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Al virrey de Cataluña se podrá escribir que en lo que toca a los moriscos que pasaren a Francia, ordene que se reconozcan, y si entre ellos fuesen algunos que sean ricos y acreditados entre ellos, se les detenga y ponga a buen recaudo para procurar sacar de ellos sus intentos, y que con la gente común disimulen y los dexen pasar, porque cuantos menos quedaren mejor.
Dictamen del Consejo de Estado,
24 de junio de 1608
Miguel ya pasaba de los treinta años, pero su aspecto y su condición de tullido parecían cargarle con más edad. Le faltaban los dientes y las piernas parecían haberse negado a seguir el crecimiento de su cuerpo cintura arriba. A lo largo de su vida, los huesos que le habían machacado de recién nacido fueron articulándose por el lugar en el que se los quebraron, pero carecía de musculatura capaz de moverlos, lo que le presentaba como un grotesco títere, más y más a medida que pasaba el tiempo. Sin embargo, continuaba con sus cuentos e historias, haciendo reír a los niños o encandilando a Rafaela en los únicos momentos de asueto que la mujer se permitía, como si Dios, el que fuere, hubiera trocado su capacidad de andar o correr por una fuente inagotable de imaginación y fantasía.
Fue Miguel quien, siempre al tanto de lo que sucedía entre las gentes adineradas, aquellas que podían comprar los magníficos caballos que criaban en el cortijillo, comentó a Hernando el éxodo de moriscos ricos hacia Francia; lo hizo como si le advirtiera de las decisiones que tomaban sus iguales.
En enero de ese año, el Consejo de Estado, encabezado por el duque de Lerma, acordó por unanimidad proponer al rey la expulsión de España de todos los cristianos nuevos. La noticia corrió de boca en boca, y los moriscos acaudalados empezaron a vender sus propiedades e intentar adelantarse a la drástica medida. El embarque a Berbería estaba prohibido, por lo que todos ellos fijaron sus miras en el reino vecino. Francia era cristiana y estaba permitido cruzar esa frontera.
Aquella mañana, Hernando lo observó antes de desechar tal posibilidad.
—Mi sitio está aquí, Miguel —le contestó Hernando, percibiendo en el tullido un suspiro de tranquilidad—. No es la primera vez que se habla de expulsión —añadió—. Ya veremos si se ejecuta la orden. Por lo menos no proponen castrarnos, degollarnos, esclavizarnos o lanzarnos al mar. Los nobles perderían mucho dinero si nos expulsaran. ¿Quiénes cultivarían sus tierras? Los cristianos no saben hacerlo, ni están dispuestos a ello.
Durante el año de 1608, el rey Felipe no adoptó la propuesta que le recomendaba su Consejo. Salvo el patriarca Ribera y algunos otros exaltados que continuaban abogando por la muerte o la esclavitud de los moriscos, la mayor parte del clero se rasgaba las vestiduras al imaginar a miles de almas cristianas acudiendo a tierras de moros donde debían renegar de la verdadera religión. Ciertamente, los intentos de evangelización fracasaban una y otra vez. Sin embargo, ¿acaso no era cierto —como defendió el comendador de León— que se mandaban religiosos y santos a la China para llevar el mensaje de Cristo a aquellos lejanos e ignotos pueblos? Y si así se hacía, ¿por qué cejar en el empeño de convertir a los de los propios reinos?
Pero si estaba prohibido huir a tierras musulmanas, también lo estaba el extraer oro o plata de España, aunque fuera a otro reino cristiano, y el mismo Consejo de Estado acordó detener a los moriscos ricos en la frontera. El flujo de adinerados hacia Francia cesó. Las aljamas de todos los reinos vivían a la expectativa, con gran inquietud: los humildes, la gran mayoría, apegados a sus tierras; aquellos con más posibles, estudiando cómo burlar la orden real en el caso de que se produjera.
Hernando no era ajeno a la inquietud de sus hermanos en la fe. Tras el nacimiento de Muqla, Rafaela dio a luz a otro precioso varón, Musa, y luego a una niña, Salma, cuyos nombres cristianos serían Luis y Ana, ninguno de ellos de ojos azules. Tenía una gran familia y el hecho de que los moriscos ricos, aquellos que podían tener acceso a los entresijos de la corte, huyesen de España, le hacía pensar que había motivos para preocuparse. Por todo ello se dispuso a viajar a Granada para averiguar qué sucedía con los plomos.
Recuperó la cédula que le había librado el arzobispado de Granada y que guardaba celosamente. Ya nadie se interesaba por los mártires de las Alpujarras: bastantes santos y mártires de la antigüedad, discípulos del apóstol Santiago, se habían hallado en el Sacromonte como para preocuparse por unos cuantos campesinos torturados por los moriscos tan sólo cuarenta años antes. Sin embargo, ningún alguacil, alcaide o cuadrillero de la Santa Hermandad habría osado poner en duda el documento que Hernando exhibía con decisión cuando alguien se lo pedía. Junto a la cédula, escondida en una pared falsa, se hallaba el ejemplar del Corán, ya finalizado; la copia del evangelio de Bernabé de la época del caudillo Almanzor y la mano de Fátima. Como en todas las ocasiones en que abría aquel escondrijo, cogió la joya y la besó pensando en Fátima. El oro se veía ennegrecido.
En Granada no le esperaban buenas noticias. Si los cristianos cordobeses se habían apropiado definitivamente de su mezquita, los granadinos habían hecho otro tanto con el Sacromonte. Como era usual, Hernando se reunió con don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo en la Cuadra Dorada de la casa de los Tiros.
