37
Córdoba, octubre de 1578
Hernando espoleó a Corretón y el aire frío de las dehesas cordobesas le golpeó el rostro. El potente retumbar de los cascos sobre la tierra húmeda no logró acallar las imprecaciones de José Velasco y Rodrigo García, que galopaban por detrás de él tratando de darle alcance. Los retó en la misma dehesa, rodeados de yeguas y potros: «Corretón es capaz de vencer a cualquiera de vuestros caballos». Entre simpáticas burlas, los dos veteranos domadores se mostraron incrédulos.
—El último en llegar a aquel alcornocal —Hernando señaló el límite de la dehesa, donde los árboles limitaban el campo de las yeguas—, pagará una ronda de vinos.
Inclinado hacia delante en la montura, sobre el cuello extendido de Corretón, las riendas largas, manteniendo un leve contacto en la boca del caballo y sintiendo en las piernas el frenético ritmo de los impetuosos y veloces trancos del caballo, continuó espoleándolo para que aumentase la ventaja sobre sus seguidores. Aquél era un gran día para todos los moriscos. Antes de que saliesen al campo, la noticia se extendía por la ciudad al redoble de las campanas de todas las iglesias: don Juan de Austria había fallecido de tifus en Namur, siendo gobernador de los Países Bajos. El verdugo de las Alpujarras acabó sus días en una simple barraca.
Corretón galopaba como lo hacían pocos caballos y Hernando gritó. Lo hizo cuanto le permitieron sus pulmones. ¡Por las mujeres y niños de Galera que ordenó ejecutar el príncipe cristiano!
A menos de un cuarto de legua del alcornocal, Rodrigo primero, José después, lo superaron lanzándole una lluvia de barro y guijarros. Hernando aminoró la carrera hasta llegar adonde le esperaban los dos jinetes, ya en el alcornocal, galopando despacio, para que sus monturas recuperasen el resuello sin brusquedad.
—¡Brindaremos por ti! —resopló Rodrigo.
José rió y simuló llevarse un vaso a los labios.
—Es mucho más joven que vuestros caballos —se defendió el morisco.
—Deberías haberlo tenido en consideración a la hora de soltar bravatas —le advirtió el lacayo de don Diego—. ¿No pretenderás retractarte?
—¡Vosotros lo sabíais! He elegido mal la distancia.
Rodrigo se acercó a él y le golpeó en el hombro.
—Pues eso te costará dinero.
Los animales empezaron a respirar con normalidad y se dispusieron a volver a la ciudad. Entonces Rodrigo les llamó la atención.
—¡Mirad! —exclamó señalando hacia la espesura.
La grupa y los cuartos traseros de una yegua sobresalían por debajo de unos matorrales. Se acercaron y desmontaron. José y Rodrigo se dirigieron a inspeccionar el cadáver de la yegua, mientras Hernando quedaba al cuidado de los caballos.
—Es una de las más viejas —comentó José desde el lugar en el que yacía el animal. Los dos volvieron a donde esperaba Hernando y montaron de nuevo—. Pero dio muy buenos potros —afirmó a modo de epitafio—. Nosotros volveremos a Córdoba —añadió dirigiéndose al morisco—, tú ve en busca del yegüero y dile que aquí tiene un cadáver. Vuelves con él, y cuando haya desollado a la yegua, te llevas la piel para mostrársela al administrador y que la dé de baja en los libros. ¡Ah, y apresúrate antes de que alguna alimaña se ensañe con el cadáver y desaparezca la marca del hierro del rey!
Si algún carroñero atacase el cadáver allí donde la yegua se hallaba herrada con la «R» coronada y ésta desapareciese, sería imposible acreditar su muerte ante el administrador y los yegüeros se encontrarían en un verdadero problema.
El pellejo de la yegua muerta con su hierro bien visible, que Hernando llevaba cruzado por delante de la montura, apestaba igual que aquellas que transportara desde el matadero a la curtiduría hacía más de siete años. ¡Cómo había cambiado su vida en ese tiempo! Encontrar al yegüero, volver al alcornocal y desollar el cadáver le llevó casi todo lo que restaba del día; cuando terminó, el sol se escondía ya, jugando con la silueta que se adivinaba de Córdoba: la catedral emergiendo de la mezquita, el alcázar, la torre de la Calahorra y los campanarios de las iglesias iluminadas con un resplandor rojizo por encima de las casas. El silencio en el campo era casi absoluto y se movían al paso. Corretón pisaba con suavidad como si fuera consciente del hechizo. Hernando suspiró. El caballo volteó las orejas hacia él, sorprendido, y el jinete le palmeó el cuello.
Hacía cerca de año y medio un joven domador había sufrido un accidente en las dehesas; un toro al que corría derribó al caballo y corneó al hombre en la entrepierna.
Los jinetes que le acompañaban trasladaron a Alonso, que así se llamaba el accidentado, a las caballerizas reales. Sangraba en abundancia, si bien no parecía que el asta hubiera afectado a zonas vitales. Con todo, cuando llegó el cirujano a las cuadras y se enfrentó a la herida que mostraba en la entrepierna y diagnosticó que tendría que intervenir en la zona del glande del miembro de Alonso, éste no se dejó tocar hasta que un escribano público acudiese y, antes de ser tocado por el cirujano, diese fe de que su miembro no estaba retajado. Hernando fue quien tuvo que correr en busca del escribano público. Temió que Alonso se desangrase en el tiempo en que tardaba el funcionario en responder y ponerse en marcha, pero a nadie parecía importarle aquella posibilidad: todos los presentes, incluido el cirujano, admitieron como lógica la exigencia de Alonso. ¡Era más importante no parecer un judío o musulmán que la propia vida! Para su sorpresa, el escribano venció la pereza nada más escucharle, le entregó sus papeles e instrumentos de escritura para que los llevase y corrió a las cuadras donde, volcado en la entrepierna del herido, siguió con interés los dedos y las explicaciones del cirujano entre la sangre y la carne desgarrada, para comprobar personalmente que el tal Alonso efectivamente no estaba previamente descapullado. Entonces levantó acta de que durante aquella intervención y por motivos médicos, al decir del cirujano, había sido necesario proceder a cortar el prepucio del miembro del jinete. Luego entregó el documento al enfermo, que lo agarró como si en ello le fuera la vida… o el honor.
—No creo que Alonso pueda volver a montar en algún tiempo —comentó don Diego a su lacayo tras firmar el documento público en calidad de testigo—. ¿Sabes montar? —le preguntó de sopetón a Hernando, que todavía permanecía junto al escribano.
—Sí… —titubeó éste ante la oportunidad que tanto deseaba.
Don Diego comprobó su afirmación montándole en un caballo de cuatro años, presto a ser entregado al rey. Entonces, tan pronto como sintió entre sus piernas el poderío de uno de aquellos animales, resonaron en su cabeza todos y cada uno de los consejos de Aben Humeya: erguido; recto; orgulloso, sobre todo orgulloso; suave en la mano; son tus piernas las que mandan; enérgico sólo si es necesario; ¡baila! ¡Baila con tu caballo! ¡Siéntelo como si fuera parte de ti! Y bailó con el caballo, pidiéndole los movimientos que durante mil días había observado que los jinetes expertos obtenían de sus monturas mientras los trabajaban en el patio de caballos o en los soportales, el picadero cubierto que el rey mandó construir para proteger a los animales del clima extremo de los veranos e inviernos. Él mismo se sorprendió de la respuesta del caballo a sus piernas y a su mano, extasiándose con los aires y la doma de aquel ejemplar de pura raza española.
