De la estimación de la magnitud de las cosas de la naturaleza que supone la idea de lo sublime
La estimación de la magnitud por conceptos numéricos (o por sus signos algébricos), es matemática; la que se hace por la sola intuición (a la simple vista) es estética. Pero nosotros no podemos ciertamente llegar en la cuestión de saber cuánto es una cosa de grande, a los conceptos determinados más que por números, cuya medida es la unidad (todo al menos por aproximaciones formadas por series numéricas hasta el infinito); y así toda estimación lógica es matemática... Mas como la magnitud de la medida debe aceptarse como conocida, si no pudiera apreciarse más que matemáticamente, es decir, por medio de números, cuya unidad sería otra medida, no podríamos jamás tener una medida primera y fundamental, por consiguiente, un concepto determinado de una magnitud dada. La estimación de la magnitud de una medida fundamental tiene, pues, por carácter el poder ser inmediatamente recibida en una intuición, y aplicada por la imaginación a la manifestación de conceptos numéricos; es decir, que toda estimación de la magnitud de los objetos de la naturaleza es en definitiva estética (o subjetiva y no objetivamente determinada).
Sin embargo, no hay máximum para la estimación matemática de la magnitud (porque el poder de los números se extiende al infinito); pero hay ciertamente uno para la estimación estética, y este máximum considerado como una medida absoluta, fuera de la cual ninguna otra es subjetivamente posible (para el espíritu que juzga), contiene la idea de lo sublime, y produce esta emoción que nunca puede producir la estimación matemática de la magnitud, a menos que esta medida estética no quede presente (a la imaginación). Esta última, en efecto, no expresa nunca más que la magnitud relativa o establecida por comparación con otras de la misma especie, mientras que la primera expresa la magnitud absolutamente tal y como el espíritu puede recibirla en una intuición.
Para hallar en la intuición un quantum del que la misma pueda servirse de medida o de unidad en la estimación matemática de la magnitud, la imaginación tiene necesidad de dos operaciones, la aprehensión (apprehensio) y la comprensión (comprehensio aesthetica). La aprehensión no ofrece dificultad, porque se puede continuar hasta el infinito; pero la comprensión viene a ser tanto más difícil cuanto la aprehensión es llevada más lejos, y llega muy pronto a su máximum, a saber, a la mayor medida estética posible de la estimación de la magnitud. Porque cuando la aprehensión es llevada tan lejos que las primeras representaciones parciales de la intuición sensible comienzan ya a extenderse en la imaginación, mientras que esta continúa siempre su aprehensión ella pierde de un lado lo que gana del otro, y la comprensión recae siempre sobre un máximum que no puede nunca exceder.
Se puede explicar por esto lo que nota Savary en sus cartas sobre Egipto, cuando dice que es necesario no aproximarse ni separarse demasiado de las pirámides para experimentar todo el efecto que causa la magnitud de ellas. Porque si nos separamos demasiado, las partes percibidas (las piedras superpuestas) son oscuramente representadas, y esta representación no produce ningún efecto sobre el juicio estético. Por el contrario, si nos aproximamos demasiado, el ojo tiene necesidad de cierto tiempo para continuar su aprehensión de la base a la cúspide, y en esta operación las primeras representaciones se extinguen siempre en parte, antes que la imaginación haya recibido las últimas; de suerte, que la compresión no es nunca completa. Se explica también de la misma manera la confusión o especie de embarazo que recibe, según cuentan, el que entra por primera vez en la iglesia de San Pedro de Roma. En esto encontramos, en efecto, el sentimiento de la incapacidad de nuestra imaginación para formarse una manifestación de las ideas de un todo; tiene fijo su máximum, y esforzándose en extenderlo, recae sobre sí misma, y es lo que nos produce la satisfacción que nos conmueve.