—No tiene ningún sentido que hagamos llegar el evangelio de Bernabé al sultán… —afirmó don Pedro—. Necesitamos que la Iglesia reconozca la autenticidad de los libros; sobre todo del plomo que se refiere al Libro Mudo, el que anuncia que algún día llegará un gran rey con otro texto, éste legible, que dará a conocer la revelación de la Virgen María que se recogía en aquel libro indescifrable.
—Pero las reliquias… —le interrumpió Hernando.
—Eso hemos ganado —intervino un Alonso del Castillo envejecido—; las reliquias las han dado por auténticas y las veneran como tales. El arzobispo Castro ha decidido levantar una gran colegiata en el Sacromonte. Ya se lo ha encargado a Ambrosio de Vico.
—Una colegiata —se quejó Hernando en un susurro—. No debería haber sido así. ¡La doctrina de los libros es musulmana! —llegó casi a gritar—. ¿Cómo van a levantar los cristianos una colegiata allí donde se han encontrado unos plomos que ensalzan al único Dios?
—El arzobispo —intervino en esta ocasión Luna— no permite que nadie vea esos plomos. A pesar de no saber árabe, dirige personalmente su traducción y, si algo no le gusta, él mismo lo cambia o prescinde del traductor. Yo mismo lo he vivido. Tanto la Santa Sede como el rey le reclaman que envíe los libros, pero él se niega. Los conserva en su poder como si fueran suyos.
—En ese caso —alegó Hernando—, nunca se revelará la verdad.
Su voz era la de un derrotado. Los reflejos dorados de las pinturas del techo bailaron en el silencio que se hizo entre los cuatro hombres.
—No llegaremos a tiempo —insistió, apesadumbrado—. Nos expulsarán o nos aniquilarán antes.
Nadie respondió. Hernando percibió incomodidad en sus interlocutores, que se removieron en sus asientos y evitaron su mirada. Entonces lo entendió: habían fracasado, pero a ellos no iban a expulsarlos. Eran nobles o trabajaban para el rey.
Estaba solo en su lucha.
—Podemos conseguir que tú y tu familia os salvéis de la expulsión o de las medidas que se adopten contra los nuestros, si es que éstas llegan a tomarse algún día —le dijo don Pedro ante un Hernando que dio por terminada la conversación e hizo ademán de levantarse para abandonar la Cuadra Dorada.
Escrutó al noble. Se hallaba apoyado en los brazos de la silla, a medio incorporarse.
—¿Y nuestros hermanos? —inquirió sin evitar mostrar cierto resentimiento—. ¿Y los humildes? —añadió, recordando la predicción realizada por Shamir.
—Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano —terció Miguel de Luna con sosiego—. ¿O no lo consideras así? Hemos arriesgado nuestras vidas, tú el primero.
Hernando se dejó caer en la silla. Era cierto. Había arriesgado su vida en aquel proyecto.
—De momento —prosiguió el traductor—, Dios no nos ha premiado con el éxito. Él, en su infinita sabiduría, sabrá por qué. Quizá algún día…
—Si llega la expulsión —aprovechó entonces don Pedro—, o cualquier otra medida drástica, debemos vivir y permanecer en España. Nuestra semilla debe estar siempre aquí, en estas tierras que son nuestras. Una simiente siempre en disposición de crecer, multiplicarse y recuperar al-Andalus para el islam.
Lo pensó durante unos instantes. Toda una vida de entrega y sufrimiento pasó por delante de él. ¿A qué tantas desgracias? Tenía cincuenta y cuatro años y se sintió viejo, tremendamente viejo. Sin embargo, sus hijos…
—¿Cómo me libraríais de la expulsión? —preguntó débilmente.
—Un pleito de hidalguía —contestó don Pedro.
No pudo reprimir el replicarle con una cínica carcajada.
—¿Hidalgo yo? ¿Un morisco de Juviles? ¿El hijo de una condenada por la Inquisición?
—Tenemos muchos amigos, Hernando —insistió el noble—. Hoy en día se puede comprar todo, hasta la hidalguía. Se falsifican declaraciones de pueblos enteros. Tú tienes unos excelentes antecedentes en la Iglesia de Granada. Has colaborado con ella. ¡Salvaste a cristianos en la guerra de las Alpujarras! Eso es público y notorio.
—¿No eres hijo de un sacerdote? —intervino Castillo, a sabiendas de que era un tema delicado—. La hidalguía se transmite por línea paterna, nunca materna.
Hernando resopló y negó con la cabeza. ¡Sólo faltaba que aquel perro sacerdote que había violado a su madre, fuera ahora la causa de su salvación y la de su familia!
—Hay muchas limpiezas de sangre que son falsas —trató de convencerle Luna—. Todo el mundo sabe que el abuelo de Teresa de Jesús, la fundadora de las carmelitas descalzas, era judío. ¡Y pretenden beatificarla! Como ella los hay a cientos, a miles. Cristianos de toda condición pretenden que se les conceda la hidalguía para evitar el pago de impuestos y, ahora, muchos moriscos han acudido a esos pleitos para evitar la expulsión; mientras se tramitan los procedimientos, no les molestarán, y el proceso puede demorarse durante años.
—¿Y si al final los pierden? —inquirió Hernando.
—Los tiempos habrán cambiado —contestó Castillo.