—Tiene el mismo instinto, el mismo arte que pie a tierra con los potros —comentó don Diego a José y Rodrigo mientras contemplaban las evoluciones de jinete y caballo—. Enseñadle. Enseñadle cuanto sabéis.
Y los domadores le enseñaron. También lo hizo don Julián en la biblioteca de la catedral de Córdoba, que el cabildo había decidido trasladar ese mismo año. De la mano del sacerdote, Hernando profundizó en el conocimiento de la lengua sagrada hasta llegar a dominar el árabe culto. Acudía a la mezquita por las noches, después de haber trabajado en las caballerizas, cuando el trasiego de sacerdotes y personas disminuía, antes de los oficios de completas, a veces incluso después, y de que se cerraran las puertas del templo. Don Julián era el último de los sacerdotes que los mudéjares primero, y los moriscos después, una vez que el cardenal Cisneros y los Reyes Católicos ordenaron su expulsión o conversión forzosa, lograron introducir de forma subrepticia en la gran mezquita cordobesa.
—Desde que el rey Fernando conquistó Córdoba y la mezquita cayó en manos cristianas —le explicó don Julián con su voz dulce, sentados los dos solos en una mesa de la biblioteca, cabeza con cabeza, frente a unos documentos y a una lámpara—, casi siempre ha existido un musulmán disfrazado con los hábitos de sacerdote. Nuestra función ha sido la de orar en este recinto sagrado, aunque sea en silencio, así como enterarnos de lo que opina la Iglesia, lo que piensa hacer, y advertir de ello a todos nuestros hermanos. Sólo desde dentro de sus iglesias y de sus cabildos puede conseguirse todo esto.
—¡No pretenderéis que yo me ordene sacerdote! —se sorprendió Hernando.
—No, claro que no. Por desgracia, infiltrar a nuevos musulmanes entre los religiosos cristianos es ya casi imposible. Los expedientes de limpieza de sangre y las informaciones que tienen que ofrecerse para acceder a cualquier cargo en el cabildo catedralicio se han complicado con el tiempo.
Hernando conocía los expedientes de limpieza de sangre. Se trataba de procedimientos administrativos por los que una persona debía acreditar que entre sus antepasados no existía ningún converso musulmán o judío. La limpieza de sangre se convirtió en España en un requisito imprescindible para acceder no sólo al clero, sino a cualquier cargo público.
—El estatuto de limpieza de sangre de esta catedral —continuó diciendo don Julián— fue aprobado en agosto de 1530, si bien no fue ratificado por bula papal hasta más de veinte años después, aunque durante ese lapso hubiera venido aplicándose por orden del emperador Carlos. En los tiempos en los que yo superé esa prueba, hace unos cuantos años ya —el viejo sacerdote meneó la cabeza como si le pesase el recuerdo—, un expediente alcanzaba las doce hojas y la información era bastante somera. Hoy alcanzan hasta las doscientas cincuenta hojas y más, e incluyen precisas investigaciones acerca de padres, abuelos y demás antepasados; lugares de residencia, cargos, vida… En fin, dudo mucho que cuando yo falte, si es que no me descubren antes, podamos continuar con esta artimaña. Debemos por lo tanto fortalecer aquellos mecanismos de protección que no dependan de nuestra presencia en las iglesias.
»Sólo en Granada es diferente —explicó el sacerdote—. Allí, el arzobispo se muestra renuente a aplicar los expedientes de limpieza de sangre. Granada todavía está poblada por grandes familias que proceden de la nobleza musulmana y que se integraron con la jerarquía cristiana en época de los Reyes Católicos: incluso hay sacerdotes, jesuitas o frailes que descienden de moriscos. Es realmente complicado aplicar en ese reino los estatutos de limpieza de sangre… Pero llegarán, también llegarán a ellos.
Durante los cinco años que llevaba trabajando con don Julián, Hernando había tenido oportunidad de conocer los mecanismos a los que se refería el sacerdote y que se ejercían a través del consejo compuesto por los tres ancianos de la comunidad: Jalil, Karim y Hamid, más don Julián, Abbas y él mismo. Reunirse los seis era sumamente complejo para Hamid, dada su condición de esclavo, pero además entrañaba un gran peligro, sobre todo para el clérigo, por lo que Hernando actuaba como mensajero entre todos ellos en aquellas situaciones excepcionales que requerían de una decisión conjunta. Dada la necesidad de acudir a la catedral por las noches, consiguió del escribano de las caballerizas una cédula especial que le permitía una libertad de movimientos de la que raramente disponían los demás moriscos de Córdoba.
Así sucedió nada más iniciar su labor con el bibliotecario. En 1573, la comunidad musulmana tuvo conocimiento de que se preparaba un levantamiento en Aragón; las noticias llegaban a través de los monfíes y de los arrieros que se desplazaban de un lugar a otro. Los moriscos de aquel reino se habían puesto en contacto con los hugonotes franceses prometiéndoles ayuda militar y económica si invadían Aragón. Nada más correr el rumor, muchos hombres de Córdoba y sus lugares se mostraron dispuestos a acudir a Aragón para alzarse en armas contra los cristianos. El consejo decidió aplacar aquellos ánimos y rogó a los creyentes de toda Córdoba que se mantuvieran a la expectativa y no adoptaran decisiones precipitadas. Dos años después, el francés que había actuado de intermediario entre hugonotes y moriscos fue detenido por la Inquisición y confesó bajo tortura. El conde de Sástago, virrey de Aragón, ordenó también que los inquisidores detuviesen y torturasen a moriscos elegidos al azar de las poblaciones del reino, para comprobar la certidumbre de los planes.
En diciembre de 1576 se repitieron los sucesos: circulaban copias de una carta del sultán de la Sublime Puerta en la que se anunciaba la llegada de tres flotas musulmanas que desembarcarían al mismo tiempo en Barcelona, Denia y Cartagena. En mayo del siguiente año, la Inquisición se hizo con una carta del beylerbey de Argel en la que advertía a los moriscos españoles de que la flota no llegaría hasta agosto y que su desembarco coincidiría con una invasión desde Francia, instando a los moriscos a ganar las montañas cuando sucediese. Sin embargo, en aquel octubre de 1578 nada se sabía de flotas o desembarcos.
