39

Se llamaba Cristóbal Escandalet y había emigrado a Córdoba desde Mérida, junto a su mujer y tres hijos jóvenes, hacía un par de años. Era buñolero de profesión y recorría la ciudad ofreciendo los sabrosos dulces moriscos hechos con harina amasada y fritos en aceite: buñuelos de viento; buñuelos de jeringuilla, alargados, compactos y estriados o buñuelos bañados en miel. Hamid localizó la casa en la que vivía hacinado con cuatro familias más, en el humilde barrio de San Lorenzo, cerca de la puerta de Plasencia, en el extremo occidental de la ciudad.

Llevaba un par de días siguiéndolo. Estudió cómo hablaba y trataba con la gente, cómo se la ganaba haciendo gala de una considerable simpatía y capacidad para embaucar a los potenciales compradores de sus productos, ya se tratara de cristianos viejos, ya de cristianos nuevos. Rondaba los treinta años; de estatura normal, enjuto y fibroso, se movía siempre con nervio, cargado con sus aparejos para freír los buñuelos. Hamid comprobó que tenía una sartén reluciente, y que la manga por la que salían los buñuelos era nueva.

—¡El precio por traicionar a Karim! —exclamó, airado, observando a cierta distancia cómo Cristóbal cantaba las excelencias de sus dulces en un día de mercado, frente a la cruz del Rastro, donde la calle de la Feria se unía a la ribera del Guadalquivir.

Una mujer que pasaba por su lado se volvió hacia él, sorprendida. Hamid le sostuvo la mirada con frialdad y la mujer continuó su camino. Luego el alfaquí volvió a centrarse en el buñolero, en sus brazos nervudos y en su cuello enhiesto y fuerte. ¡Debía cortar aquel cuello y debía hacerlo él, Hamid! ¡Sólo él podía hacerlo! Ésa era la pena para el musulmán que abandonaba su ley y, para Cristóbal, no cabía la posibilidad de arrepentimiento: había traicionado a sus hermanos en la fe. Sin embargo, ¿cómo un anciano cojo, débil y desarmado podía ejecutar la sentencia a muerte que dictó tan pronto como tuvo conocimiento del nombre del traidor?

La detención y confinamiento de Karim en la cárcel de la Inquisición, en el alcázar de los reyes cristianos, conmocionó a la comunidad morisca de Córdoba. Durante días no existió otro tema de conversación entre sus miembros, algunos de los cuales sembraron la duda acerca de la identidad del traidor del respetado anciano. Muchos eran los que conocían las actividades de Karim: aquellos que vigilaban la casa durante las reuniones del consejo; los que compraban ejemplares del Corán, de las profecías, de los calendarios lunares o de los escritos de polémica y aquellos otros que aprovechaban sus salidas al campo a trabajar las tierras para llevar los libros fuera de Córdoba y distribuirlos por las demás aljamas del reino. La desconfianza anidó en la comunidad y muchos fueron los que tuvieron que defender su inocencia ante miradas de soslayo o acusaciones directas. Para no originar más recelos en la grey, los miembros del consejo decidieron no hacer pública la noticia de que había sido precisamente un morisco quien preguntó al arriero valenciano, pero tampoco pudieron hacer nada por investigar de quién se trataba: Karim resultaba inaccesible en la cárcel de la Suprema y su esposa, anciana y rota por lo acaecido, nada sabía al respecto, como le contó a Abbas cuando el herrador logró verla por fin después de que los familiares de la Inquisición hicieran cumplido inventario de los escasos bienes propiedad de Karim para requisarlos a favor del Santo Oficio.

La delación era, con mucho, el más infame y execrable de los delitos que podía cometer un morisco. Desde la época del emperador Carlos I se habían sucedido los edictos de gracia por parte de la Inquisición española, sustentados todos ellos en bulas papales. Tanto el rey como la Iglesia eran conscientes de las dificultades que conllevaba la pretendida evangelización de un pueblo entero bautizado a la fuerza; las carencias en cuanto a sacerdotes que estuvieran lo bastante capacitados y dispuestos a llevar a buen término tal tarea eran indiscutibles. También era consciente la Iglesia de que, en aquella situación, el número de relapsos que indefectiblemente deberían acabar en la hoguera era tan elevado, que la función ejemplarizante de esa pena carecía de sentido y de efectos sobre el resto, por lo que durante un siglo intentó acoger en su seno a los moriscos que simplemente confesasen y se reconciliasen, aunque fuera en secreto, sin conocimiento de sus hermanos, extendiendo el perdón incluso a relapsos reincidentes y ofreciéndoles beneficios como la no confiscación de sus bienes.

Sin embargo, esas confesiones se hallaban sometidas a una condición: debían denunciar a aquellos otros miembros de su comunidad que practicaban la herejía. Ninguno de los edictos de gracia prosperó. Los miembros de la comunidad morisca no se delataron entre sí.