—Confía en nosotros —insistió don Pedro—. Nos ocuparemos de todo.
Antes de partir de Granada, Hernando otorgó poderes a un procurador para litigar en la Sala de Hidalgos.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron. Los moriscos, desesperados ante los rumores de expulsión, acudieron en solicitud de ayuda al rey de Marruecos, Muley Zaidan. Una embajada de cincuenta hombres se desplazó hasta Berbería y le propuso invadir España con la ayuda de los holandeses, ya comprometidos a aportar los suficientes barcos como para tender un puente sobre el estrecho. La oferta era similar a todas las que proponían: Muley Zaidan sólo tenía que apoderarse de una ciudad costera con puerto, aportar veinte mil soldados y ellos levantarían a otros doscientos mil para hacerse con unos reinos debilitados.
El marroquí, pese a ser acérrimo enemigo de España, se rió de la propuesta morisca y despidió a la embajada. Quien no rió fue Felipe III, harto ya de conjuras y preocupado por el hecho de que alguna de ellas llegara a materializarse y sus dominios fueran efectivamente invadidos por una potencia extranjera con la ayuda de los moriscos. En abril de 1609, el propio rey remitió un memorial al Consejo en el que emplazaba a sus miembros a adoptar medidas definitivas contra esa comunidad, «sin reparar en el rigor de degollarlos», escribió el monarca.
Cinco meses después se publicaba en la ciudad de Valencia el bando de expulsión de los moriscos de aquel reino. Por fin se impusieron las tesis intransigentes del patriarca Ribera y otros exaltados; la única oposición a la expulsión que podía preverse, la de los nobles que temían el empobrecimiento de sus tierras a falta de mano de obra tan barata y cualificada como la de los moriscos, fue acallada bajo promesa de entrega de la propiedad de las tierras y de todos los bienes que los moriscos no pudieran llevar consigo. Lo único que se les autorizó a extraer de España eran los bienes que fueran capaces de transportar a sus espaldas hasta los puertos de embarque que se les señalaron, en los que deberían presentarse en el plazo de tres días; todo lo demás debían dejarlo en beneficio de sus señores, bajo pena de muerte para aquel que destruyese o escondiese cualquier propiedad.
Cincuenta galeras reales con cuatro mil soldados; la caballería castellana, la milicia del reino de Valencia y la armada del Océano fueron las encargadas de controlar y ejecutar la expulsión de los moriscos valencianos.
No por esperada, la orden real dejó de suponer un golpe tremendo para Hernando y para todos los moriscos de los diferentes reinos de España. Valencia sólo era el primero de ellos; después vendrían los demás reinos. Todos los cristianos nuevos debían ser expulsados y sus bienes requisados en favor de los señores, como en Valencia, o en favor de la Corona.
Hernando aún no había llegado a asimilar la orden de expulsión, cuando comprobó que frente a su casa se hallaban apostados dos soldados. La primera vez no le dio importancia: «Una coincidencia», pensó, pero tras encontrarse con ellos día tras día, llegó a la conclusión de que vigilaban sus movimientos.
—Son órdenes del jurado don Gil Ulloa —le contestó socarronamente uno de los soldados cuando se decidió a preguntarles.
«¡Gil Ulloa!», masculló al dar la espalda a un par de sonrientes soldados. El hermano de Rafaela que había heredado la juraduría de su padre. Mal enemigo, se lamentó.
Los cristianos de Córdoba celebraron la medida real y el cabildo municipal, ante el peligro de algaradas, amenazó a las exultantes gentes con penas de cien azotes y cuatro años de galeras a quien maltratara a los cristianos nuevos. Al mismo tiempo, en lugar de cien azotes y cuatro años de galeras, amenazó a los moriscos de la ciudad con doscientos azotes y seis años de galeras si se reunían más de tres de ellos a la vez.
Sin embargo, la decisión que más afectó a los intereses de Hernando y que fue adoptada de inmediato, consistió en prohibir a los moriscos la venta de sus casas y tierras.
—Tampoco se venden los caballos —le comunicó un día Miguel—. Tenía acordadas un par de ventas, pero los compradores se han echado atrás.
—Esperan que tengamos que malvenderlos.
El tullido asintió en silencio.
—Los arrendatarios se niegan a pagar las rentas —añadió haciendo un esfuerzo.
Miguel sabía que aquellos dineros eran imprescindibles para la familia. Él mismo, el año anterior, había logrado convencer a Hernando de que efectuase mejoras en el cortijillo. Necesitaban cuadras nuevas, un picadero, un pajar; todo se caía de viejo. Y Hernando atendió su consejo e invirtió gran parte de sus ahorros en la ganadería. Lo que no sabía Miguel era que el resto del dinero del que disponía el morisco lo había tenido que destinar al pleito de hidalguía, a los honorarios del procurador y del abogado granadino y al pago de los muchos informes necesarios para plantear la cuestión ante la Sala de Hidalgos.
—Las pagarán —afirmó—. A mí no me van a expulsar. He iniciado un pleito de hidalguía —explicó ante la expresión de sorpresa de Miguel—. Díselo a los arrendatarios. Lo único que conseguirán será perder las tierras si no pagan. Díselo también a los compradores de los caballos —había hablado con firmeza, pero de repente el cansancio se apoderó de su rostro y de su voz—. Necesito dinero, Miguel —musitó.