—Nuestros hermanos en la fe sólo se preocupan de sus más próximos intereses —afirmó Karim. Era domingo y, tras la misa, inusualmente, habían logrado reunirse todos salvo don Julián, en casa de Jalil. Se hallaban sentados en el suelo, sobre esteras, mientras los jóvenes vigilaban en la calle de los Moriscos la posible llegada de jurados o sacerdotes. La dura aseveración de Karim logró que Hamid y Jalil bajaran la mirada; Abbas hizo ademán de contradecirlo, pero Karim se lo impidió—. No, Abbas, es cierto. En el levantamiento de las Alpujarras se limitaron a enviarnos corsarios y delincuentes, mientras que las tropas que nos prometieron atacaban Túnez y el sultán invadía Chipre. No hace mucho que los argelinos han vuelto a ocupar Túnez y Bizerta y han logrado expulsar a los españoles de La Goleta, y en cuanto al sultán…
—Hace ya tiempo que el sultán llegó a un acuerdo con el rey Felipe para que la flota turca no ataque los puertos del Mediterráneo —le interrumpió Hernando. Los tres ancianos lo miraron, sorprendidos, y Abbas soltó un bufido de incredulidad—. Quien vosotros sabéis —ni siquiera en la intimidad querían nombrar a don Julián; sólo ellos cinco sabían en Córdoba quién era en realidad el sacerdote— ha tenido conocimiento de esa circunstancia. Se trata de acuerdos secretos. El rey no quiere mandar una embajada formal y ha enviado a un caballero milanés para que negocie la paz; hasta tal punto se desea mantener el secreto de la negociación que el milanés se mueve por Constantinopla ataviado con ropas de esclavo. El rey Felipe no quiere que los franceses interfieran en sus negociaciones y tampoco que la cristiandad le considere un traidor por pactar la paz con los herejes, pero es así. Los turcos han desviado sus esfuerzos hacia Persia, con la que están en guerra, por lo que se hallan tan interesados como los cristianos en esos acuerdos de paz.
—Eso significa… —empezó a decir Karim.
—Que todas las promesas de liberación para con nuestro pueblo son nuevamente falsas —terminó la frase Hamid.
Hernando escuchó al alfaquí con el estómago encogido. Hamid había hecho un esfuerzo para hablar. Sus palabras fueron firmes, cortantes y secas, pero tras ellas pareció vaciarse. Envejecía; envejecía con una rapidez inusitada.
Durante unos instantes el silencio dominó la estancia en la que se encontraban, cada cual sopesando aquella realidad.
—¡No debe conocerse! —exclamó al fin Karim—. La comunidad no debe conocer esas circunstancias…
—¿De qué serviría? —le interrumpió Hernando.
—No podemos negarles la esperanza —terció Jalil, sumándose a las palabras de su compañero. Hernando observó cómo Hamid asentía—. Es lo único que nos queda. La gente habla de turcos, argelinos y corsarios con los ojos brillantes, encendidos. ¿Qué podríamos hacer sin su ayuda? ¿Alzarnos de nuevo? —Jalil golpeó al aire, violentamente, con una mano—. No tenemos armas y controlan hasta nuestro más mínimo movimiento. Si en nuestro terreno, en la fragosidad de las sierras, armados y entusiastas, sufrimos una derrota, ¡ahora nos aniquilarían! Si les despojamos de la esperanza que supone esa ayuda de la Sublime Puerta, la gente caerá en la desesperación y se lanzará a los brazos de los cristianos y de su religión, y eso es lo que pretenden. Debemos mantener viva esa ilusión. Todas nuestras profecías así lo anuncian: ¡los musulmanes volveremos a reinar en al-Andalus!
Hernando se vio obligado a convenir con aquella postura.
—Dios, el que otorga poder, el que humilla —sentenció Hernando, cruzando su mirada con Hamid—, nos protegerá.
Hernando y Hamid se hablaron con los ojos; los demás respetaron aquel momento de comunión.
—Dios —susurró entonces el alfaquí, cantando, igual que en las Alpujarras— extravía al que quiere y dirige al que quiere. Que tu alma, ¡oh Muhammad!, no se suma en la aflicción sobre su suerte. Dios conoce sus acciones.
Transcurrieron otros instantes en silencio.
—Continuemos pues aceptando las promesas de ayuda que nos llegan por parte de los turcos. —Fue Jalil quien rompió el hechizo producido tras las palabras de Hamid—. Finjamos acogerlas con esperanza pero tratemos a la vez de que nuestros hombres no se sumen a proyectos ilusorios.
Dieron por cerrada la sesión y Abbas ayudó a Hamid a levantarse. Por precaución, acostumbraban a abandonar por separado los lugares en los que se reunían, concediéndose un tiempo de espera entre la partida de uno y otro. Hamid renqueó hasta la puerta de la casa.
—Apóyate en mí —le indicó Hernando, al tiempo que le ofrecía su antebrazo.
—No debemos…
—Un hijo siempre se debe a su padre. Es la ley.
Hamid cedió, forzó una sonrisa y se apoyó en el brazo que le ofrecía. El herraje que marcaba su condición de esclavo aparecía desdibujado en un rostro surcado por mil estrías.
—Con el tiempo va desapareciendo, ¿verdad? —comentó ya en la calle, consciente de que Hernando miraba de soslayo aquella señal infamante.
—Sí —reconoció éste.
—Ni siquiera la esclavitud puede vencer a la muerte.
—Pero todavía se pueden reconocer con claridad los contornos de esa letra —trató de animarle Hernando al tiempo que se despedía con un gesto casi imperceptible de uno de los vigilantes que continuaba simulando que jugaba en la calle de los Moriscos.
Hamid caminaba despacio, disimulando el dolor que le producía su pierna maltrecha. El cielo aparecía gris y pesado. Rodearon la iglesia de Santa Marina por su parte trasera y descendieron por las calles Aceituno y Arhonas para llegar a la zona del Potro y así evitar las concurridas calles cercanas a la de Feria, empedradas algunas de ellas, por donde los domingos paseaban las gentes de Córdoba. Además, pensó Hernando, en aquella zona de la Ajerquía era menos probable que se toparan con algunos jóvenes nobles que hubieran decidido cortejar a alguna señorita corriendo un toro frente a su ventana; Hamid no hubiera podido escapar. Sin embargo, ese año de 1578, igual que el anterior, la sequía había asolado Córdoba aun en octubre, y la falta de lluvia provocaba un fuerte olor de los pozos negros en una zona en la que no existía el alcantarillado, pestilencia a la que se sumaba el hedor que despedían los muchos muladares donde la población depositaba las basuras. El paseo, por tanto, no tuvo nada de agradable.
—¿Cómo está tu familia? —se interesó Hamid.
—Bien —contestó Hernando. En los cinco años de matrimonio él y Fátima habían tenido dos hijos—. Francisco —al mayor le llamó Francisco en honor a Hamid, sin ningún nombre musulmán por miedo a que los niños pudieran llegar a utilizarlos— crece sano y fuerte; e Inés está preciosa. Cada vez se parece más a su madre; luce sus ojos.
—Si además llega a parecerse a ella en el carácter —añadió el alfaquí reconociendo la labor de Fátima—, será una gran mujer. Y Aisha, ¿ha superado…?
—No —se le adelantó Hernando—, no lo ha superado.
Habían tenido oportunidad de hablar de Aisha en otras ocasiones. Cuando salió de la cárcel y se hizo cargo de su nueva situación tras la fuga de Brahim, también aceptó que, dadas las circunstancias, nunca más podría tener a un hombre a su lado. Entonces Hernando le explicó que la ley morisca establecía que la ausencia durante un plazo de cuatro años sin noticia alguna del marido le daba derecho a pedir su divorcio al consejo.
