31

Algunos días antes del domingo del juego de toros, Fátima y Jalil, cuyo nombre cristiano era Benito, uno de los ancianos que junto a Hamid se había constituido en jefe de la comunidad morisca de Córdoba, se dirigían a la cárcel, cada cual con la comida que había logrado recoger para los presos, como venían haciendo con regularidad. Hablaban de Hernando, de su trabajo por la comunidad.

—Es un buen hombre —afirmó en un momento determinado Jalil—: joven, sano y fuerte. Debería casarse y formar una familia.

Fátima no dijo nada. Bajó la mirada y su caminar se hizo más lento.

—Existe una posibilidad de arreglar vuestro problema —afirmó Jalil, conocedor de la situación.

Ella se detuvo e interrogó al anciano:

—¿Qué quieres decir?

—¿Ha dado ya a luz Aisha? —le preguntó Jalil, al tiempo que le indicaba que continuara andando. Circundaban la mezquita hasta llegar cerca de la puerta del Perdón, donde nacía la calle de la Cárcel. Fátima vio cómo el anciano miraba de reojo el símbolo del dominio musulmán en Occidente mientras ella aligeraba el paso para alcanzarle.

—Sí —contestó—. Un niño precioso. —Lo dijo con melancolía. Córdoba le quitó a Humam; Córdoba le daba un nuevo hijo a Aisha.

Jalil creyó entenderla.

—Eres joven todavía y, pese a tu aspecto, fuerte. Lo demuestras día a día. Confía en Dios. —Jalil guardó silencio unos instantes. En el momento en que embocaban la calle de la Cárcel, el anciano volvió a hablar—: Cuando contrajiste matrimonio con Brahim, ¿él era pobre?

—No. Entonces era el lugarteniente de Ibn Abbu, el rey de al-Andalus, y disponía de cuanto deseaba. Recorrí las calles de Laujar montada en la mejor mula blanca…

Calló de inmediato al encararse con dos mujeres vestidas de negro acompañadas de varios criados y seguidas por unos pajes que mantenían alzados los bajos de sus faldas para que no se ensuciasen. La estrecha calle no permitía el paso de tantas personas y los dos moriscos se apartaron con prudencia. Las mujeres ni siquiera repararon en ellos, pero tanto Fátima como Jalil sí lo hicieron en los niños que actuaban como pajes: probablemente serían moriscos, niños robados a sus madres para evangelizarlos. El anciano suspiró, y ambos se mantuvieron unos instantes en silencio mientras las mujeres y su séquito seguían calle abajo.

—Era la mejor mula blanca de las Alpujarras —siseó ella una vez que el grupo hubo girado hacia la catedral.

Jalil asintió como si aquella revelación fuera interesante. Entonces se detuvo, a algunos pasos de la cárcel, a cuyas puertas se apelotonaban los familiares de los presos.

—El dinero que gana tu esposo… quiero decir, ¿quién te mantiene?

—No sé —reconoció ella—. Todos. Tanto Brahim como Hernando entregan sus jornales a Aisha para que los administre.

—¿El de Hernando también? —le interrumpió Jalil.

—¡Claro! Aunque sea poco, sin él no podríamos vivir. Brahim no hace más que quejarse de ello.

—Y ahora, con el nuevo hijo, supongo que será más difícil todavía.

—Eso parece que es lo único que le preocupa: su nuevo hijo, ¡un varón que le ha hecho sonreír de nuevo! —Fátima se planteó si en realidad alguna vez le había visto sonreír abiertamente, aparte de aquella mueca cínica con que acostumbraba a responder. Ciertamente, no, concluyó—. Pero si no está con el niño —prosiguió—, no hace más que renegar de los míseros jornales que le pagan en el campo.

Jalil volvió a asentir.

—El marido —le explicó entonces— debe gobernar a su esposa y debe proveerla de comida y bebida, vestirla y calzarla… —en ese momento el anciano bajó la mirada a los pies de Fátima, calzados con unos zuecos de cuero, rotos y agujereados, cuya suela de corcho casi había desaparecido—, y también proporcionarle una morada conveniente. Si no lo hace así, la esposa puede demandar el ser quitada de él. —La muchacha cerró los ojos y sus uñas se clavaron en el pedazo de pan duro que portaba a la cárcel—. Nuestras leyes dicen que sólo si la esposa se casó con su marido a sabiendas de que era pobre, perderá el derecho a pedir el divorcio si éste no puede gobernarla.