Mientras, las noticias acerca del proceso de expulsión de los valencianos iban llegando a Córdoba. Las aljamas valencianas se convirtieron en zocos a los que acudieron especuladores de todos los reinos para comprar a bajo precio los bienes de los moriscos. El odio entre las comunidades, hasta entonces latente y reprimido por los señores que defendían a sus trabajadores y que ahora, salvo raras excepciones, se despreocuparon de ellos, estalló con violencia. De nada sirvieron las amenazas del rey contra quienes atacasen o robasen a los moriscos; los caminos por los que transitaban en dirección a los puertos de embarque se sembraron de cadáveres. Largas filas de hombres y mujeres, niños y ancianos —enfermos algunos, todos cargados con sus enseres cual una inmensa comitiva de buhoneros derrotados— se encaminaron al exilio. Los cristianos les cobraron por sentarse a la sombra de los árboles o por beber el agua de unos ríos que habían sido suyos durante siglos. El hambre hizo mella en muchos de ellos y algunos vendieron a sus hijos para conseguir algo de alimento con el que mantener al resto de la familia. ¡Más de cien mil moriscos valencianos, fuertemente vigilados, empezaron a concentrarse en los puertos del Grao, Denia, Vinaroz o Moncófar!
Hernando levantó la cabeza, sorprendido. Algo grave debía suceder para que Rafaela irrumpiera en la biblioteca, sin tan siquiera llamar a la puerta. Eran escasas las ocasiones en las que su esposa acudía a su santuario mientras él trabajaba en la escritura de un Corán, y en todas ellas, sin excepción, era para tratar algún tema de importancia. Ella se acercó y se quedó en pie frente a él, al otro lado del escritorio. Hernando la contempló a la luz de las lámparas: tendría poco más de treinta años. Aquella chiquilla asustada que había conocido en las cuadras se había convertido en toda una mujer. Una mujer que, a juzgar por su semblante, estaba hondamente asustada.
—¿Conoces el bando de expulsión de los valencianos? —inquirió Rafaela.
Hernando sintió los ojos de su esposa clavados en él. Titubeó antes de contestar.
—Sí… Bueno… —balbuceó—, sé lo que todos: que los han expulsado del reino.
—Pero ¿no sabes las condiciones concretas? —prosiguió ella, inflexible.
—¿Te refieres a los dineros?
Rafaela hizo un gesto de impaciencia.
—No.
—¿Adónde quieres llegar, Rafaela? —Era raro verla en esa actitud tensa.
—Me han contado en el mercado que el rey ha dispuesto condiciones específicas para los matrimonios compuestos por cristianos nuevos y viejos. —Hernando se echó hacia delante en la silla. No conocía esos detalles. «Continúa», la instó con un gesto de su mano—. Las moriscas casadas con cristianos viejos están autorizadas a permanecer en España y con ellos sus hijos. Los moriscos casados con cristianas viejas deben abandonar España… y llevar consigo a sus hijos mayores de seis años; los menores se quedarán aquí, con la madre.
La voz le tembló al pronunciar las dos últimas frases,
Hernando apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y dejó caer la cabeza en ellos. Eso significaba que, si llegase a afectarle la orden real, expulsarían también a Amin y Laila. Muqla y sus dos hermanos menores quedarían con Rafaela en España para vivir… ¿de qué? Sus tierras y su casa serían requisadas, y sus bienes…
—Eso no sucederá en nuestra familia —afirmó con contundencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de su esposa sin que ésta hiciera nada por detenerlas. Toda ella temblaba, con sus ojos húmedos clavados en él. Hernando sintió que se le encogía el estómago—. No te preocupes —añadió con dulzura, levantándose de la silla—. Ya sabes que he iniciado un pleito de hidalguía y ya me han llegado los primeros papeles desde Granada. Tengo amigos importantes allí, cercanos al rey, que abogarán por mí. No nos expulsarán.
Se acercó a ella y la estrechó contra su pecho.
—Hoy… —Rafaela sollozó—. Esta mañana me he cruzado con mi hermano Gil de vuelta a casa. —Hernando frunció el ceño—. Se ha reído de mí. Sus carcajadas han resonado a medida que he empezado a apresurar el paso para alejarme de él…
—¿Y a qué venían esas risas?
—«¿Hidalgo?», ha preguntado a gritos. Entonces me he vuelto y ha escupido al suelo. —Rafaela estalló en llanto. Hernando la apremió a continuar—. «¡El hereje de tu esposo… jamás obtendrá la hidalguía!», ha asegurado.
Lo sabían, pensó Hernando. Era de esperar. Miguel se lo habría dicho a los arrendatarios y a los nobles que pretendían comprar los caballos y la noticia habría corrido de boca en boca.
—Mujer, aunque no me concedieran la hidalguía, sólo el hecho de pleitear ya paralizará la expulsión durante años. Después…, después ya veremos. Las cosas cambiarán.
Pero el llanto de su esposa era incontenible; se llevó las manos al rostro y sus lamentos rompieron el silencio de la noche… Hernando, que se había separado de su mujer, se puso tras ella y acarició su cabello con ternura, esforzándose por aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir.
—Tranquilízate —le susurró—, no nos pasará nada. Seguiremos todos juntos.
—Miguel tiene un presentimiento… —musitó ella entre sollozos.
—Los presentimientos de Miguel no siempre se cumplen… Todo saldrá bien. Tranquila. No pasará nada… —murmuró—. Cálmate, los niños no deben verte así.
Rafaela asintió y respiró hondo. Se resistía a dejar sus brazos. Sentía un miedo inmenso, que sólo el contacto con Hernando conseguía mitigar.