—También tendría que hacerlo ante el obispo —rebatió ella—. Ese nuevo matrimonio no tendría validez ante los cristianos. Brahim es un prófugo declarado; así lo manifesté una vez detenida sin pensar en las consecuencias que ello podría acarrearme en el futuro. El obispo jamás me permitiría contraer nuevo matrimonio… y yo jamás me someteré a su juicio. Tampoco necesito volver a casarme.
Decidida a que Shamir ignorara la verdad sobre su padre, Aisha pergeñó una historia que le contaría cuando el niño tuviera edad de preguntar: un relato en el que era hijo de un héroe, muerto en las Alpujarras durante la revuelta de los moriscos; un relato en el que ella se mantenía fiel a la memoria de su esposo. Y a partir de aquel momento, Aisha se volcó en recuperar a su familia, a los hijos que los cristianos le habían robado nada más llegar a Córdoba. Lo habló con su primogénito.
—Tú eres ahora el jefe de la familia —le dijo—. Ganas un buen salario y tenemos dos habitaciones a nuestra disposición, algo que no tienen la gran mayoría de los moriscos. Ahora trabajas en la catedral —a diferencia de Fátima, su madre no conocía toda la verdad sobre lo que hacía en la biblioteca—, por lo que nadie podría alegar que tus hermanos no serían instruidos en la fe cristiana. Son tus hermanos. ¡Son mis hijos! ¡Quiero tenerlos a mi lado, como a ti y a Shamir!
¡Y los hijos del perro de Brahim!, pensó entonces Hernando. Sin embargo, calló. Las lágrimas que corrían por las mejillas de su madre, y la visión de sus manos entrelazadas, temblorosas, en espera de su decisión, fueron suficientes para que le prometiese hacer todo lo posible por encontrarlos y liberarlos. Musa debería contar por aquel entonces unos nueve o diez años y Aquil, unos quince. Comunicó a Fátima que iba a hacer lo que le pedía su madre; no le consultó ni le dio oportunidad de discutir. Habló con don Julián, se lo explicó y obtuvo una recomendación firmada por don Salvador, quien resultó ser el sochantre de la catedral, el encargado de cuidar de los libros del coro que estaban atados con cadenas a los sitiales; de arreglarlos cuando hacía falta o de encargar nuevos libros. Don Salvador le examinó de sus conocimientos de lengua arábiga y con el tiempo, a veces veladamente, otras con descaro, lo hizo acerca de aquella aseveración que hiciera Abbas al presentarlo como un buen cristiano. El sochantre de la catedral quedó satisfecho de unas creencias y conocimientos que Hernando le mostró con firmeza y humildad a la vez, siempre en busca de sus consejos y explicaciones. Con ayuda de los sacerdotes, logró que el cabildo municipal le comunicase a qué familias habían sido entregados sus hermanos para su evangelización, pero en el momento en que todo estaba dispuesto para que les fueran devueltos, el ollero y el panadero, los piadosos cristianos que se habían hecho cargo de ellos, alegaron que los niños habían huido y con el fin de acreditarlo, mostraron sendas denuncias que en su día formularon ante el cabildo.
En realidad, como le explicó Hamid, los habían vendido, como a muchos otros. Fueron muchos los niños de todos los reinos españoles que, a pesar de ser menores de la edad fijada por el rey Felipe, habían sido esclavizados. Hamid le contó que algunos, al llegar a una determinada edad, pleiteaban y reclamaban su libertad, pero se trataba de un proceso largo y caro: muchos otros ni lo intentaban o ignoraban que pudieran hacerlo. En el caso de los hijos de Aisha, al no saber adónde los habían llevado o a quién los habían vendido, poco podía hacerse en su ayuda.
Aisha no pudo soportar la noticia y se hundió en una desesperación que con el paso del tiempo degeneró en una forma de vida apática, sin ilusión alguna. ¡En Córdoba le habían robado a dos de sus varones y en Juviles habían asesinado a sus dos hijas! Ni siquiera la presencia de Shamir conseguía sacarla de su ensimismamiento.
—No lo ha superado —repitió Hernando, y notó cómo Hamid le apretaba el antebrazo en señal de consuelo.
Discurrieron por delante de un gran mural en una de las paredes de un edificio que mostraba un Cristo crucificado. Varias personas rezaban; otras encendían velas a sus pies y un hombre que solicitaba limosna para el altar se dirigió a ellos. Hernando le entregó una blanca y se santiguó mientras musitaba lo que el hombre entendió como una plegaria. ¿Por qué permitía aquel Dios, que tan bueno y misericordioso le decían que era, que cuatro de sus hermanastros hubieran tenido tal fin? ¿Por qué le habían robado la libertad y los medios de vida a un pueblo entero? Observó que Hamid le imitaba y se santiguaba también, y continuaron con su camino.
Llegaron a la intersección de la calle de Arhonas con la de Mucho Trigo y la del Potro, allí donde se unían cinco de ellas formando una plazuela, y anduvieron hasta la mancebía en silencio.
—Y tú —se atrevió a preguntar Hernando unos pocos pasos más allá de la puerta de la mancebía—, ¿cómo te encuentras?
—Bien, bien —farfulló Hamid.
—¿Qué sucede? —insistió Hernando. Se detuvo y apretó la descarnada mano que reposaba en su antebrazo, dándole a entender que no le creía.
—Que me hago viejo, hijo. Eso es todo.
—¡Francisco! —El chillido sobresaltó a Hernando. Se volvió hacia la puerta de la mancebía y se encontró con una mujer grande, gruesa y de cabello grasiento, sudorosa y con las mangas dobladas por encima de los codos—. ¿Dónde estabas? —continuó la mujer a gritos, pese a que se hallaban a escasos pasos de ella—. Hay mucho que hacer. ¡Entra!
Hamid hizo ademán de entrar, pero Hernando le retuvo.
—¿Quién es? —le preguntó.
—¡Entra ya! ¡Moro! —insistió la mujer.
—Nadie… —Hernando apretó la mano que todavía agarraba—. La nueva esclava que se ocupa de las mujeres —cedió entonces Hamid.
—¿Significa eso…?
—Tengo que entrar, hijo. La paz sea contigo.
Hamid se desprendió de la mano de Hernando y renqueó hasta la mancebía sin volver la vista. La mujer le esperó con los brazos en jarras. Hernando lo observó dirigirse a la mancebía con movimientos lentos y pausados; frunció el ceño y apretó los puños al imaginar los rictus de dolor que había visto reflejarse en sus facciones.
Cuando el alfaquí pasó al lado de la mujer, ésta le empujó por la espalda.
—¡Apresúrate, viejo! —gritó.
Hamid trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo.
Hernando sintió que se le revolvía el estómago. Permaneció allí quieto, con aquella desagradable sensación, hasta que la puerta del callejón de la mancebía se cerró a espaldas de la mujer. Entonces creyó oír más gritos e imprecaciones. Una nueva esclava: ¡Hamid ya no les era útil!
Varios hombres que transitaban por la calle del Potro le empujaron al pasar por su lado.