—¿Cómo puedo pedir el divorcio? —saltó la muchacha, esperanzada.

—Deberías acudir al alcall, y si él considera que tienes razón, concederá a Brahim un período de entre ocho días y dos meses para que pase a disfrutar de mejor fortuna. Si la consigue, podrá volver a ti, pero si transcurrida la idda que determine el alcall, continúa siendo incapaz de gobernarte convenientemente, podrás contraer matrimonio con otra persona y Brahim perderá cualquier derecho sobre ti.

—¿Quién es el alcall?

El anciano dudó.

—No… no tenemos. Supongo que podría ser yo, o Hamid, o Karim —añadió refiriéndose al tercer anciano que componía el consejo.

—Si no tenemos alcall, Brahim podría negarse a cumplir…

—No. —El anciano fue tajante—. Él dispone de dos esposas conforme a nuestras leyes. No puede acogerse a ellas para lo que le beneficia y negarlas si le perjudican. La comunidad estará contigo, con nuestras costumbres y nuestras leyes. Brahim nada podrá oponer, ni frente a nosotros ni frente a los cristianos. ¿Acaso no estás oficialmente casada con Hernando?

Fátima se quedó pensativa. ¿Y Aisha? ¿Qué sucedería con Aisha si ella solicitaba el divorcio? Ante el silencio de la muchacha, Jalil la instó a continuar hasta la cárcel. Hernando había hecho bien su trabajo y uno de los porteros tomó la comida para los presos moriscos mientras la gente entraba y salía del edificio en constante trajín. Ellos no lo hicieron; no querían levantar animadversiones para con los suyos que permanecían encarcelados. Fátima entregó el pan duro, algunas cebollas y un pedazo de queso, antes de volver a la calle. Ahora, continuaba pensando, Brahim parecía satisfecho con su nuevo hijo. Pero ¿cuánto duraría…? Aunque… ¡igual tenía más hijos! ¿Y si los tenía con ella? ¿Y si la violaba? Estaba en su derecho. Podía…

—Quiero divorciarme, Jalil —afirmó al instante.

El anciano asintió. Volvían a encontrarse ante la puerta del Perdón de la mezquita de Córdoba.

—Ahí dentro —dijo deteniéndose y señalando hacia el templo— es donde deberías reclamar tu derecho delante del alcall o del cadí. Te pregunto, Fátima de Terque —añadió con extrema formalidad—: ¿por qué deseas el divorcio?

—Porque mi esposo, Brahim de Juviles, es incapaz de gobernarme como me corresponde.

Después de hablar en la misma plaza del Potro con los lacayos de don Diego López de Haro, y tras comprobar que los criados del conde de Espiel ya no les perseguían, Hernando fue en busca de Hamid. El domingo la mancebía estaba cerrada y el alfaquí salió a la calle del Potro sin impedimentos. Toda la Córdoba cristiana, incluido el alcaide del burdel, y al igual que la mayoría de los moriscos, se hallaba en la plaza presenciando cómo se corrían los toros.

—Quieren que trabaje en las caballerizas reales de Córdoba —le comentó después de saludarse—, con los caballos del rey. Hay centenares de ellos. Los crían y los doman, y necesitan gente que entienda de caballos. —Luego le contó lo sucedido con el semental del conde—. Parece ser que por eso don Diego se ha fijado en mí.

—Algo he oído de ese asunto —asintió el alfaquí—. Hará seis o siete años, el rey Felipe ordenó la creación de una nueva raza de caballos. A los cristianos ya no les sirven los pesados y ariscos caballos de guerra. España vive en paz. Cierto que mantiene guerras en muchas tierras lejanas, pero aquí no, y desde que el padre del rey, el emperador Carlos, adoptó los modos de la corte borgoñesa, los nobles necesitan caballos con los que lucirse en sus paseos, sus fiestas, sus juegos de cañas o sus juegos de toros. Tengo entendido que eso es lo que buscan: el perfecto caballo cortesano. Y el rey eligió Córdoba para llevar adelante su proyecto. Están construyendo unas magníficas caballerizas junto al alcázar, donde la Inquisición. Algunos alarifes moriscos trabajan en ella. Te felicito —finalizó el alfaquí.