Por otra parte, el pueblo odiaba a los moriscos. Su laboriosidad, en contra del artesanado cristiano que pretendía emular a nobles e hidalgos con su animadversión hacia cualquier tipo de actividad laboral, exacerbaba a las gentes que veían cómo los moriscos, una vez superado el desconcierto producido por la deportación de los granadinos, volvían a enriquecerse: poco a poco, ducado a ducado. También se elevaban numerosas quejas a los consejos reales por parte de las poblaciones, basadas en la considerable fertilidad de los moriscos, quienes, por otra parte, no eran llamados a los ejércitos reales que año a año venían a diezmar el campesinado y la vecindad españolas.

Tal y como presumía Hernando, Fátima y Hamid no habían echado al fuego el Corán y los demás documentos: los habían escondido en el patio, bajo los terrazos.

—Ingenuos —les recriminó, luego de sonsacarles la verdad—. Los oficiales de la Inquisición no habrían tardado ni un instante en encontrarlos.

Lo quemó todo salvo el Corán y antes del amanecer, tras una noche en vela temiendo escuchar el resonar de las pisadas de los oficiales de la Suprema dirigiéndose a su casa, disimuló el libro divino en su marlota y lo llevó a la catedral, antes del oficio de vigilia, como le había dicho don Julián.

Descendió la calle de los Barberos y la de Deanes hasta llegar a la puerta del Perdón. Hacía frío, pero él llevaba la marlota doblada sobre su brazo derecho, el Corán apretado contra su cuerpo. Tembló. ¿De frío? Sólo después de traspasar el gran arco de la puerta del Perdón, comprendió que no era el frío lo que le provocaba aquellas tenues convulsiones. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera se lo había planteado: cogió el libro para entregárselo a don Julián como si aquello fuera lo más normal y ahora se encontraba en el huerto de la catedral, con un Corán bajo el brazo, rodeado de sacerdotes que acudían al oficio de vigilia. Salvo el obispo, que cruzaba por el antiguo puente que unía la catedral con su palacio, los demás lo hacían por la puerta del Perdón: las otras dignidades del cabildo, reconocibles por sus lujosas vestiduras, y más de un centenar de canónigos y capellanes a los que se sumaban organistas y músicos, niños del coro, acólitos, alcaides del silencio, sacristanes, celadores… De repente se vio inmerso en una corriente de sacerdotes y todo tipo de trabajadores de la catedral. Algunos charlaban, los más caminaban en silencio, adormilados, con aspecto hosco. Un tremendo escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¡Se encontraba en uno de los lugares más sagrados de toda Andalucía con un Corán bajo el brazo! Se detuvo, y tres niños del coro que iban tras él se vieron obligados a sortearlo. Apretó el libro contra su cuerpo, y simulando una indiferencia que en modo alguno sentía comprobó que la marlota lo tapaba. Observó cómo la riada de hombres vestidos con hábitos negros y birretes confluía en la puerta del Arco de Bendiciones por la que se accedía al interior del recinto, y entonces lo decidió y dio media vuelta para escapar de allí. Ya se ocuparía de esconder el Corán en alguna otra…

—¡Eh! —Hernando escuchó la exclamación a sus espaldas y confió que no fuera dirigida a él—. ¡Tú! —Miró al frente y apretó el paso—. ¡Detente! —Un sudor frío fluyó de repente y le recorrió la espalda. El inicio del arco de la puerta del Perdón estaba a solo…—. ¡Alto!

Dos porteros le salieron al paso y le impidieron continuar.

—¿No oyes que te llama el inquisidor? —Hernando balbuceó una excusa y miró más allá de la puerta, hacia la calle. Podía echar a correr y huir. Su mente trataba de decidir: ¿escapar? Lo habrían reconocido y antes de que pudiera acudir a por Fátima y los niños…—. ¿Acaso no entiendes? —le gritó el otro portero.

Hernando se volvió hacia el huerto. Un sacerdote delgado y altísimo le esperaba. Sabía que una de las canonjías del cabildo catedralicio estaba reservada a un representante de la Inquisición. Dudó de nuevo. Percibió la respiración de los porteros en su nuca y sin embargo…, el canónigo estaba solo, ningún familiar ni alguacil de la Suprema le acompañaba.

Se tranquilizó y respiró hondo.

—Padre —saludó con una inclinación de cabeza tras recorrer la distancia que le separaba del inquisidor—. Disculpadme, pero nunca pude suponer que vuestra paternidad se dirigiera a mí, un simple…

El inquisidor le interrumpió y le ofreció la mano, lacia, para que hiciera la pertinente genuflexión. Instintivamente fue a cogerla, pero el libro bajo su brazo derecho…, lo agarró por encima de la marlota con el izquierdo y se lo pegó al pecho al tiempo que llegaba casi a arrodillarse para poder comprobar que nada se veía. El inquisidor le instó a levantarse. Hernando dobló la marlota sobre el brazo para impedir que pudiera ni siquiera notarse la presencia del libro. El sacerdote lo examinó de arriba abajo. Él apretó el Corán contra su pecho. ¡Allí estaba contenida la revelación divina! ¡Ese libro era el que debería estar en el interior de la mezquita, custodiado en el mihrab, en lugar de todos aquellos sacerdotes cristianos con sus cánticos y sus imágenes! Una oleada de calor nació de allí donde se alojaba el libro divino, junto a su corazón, para extenderse por todo su cuerpo. Se irguió y tensó sus músculos, y cuando el inquisidor puso fin a la inspección, se sentía fuerte, confiado en Dios y su palabra.

