De la prueba moral de la existencia de Dios
Hay una teleología física que suministra a nuestro juicio teórico reflexivo una prueba suficiente para admitir la existencia de una causa inteligente del mundo. Mas hallamos también en nosotros mismos, y principalmente en el concepto de un ser racional en general dotado de libertad, una teleología moral. En verdad, como aquí se trata de fines o de leyes que pueden ser determinadas a priori como necesarias, esta teleología no tiene necesidad, para establecer esta legislación interior de una causa inteligente existente fuera de nosotros; lo mismo que cuando hallamos en las propiedades geométricas alguna finalidad (para toda clase de aplicaciones en el arte), no tenemos necesidad de haber recurrido a un entendimiento supremo que se las haya asignado. Mas esta teleología moral se aplica a nosotros, en tanto que seres del mundo, y por consiguiente, en tanto que seres ligados en el mundo con las otras cosas, y estas mismas leyes morales nos imponen la necesidad de juzgar estas cosas, sea como fines, sea como objetos, relativamente a los cuales nosotros mismos somos el objeto final. Luego una teleología moral, que implica una relación de nuestra propia causalidad a los fines y aun a un objeto final, que debemos tener en cuenta en el mundo, y recíprocamente una relación del mundo a este fin moral y a las condiciones exteriores que hacen posible su realización (lo que no puede enseñarnos ninguna teología física), esta teleología reduce necesariamente la cuestión a saber si nuestra razón nos obliga a salir del mundo para dar a esta relación de la naturaleza con nuestra moralidad interior una causa suprema inteligente, y poder de este modo representarnos la naturaleza como conforme a la legislación moral interior y a la ejecución posible de esta legislación. Hay, pues, ciertamente una teleología moral, y esta teleología se halla ligada de una parte a la nomotética de la libertad, y de otra a la de la naturaleza, tan necesariamente como la legislación civil a la cuestión de saber en dónde se debe colocar el poder ejecutivo; y en general, ella sirve de lazo en todas partes en donde la razón suministra un principio de realidad de cierto orden de cosas legal, que no es posible más que por medio de ideas. Mostremos a continuación cómo esta teleología moral y su relación a la teleología física conducen la razón a la teología, y examinaremos después la posibilidad y la solidez de esta manera de razonar.
Cuando se mira la existencia de ciertas cosas (o solamente de ciertas formas de las cosas) como contingente, y por consiguiente, como no siendo posible más que por alguna otra cosa que sirve de causa, se puede buscar el principio supremo de esta causalidad, y por consiguiente, el principio incondicional de lo condicional, o bien en el orden físico, o bien en el orden teleológico (según el nexus effectivus o el nexus finalis). Es decir, que se puede preguntar cuál es la causa suprema que ha producido estas cosas, o bien cuál es el fin supremo (absolutamente incondicional), que ha determinado esta causa a producirlos, o en general a producir todo lo que existe. En este último caso, se supone evidentemente que esta causa es capaz de representarse fines, que por consiguiente es un ser inteligente, o al menos que debemos concebirla como obrando conforme a las leyes de un ser inteligente.
Luego, si existe cuestión acerca del orden teleológico, es un principio al cual la razón más vulgar se halla obligada a conceder inmediatamente su adhesión, que si debe haber necesariamente un objeto final que la razón suministre a priori, este objeto final no puede ser más que el hombre (o todo ser racional del mundo) en tanto que existiendo bajo leyes morales122.
En efecto (según el juicio de cada uno), si el mundo no se compusiera más que de seres inanimados, o aun de seres animados, pero privados de razón, su existencia no tendría ningún valor puesto que no se hallaría en él ser que tuviese el menor concepto de valor. Por otra parte, si en él se hallasen seres racionales, pero cuya razón se limitara a colocar el valor de la existencia de las cosas en la relación de la naturaleza con ellos mismos (con el bienestar), sin ser capaces de procurarse un valor propio (por la libertad), serían muy bien fines (relativos) en el mundo, pero no un objeto final (absoluto), puesto que la existencia de estos seres racionales estaría ella misma sin objeto. Mas es carácter propio de las leyes morales prescribir a la razón un fin incondicional, y tal, por consiguiente, como lo exige el concepto de un objeto final; y la existencia de una razón que, en el orden de los fines, pueda ser para sí su ley suprema, o en otros términos, la existencia de seres racionales bajo leyes morales, he aquí lo que sólo puede ser mirado como el objeto final de la existencia del mundo. Si así no fuese, o bien la existencia de este mundo no tendría objeto para su causa, o bien tendría por principio, fines sin objeto final.
La ley moral como condición formal impuesta por la razón al uso de nuestra libertad, nos obliga por sí misma, sin depender de fin alguno como una condición material; pero al mismo tiempo determina a priori un objeto final, al cual nos obliga a inclinarnos, y este objeto final es el soberano bien, posible en el mundo para la libertad.
La condición subjetiva que, sin la ley moral, constituye para el hombre (y según nuestros conceptos para todo ser racional finito) el objeto final de su existencia es la dicha. Por consiguiente, el soberano bien físico que es posible en el mundo, y que es el objeto final que el hombre debe perseguir en tanto que se halla en él, es la dicha, bajo la condición objetiva de que el hombre se conforme con la ley de la moralidad, es decir, que sea digno de ser dichoso.