—No sé. —Hernando acompañó sus dudas con una mueca—. Ahora estoy bien. Puedo hacer lo que quiera y moverme con libertad por la ciudad. Pese al salario… —Entonces pensó en el sueldo de veinte reales al mes, más vivienda, que le ofrecían los lacayos de don Diego—. Si aceptase, no podría ocuparme de los moriscos que llegan a la ciudad…

—Acepta, hijo —le recomendó Hamid. Hernando fue a insistir, pero el alfaquí se le adelantó—: Es muy importante que consigamos trabajos bien remunerados y de responsabilidad. Algún otro desarrollará las funciones que tú estás haciendo ahora, y no creas que no tendrás nada que hacer por la comunidad. Debemos organizarnos. Poco a poco lo vamos consiguiendo. A medida que nuestros hermanos empiezan a trabajar como artesanos o mercaderes y abandonan los campos, se obtienen dineros para nuestra causa. Cualquiera de ellos es infinitamente más valioso que esos perezosos cristianos. Aprovecha. Trabaja duro y sobre todo intenta continuar con la instrucción que seguíamos en las Alpujarras: lee, escribe. En toda España hay hombres preparándose para ello. Nosotros…, yo, desapareceremos un día u otro y alguien deberá continuarnos. ¡No podemos permitir que nuestras creencias se olviden! —Hamid tomó por los hombros a Hernando en medio de la desierta calle del Potro, sin precaución alguna. Aquel contacto, su vehemencia, causaron un escalofrío en el muchacho—. ¡No podemos dejar que vuelvan a vencernos y que nuestros hijos ignoren la religión de sus antepasados! —La voz de Hamid surgió quebrada. Hernando le miró a los ojos: estaban húmedos—. No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —logró entonar entonces Hamid, como si de un canto de victoria se tratase.

¡Una lágrima! Una lágrima corría por la mejilla del alfaquí.

—Sabe —se sumó Hernando, recitando la profesión de fe de los moriscos— que toda persona está obligada a saber que Dios es uno en su reino. Creó las cosas todas que en el mundo existen, lo alto y lo bajo, el trono y el escabel, los cielos y la tierra…

Cuando Hernando terminó, se abrazaron.

—Hijo —musitó Hamid con el rostro apoyado en el hombro del muchacho.

Hernando le estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Existe un problema —objetó Hernando al cabo de unos instantes—: me han ofrecido una vivienda. Fátima… Ante los cristianos, ella es mi esposa, está censada como tal, por lo que tendría que venir a vivir conmigo y eso es imposible. No sé si podré renunciar a la vivienda o si hace falta que resida en ella.

—Quizá no tengas que renunciar a nada. —Hamid se separó de él—. Hace algunos días, Fátima solicitó el divorcio de Brahim.

—¡No me ha dicho nada!

—Lo estábamos tratando en consejo. Nosotros le pedimos que no lo hiciera, que no dijera nada a nadie hasta que iniciásemos el juicio y se enterase Brahim.

—¿Podrá…, podrá divorciarse? —balbuceó Hernando.

—Si lo que sostiene es cierto, y lo es, sí. Hoy mismo, cuando todos estaban en los juegos de toros, nos hemos reunido y hemos acordado iniciar el juicio. Si éste fallase conforme a los intereses de Fátima y en el plazo de dos meses Brahim no encontrase el suficiente dinero con que gobernarla, ella quedaría libre.

Aquella noche, en consejo, los dos ancianos y Hamid se dirigieron a la calle de Mucho Trigo, a casa de Brahim. El alfaquí había pedido a Hernando que desapareciese esa noche, que buscase otro sitio para dormir, cosa que no le fue difícil.

Por su parte, Fátima sabía que ese domingo se reunía el consejo con el fin de tratar la solicitud de divorcio. Se lo había comunicado Jalil.

Por la tarde, cuando Brahim y los demás vecinos de la casa acudieron a los toros, Fátima se quedó a solas con Aisha y el pequeño. Lo habían bautizado con el nombre de Gaspar, igual que el de uno de los padrinos, cristianos viejos los dos, que el párroco de San Nicolás eligió para aquella función, como era obligado en el caso de los bautizos de los hijos de los moriscos. Ni Aisha ni Brahim tenían especial predilección por ningún nombre cristiano y aceptaron la propuesta del sacerdote: el niño se llamaría Gaspar.

