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El domingo 17 de enero de 1610, festividad de San Antón, se publicó y pregonó en la ciudad de Córdoba el bando de expulsión de los moriscos de Murcia, Granada, Jaén, Andalucía y la villa de Hornachos. El rey prohibió que los cristianos nuevos extrajesen de sus reinos cualquier tipo de moneda, oro, plata, joyas o letras de cambio, excluyendo los dineros necesarios para su manutención durante el viaje al puerto de Sevilla —en el caso de los cordobeses—, y el precio del pasaje del barco, que deberían costearse ellos mismos, atendiendo los más ricos al costo de los humildes. Después de malbaratar sus enseres y herramientas de trabajo, los moriscos se lanzaron a la compra, en esta ocasión a precios superiores a los de mercado, de mercancías ligeras que pudieran transportar: paños, sedas o especias.

Reunidos en el comedor, alrededor de mendrugos de pan ácimo a los que Rafaela trataba de rascar el verdín del moho, Hernando se dispuso a explicar a sus hijos qué era lo que sucedería con su familia a partir del pregón que todos habían escuchado.

—Hijos…

La voz se le quebró. Los miró uno a uno: Amin, Laila, Muqla, Musa y Salma. Intentó hablar, pero le venció la tensión acumulada durante meses, se llevó las manos al rostro y estalló en llanto. Durante un rato nadie se movió, los niños asustados con los ojos clavados en su padre. Laila y la pequeña Salma empezaron a llorar también. Entonces Miguel se levantó con torpeza e hizo ademán de llevarse a los dos más pequeños.

—No —se opuso Rafaela. Su semblante denotaba una inmensa fatiga, pero su voz conservaba la calma—. Sentaos todos. Debéis saber —continuó una vez que Miguel volvió a dejarse caer en la silla— que dentro de poco vuestro padre, Amin y Laila partirán de Córdoba. Los demás os quedaréis aquí, conmigo.

Rafaela sacó fuerzas de su interior para esbozar un amago de sonrisa. Salma, incapaz de entender lo que sucedía, sonrió también.

—¿Cuándo volverán? —preguntó el pequeño Musa.

Hernando alzó por fin el rostro y cruzó la mirada con Rafaela.

—Pues será un viaje muy largo —contestó ésta—. Irán a un lugar muy, muy lejano…

—Madre. —La voz del mayor rompió el silencio que siguió a las palabras de Rafaela. Él sí había escuchado atentamente el pregón y entendía su significado; sabía que los expulsaban de España, que no se trataba de un viaje del que pudieran regresar, «so pena», había gritado el pregonero, «que si no lo hicieren y cumplieren así, y fueren hallados en los dichos mis reinos y señoríos, de cualquier manera que sea, pasado el dicho término, incurran en pena de muerte y confiscación de todos sus bienes, en las cuales penas les doy por condenados por el simple hecho, sin otro proceso, sentencia, ni declaración». ¡Los matarían si volvían! Lo había entendido perfectamente: cualquier cristiano podía matarlos si volvían, sin juicio, sin tener que dar explicación alguna—. ¿Por qué no podéis venir con nosotros, vos, el tío Miguel y los demás?

—¡Eso! Nos vamos todos —apuntó Musa.

Rafaela suspiró. La inocencia de su hijo pequeño la enternecía. ¿Cómo iba a explicarles esto? Buscó ayuda en su marido, pero Hernando seguía en silencio, con la mirada perdida, como si no estuviera allí.

—Dios así lo ha dispuesto —contestó a Amin.

—¡Ha sido el rey! —la contradijo Laila.

—No. —Todos se volvieron hacia Hernando—. Ha sido Dios, como bien dice vuestra madre.

Rafaela lo miró, agradecida.

—Hijos —continuó él, recuperando la entereza—, Dios ha dispuesto que debemos separarnos. Vosotros, los pequeños, os quedaréis aquí, en Córdoba, con vuestra madre y el tío Miguel. Los mayores vendréis conmigo a Berbería. Recemos todos —Hernando fijó entonces su mirada en Rafaela—, hagámoslo al Dios de Abraham, al Dios que nos une, para que algún día, en su bondad y misericordia, nos permita reencontrarnos. Rezad también a la Virgen María; encomendaos siempre a ella en vuestras oraciones.

