Limitación del valor de la prueba moral
La razón mira, en tanto que facultad práctica, es decir, en tanto que es capaz de determinar por medio de ideas (de conceptos puros de la razón) el libre uso de nuestra causalidad, no da solamente en la ley moral un principio regulador a nuestras acciones, sino que nos suministra al mismo tiempo un principio subjetivamente constitutivo en el concepto de un objeto que sólo la razón puede concebir, y que debe ser realizado en el mundo por nuestras acciones, conforme a esta ley. Esta idea de un objeto final de la libertad, en su conformidad con las leyes morales, tiene, pues, realidad subjetivamente práctica. Somos determinados a priori por la razón a concurrir, según nuestras fuerzas, al bien del mundo125, el cual consiste en la unión del mayor bien físico de los seres racionales, con la suprema condición del bien moral126, es decir, de la dicha general con la mayor moralidad. La posibilidad de una parte de este objeto final, a saber de la dicha, está sometida a condiciones empíricas, es decir, depende de la constitución de la naturaleza (se trata de saber si ésta se conforma o no con su objeto), y es problemático, bajo el punto de vista teórico; la de la otra al contrario, a saber, la de la moralidad que excede toda cooperación de la naturaleza, es firmemente establecida a priori, y es dogmáticamente cierta. La realidad objetiva y teórica del concepto de un objeto final, asignado en el mundo a los seres racionales, exige, pues, no solamente que un objeto final nos sea propuesto a priori, sino también que la existencia de la creación, es decir, del mundo mismo, tenga uno también, de tal suerte, que si este último pudiera ser demostrado a priori, añadiría la realidad objetiva a la realidad subjetiva del objeto final de los seres racionales. En efecto, si la creación tiene un objeto final, no podemos concebirlo de otro modo que conformándose con la moralidad (que solo hace posible el concepto de un fin). Encontramos sin duda fines en el mundo, y la teleología física nos descubre tanto de ellos, que nos hallamos autorizados para dar por fundamento a nuestra investigación de la naturaleza el principio de la razón, de que en la naturaleza no existe nada sin objeto; pero buscamos en vano el objeto final de la naturaleza en la naturaleza misma. No se puede ni se debe, por consiguiente, buscar la posibilidad de este objeto, cuya idea descansa únicamente sobre la razón, más que en los seres racionales. Mas la razón práctica de estos seres no da solamente este objeto final; determina también el concepto, en el sentido que determina las condiciones que solo nos permiten concebir un objeto final de la creación.
Luego la cuestión está en saber si la realidad objetiva del concepto de un objeto final de la creación no puede ser también demostrada de una manera propia para satisfacer las exigencias teóricas de la razón pura, sino apodícticamente por el juicio determinante, al menos suficientemente por las máximas del juicio teórico reflexivo. Es lo menos que se puede pedir a la filosofía especulativa, que tiene la pretensión de relacionar el fin moral con los fines de la naturaleza por medio de la idea de un fin único; más también esto es todavía mucho más que lo que ella puede dar.
He aquí solamente lo que el principio del juicio teórico reflexivo nos autorizaría a decir: si tenemos razón en admitir para explicar la finalidad de las producciones de la naturaleza una causa suprema de la misma, cuya causalidad, en tanto que principio de la realidad de esta última (de la creación), debe ser concebida como siendo de otra especie que la que exige al mecanismo de la naturaleza, es decir, como la cualidad de una inteligencia, tenemos razón en concebir en este ser primero no solamente fines para todo lo que existe en la naturaleza, sino también un objeto final, no sin duda, de manera que demuestre la existencia de un ser semejante, sino de manera al menos (como sucede en la teleología física) que nos convenza de que, no solamente no podemos concebir la posibilidad de un mundo semejante más que suponiéndole creado conforme a fines, sino que todavía es necesario suponer un objeto final a su existencia.
Mas este objeto final no es más que un concepto de nuestra razón práctica, y no puede sacarse de los datos de la experiencia por servir para formar un juicio teórico sobre la naturaleza o un conocimiento de la misma. No hay uso posible de este concepto más que por medio de la razón práctica, considerada en sus leyes morales; y el objeto final de la creación es esta constitución del mundo que conforma con lo que no podemos determinar más que en virtud de ciertas leyes, es decir, con el objeto final de nuestra razón pura práctica, en tanto que práctica. Luego la ley moral, que nos asigna este objeto final, nos autoriza bajo el punto de vista práctico, es decir, por la necesidad misma en que nos hallamos de dirigir nuestras fuerzas hacia este objeto, a admitir la posibilidad, y por consiguiente también a admitir una naturaleza que conforme con ella (porque si la naturaleza no llenase por medio de su concurso la condición de este objeto final que no está en nuestro poder, sería imposible). Tenemos, pues, una razón moral para concebir un objeto final de la creación.