El bautizo les costó tres maravedíes para el sacerdote, una torta para el sacristán y algunos huevos como obsequio para los padrinos, así como la toca de lino blanco que cubría a la criatura y que quedaba para la Iglesia; Brahim tuvo que pedir prestado para hacer frente a esos gastos. Con anterioridad al bautizo, el sacerdote, al igual que hizo la partera cristiana que acudió al alumbramiento, comprobó que Gaspar no estuviera circuncidado, pero nadie comprobó cómo, al volver a casa, Aisha lavó una y otra vez con agua caliente la cabecita del recién nacido para limpiarla de los óleos santos. Ellos habían decidido llamarlo Shamir. Esa ceremonia había tenido lugar una noche, días antes de su bautizo cristiano, con el niño en brazos en dirección a la quibla, después de lavarle el cuerpo entero, vestirle con ropas limpias, adornarle el cuello con la mano de oro de Fátima y rezar en sus oídos.

La tarde de ese domingo de marzo, las dos mujeres estaban sentadas en el patio de la casa.

—¿Qué te sucede? —le preguntó al fin Aisha, rompiendo así el silencio.

Fátima le había pedido que le dejase a Shamir y llevaba mucho rato acunándolo, canturreando, mirándolo y acariciándolo, ensimismada en la criatura, sin dirigir la palabra a Aisha. Ella le dejó hacer; primero pensó que la joven echaba de menos a Humam, y por tanto respetó su silencio y su dolor, pero a medida que el tiempo transcurría y la muchacha ni siquiera la miraba, presintió que había algo más.

Fátima no le contestó. Apretó los labios para reprimir un ligero temblor que no pasó inadvertido a Aisha.

—Cuéntame, niña —insistió ésta.

—He pedido el divorcio de Brahim —cedió.

Aisha inspiró con fuerza.

Por primera vez desde que cogiera en brazos a Shamir, las dos mujeres cruzaron sus miradas. Fue Aisha la que permitió que afloraran las lágrimas. Fátima no tardó en acompañarla y lloraron mirándose la una a la otra.

—Al final… —Aisha hizo un esfuerzo por sobreponerse al llanto que se prolongó durante un buen rato—, al final lograréis huir. Deberíais haberlo hecho hace mucho tiempo, cuando la muerte de Ibn Umayya.

—¿Qué sucederá?

—Que por fin alcanzarás la felicidad.

—Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir, querida. No te preocupes.

—Pero…

Aisha alargó el brazo y, con delicadeza, puso los dedos sobre los labios de la muchacha.

—Estoy contenta, Fátima. Lo estoy por vosotros. Dios me ha puesto a prueba, y tras las desgracias ahora me ha premiado con el nacimiento de Shamir. Tú también has sufrido y mereces volver a ser feliz. No debemos poner en duda la voluntad de Dios. Disfruta, pues, de los dones que Él ha decidido concederte.

Pero ¿qué diría Brahim?, se preguntaba Fátima sin poder evitar un estremecimiento al pensar en el carácter violento del arriero.

Brahim lanzó mil maldiciones cuando Jalil, acompañado de Hamid y Karim, le comunicó la solicitud de divorcio por parte de su segunda esposa. Fátima y Aisha se protegieron la una a la otra, acercándose cuanto pudieron, en un rincón de la habitación. Luego, como si acabara de percatarse de ello, Brahim puso en duda la representatividad del consejo.

—¿Quiénes sois vosotros para decidir sobre mi esposa? —bramó.

—Somos los jefes de la comunidad —contestó Jalil.

—¿Quién lo dice?

—En cuanto a ti respecta, ahora —intervino en esta ocasión Karim, Mateo en su nombre cristiano, el otro anciano, haciendo un gesto hacia la puerta, a su espalda—: ellos.

Como si respondieran a una señal previamente pactada, aparecieron tres jóvenes moriscos fornidos que se plantaron tras los ancianos. Brahim tuvo suficiente con sopesar la fuerza de uno solo de ellos.

—No debería ser así, Brahim —trató de conciliar Hamid—. Tú sabes que efectivamente somos los jefes de la comunidad. Nadie nos ha elegido, pero tampoco nos hemos erigido en ello; no hemos pedido serlo. Honrarás a los sabios. Obedecerás a los mayores. Ésos son los mandamientos.