Al terminar de hablar se encontró con los ojos azules de Muqla clavados en él. Sólo tenía cinco años, pero parecía comprender.

Al anochecer, Hernando se sentó junto a Rafaela en el centro del patio, junto a la fuente, bajo un frío cielo estrellado, y llamó a los dos mayores para explicarles el porqué de la separación:

—Los cristianos no permiten que vuestra madre, cristiana vieja, o que vuestros hermanos, los menores de seis años que han sido bautizados, vayan a Berbería. Consideran que los mayores de esa edad son irrecuperables para el cristianismo y por eso los expulsan junto a sus padres. De ahí la separación.

—¡Huyamos todos! —insistió Amin con lágrimas en los ojos—. Venid con nosotros, madre —suplicó.

—El hermano de tu madre, el jurado, nunca lo permitirá —alegó Hernando.

—¿Por qué?

—Hijo, hay cosas que no puedes entender.

Amin no dijo nada más. Intentó retener una lágrima, era el mayor de los hermanos, pero se acercó a su madre y buscó su cariño. Laila se había sentado a los pies de Rafaela. Hernando los miró: Rafaela tomó la mano de su hijo mayor al tiempo que acariciaba el cabello de Laila. Ese momento no volvería a repetirse. ¿Cuántos momentos como aquéllos se habría perdido a lo largo de los años, siempre encerrado en la biblioteca, estudiando, escribiendo y luchando por la ansiada convivencia religiosa? Entonces recordó las canciones de cuna que canturreaba su madre en las escasas ocasiones en las que podía demostrarle su amor y entonó las primeras notas. Amin y Laila se volvieron hacia él, sorprendidos; Rafaela procuró controlar el temblor de sus labios. Hernando sonrió a sus hijos, levantó la mirada al cielo y volvió a canturrear aquellas canciones de cuna entre el constante rumor del agua que brotaba de la fuente.

Luego, cuando consiguieron que los niños se fueran a acostar, ambos permanecieron quietos, tratando de escuchar la respiración del otro.

—Te haré llegar suficiente dinero —prometió Hernando tras un largo rato de silencio. Rafaela fue a decir algo, pero él se lo impidió con un gesto—. Las tierras y esta casa quedarán para la hacienda real, ya has oído las palabras del pregonero. Los caballos serán embargados para saldar deudas. No tenemos nada más, y tú quedarás aquí con tres criaturas a las que alimentar. —El hecho de decirlo en voz alta lo hizo más real, más tangible, más tremendo.

Rafaela suspiró. No podía permitir que él se viniera abajo en esos momentos.

—Yo me las arreglaré —susurró, apretándose contra él—. ¿Cómo vas a mandarme dinero? Bastante tendrás con salir adelante tú y los dos mayores. ¿Qué vas a hacer? ¿Domar caballos? ¿A tu edad?

—¿Acaso dudas de que pudiera hacerlo? —Hernando tensó los músculos e intentó imprimir cierta ligereza a sus palabras; Rafaela le contestó con una sonrisa forzada—. No. No creo que me dedique a los caballos. Esos pequeños caballos árabes… quizá sean excelentes para el desierto, pero no se parecen en nada a los pura raza españoles. Conozco el árabe culto y sé escribir, Rafaela. Creo que lo hago muy bien, sobre todo si de ello depende la vida de mis hijos… y la tuya. Dios me guiará el cálamo, estoy seguro. El trabajo de escriba está muy valorado entre los musulmanes.

Ella no pudo más. Llevaba todo el día fingiendo delante de los niños, sofocando sus miedos. Entonces, en la penumbra de la noche, dio rienda suelta a su desesperación.

—¡Matan a todos los que llegan a Berbería! Y a los que no asesinan, los explotan en los campos. ¿Cómo puedes pensar…?

Hernando volvió a rogarle silencio.

