60
Hernando había decidido no permanecer en Granada más tiempo del que necesitara para hacer entrega de los plomos. Después de siete años de estudio y de trabajo, en el mismo momento en que hubo puesto su obra a disposición de don Pedro, Luna y Castillo, quienes le esperaban en la casa de los Tiros, le asaltaron las dudas acerca de la posible efectividad de sus esfuerzos y trabajo.
Los tres hombres tomaron los medallones con solemnidad y fueron pasándoselos de mano en mano, enfrascados en su contenido. Hernando los dejó hacer, incluso se separó de ellos unos pasos hasta situarse frente a una de las ventanas de la Cuadra Dorada. Se perdió en la contemplación del convento de los franciscanos que se abría frente al palacio de los Tiros. ¿Una fantasía?, se preguntó entonces. El país entero se hallaba invadido por leyendas, mitos y fábulas. Los había leído y estudiado; él mismo llegó a copiar centenares de profecías moriscas, pero todo aquello sólo calaba en las mentes crédulas de un pueblo ignorante, ya fuera cristiano o musulmán, que gustaba de entregarse a todo tipo de sortilegios y hechizos.
Tan sólo hacía unos días, en Jarafuel, a la vista de la Muela de Cortes al otro lado del valle, mientras hablaban del futuro de los moriscos en España, Munir le contó de una profecía que Hernando no conocía y que se hallaba muy extendida por aquellas tierras: creían los lugareños que un día acudiría a liberarles el caballero moro al-Fatimi o Alfatimí, que se hallaba escondido en aquella sierra desde época de Jaime I el Conquistador, hacía más de trescientos años.
—En lo que no se pone de acuerdo la gente —se lamentó el joven alfaquí— es en si el caballero moro es verde o lo que es verde es su caballo; hay algunos que sostienen que ambos son verdes: caballo y caballero.
Un caballero verde de más de trescientos años que acudiría en su salvación… ¡Ingenuos!
Se volvió hacia sus compañeros de la Cuadra Dorada, que examinaban los plomos con detenimiento. Negó con la cabeza antes de volver a mirar a través de la ventana. Los plomos eran algo muy distinto. No se trataba de simples profecías. Los plomos estaban llamados a cambiar el mundo de las creencias religiosas, a minar los fundamentos de la Iglesia cristiana. Obispos, sacerdotes, frailes e intelectuales, hombres doctos e instruidos, se volcarían en su contenido. ¡El asunto llegaría con seguridad hasta la misma Roma! Era algo que jamás había llegado a plantearse mientras trabajaba, dejando volar la imaginación para unir tradiciones, historias y leyendas en torno a la Virgen, entrelazando vidas de santos y apóstoles, moviéndose en la ambigüedad entre una y otra religión, dejando gazapos aquí y allá. ¿Quién era él para cambiar el curso de la historia? ¿Acaso Dios le había iluminado? ¿A él? ¿Al aprendiz de arriero de un humilde pueblo de las Alpujarras? ¡Pedante! ¡Soberbio!, pensó. Entonces recordó cuanto constaba escrito en aquellos pequeños medallones y le pareció zafio, vulgar, simple, equívoco…
—¡Magnífico!
Se volvió sobresaltado.
Don Pedro, Luna y Castillo sonreían. ¡Magnífico! Fue Alonso del Castillo quien lo exclamó; luego los otros dos se sumaron a los elogios. ¿Por qué no podía él compartir su entusiasmo? Les dijo que debían ir a buscar el resto de los plomos que aún restaban en poder de Binilit. Les dijo también que los medallones debían ir acompañados de huesos y cenizas, que él no había podido traer desde Córdoba. Les rogó que, en su nombre, entregaran los escritos sobre los mártires al cabildo catedralicio. Castillo le pidió una vez más la copia del evangelio de Bernabé pero, no, no la tenía. La había destruido cuando le echaron del palacio del duque y no se había molestado en transcribirlo de nuevo; no le pareció lo más importante, y el estudio y la redacción de los plomos le habían ocupado todo su tiempo.
—¿Y por qué no le hacemos llegar el ejemplar que tenemos? Debemos enviar ese evangelio a la Sublime Puerta. El sultán es el llamado a darlo a conocer —arguyó don Pedro, como si fuera una necesidad apremiante.
Luna tranquilizó al noble:
—Transcurrirán años antes de que eso sea menester. De momento sigue guardándolo en lugar seguro, pero ahora que has terminado esta magnífica labor con los plomos, podrías dedicar tu tiempo a la transcripción del evangelio para que también podamos estudiarlo. Ardo en deseos de leerlo.