Hernando la observó salir de la biblioteca enjugándose las lágrimas y un fuerte sentimiento de ternura se apoderó de él. Había aprendido a vivir entre Fátima y Rafaela. A una la encontraba en sus oraciones, en la mezquita, en la caligrafía o en el momento en que escuchaba a Muqla susurrar alguna palabra en árabe, con sus inmensos ojos azules clavados en él a la espera de su aprobación. A Rafaela la encontraba en su vida diaria, en todas aquellas situaciones en que necesitaba de la dulzura y el amor; ella le atendía con cariño y él se lo devolvía. Fátima se había convertido sólo en una especie de fanal al que seguir en sus momentos de conjunción con Dios y su religión.
La expulsión de los moriscos valencianos se llevaba a cabo, aunque no sin dificultades. Trasladar a más de cien mil personas exigía que los barcos fueran y vinieran de la costa levantina española hasta Berbería una y otra vez. Pese a los tres días de plazo marcados, los meses transcurrían y ese retraso conllevó que, a través de las tripulaciones de los barcos que tornaban y la maliciosa crueldad de los cristianos, que no dudaban en difundirlas, empezaran a llegar noticias de la situación de los recién llegados a las costas africanas. Los más afortunados, aquellos que desembarcaban en Argel, eran inmediatamente trasladados a las mezquitas; una vez allí los hombres eran dispuestos en fila, se examinaban sus penes y se les retajaba a lo vivo, uno tras otro. Luego pasaban a engrosar la más baja de las castas de la ciudad corsaria regida por los jenízaros y eran empleados en la labor de las tierras en condiciones infrahumanas.
Los menos afortunados fueron a caer en manos de las tribus nómadas o beréberes que asaltaron, robaron y asesinaron a quienes para ellos no eran más que cristianos: hombres y mujeres que habían sido bautizados y que habían renegado del Profeta. Se hablaba de que cerca de tres cuartas partes de los moriscos valencianos, más de cien mil personas, habían sido asesinadas por los árabes. Hasta en Tetuán y en Ceuta, ciudades donde vivía un gran número de moriscos andaluces, torturaron y ejecutaron a los recién llegados. Comunidades enteras, clamando su cristiandad, se acercaron a las murallas de los presidios españoles enclavados en la costa africana en busca de protección. Centenares de moriscos, aterrorizados y desengañados, se las arreglaron para volver a España, donde se entregaban como esclavos al primer hombre con el que se encontraban; los esclavos estaban exentos de la expulsión.
También se hablaba de que pasajes enteros fueron despojados de sus bienes y lanzados al agua en alta mar. En los mercados cristianos las sardinas se empezaron a comprar al nombre de «granadinas».
Las noticias de las macabras matanzas berberiscas y demás infortunios se propagaron entre los moriscos valencianos que restaban a la espera de la expulsión. Dos comunidades se alzaron en armas. Munir levantó a los hombres del valle de Cofrentes, que al mando de un nuevo rey llamado Turigi se embreñaron en lo más alto de la Muela de Cortes. Lo mismo hicieron otros miles de hombres y mujeres en la Val de Laguar bajo las órdenes del rey Melleni. Pero el caudillo Alfatimí montado en su caballo verde no acudió en su ayuda, y los experimentados soldados de los tercios del rey no tuvieron problema alguno en poner fin a la revuelta. Miles de ellos fueron ejecutados; otros tantos acabaron como esclavos.
Antes del final de ese mismo año se dictó el bando de expulsión de los moriscos de las dos Castillas y de Extremadura. Los andaluces sabían que, en breve, serían los siguientes.
Una fría y destemplada mañana de enero, Hernando se hallaba en la biblioteca corrigiendo las letras que Amin escribía con el palillo sobre las hojas embetunadas en blanco de su librillo de memorias. Había probado a dejarle un cálamo, pero el niño emborronaba el papel con la tinta, por lo que resultaba más cómodo aquel librillo en el que se podía borrar lo escrito y repetir las letras una y otra vez. Amin había logrado dibujar un alif esbelto y proporcionado. Hernando tomó la tablilla y aprobó el trabajo con satisfacción al tiempo que le revolvía el cabello. Muqla también se acercó y miró a su hermano mayor con envidia.
—Si sigues así, pronto podrás hacerlo con el cálamo, buscando la sutil curvatura de la punta que más se adapte a los movimientos de tu mano.
El niño le miró con ojos llenos de ilusión, pero justo cuando iba a decir algo, unos atronadores golpes en la puerta de acceso a la casa retumbaron en el zaguán, se extendieron hasta el patio y ascendieron a la biblioteca. Hernando se quedó inmóvil.
—¡Abrid al cabildo de Córdoba! —se oyó desde la calle.
Tras ordenar con un apremiante gesto a su hijo que lo escondiese todo, Hernando se dirigió a la galería con el pequeño Muqla cogido de la mano. Antes de abandonar la biblioteca comprobó que Amin ponía orden en el escritorio, sobre el que dispuso un libro de salmos; lo habían ensayado en varias ocasiones.
—¡Abrid! —Los golpes volvieron a retumbar.
Hernando se agarró a la barandilla y miró hacia el patio. Rafaela se hallaba de pie en él, asustada, preguntándole con la mirada.
—Ve —le indicó antes de correr escaleras abajo.