—Eso es en las ciudades corsarias o en tierras berberiscas. Sé que en Marruecos los moriscos están siendo bien recibidos. Se trata de un reino inculto y su monarca ha entendido que puede beneficiarse de los conocimientos de los andalusíes. Puedo encontrar trabajo en la corte, y quizá algún día tú…

Rafaela se removió, inquieta. Él fue consciente de lo que pensaba: pocas veces habían hablado de sus creencias, de sus distintas religiones. Pero la posibilidad de verse obligada a vivir en un territorio musulmán la aterraba.

—No sigas —le interrumpió Rafaela—. Hernando, yo nunca he intervenido en tus creencias, ni siquiera cuando hacías partícipe de ellas a nuestros hijos. No me pidas que renuncie yo a las mías. Ya sabes que el día que faltes, tus hijos serán educados en la fe cristiana.

—Lo único que te pido —prosiguió Hernando— es que el día en que Muqla tenga suficiente uso de razón, le entregues el Corán que he escrito. Lo esconderé en algún lugar seguro hasta entonces.

—Para entonces será cristiano, Hernando —murmuró su esposa.

—Seguirá siendo Muqla, el niño de ojos azules. Él sabrá qué hacer. Prométemelo.

Rafaela se quedó pensativa.

—Prométemelo —insistió Hernando.

Ella asintió con un beso.

Desde que ambos esposos aceptaron que la situación era irreversible, que nada podían hacer ya por variarla, los días se sucedieron en una inquietante armonía. Hernando tampoco dejó de acudir a la mezquita a rezar en secreto, como siempre. Sin embargo, algo había cambiado: ya no trataba de encontrar aquella extraña simbiosis con Fátima; sus plegarias invocaban la ayuda de Dios para Rafaela y aquellos de sus hijos que iban a quedarse en Córdoba. Había pensado en acudir a Tetuán con Amin y Laila, reencontrarse con Fátima y solicitar su ayuda; incluso estuvo a punto de mandar recado a Efraín, pero las palabras del judío resonaron en sus oídos: «Te matarán». ¿Y si mataban también a sus hijos? Tetuán no había recibido bien a los moriscos; Shamir y Francisco estarían vigilantes ante la llegada masiva de los andaluces. Se le encogió el estómago al solo pensamiento de sus pequeños alanceados por los corsarios.

Paseó por la mezquita. Allí, en el templo entre cuyo mágico bosque de columnas jamás dejaría de resonar el eco de las oraciones de los verdaderos creyentes, decidió esconder su preciado Corán para que un día el pequeño Muqla lo recuperara; era el lugar indicado y estaba seguro de que Muqla lo conseguiría. ¡Tenía que ser así!

Pero ¿dónde hacerlo?

—¿Te has vuelto loco? —exclamó Miguel tras escuchar su plan.

—No es locura —contestó Hernando con tal determinación que el tullido no pudo tener la menor duda acerca de la seriedad de la propuesta—. Será la mejor historia que hayas contado nunca. Os necesito, a ti… y a Amin.

—Pero inmiscuir al niño…

—Es su obligación.

—¿Eres consciente de que si nos descubren, la Inquisición nos quemará vivos? —murmuró Miguel.

Hernando asintió.