—No me parece sensato que nos desprendamos de ese documento todavía —argumentó Hernando tras las palabras de Luna—. Lo haremos sólo cuando tengamos noticias de que el sultán está dispuesto a apoyar nuestro plan. Hasta ahora, los turcos no se han distinguido precisamente por ayudar a nuestro pueblo.
Luego, mientras los otros tres especulaban acerca del cómo y dónde dar a conocer los plomos a la cristiandad, Hernando anunció que regresaba a Córdoba.
—Has estado todo el día meditabundo —apuntó Castillo—. No parece que participes de nuestras ilusiones. Todo esto —añadió el traductor, señalando los medallones de plomo que reposaban sobre una mesa— es el fruto de tu trabajo, Hernando, una labor de años. Una labor excepcional. ¿Qué te sucede?
Él no tenía preparada respuesta alguna. Vaciló. Se llevó la mano al mentón y miró de hito en hito a sus compañeros.
—Me asaltan las dudas. Necesito…, no sé. No sé lo que necesito. Pero quizá sea preferible que en este momento no interfiera en vuestro trabajo…
—¿Nuestro trabajo? —saltó don Pedro—. ¡Tú eres el artífice…!
Hernando le rogó que callase con un gesto calmo de su mano.
—Sí. Cierto. Y no reniego de él, por supuesto, pero tengo el presentimiento de que ahora no os sería de mucha ayuda.
—Vaciado —intervino entonces Miguel de Luna. Hernando clavó sus ojos azules en él—. Te has vaciado. Has trabajado muy duro y es normal que eso te suceda. Descansa. Te vendrá bien. Nosotros nos ocuparemos.
—Mi madre se dejó morir por culpa de este proyecto —les sorprendió entonces. Don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo observaron cómo se contraían los rasgos de su rostro y cómo luchaba por contener el llanto en su presencia. El noble bajó los ojos, los otros dos se buscaron con la mirada—. Ella no pudo soportar la idea de que su hijo se hubiera entregado a los cristianos, y yo había jurado no desvelar nada de nuestro plan.
Respiró hondo y habló con voz trémula:
—De momento, amigos, eso es lo único que he conseguido de estos plomos.
Hernando chasqueó la lengua para azuzar a Estudiante en el camino de regreso a Córdoba. Había salido de Granada al amanecer, sin buscar compañía para el largo viaje. Al paso por la vega granadina se puso en pie sobre los estribos y, llevando la vista atrás, observó las blancas cumbres de Sierra Nevada que dejaba a su espalda. Hacía frío. Los pueblos más altos de las Alpujarras, en la otra vertiente, debían de estar también cubiertos de nieve. Juviles. Allí vivió su niñez, con su madre… y Hamid. Negó con la cabeza cuando una bandada de tordos que volaba muy bajo casi rozó su cabeza. Los vio remontar el vuelo, como si se dispusieran a alcanzar las cimas de la sierra, pero algo más allá giraron todos al tiempo y tornaron a los sembrados. Volvió a acomodarse en la montura y con las riendas sueltas sobre la cruz de Estudiante, se frotó las manos con vigor, las ahuecó y exhaló su aliento cálido en ellas. Casas y alquerías se diseminaban por las fértiles tierras de la vega, y aquí y allá se divisaban hombres que trabajaban los campos. Desde la distancia, alguno de ellos alzó la vista al paso del jinete. Hernando escrutó el horizonte y suspiró ante el largo y solitario camino que se abría frente a él. Resonando en sus oídos, el rítmico golpeteo de los cascos de Estudiante sobre la tierra endurecida por el frío se le presentó como su única compañía.
Con sólo verle, Miguel advirtió la pena y congoja de su señor. Esperaba su regreso con inquietud para poder hablarle de Rafaela, tal y como éste le había prometido que harían antes de partir, pero, al verle en ese estado, no se atrevió, y durante los siguientes días se limitó a tratar de interesarle en las nuevas acaecidas durante su ausencia, en la casa, en las tierras y en el cortijillo. ¡Había llegado a discutir con Toribio por la violenta doma a la que sometía a uno de los potros!, le explicó airado en una ocasión, alzando amenazadoramente una muleta.
—¡Lo maltrataba sin razón! —gritó—, le clavaba las espuelas y el potro era incapaz de entender lo que pretendía de él.