Yo no quiero hablar todavía del principio de esta satisfacción, unida a una representación de lo que apenas parece se podría esperar, es decir, a una representación, de la cual recibimos la desconveniencia subjetiva con la imaginación; yo solamente haré observar, que si se quiere un juicio estético puro (que no se halle mezclado con un juicio teleológico o un juicio racional) para proponerlo como un ejemplo del todo propio a la crítica del juicio estético, es necesario no buscar lo sublime en las producciones del arte (por ejemplo, en los edificios, columnas, etc.), en donde un fin humano determina la forma tan bien como la magnitud, ni en las cosas de la naturaleza, cuyo concepto contiene ya un fin determinado (por ejemplo, en los animales de un destino conocido), sino en la naturaleza salvaje (y todavía a condición de que esta no ofrezca ningún atractivo y no excite ningún temor por cualquier daño real), y solamente en tanto que contiene la magnitud. En esta especie de representación la naturaleza no encierra nada de monstruoso (de magnífico o de terrible); la magnitud que aquí se recibe puede extenderse a voluntad, siempre que la imaginación pueda formar su todo de ella. Un objeto es monstruoso cuando destruye por su magnitud el fin que constituye su concepto. Se llama colosal la manifestación de un concepto, cuando aquello es casi demasiado grande para toda exhibición (cuando toca a lo monstruoso relativo), porque el objeto de la exhibición de un concepto es notable por esto mismo que la intuición del objeto es casi demasiado grande para nuestra facultad de aprehensión. Mas un juicio puro sobre lo sublime no debe fundarse sobre el concepto de un fin del objeto, so pena de no ser estético y de mezclarse con cualquier juicio del entendimiento o la razón.
Puesto que la representación de toda cosa que agrada sin interés al juicio reflexivo contiene necesariamente una finalidad subjetiva y universal, pero que aquí el juicio no se funda (como para lo bello) sobre una finalidad de la forma del objeto, se pregunta, qué es esta finalidad subjetiva, y de donde viene que ella sea para nosotros una regla que nos hace referir una satisfacción agradable a un simple juicio en el que nuestra facultad de la imaginación se halla impotente en el momento de la exhibición del concepto de una magnitud determinada.
La imaginación en la comprensión que exige la representación de la magnitud se adelanta por sí misma indefinidamente, sin que nada le sirva de obstáculo; pero el entendimiento la conduce por medio de los conceptos numéricos, cuyo esquema debe ella suministrar; y como esta operación se refiere a la estimación lógica de la magnitud, tiene una finalidad objetiva, se funda sobre el concepto de un fin (como lo es toda medida): nada hay en todo esto que se encamine y que agrade al juicio estético, nada existe que más nos obligue a favorecer la magnitud de la medida, por consecuencia, la de la comprensión de la pluralidad en una intuición hasta los límites de la facultad de la imaginación, hasta donde ésta pueda extender su exhibición. Porque en la estimación intelectual (aritmética) de las magnitudes en que se extiende la comprensión de las unidades hasta el número 10 (como en la década), o solamente hasta el 4 (como en la tétrada), esto viene a ser lo mismo; pero en la comprensión o cuando la intuición suministra el cuanto, la aprehensión no puede extenderse más que de un modo progresivo (no de una manera comprensiva), según un principio de progresión dado. En esta estimación matemática de la magnitud, el entendimiento se halla igualmente satisfecho, cuando la imaginación escoge por unidad una magnitud que puede recibirse de un golpe de vista, como un pie o una pértica, como cuando elige una milla alemana, o el diámetro de la tierra si se quiere, a cuya aprehensión es posible en una intuición de la imaginación, más no la comprensión (hablamos de la comprensión estética, no de la comprensión lógica en concepto de número). En ambos casos, la estimación lógica de la magnitud se extiende sin obstáculo hasta el infinito. Mas el espíritu escucha en sí mismo la voz de la razón, la cual para todas las magnitudes dadas, aun para aquellas que nunca puede la aprehensión percibir, pero que a pesar de esto se deben juzgar (en la representación sensible) como enteramente dadas, exige la totalidad, y por consiguiente la comprensión en una intuición, y para todos estos miembros de una serie creciente de números, la exhibición, no excluyendo ni aun el infinito (el espacio y el tiempo transcurrido) de esta exigencia, sino que, por el contrario, nos obliga a concebirla (en el juicio de la razón común) como dada enteramente (en su totalidad.)
Pero el infinito es absolutamente grande (no sólo comparativamente); toda otra cosa (de la misma especie de magnitud), es pequeña en comparación. Pero lo más importante es que el poder que tenemos de concebirle al menos como un todo, revela una facultad del espíritu que excede toda medida sensible. Porque no se puede admitir que una comprensión nos suministre por unidad una medida que tenga una relación determinada con el infinito, y aquella expresada en números. Si, pues, es posible al menos el concebir el infinito sin contradicción, es necesario admitir para esto en el espíritu humano una facultad que por sí misma sea supra-sensible. A esta facultad y a la idea que ella nos suministra de un nonmeno que no da por sí mismo lugar a ninguna intuición, sino que sirve de substratum a la intuición del mundo, considerada como fenómeno, es a la que nosotros debemos comprender por completo bajo un concepto, el infinito del mundo sensible, en una estimación pura e intelectual de la magnitud, aunque no podamos nunca concebirla matemáticamente por conceptos de número. Esta facultad que tenemos de concebir como dada (en su substratum inteligible), el infinito de la intuición supra-sensible, excede toda medida referente a la sensibilidad, y es aún más grande sin ninguna comparación posible que la facultad de estimación matemática. Esto no es más que bajo el punto de vista teórico, como viene en auxilio de la facultad de conocer, pero da extensión al espíritu que se siente capaz bajo otro punto de vista (bajo el punto de vista práctico), de exceder los límites de la sensibilidad.