Esa misma mañana, los tres accedieron a la mezquita. Hernando provisto de una fuerte palanca de hierro y un mazo escondidos bajo sus ropas; Amin, con las hojas todavía no encuadernadas del ejemplar del Corán, también escondidas, apretadas contra su pecho, y Miguel con sus muletas, andando a saltitos. Padre e hijo se apostaron reverentemente frente a la capilla de San Pedro, el profanado mihrab, y simularon rezar mientras el tullido lo hacía un poco más allá, a sus espaldas, entre la Capilla Real y la de Villaviciosa. El tiempo transcurrió con Hernando notando cómo el sudor empapaba la mano con la que sostenía las herramientas y con la mirada fija en aquella capilla ante la que tanto había rezado. Su frontal aparecía cerrado mediante una pared de mampostería y sillarejos en gran parte del espacio que existía entre los intercolumnios de la mezquita; en el extremo de la pared, justo frente al mihrab, la capilla se cerraba con dos rejas que llegaban hasta los capiteles. Tras la pared y la reja se hallaba el sarcófago de don Alfonso Fernández de Montemayor, adelantado mayor de la frontera. Se trataba de un grande pero sencillo sepulcro de mármol blanco, sin inscripciones, dibujos o adornos añadidos; tan sólo una banda adragantada que cruzaba su tapa. La mitad del sarcófago era visible tras la reja; la otra mitad se hallaba oculta a la vista tras la pared. En varias ocasiones, Hernando se volvió hacia Amin; el muchacho no mostraba nerviosismo alguno; permanecía quieto a su lado, erguido, sobrio y orgulloso, murmurando padrenuestros y avemarías. Multitud de feligreses y sacerdotes deambulaban a sus lados. ¿Sería cierto que era una locura?, pensó entonces. Tanta gente…

No tuvo oportunidad de continuar preguntándoselo. Como era su costumbre, el beneficiado de la capilla de San Pedro se dirigió a abrir el cerrojo de las rejas para preparar la misa. Hernando dudó. Miró a sus espaldas y Miguel le sonrió, animándole a decidirse, apoyándole; Amin le dio un suave golpe con el hombro para indicarle que el sacerdote acababa de abrir la reja. Entonces hizo un gesto de asentimiento hacia el tullido.

—¡Dios! —resonó en la mezquita. La gente se volvió hacia donde un tullido bailaba excitado sobre sus muletas—. ¡Estaba ahí! ¡Lo he visto!

Algunos fieles se arremolinaron en torno a Miguel. Sus gritos continuaron. Hernando mantenía la mirada entre el tullido y la reja de San Pedro; el sacerdote ya había salido alarmado y observaba parado junto a las rejas.

—¡Su bondadoso rostro se hallaba detrás de una paloma blanca…! —seguía chillando Miguel.

Hernando no pudo evitar una sonrisa. La credulidad de la gente siempre le sorprendía. Una anciana cayó de rodillas santiguándose.

—¡Sí! ¡Lo veo! ¡Yo también lo veo!

Muchos otros gritaron apagando la voz de Miguel. La gente se arrodillaba y señalaba hacia la cúpula del altar mayor, a espaldas de la capilla de San Pedro, allí donde Miguel seguía sosteniendo que había visto una paloma blanca. El sacerdote corrió hacia el grupo, al que ya se dirigían gran número de religiosos con sus trajes talares revoloteando.

—Ahora —indicó Hernando a su hijo.

En pocos pasos se plantaron en el interior de la capilla. Hernando se dirigió a la cabecera del sarcófago del adelantado, escondida a la vista por la pared. El sarcófago no estaba sellado, como había creído ver el día anterior, pero cuando extrajo la palanca y apoyó su filo bajo la gran tapa, le pareció imposible alzarla. Envolvió el extremo de la herramienta con sus ropas para amortiguar el ruido y golpeó con la maza. La cubierta se descascarilló, pero al final el filo se introdujo lo suficiente como para hacer palanca. Pesaba demasiado. No podría. El griterío continuaba y él se dio cuenta entonces de la edad que tenía: cincuenta y seis años. No era más que un viejo pretendiendo levantar la enorme y pesada tapa de un sarcófago. Amin esperaba a su lado, quieto, con los papeles en la mano. Hernando creyó que no podría alzarla jamás.

—Alá es grande —masculló.

Empujó cuanto pudo, pero la tapa ni siquiera se movió. Amin contemplaba el esfuerzo de su padre.

—Alá es grande —susurró también.

Entonces el muchacho volcó su cuerpo sobre el hierro.

—Tú que otorgas poder —invocó Hernando—, el Fuerte y el Firme, ¡ayúdanos!

La tapa se alzó la escasa anchura de un dedo.

—¡Mételos! —instó a su hijo con los dientes apretados y la cara congestionada.