Pero ni siquiera esa disputa llegó a captar el interés de Hernando, que continuó destilando nostalgia, pese a sus salidas a caballo e incluso alguna que otra escapada nocturna a la mancebía.
—Señor —resopló un día Miguel, que avanzaba hacia él, a saltitos, a través de la galería que daba al patio—, ¿conoces la historia del gato que quería montar a caballo? —Hernando detuvo sus pasos. El repiqueteo de las muletas dejó de escucharse a sus espaldas—. Se trataba de un gato de color pardo…
—Conozco la historia —le interrumpió Hernando—. Te oí contársela a mi madre en la posada del Potro. Trata de un noble caballero al que unas brujas malévolas convierten en gato y que sólo se librará del hechizo si logra montar y conducir a un caballo de guerra. Pero no recuerdo el final, quizá me distraje.
—Si ya la sabes, quizá entonces debería contarte la del caballero que vivía encerrado en una torre, siempre solo… —Miguel dejó la frase en el aire, a propósito.
Hernando resopló. Pasaron unos instantes.
—Creo que no me gustará esa historia, Miguel.
—Quizá no, pero deberías oírla… El caballero…
Hernando le hizo callar con un gesto.
—¿Qué quieres decirme, Miguel? —preguntó con semblante serio.
—¡Que no es bueno que estés solo! —replicó éste, alzando la voz—. Ahora has terminado tu trabajo. ¿Qué piensas hacer? ¿Pasarte el día metido en esta estancia, rodeado de papeles? ¿No te gustaría volver a casarte? ¿Tener hijos?
Hernando no contestó. Miguel, con un gesto de fastidio, dio media vuelta y se alejó, cojeando con sus muletas.
Pero Hernando, una vez más, buscó refugio en la biblioteca. En la intimidad de la estancia contempló los casi treinta libros con los que se había hecho durante los siete años de trabajo en los plomos, todos cuidadosamente ordenados en estanterías. Intentó releer alguno, sin éxito; no transcurría mucho rato y ya estaba cansado. También trató de volcarse en la caligrafía, pero el cálamo se deslizaba con torpeza sobre el papel. Parecía como si hubiese perdido el vínculo espiritual que debía unirle con Dios en el momento de dibujar los caracteres llamados a ensalzarle. Hernando cogió con delicadeza el último cálamo que había preparado y comprobó su punta ligeramente curvada; estaba bien cortada… De repente, lo supo: ¡el vínculo con Dios! Golpeó el escritorio con el puño. ¡Eso era!
Así pues, a la mañana siguiente, Hernando se encaminó a la mezquita. Previamente, en su casa, había hecho las obligadas abluciones. ¿Podía haber llegado a olvidar a su Dios?, pensó durante el corto trayecto hasta la puerta del Perdón. Llevaba siete años escribiendo sobre la Virgen, el apóstol Santiago y un sinfín de santos y mártires que habían acudido a aquellos reinos. Su intención era buena, pero todo aquel trabajo…, ¿podría haber llegado a minar sus propias creencias, la pureza de sus convicciones? Sentía que necesitaba plantarse frente al mihrab, por más que los cristianos lo hubieran profanado, y rezar, aunque fuera en pie, en silencio. Si la taqiya les permitía ocultar su fe sin que por ello pudiera considerarse que pecaban o renegaban de ella, ¿por qué no rezar también a escondidas en la mezquita? Allí, tras el sarcófago del adelantado mayor de la frontera, don Alonso Fernández de Montemayor, se hallaba uno de los más espléndidos lugares de culto creados por los seguidores del Profeta a lo largo de toda la historia. Traspasó la puerta del Perdón y cruzó el huerto; las paredes de las galerías que lo rodeaban continuaban adornadas con infinidad de sambenitos de los penados por la Inquisición, con sus nombres y culpas escritos en ellos, y los retraídos haraganeaban y buscaban refugio del frío de aquella mañana plomiza. El bosque de maravillosos arcos de la mezquita le aportó un soplo de tranquilidad. Anduvo por el templo con despreocupación. Sacerdotes y fieles se movían por el interior y aquí y allá, en las capillas laterales, se celebraban misas y oficios. Las obras del crucero y el coro se hallaban interrumpidas desde hacía años y continuaban paradas, a la espera de que se construyera el cimborrio, su cúpula, el coro y la bóveda que debía cubrirlo. Los cristianos eran ruines con su Dios, pensó mientras paseaba por las obras inacabadas: obispos y reyes vivían en la opulencia, pero preferían malgastar los dineros en lujos antes que destinarlos a sus templos.