No deducimos todavía aquí de la teleología moral una teología, es decir, la existencia de una causa moral del mundo, sino solamente un objeto final de la creación que determinamos de esta manera. Que al presente esta creación, es decir, una existencia de las cosas subordinadas a un objeto final, exige que admitamos un ser inteligente, y no solamente un ser inteligente (para explicar la posibilidad de las cosas que debemos mirar como fines), sino un ser moral, en tanto que autor del mundo, es decir, un Dios, esta es una segunda conclusión que, como se ve, se funda sobre conceptos de la razón práctica, y por consiguiente, se dirige al juicio reflexivo, y no al juicio determinante. En efecto, no podemos lisonjearnos de comprender, que puesto que en nosotros la razón moralmente práctica es esencialmente diferente, en cuanto a sus principios, de la razón técnicamente práctica, debe ser también del mismo modo admitida como inteligencia en la causa suprema del mundo, y que una especie de causalidad particular y distinta de la que exigen los fines de la naturaleza, sea necesaria a esta causa para el objeto final; por consiguiente, no podemos lisonjearnos de comprender cómo nuestro objeto final nos produce una necesidad moral, no solamente de admitir un objeto final de la creación (en tanto que efecto), sino también de admitir un ser moral como principio de la creación. Mas podemos muy bien decir que conforme a la naturaleza de nuestra razón, nos es imposible concebir la posibilidad de una finalidad fundada sobre la ley moral y su objeto, tal como la supone este objeto final sin un autor y un soberano del mundo, que sea al mismo tiempo un legislador moral.
La realidad de un supremo autor y legislador moral del mundo no está suficientemente probada más que por el uso práctico de nuestra razón, y nada se halla teóricamente determinado relativamente a la existencia de este ser. En efecto, la razón para establecer la posibilidad de su fin, que nos asigna además por su propia legislación, tiene necesidad de una idea que separe (de una manera suficiente por el juicio reflexivo) el obstáculo opuesto a este fin por el mundo, considerado según el concepto de la naturaleza, y esta idea recibe por sí misma una realidad práctica; mas esta realidad no puede establecerse bajo el punto de vista teórico, por el conocimiento especulativo, de manera que sirva a la explicación de la naturaleza y a la determinación de la causa suprema. La teleología física ha probado suficientemente por medio del juicio teórico reflexivo una causa inteligente del mundo para los fines de la naturaleza; la teleología moral la establece por medio del juicio práctico reflexivo para el concepto de un objeto final, que está obligada a atribuir a la creación bajo el punto de vista práctico. La realidad objetiva de la idea de Dios, considerado como autor moral del mundo, no puede ser ciertamente probada únicamente por medio de fines físicos; pero como el conocimiento de estos fines se halla ligado al del fin moral, en virtud de esta máxima de la razón pura de que es necesario perseguir la unidad de los principios en tanto que se pueda, son de una gran importancia para confirmar la realidad práctica de esta idea con la ayuda de lo que la razón, bajo el punto de vista teórico suministra al juicio.
Y aquí, para evitar una mala inteligencia en la cual sería fácil caer, es absolutamente necesario notar dos cosas. Primero, no podemos concebir estos atributos del Ser supremo más que por analogía. En efecto, ¿cómo querríamos sondar su naturaleza, cuando la experiencia no puede mostrarnos nada semejante? Después, estos atributos nos le hacen solamente concebir y no conocer, y no podemos referirlos, a él teóricamente, porque esto miraría al juicio determinante bajo el punto de vista especulativo de la razón; esto sería para él mostrarnos lo que es en sí la causa suprema del mundo. Mas como no se trata aquí más que de saber, qué concepto debemos formarnos de este ser conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, es necesario admitir su existencia para poder atribuir una realidad práctica a un objeto que la razón práctica nos propone anteriormente a toda suposición de este género, como el objeto de todos nuestros esfuerzos, es decir, para poder concebir como posible un efecto propuesto a nuestra actividad. Aunque este concepto sea transcendente para la razón especulativa; aunque los atributos que referimos al ser que ellos nos hacen concebir, empleados objetivamente, encubran el antropomorfismo, no deben servir más para determinarla naturaleza de este ser inaccesible para nosotros, sino nosotros mismos y nuestra voluntad. Del mismo modo que designamos una causa conforme al concepto que tenemos del efecto (pero en su relación, sólo con este efecto) sin querer determinar la naturaleza íntima de esta causa, por las propiedades que la experiencia