Llegó cuando su esposa acababa de descorrer el pasador que cerraba por dentro. En la calle, un alguacil y varios soldados rodeaban a un hombre cercano a la treintena, lujosamente ataviado. Tras ellos asomaba la cabeza de un sonriente Gil Ulloa y por detrás de todos, un enjambre de curiosos. Hernando se adelantó a Rafaela, que mantenía la mirada en su hermano. Él, por su parte, trataba de reconocer al noble; sus facciones…
—Abrid al cabildo municipal —volvió a gritar el alguacil pese a que Hernando ya se hallaba en la calle—, y a su veinticuatro don Carlos de Córdoba, duque de Monterreal.
¡El hijo de don Alfonso! Los rasgos de su padre aparecían mezclados con los de doña Lucía. ¡La duquesa! Al solo recuerdo de la mujer, del odio que le profesaba, Hernando notó cómo le flaqueaban las rodillas. Aquella visita no podía augurar nada bueno.
—¿Eres tú Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles? —le preguntó don Carlos con aquella voz segura y autoritaria con la que los nobles se dirigían a cuantos les rodeaban.
—Sí. Soy yo. —Hernando esbozó una triste sonrisa—. Bien lo sabe vuestra excelencia.
Don Carlos hizo caso omiso a la observación.
—Por orden del presidente de la Real Chancillería de Granada, te hago entrega de la resolución recaída en el pleito de hidalguía que tan temerariamente has incoado. —Un escribano se adelantó y le entregó un pliego—. ¿Sabes leer? —inquirió el duque.
El papel quemaba en la mano de Hernando. ¿Por qué el propio duque se había molestado en desplazarse hasta su casa para entregársela cuando podía haberle citado en el cabildo? La curiosidad de las gentes, cada vez más numerosas, le ofreció la contestación: quería que fuera un acto público. Por el rabillo del ojo percibió cómo Rafaela se tambaleaba; ¡le había asegurado que aquel proceso podía durar años!
—Si no sabes leer —insistió don Carlos—, el escribano procederá a la lectura pública…
—Leí libros cristianos al padre de vuestra excelencia —mintió Hernando, elevando la voz—, mientras agonizaba cautivo en la tienda de un arráez corsario, poco antes de arriesgar mi vida para liberarle.
Un murmullo brotó del grupo de curiosos. Don Carlos de Córdoba, sin embargo, no mudó el semblante.
—Guarda tu soberbia para cuando te halles en tierras de moros —replicó el duque.
Hernando logró sujetar a Rafaela en el momento en que ésta se desplomaba tras escuchar las palabras del noble. El pliego de hojas se arrugó al contacto con el cuerpo de su esposa.
«Así lo ordena don Ponce de Hervás, oidor de la Real Chancillería de Granada, alcalde de su Sala de Hidalgos.» Hernando acomodó a Rafaela en una silla de la galería, humedeció su rostro y le dio un vaso de agua, pero no pudo esperar a que se recuperase totalmente de su vahído para leer el documento. ¡Don Ponce! ¡El esposo de Isabel! El oidor rechazaba su petición de hidalguía ad limine, sin tan siquiera entrar a considerarla, sin darle trámite alguno. «Cristiano nuevo público y notorio —decía en su resolución—, como él mismo se ha declarado en reiterados escritos ante el arzobispado de esta ciudad de Granada. Su taimada defensa de las matanzas de piadosos cristianos, mártires de las Alpujarras, en el lugar de Juviles, acredita su adhesión a la secta de Mahoma.» Recordó aquel primer escrito que había hecho llegar al arzobispado de Granada y en el que efectivamente intentaba excusar las carnicerías cometidas por monfíes y moriscos en las Alpujarras. ¿Tenían que aparecer justo ahora todos aquellos que podían llamarse sus enemigos? Don Ponce, Gil Ulloa y el heredero del duque de Monterreal criado por una mujer que le odiaba. ¿Quién más faltaba? «La relación de hechos y circunstancias en las que el suplicante pretende fundamentar su hidalguía ante esta Sala no es más que una burda y torpe falsificación de la realidad que no merece la más mínima atención por parte de este tribunal.» Le vinieron a la mente las promesas de don Pedro, Luna y Castillo. «¡Todo se puede falsificar!», le habían dicho. ¿De qué le había servido a él? ¡Don Ponce de Hervás había obtenido su venganza! Estrujó el documento entre sus manos.
—¡Cornudo hijo de puta! —exclamó.
Luego se encorvó en la silla, derrotado. Los años parecieron caer sobre él de repente. Rafaela, a su lado, alargó el brazo y descansó una mano sobre su pierna. El contacto le acongojó. Miró los dedos de su esposa, largos y delgados, la piel castigada por años de trabajo en la casa. Luego se volvió hacia ella. Estaba pálida. Él siguió inmóvil, paralizado. Rafaela se arrodilló a sus pies y apoyó la cabeza en su regazo. Permanecieron un rato así: quietos, con los ojos cerrados, como si se negaran a abrirse ante aquella realidad que los superaba.
La sombra de la expulsión se cernió sobre la casa. Desde ese día, Hernando estaba más atento a los pasos de Rafaela, a las conversaciones que ésta mantenía con los niños; la oía llorar a solas. Una noche, al tomarla entre sus brazos, ella lo rechazó.
—Déjame, te lo ruego —le pidió ella ante la primera caricia.
—Ahora debemos estar más unidos que nunca, Rafaela.
—¡No, por Dios! —sollozó ella.