«¡Oh, los que creéis!», creyó leer al llegar al mihrab, a través del enlucido de yeso mediante el que los cristianos pretendían esconder la palabra revelada. Se trataba del inicio de las inscripciones cúficas de la quinta sura del Corán escritas en la cornisa que daba acceso al lugar sagrado. Luego, en silencio, continuó recitando: «Cuando os dispongáis a hacer la plegaria…».
Entonces, mientras rezaba, lo entendió, como si Dios premiase su devoción: ¡la verdad, la palabra revelada y cincelada en duro y precioso mármol, escondida tras un vulgar revoque de yeso llamado a caer con el más débil de los golpes! ¿Acaso no era aquélla la misma situación contra la que él pretendía luchar mediante los plomos? La verdad, la única, la primacía del islam oculta tras las palabras y manejos de papaces y sacerdotes; una ficción que con la revelación del Libro Mudo se desmoronaría, como en cualquier momento podía hacerlo el frágil revoque de yeso que ocultaba la palabra revelada en el mihrab de la mezquita cordobesa. Luego alzó la vista hacia los arcos dobles que se levantaban sobre otros simples para descansar en esbeltas columnas de mármol: el poderío de Dios caía a plomo sobre sus fieles, al contrario de lo que sucedía con los cristianos, que buscaban bases firmes. El peso de la voluntad divina sobre simples creyentes como él. Llenó sus pulmones de aquella fantástica certeza al tiempo que reprimía los gritos con los que deseaba continuar rezando al único Dios, y apretó los labios para que ni siquiera sus murmullos resultaran audibles.
Ese mismo día, en el monte de Valparaíso de Granada, dos buscadores de tesoros, de los muchos que recorrían las tierras granadinas en pos de las valiosas pertenencias dejadas tras de sí por los moriscos en su precipitada salida de la sierra, encontraron en una de las cuevas de una mina abandonada del cerro, justo por encima del Albaicín, una extraña e inútil lámina de plomo escrita en un latín casi indescifrable.
El hallazgo, ininteligible para los buscadores de tesoros, llegó a manos de la Iglesia y fue entregado a un jesuita que, en cuanto lo tradujo, llegó a la conclusión de que en verdad constituía un verdadero tesoro. Se trataba de una inscripción funeraria que anunciaba que las cenizas allí enterradas eran las de san Mesitón mártir, ejecutado bajo el mandato del emperador Nerón, uno de los siete varones apostólicos de los que hablaba la leyenda, y cuyos restos jamás habían sido encontrados. Inmediatamente, el arzobispo don Pedro de Castro ordenó que se recogiesen las cenizas que hubiese en la cueva, y que se procediese a excavar y limpiar las minas a fin de continuar buscando. Durante el mes de marzo de ese mismo año, se encontró otra lámina referente al entierro de san Hiscio, más cenizas y algunos huesos humanos calcinados. Antes de terminar el mes, apareció El libro de los fundamentos de la Iglesia y poco después El libro de la esencia de Dios. El 30 de abril, en pleno éxtasis religioso de Semana Santa, mientras los granadinos sentían en sus propias carnes y conciencias la pasión de Cristo, una niña de nombre Isabel encontró la lámina que certificaba el martirio de san Cecilio, patrón de Granada y primer obispo de Ilíberis. Junto a aquella lámina aparecieron las tan deseadas y buscadas reliquias del santo.
Granada entera estalló en fervor religioso.
Tras aquella visita a la mezquita, Miguel percibió en Hernando un favorable cambio de actitud. Sonreía de nuevo y sus ojos azules mostraban el brillo que les caracterizaba. Necesitaba hablar con él; la situación de Rafaela era ya insostenible puesto que su padre, el jurado don Martín, estaba a punto de alcanzar un pacto con uno de los muchos conventos de la ciudad. Una tarde, después de comer, ascendió trabajosamente las escaleras hasta la biblioteca del primer piso, donde encontró a su señor y amigo absorto en la caligrafía.
—Señor, hace tiempo que quiero hablarte de algo. —Lo dijo desde la puerta, respetando aquel espacio que casi consideraba sagrado. Esperó a que Hernando alzase la vista.
—Dime. ¿Te sucede algo?
Miguel carraspeó y entró cojeando en la estancia.
—¿Recuerdas a la muchacha de la que te hablé antes de que te fueras a Granada?