Tal y como estaba, sobre la palanca, Amin empezó a introducir pequeños paquetes de folios; por la estrecha ranura no cabía todo el legajo a la vez.

—¡Continúa! —le animaba Hernando—. ¡Rápido!

Faltaban pocas hojas y ahora ya sólo resonaban los gritos de Miguel en un alarde de imaginación.

—¡Padre! —se oyó casi junto a las rejas.

Hernando estuvo a punto de dejar caer la tapa. Amin se quedó a mitad de introducir unas páginas. ¡Era la voz de Rafaela!

—¡Padre! —volvió a escucharse casi en la entrada de la capilla. Rafaela se hincó de rodillas delante del sacerdote que retornaba y se agarró a sus vestiduras para detenerlo—. ¡Salvad a mi esposo y a mis hijos de la deportación! —gritó. Hernando apremió a Amin. Sólo restaban unas hojas. Las manos del muchacho temblaron y no acertó a introducirlas—. ¡Son buenos cristianos! —suplicaba Rafaela.

—¿De qué me hablas, mujer?

El religioso hizo ademán de continuar pero Rafaela se lanzó a sus pies y los besó.

—¡Por Dios! —sollozaba—. ¡Salvadlos!

La mujer pugnó por impedir que el sacerdote continuara su camino hasta que éste logró zafarse violentamente y entró en la capilla seguido de una Rafaela que saltó tras él y que cerró los ojos nada más superar las rejas.

—¿Qué hacéis aquí?

Con el estómago encogido, Rafaela abrió los ojos: Hernando y Amin estaban arrodillados, rezando frente al altar y al retablo que descansaba sobre él, en la cabecera del sarcófago. De espaldas al cura, Hernando aferraba las herramientas entre sus ropas, mientras con la otra mano trataba de esconder bajo el sarcófago los pequeños cascajos de la tapa que habían caído al suelo. Amin se dio cuenta de lo que pretendía y le imitó.

—¿Qué significa esto? —insistió el sacerdote.

—Son buenos cristianos —repitió Rafaela tras él.

Hernando se levantó.

—Padre —arguyó, empujando el último de los cascajos con el pie—, rezábamos pidiendo la intercesión del Señor. No merecemos la expulsión. Nosotros, mi hijo y yo…

—No es mi problema —le contestó secamente el sacerdote, al tiempo que comprobaba que no faltara nada del altar—. Fuera de aquí —les ordenó cuando se dio por satisfecho.

Salieron los tres. A unos pasos de la capilla, Hernando se dio cuenta de que temblaba. Cerró los ojos con fuerza, respiró hondo y trató de controlarse. Al abrirlos se topó con los de su esposa.

—Gracias —le susurró—. ¿Cómo sabías lo que me proponía?

—Miguel creyó que no sería suficiente con su ayuda y me aconsejó que estuviera por aquí.

En la capilla de San Pedro, el cura pisó el polvillo que restaba sobre el suelo y renegó de aquellos sucios moriscos. Fuera, rodeado de sacerdotes y un corro cada vez mayor de feligreses, algunos arrodillados, otros rezando y santiguándose sin cesar, Miguel continuaba con su inacabable historia, gesticulando con la cabeza a falta de manos con las que señalar dónde había visto la imponente espada de fuego con la que Cristo celebraba la expulsión de los herejes de tierras cristianas. En cuanto el tullido vislumbró a Hernando, a Rafaela y a Amin, se dejó caer al suelo como si le hubiera dado un vahído. En tierra, aovillado, continuó con su pantomima y se convulsionó violentamente.

Cruzaron la mezquita hacia el Patio de los Naranjos. Quizá los cristianos lograran expulsarles de España, de las tierras que habían sido suyas durante más de ocho siglos, pero en la mezquita de Córdoba, frente a su mihrab, todavía obraba la palabra revelada en honor del único Dios.

Nada más superar la puerta del Perdón, entre la gente, Rafaela se detuvo e hizo ademán de dirigirse a él.

—Ya sabes dónde está escondido —se le adelantó su esposo.