—Pero…
—¿Y si me quedo embarazada? ¿No lo has pensado? ¿Para qué queremos otro hijo? —murmuró ella con amargura—. ¿Para que dentro de unos meses te expulsen y me tengas que abandonar preñada?
Poco después Hernando, con el semblante triste y envejecido, decidió que agotaría su última posibilidad: iría a Granada, a hablar con don Pedro y los demás, con el arzobispo si fuera necesario.
A la mañana siguiente se lo comunicó a Miguel, que se había instalado en la casa de Córdoba tan pronto como había conocido que la Chancillería rechazaba el pleito de hidalguía. Sin embargo, Hernando no le había oído contar ninguna historia, ni siquiera a los niños, que presentían que alguna desgracia se avecinaba y se mostraban tristes y callados. El tullido le abrió los portones para que saliera montado en un potro veloz y resistente. Hernando estaba dispuesto a galopar hasta Granada, a reventar al caballo si fuese necesario. Pero no pasó del callejón.
—¿Adónde crees que vas? —le detuvo uno de los soldados de Gil.
—A Granada —contestó desde encima del potro, reteniéndolo—. A ver al arzobispo.
—¿Con qué autorización?
Hernando le entregó la cédula. El hombre la ojeó con displicencia. «¡No sabes leer!», estuvo tentado de gritarle. En su lugar, intentó explicarle de qué se trataba.
—Es una autorización del arzobispado de…
—No sirve —le interrumpió el soldado al tiempo que rompía la cédula por la mitad.
—¿Qué haces? —¡Era su última opción! Hernando sintió que le hervía la sangre—. ¡Perro!
Instintivamente, Hernando azuzó al potro sobre el soldado y saltó de él para recoger los pedazos, pero antes de que hubiera tocado tierra, su compañero le amenazaba ya con la espada.
—¡Atrévete! —le desafió el soldado.
Hernando titubeó. El primero ya se había repuesto de la embestida del caballo y hacía costado al otro, también con la espada desenvainada. El potro tiraba de las bridas, excitado. Comprendió que todo era en vano.
—Sólo…, sólo pretendo recoger los pedazos…
—Ya te he dicho que no sirve para nada. No puedes abandonar Córdoba.
El soldado pisoteó los pedazos.
—Vuelve a tu casa —le instó el segundo moviendo la espada en dirección al callejón.
Hernando regresó andando con el caballo de la mano. En los portones, todavía abiertos, le esperaba Miguel, que había presenciado la escena.
Intentó comunicarse por carta con Granada pero no encontró el medio para hacerlo. Los arrieros, la mayoría de ellos valencianos, habían sido expulsados, así como los de Castilla, la Mancha y Extremadura; los de los demás reinos tenían prohibido hacer los caminos.
—Me cachean cada vez que salgo de la casa —le confesó Miguel, indignado y compungido—. A Rafaela la siguen de cerca en todo momento. Es imposible…
—¿Por qué no son ellos los que se ponen en contacto conmigo? —se quejó Hernando en voz alta. En su voz se advertía una nota de desesperación—. Deben saber que el pleito ha sido rechazado.
—Nadie puede acercarse a esta casa sin pasar antes por el control de los hombres del jurado —le contestó Miguel, intentando calmarlo—. Si lo han intentado, habrán desistido.
Por otra parte, Hernando era consciente de que ni don Pedro ni ninguno de los traductores se arriesgaría a acudir personalmente. Le constaba que el año anterior se había publicado un libro, Antigüedad y excelencias de Granada, que ensalzaba a la estirpe de los Granada Venegas, sosteniendo que sus miembros encontraban sus raíces cristianas en los godos. ¡Una de las más importantes familias de la nobleza musulmana! ¡Irónico! En el libro, que había logrado superar la censura real, venía a asegurarse que tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, al predecesor de don Pedro, Cidiyaya, se le reveló el mismo Jesucristo en forma de una milagrosa cruz en el aire que le llamó a abrazar la religión de sus antepasados godos. Los Granada Venegas renegaron del «Lagaleblila», wa la galib ilallah, nazarí, «No hay vencedor sino Dios», que había constituido hasta entonces su divisa nobiliaria, y la trocaron por un cristianísimo «Servire Deo regnare est». ¿Quién iba a poner en duda la limpieza de sangre de una familia que, como san Pablo, había llegado a ser señalada por mano divina?
—Ellos ya se han procurado su salvación —susurró—. ¿Qué les puede importar un simple morisco como yo?
El dinero se acabó, y también las provisiones que mantenían en la despensa; los arrendatarios nada les traían y Rafaela tenía problemas para comprar comida. Nadie le fiaba: ni los cristianos ni los moriscos. Pero las dificultades del día a día, y el hambre de sus hijos, parecían haberle proporcionado la fuerza que iba menguando en su esposo.
—Vende los caballos. ¡A cualquier precio! —ordenó Hernando un día a Miguel, después de oír llorar a Muqla diciendo que tenía hambre.
—Ya lo he intentado —le sorprendió el tullido—. Nadie los comprará. Un tratante de confianza me ha asegurado que no lograría venderlos ni por un mísero puñado de maravedíes. El duque de Monterreal lo ha prohibido. Nadie quiere problemas con un veinticuatro y grande de España.
Hernando negó con la cabeza.
—Quizá recuperen su valor cuando todo esto haya terminado —trató de consolarse—, y Rafaela pueda venderlos a buen precio.