Hernando suspiró. Había olvidado por completo la promesa hecha a Miguel. Ignoraba qué podía querer Miguel de él, ni por qué le importaba tanto la chica, pero sin duda el rostro preocupado de su amigo, tan distinto de su alegre expresión habitual, indicaba que el asunto era de cierta gravedad.
—Entra y toma asiento —le dijo con una sonrisa—. Presiento que la historia va a ser larga… A ver, ¿qué le pasa a esa joven? —añadió, mientras veía cómo Miguel avanzaba sobre las muletas hasta dejarse caer en una silla.
—Se llama Rafaela —empezó Miguel—, y está desesperada, señor. Su padre, el jurado, pretende encerrarla en un convento.
Hernando abrió las manos.
—Muchas hijas de cristianos terminan tomando los hábitos de buen grado.
—Pero ella no lo desea —replicó Miguel enseguida. Las muletas yacían en el suelo, a ambos lados de la silla—. El jurado no quiere entregar cantidad alguna al convento, por lo que el futuro que le espera es el de ser una criada de las demás monjas.
Hernando no supo qué decir; su mirada se posó en el rostro consternado de su amigo.
—¿Y qué quieres que haga? No creo que esté en mi mano…
—¡Cásate con ella! —le interrumpió Miguel, sin atreverse a mirarlo.
—¿Qué? —El semblante de Hernando denotaba una incredulidad absoluta. No sabía si reír o enojarse. Al ver que Miguel levantaba los ojos, brillantes de las lágrimas que luchaba por contener, optó por no hacer ninguna de las dos cosas.
—¡Es una buena solución, señor! —prosiguió el tullido, animado por el silencio de su amigo—. Tú estás solo, ella debe casarse si no quiere acabar encerrada en un convento… todo se arreglaría.
Hernando le escuchaba, atónito. ¿Podía estar hablando en serio? Comprendió que así era.
—Miguel —dijo despacio—, tú mejor que nadie sabes que ésta no es una cuestión fácil para mí.
El joven le sostuvo la mirada, desafiante.
—Miguel —continuó Hernando, tratando de buscar una respuesta—, aun en el supuesto de que yo estuviera dispuesto a contraer matrimonio con esa muchacha, a la que por cierto ni siquiera conozco, ¿crees que un altivo jurado de Córdoba lo consentiría? ¿Crees que permitiría que su hija se casase con un morisco? —Miguel intentó contestar, como si tuviera la solución, pero Hernando le impidió hacerlo—. Espera… —le instó.
De pronto se dio cuenta de lo que realmente le sucedía a Miguel. Había estado tan absorto en sus propios pensamientos aquellos últimos tiempos que no había reparado en la transformación del muchacho.
—Creo que existe otro problema todavía más difícil de solucionar… —Clavó sus ojos azules en los de aquel que podía contarse como su único amigo y dejó transcurrir unos instantes—. Tú…, tú estás enamorado de esa muchacha, ¿verdad?
El tullido escondió su mirada, unos instantes tan sólo, antes de volver a enfrentarla a la de Hernando con determinación.
—No lo sé. No sé qué es amar a alguien. A Rafaela… ¡le gustan mis historias! Se tranquiliza cuando acaricia a los caballos y les habla. En cuanto entra en las cuadras deja de llorar y se olvida de sus problemas. Es dulce e ingenua. —Miguel dejó caer la cabeza, negó con ella, y se llevó la mano al mentón. Ante aquella visión, Hernando notó que le flaqueaban las fuerzas y se le hacía un nudo en la garganta—. Es… es delicada. Es bella. Es…
—La quieres —afirmó en voz baja y firme. Carraspeó un par de veces—. ¿Cómo viviríamos en esta casa? ¿Cómo podría casarme con la mujer de la que me consta estás enamorado? Nos cruzaríamos todo el día, nos veríamos. ¿Qué pensarías, qué imaginarías durante las noches?