—¿Cómo va a conseguir Muqla extraer ese libro?

—Dios dispondrá —la interrumpió antes de tomarla cariñosamente del antebrazo y encaminarse hacia su casa—. Ahora, la Palabra está donde tiene que permanecer hasta que nuestro hijo se haga cargo de mi labor.

A media tarde, Miguel regresó.

—Al despertar en la sacristía —explicó con un guiño simpático—, les he dicho que no recordaba nada.

—¿Y? —inquirió Hernando.

—Han enloquecido. Me han repetido todo cuanto expliqué. ¡Qué poca imaginación tienen estos sacerdotes! Ni siquiera habiendo escuchado la historia son capaces de reproducirla. ¡Una espada de oro!, sostenían. He estado a punto de corregirles, decirles que era de fuego y descubrirme. ¡Sólo piensan en el oro! Pero me han dado buen vino para reanimarme y ver si recordaba algo.

—Gracias, Miguel. —Hernando fue a decirle que la próxima vez no se lo contase a Rafaela, pero se detuvo. ¿Qué otra vez?, se lamentó para sí—. Gracias —repitió.

Como si Dios hubiera querido premiar aquella obra, una noche Miguel apareció en la casa con medio cabrito, verduras frescas, aceite, unos pellizcos de especias, hierbas, sal, pimienta y pan blanco.

—¿Qué…? ¿De dónde has sacado todo esto? —inquirió Hernando curioseando en el zurrón que cargaba a su espalda el tullido.

Rafaela y los niños lo rodearon también.

—Parece que algo de esa suerte esquiva ha decidido sonreírnos —contestó Miguel.

Los deportados necesitaban medios de transporte para las mercancías que podían llevar y para sus mujeres, hijos o ancianos en lo que se les presentaba como un largo viaje. Pocos quedaban ya de los cerca de cuatro mil arrieros moriscos que recorrían los caminos por España; la mayoría de ellos habían sido expulsados, y los que aún seguían por allí permanecían en sus casas a la espera de la expulsión o incluso habían vendido aquellas mulas o asnos que no podían llevarse.

—Se están pagando barbaridades por una simple mula —explicó con la mirada puesta en Rafaela y los niños, que ya corrían con las viandas en dirección a la cocina.

Mientras mendigaba, Miguel había presenciado cómo pujaban varios hombres por contratar el porte de una simple mula. ¡Ellos disponían de dieciséis buenos caballos!, pensó entonces. Eran animales grandes y fuertes, capaces de transportar mucho más peso que un asno o una mula.

—Nunca han servido como bestias de carga —dudó Hernando.

—Lo harán, ¡por Dios que lo harán!

—Se encabritarán —objetó Hernando.

—No les daré de comer. Los mantendré unos días sólo a base de agua y si se encabritan…

—No sé. —Hernando imaginó a sus magníficos ejemplares cargados de fardos, con dos o tres personas a sus lomos entre una riada de gente mucho mayor que la que vino desde Granada tras la guerra de las Alpujarras—. No sé —repitió.

—Pues yo sí que lo sé. Ya he cerrado los tratos. Hay quien llega a pagar hasta sesenta reales por cada jornada de camino, incluidas las de vuelta. Son muchos los ducados que obtendremos. —Hernando, serio, mantenía la mirada fija en el tullido—. Ya he pagado la deuda que teníamos con los proveedores y he contratado personal para el camino. Cuando vuelvan de Sevilla, los caballos estarán libres de deudas y Rafaela podrá venderlos… si el duque lo permite. También dispondrá de dinero mientras ello sucede, y tú tendrás para el viaje y lo que te permitan sacar de España.

Hernando pensó en las palabras de Miguel, cedió y le palmeó la espalda.

—Últimamente te estoy dando demasiadas veces las gracias.

—¿Te acuerdas de cuando me encontraste a los pies de Volador, en la posada del Potro? —Hernando asintió—. Desde ese día no es necesario que me agradezcas nada… ¡pero me gusta escuchar cómo lo dices! —añadió sonriendo ante el semblante emocionado de su señor y amigo.