La naturaleza es, pues, sublime en aquellos de sus fenómenos cuya intuición entrañan la idea de su infinito, lo que nunca puede ocurrir más que por defecto, y como consecuencia de un gran esfuerzo de la imaginación en la estimación de la magnitud de un objeto. Pero en la estimación matemática de las magnitudes, la imaginación puede dar una medida suficiente para cada objeto, porque los conceptos numéricos del entendimiento pueden, por medio de la progresión, adaptar cualquier medida a toda magnitud. Es, pues, en la estimación estética de la magnitud en lo que el esfuerzo que hacemos para alcanzar la comprensión, excede del poder de la imaginación; esto consiste en que con el sentimiento de una aprehensión que tiende progresivamente a una todo de intuición, nos apercibimos de la ineptitud de la imaginación, cuyo progreso no tiene límites, para percibir y aplicar una medida que pueda servir para la estimación de la magnitud, sin dar ningún trabajo al entendimiento. Por donde la medida verdadera e inmutable de la naturaleza es su absoluta totalidad, es decir, la comprensión de su infinidad considerada como fenómeno. Pero como esta medida es un concepto contradictorio en sí (por lo imposible de la absoluta totalidad de un progreso sin fin), la magnitud de un objeto de la naturaleza para la cual la imaginación gasta inútilmente su facultad de comprensión, nos llevará necesariamente del concepto de la naturaleza a un substratum supra-sensible (sirviendo a la vez de fundamento a la naturaleza y a nuestra facultad de pensar), que exceda en magnitud toda medida sensible, y, por consiguiente, esto será más bien el estado del espíritu en la estimación de este objeto, que el objeto mismo considerado como sublime.
Así, del mismo modo que el juicio estético tratándose de lo bello lleva el libre juego de la imaginación al entendimiento para medirlo conforme a conceptos intelectuales en general (sin determinarlos), así también, tratándose de lo sublime, lleva la misma facultad a la razón, para concertarla subjetivamente con las ideas racionales (indeterminadas), es decir, para producir un estado del espíritu conforme al que produciría sobre el sentimiento la influencia de ideas determinadas (prácticas), y muy conciliable con él mismo.
Se ve también con esto, que la verdadera sublimidad no debe buscarse más que en el espíritu del que juzga, no en el objeto de la naturaleza, cuyo juicio ocasiona este estado. ¿Quién llamará sublimes las montañas informes apiñadas unas sobre otras en un desorden salvaje, con sus pirámides nevadas, o un mar lóbrego y tempestuoso, u otras cosas de esta especie? Pero el espíritu se siente elevado en su propia estimación, cuando contemplado estas cosas sin atender a su forma, se abandona a la imaginación y a la razón, la que, uniéndose a la primera sin objeto determinado, da por resultado hacerlo más extensivo, y que sienta cuán inferior es toda la potencia de su imaginación a las ideas de su razón.
Los ejemplos de lo sublime matemático de la naturaleza, en la simple intuición que de ellos tenemos, nos presentan todos los casos en que se da a la imaginación un gran concepto numérico, menos por medida que como una gran unidad (con el fin de resumir las series numéricas).
Estimamos la magnitud de un árbol conforme a la de un hombre; esta magnitud sirve, sin duda después, de medida para una montaña, y si esta tiene una milla de altura, puede servir de unidad para el número que expresa el diámetro de la tierra, y hacer de este un objeto de intuición; a su vez, este diámetro puede servir para todo el sistema planetario que conocemos, este para el de la vía láctea y para la innumerable cantidad de vías lácteas llamadas estrellas nebulosas, que probablemente constituyen entre sí un sistema análogo, y en donde no es pasible hallar los límites. Por lo que lo sublime en el Juicio estético que formamos sobre un todo tan inmenso, consiste menos en la magnitud del número que en llegar siempre de una manera progresiva a la más elevada unidad, para lo que nos auxilia la descripción sistemática del mundo. Así es que toda la naturaleza nos parece pequeña a su vez, y nuestra imaginación, a pesar de toda su infinidad, y la naturaleza con ella, se desvanecen ante la ideas de la razón, cuando se quiere hallar una exhibición que les convenga.