—No lo entiendes. —Miguel continuaba cabizbajo. Hablaba en susurros—. Yo no pienso nada. No imagino. No deseo. Yo no puedo amar a una mujer como la ama un esposo. Nunca me han respetado. ¡Sólo soy escoria! Mi vida no vale una blanca. —Hernando trató de intervenir, pero en esta ocasión fue Miguel quien se lo impidió—. Nunca he tenido más aspiración que la de llevarme un hueso o un pedazo de pan podrido a la boca. ¿Qué más da si la quiero o no? ¿Qué importa lo que yo desee? Siempre, a lo largo de los años, mis ilusiones se han perdido, enmarañadas en mis piernas. Pero hoy tengo una, señor. Y es la primera vez en mi asquerosa existencia que creo que, con tu ayuda, podría conseguir que se cumpliera. ¿Te das cuenta? Durante los diecinueve años con los que debo contar, nunca, ¡nunca!, he tenido la oportunidad de ver cumplido uno de mis deseos. Sí. Tú me has recogido y me has dado trabajo. Pero ahora te estoy hablando de mi anhelo, ¡únicamente mío! Sólo pretendo ayudar a esa muchacha.
—Y ella, ¿te quiere?
Miguel alzó el rostro y torció el gesto en una amarga sonrisa.
—¿A un tullido? ¿A un criado? Te quiere a ti…
—¿Qué dices…? —Hernando llegó a levantarse de la silla.
—Le he hablado tanto de ti que creo que sí, que te quiere; por lo menos te admira profundamente. Tú has sido el caballero de mis historias, el salvador de doncellas, el domador de fieras, el encantador de serpientes…
—¿Te has vuelto loco? —Los ojos azules de Hernando parecían a punto de salirse de sus órbitas.
—Sí, señor —respondió Miguel, con el semblante congestionado—. Es una locura lo que llevo viviendo desde hace algún tiempo.
Esa misma noche, Miguel subió a buscarle a la biblioteca, donde Hernando había empezado a transcribir de nuevo el evangelio de Bernabé a petición de los de Granada. Si don Pedro y sus amigos de Granada insistían en enviar el ejemplar que él escondía en su biblioteca, debía necesariamente hacer una transcripción del texto. Los había convencido de que no era el momento de desprenderse de ella, pero tal vez no tuviera tanta suerte la próxima vez. Hernando no podía evitar albergar dudas respecto al sultán. ¿Sería el otomano capaz de ayudar al pueblo morisco? Aunque, en esta ocasión, cuando llegara el momento, sólo tendría que dar a conocer el evangelio que anunciaba el Libro Mudo; no se trataba de lanzar a su armada contra los dominios del rey de España, tan sólo debía convertirse en ese rey de reyes que anunciaba la Virgen María y desvelar las mentiras de los papaces.
—Señor —le distrajo el muchacho—, me gustaría que conocieras a Rafaela.
—Miguel… —empezó a quejarse.
—Por favor, acompáñame. —Su tono de voz era tan implorante que Hernando no pudo negarse. Además, en el fondo, sentía cierta curiosidad.
Rafaela esperaba junto a Estudiante. Entrelazaba los dedos de una mano en sus largas y tupidas crines mientras con la otra le acariciaba el belfo. La luz era escasa; una sola lámpara alejada de la paja iluminaba tenuemente las caballerizas. Hernando vio a la muchacha, que lo recibió con recato, cabizbaja. Miguel se quedó algo por detrás, como si pretendiera con ello separarse de la pareja. Hernando titubeó. ¿Por qué estaba nervioso? ¿Qué le habría contado Miguel además de convertirle en el protagonista de sus historias? Se acercó hasta Rafaela, que continuaba con la mirada clavada en la paja. La muchacha vestía una saya, terciada en su cintura para que no se ensuciara, con lo que mostraba una vieja basquiña que le llegaba a la altura de los zapatos, y, en el cuerpo, un jubón abierto con mangas, sobre la camisa. Todo en color pardusco; todo cayendo a peso, como si aquellas sencillas ropas no encontrasen turgencia en la que apoyarse. ¿Qué le habría prometido Miguel? Quizá…, ¿habría sido capaz de decirle que se casaría con ella para librarla del convento antes de consultárselo?
De repente se arrepintió de haber acudido a las cuadras. Dio media vuelta y se encaminó hacia la salida, pero se topó con Miguel, plantado en el pasillo, firme sobre sus muletas.
—Señor, te lo ruego —le suplicó el muchacho.
Hernando cedió y se volvió de nuevo hacia Rafaela. La encontró mirándole con unos ojos castaños que incluso en la penumbra pregonaban su desconsuelo.
—Yo… —trató de excusar su intento de huida.
—Os agradezco de corazón lo que estáis dispuesto a hacer por mí —le interrumpió Rafaela.