—No creo —negó el tullido. Hernando abrió las manos en gesto de impotencia. ¿Qué más desdichas podían acaecerles?—. Señor —continuó Miguel—, hace ya tiempo que no pagamos la paja, ni la cebada, ni al herrador o al guarnicionero, ni los jornales de mozos y jinetes. El día que faltes, si no antes, los acreedores se nos echarán encima y una mujer sola… ¿No lo imaginabas? —añadió.
Hernando no contestó. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iban a salir adelante?
Miguel escondió la mirada. ¿Cómo pensaba que mantenía el cortijillo y los caballos si no era endeudándose? Había sido el mismo Hernando quien había ordenado que los caballos que estaban en las cuadras de la casa fueran mandados al cortijillo puesto que allí no podían alimentarlos.
Intentaron malvender los muebles de la casa y los libros de Hernando en una Córdoba convertida en un inmenso zoco. Miles de familias moriscas subastaban sus enseres en las calles, rodeados por cristianos viejos que se divertían regateando entre ellos a la baja, burlándose de unos hombres y mujeres que esperaban con ira contenida que alguien entre la multitud adquiriese aquel mueble que con tanta ilusión y esfuerzo habían logrado comprar hacía algunos años, o los lechos donde habían dormido y fantaseado con una vida mejor. Los artesanos y los comerciantes, zapateros, buñoleros o panaderos, suplicaban a sus competidores cristianos que les comprasen sus herramientas y sus máquinas. Sin embargo, ningún cristiano se acercó a los libros y muebles que Hernando sacó de su casa y que Rafaela y los niños vigilaban para que, cuando menos, no se los robasen.
Una noche, preso de la desesperación, Hernando fue en busca de Pablo Coca; quizá pudiese ganar algo de dinero con el juego, pero el coimero había fallecido. Entonces, y pese a carecer de licencia, Miguel se lanzó a las calles a pedir limosna. Los soldados que vigilaban los alrededores se reían y se burlaban al verle volver cada anochecer, saltando sobre sus muletas, con algún manojo de verduras podridas en un zurrón a su espalda. Mientras, durante el día, Hernando intentaba conseguir audiencia con el obispo, con el deán o con cualquiera de los prebendados del cabildo catedralicio de Córdoba. El obispo podía salvarle si certificaba su cristiandad, y ¿acaso no había trabajado para la catedral?
Esperó días enteros, en pie, en el mismo patio de acceso del gran edificio, igual que otros muchos moriscos que pretendían lo mismo, todos arracimados.
—No lograréis que nadie os reciba —les espetaban los porteros jornada tras jornada.
Hernando sabía que iba a ser así, que ninguno de aquellos sacerdotes les prestaría la menor atención, tal y como sucedía cuando pasaban por su lado. Algunos los miraban, otros recorrían el patio presurosos intentando evitarles. Pero ¿qué podía hacer sino esperar algo de esa misericordia que tanto pregonaban los cristianos? No se le ocurría ninguna otra solución. ¡No existía! Los rumores sobre la fecha de expulsión de los moriscos andaluces aumentaban día a día y, salvo que obtuviese la certificación de la Iglesia, Hernando estaba condenado a abandonar España junto a Amin y Laila.
¿Qué sería del resto de su familia?, se preguntaba cada noche al regresar cabizbajo a su casa y amontonar en el zaguán los mismos muebles y los mismos libros que con la ayuda de Rafaela habían sacado por la mañana.
Los niños le esperaban como si su sola presencia pudiera llegar a arreglar todos aquellos problemas vividos durante el largo y tedioso día de infructuoso mercado. Y Hernando se obligaba a sonreír y a permitir que saltaran a sus brazos, tratando de convertir los impulsos de estallar en llanto en palabras de ánimo y de cariño, escuchando sus apremiantes conversaciones, inocentes y atropelladas. Los mayores debían saberlo, pensaba entre el griterío; los mayores no podían ser ajenos a la tensión y nerviosismo que vivía la ciudad entera, pero eran incapaces de imaginar las consecuencias de aquella expulsión para una familia como la suya. Luego esperaban los desechos que traería Miguel para cenar y, con los niños ya dormidos y el tullido discreta y voluntariamente retirado, Hernando y Rafaela se hablaban en silencio, sin que ninguno de los dos se atreviese a plantear la situación con crudeza.
—Mañana lo conseguiré —afirmaba Hernando.
—Seguro que lo harás —le contestaba Rafaela buscando el contacto de su mano.
Amanecía y volvían a sacar a la calle los muebles y los libros. Los niños, arremolinados en derredor de su madre, les contemplaban marchar: Miguel a mendigar, Hernando al palacio del obispo.
—¡Por los clavos de Jesucristo, ayudadme!
Hernando saltó del grupo de moriscos y se hincó de rodillas en el patio al paso del deán catedralicio. El prebendado se detuvo y le miró. Las ropas de Hernando delataban de quién se trataba; sus problemas con el cabildo municipal le precedían.
—Tú eres el que excusó las matanzas de los mártires de las Alpujarras e hijo de una hereje, ¿no? —le espetó el deán.
Hernando trató de acercarse al hombre, arrastrándose sobre las rodillas, con los brazos extendidos. El preboste reculó. Los porteros corrieron hacia él.
—Yo… —llegó a balbucear antes de que los porteros le agarraran de las axilas y lo devolviesen al grupo.
—¿Por qué no buscas ayuda en tu falso profeta? —escuchó que gritaba a sus espaldas el deán—. ¿Por qué no lo hacéis todos? —chilló hacia los demás moriscos—. ¡Herejes!