¿Qué sería de Hamid?, se preguntó al tiempo que empezaba a andar sin rumbo. ¿Cuánto tiempo haría que vivía en esa situación? ¿Cómo era posible que él no se hubiese dado cuenta, que no hubiera entendido el significado del dolor y resignación que mostraba su… padre? ¿Tanto le cegaba a uno la felicidad como para no percatarse del dolor ajeno?
—¡Ingrato! —La exclamación sorprendió a uno de los mesoneros de la plaza del Potro, adonde Hernando había caminado sin desearlo. El hombre observó durante unos instantes al recién llegado, como sopesándolo: bien vestido, con sus borceguíes de jinete, uno más de los variopintos personajes que se movían por la zona—. ¡Desagradecido! —se recriminó Hernando. El mesonero torció el gesto.
—¿Un vaso de vino? —le propuso—. Cura las penas.
Hernando se volvió hacia el hombre. ¿Qué penas? ¡Él nunca había sido más feliz! Fátima le adoraba y él le correspondía. Charlaban y reían, hacían el amor a la menor oportunidad, y trabajaban por la comunidad, los dos; nada les faltaba, y se sentían plenos y satisfechos, ¡orgullosos! Veían crecer a sus hijos sanos y fuertes, alegres y cariñosos. Y mientras tanto, Hamid… Un vaso de vino, ¿por qué no?
El mesonero llenó por segunda vez el vaso, después de que Hernando lo escanciase de un solo trago.
—¿El moro viejo de la mancebía? —inquirió cuando Hernando, con los sentidos nublados por los dos vasos de vino de los que había dado cuenta, le preguntó por él.
Hernando asintió con tristeza.
—Sí, el moro viejo…
—Está en venta. Hace tiempo que el alguacil intenta deshacerse de él para ahorrarse los restos de comida con que le tiene que alimentar. Cada noche se lo ofrece a todo aquel que pasa por el Potro.
¡Hacía tiempo que intentaban venderlo! ¿Por qué Hamid no le había dicho nada? ¿Por qué había permitido que esas mismas noches, mientras el alguacil mercadeaba con él, su hijo durmiera tranquilo junto a su esposa, satisfecho, dando gracias a Dios por todo lo que había conseguido?
—Nadie quiere comprarlo. —El mesonero soltó una carcajada al tiempo que volvía a llenar el vaso de vino—. ¡No sirve para nada!
Hernando dejó el vaso que inconscientemente se había llevado a los labios y renunció a un nuevo trago. ¿Qué decía aquel hombre? ¡Estaba hablando de un maestro! «Niños, Hamid me enseñó…» Centenares de veces había iniciado una conversación con ellos utilizando aquella frase. Sólo eran criaturas, pero él se deleitaba contándoles cosas. Y en aquellos momentos Fátima agarraba su mano y la apretaba con inmensa ternura, y su madre dejaba vagar los recuerdos hacia aquel pequeño pueblo de la sierra alpujarreña, y los niños le miraban con los ojos abiertos, atentos a sus palabras; quizá su edad no les permitiese entender qué era lo que pretendía transmitirles, pero Hamid siempre estaba allí, con ellos, en los momentos más íntimos, en los de mayor felicidad, con la familia reunida, sana, sin hambre, con sus necesidades cubiertas. ¿Y decían que no servía para nada? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta?, volvió a recriminarse. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?
—¿Por qué? —le sorprendió el mesonero—. ¿Acaso te interesa ese anciano inválido?
Hernando alzó el rostro y le miró a los ojos. Sacó una moneda que dejó en el mostrador, meneó la cabeza y se dispuso a abandonar el local; sin embargo…
—¿Cuánto pide el alguacil por el esclavo?
El hombre se encogió de hombros.
—Una miseria —contestó al tiempo que sacudía indolentemente una mano.
—Nos pidió…, nos exigió que no te lo contásemos. —Tal fue la explicación que le proporcionó Abbas.
Hernando se había encaminado a la herrería nada más traspasar el portalón de entrada de las caballerizas, después de hablar con el mesonero.
—¿Por qué? —llegó casi a chillar. Abbas le rogó que bajase la voz—. ¿Por qué? —repitió en otro tono—. La comunidad continúa liberando esclavos. Yo mismo contribuyo. ¿Por qué no él? Me han dicho que piden una miseria. ¿Te das cuenta? ¡Una miseria por un hombre santo!
—Porque no quiere. Quiere que se libere a los jóvenes. Y esa miseria que te han dicho, lo sería si el alguacil lo vendiese a otro cristiano, pero si se entera de que somos nosotros quienes pretendemos liberarlo, el precio no será el mismo. Bien sabes que eso es lo que sucede: por cualquiera de nuestros hermanos pagamos precios muy superiores a los de venta.
—¿Qué importa si cuesta dinero? Ha dedicado toda su vida a trabajar para nosotros. Si alguien merece ser liberado, ése es Hamid.
—Estoy de acuerdo contigo —concedió Abbas—, pero hay que respetar su decisión —añadió antes de que Hernando se lanzase a discutir—, y ésa es la de que no se invierta en su persona.
—Pero…
—Hamid sabe lo que se hace. Tú mismo lo has dicho: es un hombre santo.
Abandonó la herrería sin despedirse. ¡No iba a permitirlo! Algunos cristianos, sobre todo mujeres piadosas, liberaban a sus esclavos si éstos ya no les eran útiles, pero esa actitud no era la propia del alguacil de la mancebía; el hombre aguantaría a Hamid hasta que alguien le ofreciese algún dinero por él, el que fuese. El tráfico de carne humana era uno de los negocios más prósperos y rentables de la Córdoba de aquel siglo y no sólo para los tratantes profesionales, sino para cualquiera que dispusiese de un esclavo. Todos negociaban con sus esclavos y obtenían pingües beneficios. Pero quien adquiriese a Hamid, aun cojo, viejo y dolorido, con toda seguridad no lo haría para tenerlo inactivo; le obligaría a trabajar para recuperar su inversión… y quizá en algún lugar alejado de Córdoba. Por más que se empeñase, el alfaquí no merecía tal destino en el final de sus días. Ni él tampoco lo merecía, reconoció para sus adentros mientras se dirigía a sus habitaciones en el piso superior. ¡Necesitaba a Hamid! Necesitaba verle y charlar con él aunque fuese sólo de vez en cuando. Necesitaba sus consejos y, sobre todo, saber que siempre estaba allí para dárselos. Necesitaba disfrutar en Hamid del padre que no tuvo en su infancia.
Habló con Fátima y ella le escuchó con atención. Una vez se hizo el silencio, Fátima sonrió y acarició una de sus mejillas.
—Libérale —susurró—. Cueste lo que cueste. Ahora te ganas bien la vida. Saldremos adelante.
Así era, se dijo Hernando mientras cruzaba el puente romano en dirección a la torre de la Calahorra. Con aquellos pensamientos, indiferente, mostró su cédula especial a los alguaciles que controlaban el tráfico en el puente. Le habían aumentado la paga hasta los tres ducados mensuales más diez fanegas de buen trigo al año; aunque era menos de lo que cobraban los domadores antiguos, e incluso Abbas como herrador, para ellos suponía un sueldo más que generoso. Fátima ahorraba moneda a moneda, como si aquella bonanza pudiera finalizar en el momento más inesperado.
