un estado de armonía del espíritu. El gusto es, pues, la facultad de juzgar a priori los sentimientos ligados a una representación dada, propios para ser participados (sin el intermedio de un concepto). Si se pudiese admitir que la sola propiedad que tiene nuestro sentimiento de poder ser universalmente participado, encierra desde luego un interés para nosotros (que no hay derecho para deducir de la naturaleza de un juicio puramente reflexivo), se podría explicar por qué el sentimiento del gusto se atribuye a cada uno, por decirlo así, como un deber.