Hernando se sobresaltó. La dulzura de la voz de la muchacha le sobrecogió; sin embargo, ¿qué era lo que había dicho? ¡Miguel! ¡Había sido capaz! Iba a volverse hacia el tullido, pero la muchacha continuó hablando:
—Sé que no soy gran cosa; mis padres y hermanos no cesan de repetírmelo, pero estoy sana. —Sonrió para acompañar tal afirmación, dejando a la vista sus dientes, blancos y perfectamente alineados—. No he padecido ninguna enfermedad y en mi familia somos extremadamente fértiles —continuó. Hernando se sintió abrumado. La sinceridad y vulnerabilidad de aquella voz le estremecían—. Soy una buena y piadosa cristiana y os prometo ser la mejor esposa que podáis encontrar en toda Córdoba. Os compensaré con creces el que mi padre no aporte dote alguna —añadió poniendo fin a su discurso.
El morisco no encontró palabras. Gesticuló y se removió inquieto. La candidez de la muchacha despertó su ternura; sus tristes ojos castaños expresaban un dolor desapasionado que hasta Estudiante, extrañamente quieto junto a ella, parecía palpar todavía. Sólo la respiración acelerada de Miguel, a sus espaldas, desentonaba en el ambiente.
—Soy cristiano nuevo. —Fue lo primero que se le ocurrió decir.
—Sé que vuestro corazón es limpio y generoso —afirmó ella—. Miguel me lo ha contado.
—Tu padre no permitirá… —balbuceó Hernando.
—Miguel cree tener la solución.
En esta ocasión sí que giró la cabeza hacia el tullido. ¡Sonreía! Lo hacía con aquellos dientes rotos en sierra, tan diferentes a los de Rafaela. Miró al uno y a la otra alternativamente. Las miradas ansiosas de ambos parecían acorralarlo. ¿Qué solución sería aquélla?
—¿No será nada contrario a las leyes? —le preguntó a Miguel.
—No.
—Ni a la Iglesia.
—Tampoco.
¿Cómo iba a permitir don Martín Ulloa la boda de su hija con un morisco hijo de una condenada por la Inquisición?, se preguntó entonces. Era de todo punto inimaginable. Ni siquiera necesitaba excusarse con Rafaela; sería su propio padre quien impidiera la boda, por lo que bien podía seguir el plan propuesto por Miguel sin necesidad de ser él quien frustrase las expectativas de ambos.
—Estoy cansado —se excusó—. Mañana hablaremos, Miguel. Buenas noches, Rafaela.
—Espera, señor —le rogó Miguel cuando Hernando pasaba por su lado.
—¿Qué quieres ahora, Miguel? —inquirió con voz cansina.
—Tienes que verlo tú, personalmente. Sólo te robaré un rato más de tu descanso. —Hernando suspiró, pero la actitud de Miguel le obligó a ceder de nuevo. Asintió con la cabeza—. Ven —le pidió el muchacho—, tenemos que apostarnos en el primer piso.
Tal y como lo dijo, giró sobre sus muletas y se dispuso a salir de las cuadras.
—¿Y Rafaela? —protestó Hernando—. Ella no puede acceder a nuestra casa. Es una joven soltera. —Miguel no le hizo caso, como si pretendiera que Rafaela esperase allí su vuelta—. Regresa a tu casa, muchacha —la instó entonces Hernando.
—Ahora no puede hacerlo —oyó que decía Miguel, saltando ya hacia la puerta—. Es peligroso.
—¿Qué quieres decir?
—Ella nos esperará aquí, con los caballos.
La voz se perdió tras el tullido, que salió al patio sin esperar.
Hernando se volvió hacia Rafaela, que le contestó con una sonrisa, y siguió a Miguel. ¿Por qué no podía volver a su casa la muchacha? ¿Qué peligro corría? Miguel, agarrado a la barandilla, ya ascendía por las escaleras al piso superior. Le dio alcance en los últimos peldaños.
—¿Qué pasa, Miguel?
—Silencio —le rogó el tullido—. No deben oírnos. Ahora lo verás.
Recorrieron la galería superior hasta donde el edificio se cortaba sobre el callejón ciego que daba a la salida de las caballerías. Miguel se movió despacio, tratando de no hacer ruido. Al llegar al final, Hernando le imitó y se pegó a la pared, oculto, en la esquina que permitía la vista sobre el callejón.
—No creo que tarden mucho más, señor —susurró, uno al lado del otro, hombro con hombro, pegados a la pared—. Es la hora de costumbre. —Hernando no quiso preguntar—. Te felicito, señor —volvió a murmurar Miguel al cabo de un rato de espera—: te llevas a la mejor mujer de toda Córdoba. ¿Qué digo Córdoba? ¡De España entera!