En los días de fiesta, el campo de la Verdad se llenaba de cordobeses que paseaban por la ribera del río, contemplando la línea de tres molinos asentados en el Guadalquivir, de orilla a orilla, río abajo del puente romano o buscando el sosiego de los campos que se abrían más allá del barrio extramuros. Dada aquella afluencia de gente y pese a ser domingo, los tratantes de caballos y mulas mostraban sus animales en venta por si alguno de los ciudadanos se animaba a comprar.
Juan el mulero andaba encorvado, y eso le hacía parecer más bajo de lo que era. Le sonrió mostrando unas encías descarnadas en las que Hernando echó en falta muchos de los dientes negros que el hombre tenía cuando lo conoció.
—¡El gran jinete morisco! —le saludó el mulero. Hernando se sorprendió—. ¿Te extraña? —añadió Juan, golpeándole cariñosamente en la espalda—. Sé de ti. De hecho, mucha gente sabe de ti.
Hernando nunca había pensado en aquella posibilidad. ¿Qué más sabría la gente de él?
—No es usual que un muchacho morisco termine montando los caballos del rey… y trabajando en la catedral. Algunos de los tratantes con quienes hiciste negocio —explicó Juan, guiñándole un ojo— utilizan tu nombre para atraer a los compradores. ¡Este caballo lo domó Hernando, el jinete morisco de las caballerizas reales!, se jactan ante el interés de la gente. Yo había pensado decir que también habías montado mis mulas, pero no sé si daría resultado.
Los dos rieron.
—¿Cómo te van las cosas, Juan?
—La Virgen Cansada falleció por fin —le dijo al oído, tomándole del brazo con familiaridad—. Se hundió lenta y solemnemente, como corresponde a una señora, pero por fortuna lo hizo cerca de la ribera y pudimos recuperar los barriles.
—¿Continuaste traficando después de que…?
—¡Mira qué mula! —le indicó Juan haciendo caso omiso de la pregunta. Hernando examinó el ejemplar. En apariencia se trataba de un buen animal, limpio de cañas, con buen hueso y fuerte. ¿Qué defecto escondería?—. ¿Quizá el caballerizo real quiera comprar alguna buena mula? —bromeó el tratante.
—¿Quieres ganarte un par de blancas? —le lanzó entonces, recordando la misma propuesta que en su día le hiciera a él el mulero.
Juan se llevó la mano al mentón, receloso, y volvió a exhibir sus encías descarnadas.
—Empiezo a ser viejo —aseveró—. Ya no puedo correr…
—¿Tampoco puedes disfrutar de las mujeres? ¿Qué hay de aquel burdel en Berbería?
—Me ofendes, muchacho. Todo español que se precie pagaría por terminar sus días montado sobre una buena hembra.
Hernando costearía el placer del mulero. Ése fue el trato que acordaron frente a una jarra de vino en un mesón cercano a la catedral. Juan se mostró dispuesto a colaborar, sobre todo cuando el joven le explicó el porqué de su interés en el esclavo tullido de la mancebía.
—Es mi padre —le dijo.
—Siendo así, lo haría gratis —afirmó el mulero—, pero mereces pagar tu impertinencia sobre mi virilidad. No debe quedar un ápice de duda a ese respecto —ironizó.
—¿Cómo podría saber que no me engañas y que en realidad no has hecho más que dormirte como un niño en el regazo de una de esas mujeres? Yo no estaré allí —contestó, siguiéndole la broma.
—Muchacho, párate en la plaza del Potro, junto a la fuente, y aun en la distancia y por encima de la algarabía del lugar, podrás escuchar los gemidos de placer…
—Hay muchas mujeres en la mancebía, muchas boticas. ¿Y si no es la tuya la que…?
—Mi nombre, muchacho, escucharás cómo grita mi nombre.
Hernando lo recordó remando de vuelta en La Virgen Cansada, la chalupa anegada de agua y la bogada cada vez más corta y pesada. Ya entonces era bajo y delgado y, sin embargo, ¡llegaban a la orilla! Asintió con la cabeza, como si reconociese la vitalidad de Juan, antes de continuar.
—El alguacil no debe sospechar que estás interesado en… el esclavo. Quiere venderlo y lo dará por el precio que sea. Por supuesto, tampoco debe enterarse de que hay moriscos tras la operación. Y mi padre… mi padre tampoco debe saber nada. —El mulero frunció el ceño—. No quiere que gastemos nuestro dinero en un viejo —explicó—, pero yo no puedo permitirlo. ¿Me entiendes?
—Sí. Te entiendo. Déjalo en mis manos. —Juan alzó el vaso de vino—. ¡Por los buenos tiempos! —brindó.
El lunes al anochecer, Juan el mulero entró en la mancebía y mostró una bolsa con varias coronas de oro que le había proporcionado Hernando, fanfarroneando de que ese día había cerrado la mejor operación de su vida. El alguacil celebró su fortuna y rió con él mientras le cantaba las excelencias de las mujeres que trabajaban en las boticas que se abrían a ambos lados del callejón; algunas esperaban en las puertas, exhibiéndose, hasta que el mulero se decidió por una joven muchacha morena entrada en carnes y se perdió con ella en el interior de una pequeña casa de un solo piso y de una sola estancia en la que la cama arrinconaba a un par de sillas y un mueble con una jofaina.
Por su parte, Hernando se excusó con don Julián y aquella noche volvió a vagabundear entre la gente que siempre llenaba la plaza del Potro, sintiendo cierta nostalgia al escuchar los gritos, las chanzas, las apuestas e incluso al presenciar las usuales reyertas.
Desde hacía algo más de un año, la plaza del Potro y sus alrededores se hallaba más poblada que nunca. A los usuales vagabundos, tahúres, aventureros, soldados sin capitán o capitanes sin soldados —todo tipo de gentes de mal vivir que acudían a ella como un faro que les llamaba—, a los pobres y desahuciados que hacían noche en sus viajes por el camino de las Ventas hacia la rica y lujosa corte de Madrid para obtener alguna prebenda, y a los que se dirigían a Sevilla con la intención de embarcar hacia las Indias en busca de fortuna, se sumó un ingente número de indeseables que el virrey de Valencia había expulsado sin contemplaciones de sus tierras, y que emigraron a Cataluña o Aragón, a Sevilla —donde ya pocos más podían sobrevivir— o a Córdoba.
Y él, Hernando, se había puesto en manos de uno de aquellos personajes.
—¿Confías en el mulero? —le había preguntado Fátima mientras le entregaba los quince ducados en monedas de oro cuidadosamente atesorados en el arcón, en una bolsa junto al Corán.
¿Confiaba? Hacía ya varios años que no trataba con Juan.
—Sí —afirmó convencido con los recuerdos agolpándose en su cabeza. Confiaba más en aquel sinvergüenza que en cualquiera de los cristianos de Córdoba. Habían vivido juntos el peligro, la tensión y la incertidumbre. Aquél era un lazo difícil de romper.