Mas estas dos condiciones del objeto final que se nos ha asignado por la ley moral, no podemos con toda nuestra razón, representárnoslas reunidas conforme a la idea de este objeto final, por causas puramente naturales. El concepto de la necesidad práctica del fin propuesto a nuestras facultades, no se conforma con el concepto teórico de la posibilidad física de su realización, si no ligamos a nuestra libertad otra causalidad (intermediaria) más que la de la naturaleza.
Es necesario, pues, que admitamos una causa moral del mundo (un autor del mundo), para podernos proponer un objeto final, conforme a la ley moral; y en tanto este objeto es necesario en cuanto (en el mismo grado y por la misma razón), es necesario admitir que hay un Dios123.
Esta prueba, a la cual es muy fácil dar una forma lógica y precisa, no significa que es tan necesario admitir la existencia de Dios, como reconocer el valor de la ley moral, de suerte que el que no pudiese convencerse de la primera pudiera creerse desligado de las obligaciones de la segunda. No. Solamente no habría para aquel objeto final que perseguir en el mundo para el cumplimiento de las leyes morales (o armonía posible en los seres racionales entre la dicha y el cumplimiento de las leyes morales, es decir, del soberano bien). Todo ser racional en este caso, no se debería reconocer menos estrechamente ligado a la regla de las costumbres, porque las leyes morales son formales, y ordenan sin condición, e independientemente de todo fin (como materia de la voluntad). En cuanto a la otra condición exigida por el objeto final, que la razón práctica propone a los seres del mundo, es un fin que les impone irresistiblemente su naturaleza (ser finitos), pero que la razón somete a la ley moral como a su condición inviolable, o aunque no quiera ver universalmente derivar más que de esta ley, dándonos así por objeto final la armonía de la dicha con la moralidad. Tender a este objeto en tanto que podamos, he aquí lo que ordena la ley moral, cualquiera que deba ser por otra parte el resultado de nuestros esfuerzos. La práctica del deber consiste en una voluntad que la cumple seriamente, y no por medio del acaso.
Supongamos que un hombre impresionado en parte por la debilidad de todas las pruebas especulativas tan vanas y en parte por las irregularidades que nota en la naturaleza y en el mundo moral, se persuade de que no hay Dios; sería todavía a sus propios ojos un ser despreciable, si quisiera deducir que las leyes del deber son imaginarias, sin valor, sin que obliguen, y si tomase en consecuencia la resolución de violarlas con atrevimiento. Supongamos también que este mismo hombre viene a convencerse enseguida de aquello que al principio había puesto en duda; será bello el cumplir sus deberes tan puntualmente como se pudiera desear; en cuanto a los efectos exteriores de su conducta, no se compadecería menos por un miserable si no obrase así más que por el temor o en la esperanza de una recompensa, sin ningún sentimiento de respeto por el mismo deber. Si, por el contrario, creyendo absolutamente en Dios, llenase sus deberes según el testimonio de su conciencia, de una manera sincera y desinteresada, pero que viniendo a suponer que pudiera muy bien un día ser convencido de que no hay Dios, se creyese en esta hipótesis desligado de toda obligación moral, esta conclusión se conformaría mal con su sentimiento moral interior.
Que se suponga, pues, un hombre honrado (como Spinosa, por ejemplo),124 firmemente convencido de que no hay Dios y que no hay tampoco vida futura (puesto que el objeto de la moralidad se halla envuelto en la misma consecuencia), ¿cómo juzgará el destino interior que le asigna la ley moral que reverencia en sus acciones? Él no alcanza del cumplimiento de esta ley ninguna ventaja personal, ni en este mundo ni en el otro; quiere, por el contrario, cumplir de una manera desinteresada el bien que esta santa ley propone a su actividad. Mas su esfuerzo es limitado, y si puede hallar acá y allá en la naturaleza un concurso accidental, no puede alcanzar jamás un concierto regular y constante (como son y deben ser sus máximas interiores) con el fin que, sin embargo, se siente obligado y arrastrado a perseguir. El fraude, la violencia y la envidia no cesan de cercarle, aunque sea honrado, paciente y benévolo; y los hombres honrados que encuentran bello el merecer ser dichosos, la naturaleza, que no tiene ningún respeto a esta consideración, los expone, como los otros animales de la tierra a todos los males, a la miseria, a las enfermedades, a una muerte prematura, hasta que una vasta destrucción los absorbe todos en junto (honrados o malvados, no importa), y los arroja a los que podían creerse el objeto final de la creación en el abismo de la ciega materia de donde han salido. Así este hombre honrado debería abandonar como absolutamente imposible este objeto que tenía y debía tener en consideración en el cumplimiento de leyes morales; o si se quiere, permanecerá la voz interior de su destino moral, y no debilitar el respeto que inmediatamente le inspira la ley moral; y teniendo por imposible el objeto final ideal que esta ley exige (lo que no puede dejar de llevar algún detrimento al sentimiento moral), será necesario, lo que es posible puesto que no hay menos contradicción que bajo el punto de vista práctico, para formar un concepto al menos de la posibilidad del objeto final que moralmente se le ha prescrito que reconozca la existencia de una causa moral del mundo, es decir, de Dios.