—¿Qué es lo que pretendéis?

—Tu segunda esposa —explicó Jalil— se ha quejado ante nosotros de que no la gobiernas convenientemente…

—¿Y quién puede hacerlo en esta ciudad? —le interrumpió Brahim a gritos—. Si tuviera mis mulas… ¡Nos roban! Nos pagan míseros sueldos…

—Brahim —volvió a intervenir Hamid con templanza—, no hables sin saber cuáles pueden ser las consecuencias de tus palabras. Frente a la solicitud de Fátima, debemos iniciar un juicio y es lo que hemos hecho. Por eso estamos aquí, para darte la oportunidad de exponer lo que creas oportuno, admitir testigos si los propones, y finalmente decidir conforme a nuestras leyes.

—¿Tú? Sé bien lo que vas a decidir. Ya lo hiciste una vez, ¿recuerdas? En la iglesia de Juviles. ¡Siempre defenderás al nazareno!

—Yo no juzgaré. Ningún juez puede hacerlo si conoce datos anteriores al juicio. Estate tranquilo por ello.

—Brahim de Juviles —decidió terciar Jalil para poner fin a posibles disputas personales—, tu segunda esposa, Fátima, se ha quejado de que no la puedes gobernar. ¿Qué tienes que decir?

—¿A ti? —escupió Brahim—. ¿A un viejo del Albaicín de Granada? Probablemente fuiste tú y otros como tú, cobardes todos, quienes decidisteis no sumaros al levantamiento. Traicionasteis a vuestros hermanos de las Alpujarras…

—Te pregunto por tu esposa —insistió Jalil.

—¿Tienes esposa, viejo? ¿La puedes gobernar? ¿Alguien puede gobernar a su esposa en esta ciudad?

—¿Quieres decir con ello que no puedes? —saltó entonces Karim.

—Quiero decir —Brahim arrastró las palabras— que nadie puede hacerlo en Córdoba.

—¿Es todo lo que tienes que alegar en este juicio? —inquirió Jalil.

—Sí. Todos lo sabéis, todos conocéis cuál es nuestra situación. ¿A qué viene esta pantomima?

Jalil y Karim se consultaron en silencio. En el rincón, Aisha buscó la mano de Fátima y la presionó con fuerza.

—Brahim de Juviles —sentenció Jalil—, conocemos las penurias por las que está pasando nuestro pueblo. Las sufrimos como tú y tenemos en cuenta las dificultades que todos tienen, no ya para gobernar a sus esposas, sino para vestir y alimentar a sus hijos. No aceptaríamos la solicitud de una esposa por tales razones. Es cierto, tampoco yo puedo gobernar a mi esposa como lo hacía en Granada. Sin embargo, no hay ningún creyente en Córdoba que, como tú, tenga dos esposas. Si, como sostienes, nadie puede gobernar a una esposa en esta ciudad, ¿cómo podría pretender hacerlo con una segunda? Te otorgamos un plazo de dos meses para que acredites ante este consejo que estás en disposición de gobernar convenientemente a tus dos esposas. Transcurrida esa idda, si así no lo hicieres y ella insistiera, Fátima será quitada de ti.

Brahim no se movió mientras escuchaba la sentencia; sólo sus ojos entrecerrados denotaban la ira que le devoraba. Entonces intervino Karim. Hamid se lo había pedido a los dos ancianos. «Lo conozco bien —dijo refiriéndose a Brahim—. Puede llegar a matarla antes que entregarla», aseguró.

—Tampoco, y en consideración a tu nuevo hijo y a los escasos recursos de los que dispones, te exigiremos como ordena la ley que durante la idda mantengas a tu segunda esposa. Te liberamos de ello en beneficio del niño. Pero, mientras tanto, Fátima vivirá bajo nuestra guarda.

—¡Perro! —masculló Brahim, encarándose con Hamid.

De inmediato, los tres jóvenes moriscos se plantaron frente a Brahim.

—Ven con nosotros, Fátima —le instó Jalil.

En ese momento, Aisha deshizo el fuerte nudo que entrelazaba sus dedos con los de Fátima. Las manos les sudaban a las dos. Fátima extendió la mano en busca de un último contacto con su compañera y se adelantó hacia los ancianos.