Juan disfrutó del placer que le proporcionó Ángela, la joven morena, hasta que, ya satisfecho, derramó intencionadamente una jarra de vino sobre las sábanas del lecho.
—¡Que las cambien! —bramó simulando estar borracho.
—¿No has tenido suficiente? —se extrañó la muchacha.
—Muchacha, yo te diré cuándo tenemos que parar. ¿Acaso no pago?
Ángela se echó una capa por encima y se asomó a la puerta.
—¡Tomasa! —chilló, descubriendo una voz mucho más tosca que la que utilizaba con los clientes—. ¡Sábanas limpias!
Hernando había puesto al corriente al mulero acerca de la existencia de aquella mujer, pero lo que no le contó era que Tomasa le sacaba una cabeza y podía llegar a pesar el doble que él. Cuando aquella mujerona apareció por la puerta con la muda, Juan se acoquinó y se sintió ridículo con sus calzas raídas por toda indumentaria.
Tenía pensado amedrentarla hasta convencerla de que mandase llamar al padre de Hernando, necesitaba estar con él como segunda parte de su plan, pero a la sola vista de los fuertes antebrazos arremangados de la mujer, se echó atrás. Una bofetada de Tomasa dolería más que la patada de una mula.
La mujer se inclinó para arrancar las sábanas manchadas y le ofreció un culo enorme. ¡Tenía que ser entonces! Si llegaba a arreglar la cama…
¡Por Hernando!
Apretó los pocos dientes que le quedaban y con las dos manos abiertas le hincó los dedos en las nalgas.
—¡Dos hembras! —gritó al tiempo—. ¡Santiago! —aulló al contacto del duro trasero de la mujer.
Ángela estalló en carcajadas. Tomasa se volvió y lanzó una bofetada al mulero, pero Juan ya la esperaba y la esquivó; luego saltó sobre ella y hundió el rostro en sus grandes pechos. Quedó como una garrapata: agarrado a Tomasa con brazos y piernas, sin llegar a rodear por completo aquel inmenso talle. Ángela continuaba riendo y Tomasa trataba infructuosamente de librarse del bicho que tenía pegado al cuerpo y que rebuscaba con la boca entre sus pechos. Juan encontró uno de los pezones de la mujer y lo mordió.
El mordisco fue como un revulsivo y Tomasa lo empujó con tal fuerza, que el mulero salió disparado contra la pared. La mujer, ofuscada y dolorida, trató de remendar el maltrecho corpiño que la violenta búsqueda de su pezón casi había desgarrado.
—¡Pre… preciosa! —exclamó Juan, boqueando en busca del aire que le faltaba por el golpe contra la pared.
Varias mujeres se habían arremolinado en la puerta sumándose a las carcajadas de Ángela. Enrojecida, Tomasa paseaba la mirada de Juan a las mujeres.
El mulero hizo lo que le pareció el último esfuerzo que podría hacer en su vida y volvió a dirigirse hacia Tomasa, relamiéndose libidinosamente el labio superior. La mujer lo esperaba con el ceño fruncido, intentando arremangarse todavía más unas mangas prontas a reventar.
—¡Basta! Ya sabía yo que con una mujer atendiendo a las muchachas, un día u otro sucedería esto —se escuchó desde la puerta. Juan no pudo impedir que surgiera un suspiro de su boca ante la aparición del alguacil de la mancebía—. ¡Fuera! —gritó a Tomasa—. Dile a Francisco que se ocupe él de la cama.
Alertado por el escándalo, Hamid no tardó en llegar. Las demás mujeres ya se habían marchado cuando el viejo, renqueante, entró en la habitación. Sólo Ángela seguía allí.
—¿Un moro? —gritó el mulero, encarándose con Hamid—. ¿Cómo osáis mandarme un moro para que toque las sábanas en las que voy a yacer? —añadió volviéndose hacia Ángela—. ¡Ve a buscar al alguacil!
La muchacha obedeció y corrió en busca del alguacil. Ahora venía la parte más difícil, pensó el mulero. Sólo tenía quince ducados para comprar al esclavo. No había querido borrar la sonrisa ni apagar el brillo de los ojos azules del muchacho al confiarle aquella cantidad, que a buen seguro constituía toda su fortuna, pero los esclavos de más de cincuenta años se vendían en el mercado a treinta y dos ducados pese a que poco rendimiento se podía esperar de hombres de esa edad. ¿A cuánto ascendería la miseria que esperaba obtener el alguacil y de la que le había hablado Hernando?
Hamid se extrañó de que tras el violento recibimiento prodigado por el mulero, ahora éste estuviera pensando en silencio, parado frente a él como si no existiera. Trató de esquivarlo para hacer la cama, pero Juan le detuvo.
—No hagas nada —le ordenó. ¿Qué más daba ya si aquel hombre podía sospechar qué era lo que iba a suceder y quién estaba detrás de todo ello?—. Quédate donde estás y en silencio, ¿entendido?
—¿Por qué debería…? —empezó a preguntar Hamid cuando Ángela y el alguacil accedieron a la botica.
—¿Un moro? —volvió a gritar Juan—. ¡Me has enviado a un moro! —El mulero martilleó en el pecho de Hamid con un dedo—. Y para colmo me ha insultado. ¡Me ha llamado perro cristiano y adorador de imágenes!
Hamid perdió la compostura que le caracterizaba y alzó las manos.
—Yo no… —intentó defenderse.
—¡Nadie me llama perro cristiano! —Juan le abofeteó.
—Déjalo —le instó el alguacil interponiéndose entre ellos.
—¡Azótalo! —exigió Juan—. Quiero ver cómo lo castigas. ¡Azótalo ahora mismo!
¿Cómo lo iba a azotar?, se planteó el alguacil. El pobre Francisco no aguantaría vivo más de tres latigazos.
—No —se opuso.
—En ese caso acudiré a la Inquisición —amenazó Juan—. Tienes en tu establecimiento a un moro que insulta a los cristianos y que blasfema —agregó mientras empezaba a recoger sus ropas—. ¡La Inquisición lo castigará como merece!
Hamid permanecía quieto detrás del alguacil, quien miraba cómo Juan se vestía sin dejar de refunfuñar por lo bajo. Si el mulero lo denunciaba a la Inquisición, Francisco ni siquiera sobreviviría quince días en sus cárceles. Jamás llegaría con vida al siguiente auto de fe, por lo que nunca recuperaría un mísero real por aquel esclavo.
—Por favor —rogó a Juan—. No lo denuncies. Nunca se ha comportado así.
—No lo haría si tú lo castigases. Tú eres su propietario. Si ese esclavo hereje fuera mío lo…
—¡Te lo vendo! —saltó el alguacil.
—¿Para qué lo quiero? Es viejo… y tullido… y malhablado. ¿De qué me serviría?
—Te ha insultado —trató de provocarle el alguacil—. ¿Qué satisfacción obtendrás si es la Inquisición quien lo castiga? Se arrepentirá como hacen todos estos cobardes, se reconciliará y le condenarán simplemente a sambenito. Ya ves lo viejo que es.
Juan simuló pensar.