Hernando negó con la cabeza.
—Miguel…
—¡Ahí están! —le interrumpió el joven—. Silencio ahora.
Hernando asomó la cabeza para vislumbrar en la oscuridad cómo dos figuras se detenían ante la portezuela por la que solía escapar Rafaela. Entonces comprendió la razón por la que la muchacha no podía abandonar las cuadras. Al cabo, un hombre con una linterna abrió la portezuela desde el patio del jurado y la luz iluminó el rostro de dos mujeres, que se acercaron a don Martín Ulloa, a quien no le costó reconocer. Las mujeres le entregaron algo al jurado y desaparecieron al amparo de las sombras del callejón. Don Martín cerró la puerta y los destellos de su linterna fueron apagándose.
Hernando abrió las manos hacia su amigo.
—¿Y bien? ¿Era esto lo que tenía que ver? —inquirió.
—Hará dos semanas —le explicó Miguel en el momento en que consideró que el jurado ya debía de estar en el interior de su casa—, mientras estabas de viaje en Granada, de poco nos topamos con las mujeres y el padre de Rafaela. Desde entonces, noche tras noche, he tenido que comprobar que se iban para que Rafaela pudiera volver a su casa.
—¿Qué significa esto, Miguel? —Hernando se separó de la pared y se irguió frente al muchacho.
—Esas mujeres, como tantas otras que vienen por aquí, son mendigas. Una noche reconocí a una de ellas: la Angustias, la llaman. Volví a salir a las calles y me mezclé con…, con mi gente. No conseguí ni una moneda de vellón, ni siquiera falsa. —Sonrió en la oscuridad—. Debo de haber perdido la costumbre…
—Abrevia, Miguel —atajó Hernando—. Es tarde.
—De acuerdo. Estuve haciendo preguntas aquí y allá. Esas dos que has visto esta noche se llaman María y Lorenza. Lorenza era la más bajita…
—¡Miguel!
—Alquilan niños para mendigar —soltó Miguel, con voz firme.
Hubo un momento de silencio, antes de que Hernando reaccionara.
—¿Al jurado? —preguntó, por fin, sorprendido.
—Sí. Es un buen negocio. El jurado pertenece a la cofradía que se ocupa de los niños expósitos y se encarga de decidir a quién deben entregarse. Los niños se adjudican a mujeres cordobesas, a las que se les pagan unos pocos ducados al año para que les den el pecho si todavía son mamones o para que los mantengan si ya no maman. Esas amas de cría, a su vez, se los alquilan a las mujeres que has visto para que mendiguen con los niños. Mueren muchos de ellos… —La voz de Miguel se quebró en la última frase.
—¿Qué tiene que ver el jurado en ello?
—Todo —replicó el joven, a quien el interés de Hernando dio nuevos ánimos—. Los estatutos de la cofradía disponen que un visitador compruebe periódicamente si los niños que se han entregado se encuentran con las personas a las que se les paga por ello; si viven y cuál es su estado de salud. Don Martín y el visitador están conchabados. Uno los entrega a las mujeres que le interesan y el otro hace la vista gorda. Cada semana, las mendigas vienen a pagar la parte que corresponde al jurado; lo mismo hacen con el visitador. Rafaela me ha contado que su padre necesita mucho dinero para sus lujos, para equipararse a los veinticuatros del cabildo municipal. Podría cantarte los nombres de la última docena de niños que han sido entregados, los de aquellas a quienes se les han dado y los de las mendigas que hoy los arrastran por las calles.
Hernando entrecerró los ojos.
—¿Dices que mueren muchos? —preguntó, mientras negaba con la cabeza.
—Esto no es más que un negocio, señor. Por desgracia lo conozco bastante bien. Hay algunos niños que logran arrancar las lágrimas y la compasión de la gente; otros no. Estos últimos no sirven. Tampoco se puede pedir limosna con niños gordos y bien alimentados; es la regla fundamental de este oficio. Todos ellos están en los huesos. Sí, señor, mueren de hambre, mordidos por las ratas o de la más benigna de las calenturas, y nada de eso termina reflejándose en los libros de la cofradía.
Hernando alzó la vista hacia el cielo, negro y encapotado.
—Y tú pretendes que yo coaccione al jurado con esta historia para que me conceda la mano de Rafaela, ¿no es así? —preguntó después.
—Ciertamente.