descubre, la sola cosa que podemos conocer en esta causa, del mismo modo, por ejemplo, que atribuimos al alma, entre otras propiedades, una fuerza locomotiva, puesto que la vemos nacer realmente de los movimientos corporales, cuya causa reside en sus representaciones, pero sin pretender atribuirle el único medio que conocemos en las fuerzas motrices (es decir, la atracción, la presión, la impulsión, y por consiguiente, el movimiento que suponen siempre un ser extenso), así también debemos admitir algo que contenga el principio de la posibilidad y de la realidad práctica de un objeto final, moralmente necesario; pero si concebimos este algo conforme a la naturaleza del efecto que se espera como un ser sabio, que gobierna el mundo según leyes morales, y si conforme a la constitución de nuestras facultades de conocer debemos concebirle como una causa distinta de la naturaleza, esto no es más que para expresar la relación de este ser, que excede todas nuestras facultades de conocer, con el objeto de nuestra razón práctica. No pretendemos aquí atribuirle teóricamente la sola causalidad de esta especie que nos sea conocida, a saber, una inteligencia y una voluntad: no pretendemos aún distinguir objetivamente la causalidad que concebimos en él, relativamente a lo que es para nosotros un objeto final, de lo que es relativo a la naturaleza (y a su finalidad en general), como si fuesen distintos en sí mismos: no podemos admitir esta distinción más que como subjetivamente necesaria, bajo el punto de vista de nuestra facultad de conocer y como válida para el juicio reflexivo, y no para el juicio objetivamente determinante. Mas si se trata de la práctica, un principio regulador (por la prudencia de la sabiduría) como el que nos ordena tomar por fin aquello cuya posibilidad no podemos concebir, conforme a la naturaleza de nuestra facultad de conocer, más que de una cierta manera, un tal principio es al mismo tiempo constitutivo, es decir, prácticamente determinante, mientras que este mismo principio, considerado como sirviendo para juzgar la posibilidad objetiva de las cosas, no es bajo ningún aspecto teóricamente determinante (no nos dice que no hay para el objeto otra posibilidad que la que concibe nuestra facultad de pensar), sino que es un principio puramente regulador por el juicio reflexivo.
OBSERVACIÓN
Esta prueba moral no es un argumento de nueva fecha, aunque la exposición de él lo sea, porque es anterior al primer desenvolvimiento de la razón humana, y ha seguido sus progresos. Desde que los hombres comenzaron a reflexionar sobre lo justo y lo injusto, en un tiempo en que permanecían todavía indiferentes a la finalidad de la naturaleza, y se servían de esto sin ver en ella otra cosa que el curso ordinario de la misma, debieron inevitablemente ser conducidos a juzgar que no se puede en definitiva llegar a esto mismo por un hombre, al conducirse honesta o deshonestamente, con equidad o con violencia, aunque no haya recogido antes de su muerte, al menos de una manera visible, ninguna recompensa para sus virtudes, ningún castigo para sus faltas. ¿No oían como una voz interior que les decía que no podía suceder así? Y por consiguiente, ¿no deberían representarse, aunque oscuramente algo hacia lo que se sentían obligados a inclinarse y en que descansase tal desenlace, o que no podían conformar con su destino interior, cuando miraban el curso de la naturaleza como el solo orden de las cosas? Podrían sin duda representarse groseramente la manera en que podía repararse una irregularidad de este género (que debe mucho más revelar el espíritu humano que la ciega casualidad de la que se querría hacer un principio para juzgar la naturaleza); mas no podrían sin embargo, concebir como principio de la posibilidad de la unión de la naturaleza con su ley moral interior, más que una causa suprema que gobierna el mundo conforme a las leyes morales, puesto que hay contradicción en asignar al hombre un objeto final como deber, y en no reconocer fuera de él objeto final a una naturaleza en la cual debe alcanzar este objeto. Podían todavía nacer muchos absurdos sobre la naturaleza interior de esta causa del mundo; mas la relación moral de esta causa con el mundo queda siempre lo que debe ser y es fácil de comprender por la razón más vulgar, en tanto que se considera como práctica, pero inaccesible a la razón especulativa.
Además, según toda verosimilitud, este interés moral atraerá la atención sobre la belleza y la finalidad de la naturaleza, que sirve entonces excelentemente para confirmar esta idea, sin todavía poderla fundar, cuanto menos todavía exceder de este medio, puesto que la investigación de los fines de la naturaleza no recibe más que de su relación con el objeto final este interés inmediato que se muestra tan altamente en la admiración que experimentamos por ella, sin pensar en las ventajas que de esto podemos sacar.