—Si fuese mío… —masculló para sí—, estaría recogiendo mierda de mula todo el día…
—Quince ducados —ofertó el alguacil.
—¡Estás loco!
Cinco ducados. Juan consiguió a Hamid por cinco ducados, cifra en la que, además, se permitió exigir que se incluyese el servicio de Ángela. Decidió no esperar a la mañana siguiente: en presencia de dos clientes de la mancebía como testigos pagó con las coronas de oro que llevaba en la bolsa y abandonó el burdel con Hamid a sus espaldas. Con todo, quedó con el alguacil para otorgar la correspondiente escritura de compraventa tan pronto como amaneciera.
Hernando estaba distraído escuchando la historia del asedio y toma de la ciudad de Haarlem producida hacía cinco años. Un soldado mutilado de los tercios de Flandes que había participado en ella y al que la gente, complacida, invitaba a beber, la narraba entre trago y trago. El soldado, casi ciego, lucía con orgullo los harapos con los que había luchado a las órdenes de don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, y relataba cómo durante el duro asedio a la fortificada ciudad en el que los tercios sufrieron numerosas bajas, el noble se planteó renunciar a su conquista. Entonces recibió un mensaje de su padre.
—Le dijo el duque de Alba —contó el soldado con voz potente— que si alzaba el campo sin rendir la plaza, no le tendría por hijo y que si, por el contrario, moría en el asedio, él mismo iría en persona a reemplazarle aunque estaba enfermo y en cama. —El corro alrededor del soldado era un remanso de silencio en comparación con el bullicio del resto de la plaza del Potro—. Añadió que en el caso de que fracasaran los dos, entonces iría de España su madre, a hacer en la guerra lo que no habían tenido valor o paciencia para hacer su hijo o su esposo.
Del corro se alzaron murmullos de aprobación y algún aplauso, momento en el que el soldado aprovechó para escanciar el resto del vino que le quedaba en el vaso. Escuchó con paciencia cómo se lo volvían a llenar, y se lanzó a relatar la definitiva y sangrienta toma de la ciudad. Hernando notó cómo alguien pasaba a sus espaldas y le golpeaba.
Se volvió y se encontró con Hamid, que cojeaba cabizbajo tras el mulero; en su mano llevaba un hatillo no mayor del que Fátima aportó a su matrimonio. ¡Juan lo había conseguido! Un temblor le recorrió todo el cuerpo y, con la garganta agarrotada, los contempló dirigirse lentamente hacia la parte superior de la plaza.
—Por orden de su padre —exclamó el soldado en aquel momento—, don Fadrique ejecutó a más de dos mil quinientos valones, franceses e ingleses…
—¡Herejes!
—¡Luteranos!
Los insultos a la resistencia de los ciudadanos de Haarlem no distrajeron a Hernando, que en esos momentos creía escuchar el roce del gastado zapato que Hamid arrastraba sobre el pavimento, aquella extraña cadencia que le acompañó en su niñez. Se llevó los dedos a los ojos para enjugarse las lágrimas. Las dos figuras continuaron alejándose de él, indiferentes a la gente y al bullicio, a las riñas y a las risas, ¡al mundo entero! Un mulero bajo, encorvado y sin dientes, pícaro y estafador. Un anciano cojo y cansado de la vida, sabio y santo. Se esforzó por sobreponerse a la maraña de sensaciones que le asaltaba. Apretó los puños y agitó los brazos casi sin moverlos, reprimiendo la fuerza, notando la tensión en todos sus músculos, irritado por la lentitud del alfaquí en cruzar la plaza.
Los vio superar la calle de los Silleros y después la de los Toqueros; luego giraron y rodearon el hospital de la Caridad. Entonces escrutó a la multitud, seguro de que al igual que él, todos debían de haber estado pendientes de aquella mágica pareja que había desaparecido por la calle de Armas, pero no era así: nadie parecía haberles prestado la menor atención y sus más cercanos vecinos seguían atentos a los relatos del mutilado.
—¡Nos debían más de veinte meses de paga y nos impidieron el saqueo de la ciudad! ¡Todo el dinero que la ciudad pagó para evitar el pillaje se lo quedó el rey! —gritaba el ciego, al tiempo que golpeaba la mesa, dispuesta en la calle, con el vaso y derramaba el vino. Excitado, excusó el amotinamiento que tras la toma de Haarlem protagonizaron los soldados de los tercios—. ¡Y en castigo, a los enfermos y heridos como yo, no nos pagaron los atrasos!
¿Qué le importaba a él ese ciego y la suerte que hubiera corrido en aquella otra guerra religiosa que mantenía el católico rey Felipe?, pensó Hernando al cruzar la plaza, esforzándose por no correr.
Le esperaban unos pasos más allá, en la calle de Armas, tenuemente iluminados los dos por el reflejo de las velas al pie de una Virgen de la Concepción a tamaño natural que se hallaba sobre una hermosa reja labrada. La calle aparecía desierta. Juan lo vio llegar, Hamid, no: se mantenía cabizbajo, derrotado.
Hernando se plantó delante de él y se limitó a cogerle de las manos. No le surgían las palabras. Sin desviar la mirada del suelo, el alfaquí observó las manos que le agarraban y después los borceguíes que siempre calzaba Hernando desde que le nombraran jinete de las caballerizas reales. Aquella misma mañana había caminado junto a él.
—Hamid ibn Hamid —musitó, alzando por fin el rostro.
—Eres libre —logró articular Hernando, y antes de que el alfaquí pudiese replicar, se echó en sus brazos y estalló en un llanto nervioso.
A la mañana siguiente, ante el escribano público, con Hamid ya bajo los cuidados de Fátima en las caballerizas, Juan y el alguacil otorgaron escritura de compraventa del esclavo de la mancebía llamado Francisco. Como si se tratase de una simple y vulgar bestia, el alguacil no lo vendió como sano y detalló al escribano todos y cada uno de los defectos físicos que padecía Hamid, aquellos aparentes y aquellos otros vicios que no lo eran tanto. Juan, por su parte, renunció a reclamarle por los defectos y vicios presentes o futuros del esclavo; tras ello, comprador y vendedor aceptaron el trato frente a dos testigos, y el escribano firmó el correspondiente documento.
Poco más tarde, ante otro escribano y otros dos testigos para que el alguacil no llegara a enterarse, Juan dictó la carta de manumisión a favor de su esclavo Francisco; le concedió la libertad y renunció a cualquier patronato que las leyes pudieran otorgarle sobre su siervo manumitido.
Hernando besó la carta de manumisión que Juan le entregó al salir de casa del escribano. Entonces quiso premiar a su amigo con una corona de oro, pero el mulero la rechazó.
—Muchacho —le dijo—: nos equivocamos al fantasear con las mujeres de Berbería. Ninguna de ellas debe de tener las posaderas que ayer llegué a palpar, pero que fui incapaz de catar. Tenías razón —agregó, apoyando una mano sobre su hombro—: me he hecho viejo.
—No… —intentó excusarse Hernando.
—Ya sabes dónde puedes encontrarme —se despidió sin más el mulero.
Y Hernando lo vio partir. Mientras Juan se alejaba, Hernando pensó que el mulero caminaba algo más erguido que el día anterior.