—Ayer —habló el inquisidor con voz sibilante—, detuvimos a un hereje que se dedicaba a copiar, encuadernar y distribuir escritos difamatorios y contrarios a la doctrina de la Santa Madre Iglesia. No habrá período de gracia para su confesión espontánea. Hoy mismo, dada la gravedad del caso y la necesidad de detener a sus posibles cómplices antes de que huyan, daremos inicio a los interrogatorios en la sede del tribunal. Los libros están escritos en un árabe que nuestro traductor usual no llega a comprender del todo. El cabildo me ha proporcionado excelentes referencias tuyas, por lo que deberás presentarte allí a la hora de tercia para presenciar los interrogatorios y actuar como traductor de todos esos escritos.

Hernando se desinfló. La entereza desapareció en el instante en que se imaginó frente a Karim, presenciando su interrogatorio y quizá su tortura… ¡mientras traducía lo que él mismo había escrito!

—Yo… —trató de excusarse balbuceante—, tengo que trabajar en las caballerizas…

—¡La persecución de la herejía y la defensa de la cristiandad están por encima de cualquier trabajo! —le interrumpió el inquisidor.

Los cánticos empezaron a sonar en el interior de la catedral, las voces llegaban hasta el huerto. El sacerdote volvió el rostro hacia la puerta del Arco de Bendiciones y se apresuró a entrar; corrió como deslizándose, sin hacer ruido.

—A tercias, recuérdalo —insistió antes de dejarlo solo.

Hernando recorrió la escasa distancia que le separaba de su casa con la mente en blanco, intentando no pensar, murmurando suras y estrechando el Corán contra su pecho.

El alcázar de los reyes, antigua residencia de los Reyes Católicos y ahora sede del tribunal inquisitorial, era una fortaleza construida por el rey Alfonso XI sobre las ruinas de parte del palacio califal. Sin embargo, desde hacía tiempo, todos los dineros que llegaban al tribunal para la conservación del lugar eran defraudados por los inquisidores para sus gastos personales, por lo que las instalaciones se habían ido degradando progresivamente y allí donde debía haber habitaciones, salas, secretarías y archivos, se emplazaban gallineros, palomares, cuadras y hasta lavanderías de paños cuyos productos vendían sin la menor vergüenza los criados de los inquisidores en la puerta que daba al Campo Real. Las condiciones higiénicas del alcázar, entre animales y suciedad, cárceles insalubres y dos lagunas de aguas estancadas y putrefactas que se emplazaban en el linde que daba al Guadalquivir, llegaron a dar pábulo a la leyenda de que todo el que vivía en el alcázar enfermaba hasta morir.

A tercias, como le ordenaron, Hernando se presentó en la puerta que daba al Campo Real, bajo la torre del León.

—Debes dar la vuelta —le indicó de malos modos uno de los vendedores de paños—. Cruza el camposanto y entra por la puerta del Palo, en la torre de la Vela, junto al río.

La puerta del Palo se abría a un patio amurallado, con álamos y naranjos, que daba al Guadalquivir. Dos porteros le interrogaron como si fuese él el que iba a ser juzgado hasta que uno de ellos, con gesto brusco, le indicó una pequeña puerta que se abría en la fachada sur. Nada más traspasarla y dejar atrás los árboles del patio, Hernando notó que se le pegaba al cuerpo la malsana humedad del lugar. Accedió a un lúgubre pasillo que llevaba a la sala del tribunal; a su izquierda se abrían las cárceles en intrincada disposición para aprovechar el espacio del antiguo alcázar; sabía que en ellas se hacinaban los presos, pero era tal el aterrador silencio, que sus pasos resonaron a lo largo del pasillo.

La sala del tribunal era rectangular y de altos techos abovedados. En uno de sus lados ya se hallaban dispuestos, tras unas mesas, varios inquisidores, entre ellos aquel que le hablara en la catedral, el promotor fiscal del Santo Oficio y el notario. Le tomaron juramento acerca de la confidencialidad de cuanto escuchara en la «sala del secreto» y lo sentaron ante una mesa más baja que las demás, junto al notario. Frente a ellos se disponían tres ejemplares mal cosidos del Corán y algunos otros documentos sueltos.

Karim era quien se encargaba del cosido de los pliegos antes de distribuirlos. Con el rumor de las conversaciones de los inquisidores de fondo, Hernando reconoció cada uno de aquellos ejemplares del libro divino. Con la mirada clavada en los libros pudo recordar en qué momento exacto había escrito cada uno de ellos, puesto que ya casi no necesitaba copiarlos; las dificultades que tuvo en uno u otro; los errores cometidos; los cálamos que tuvo que cortar y en qué sura lo hizo; la tinta que le faltó; las observaciones y comentarios de don Julián…, las bromas y las inquietudes ante cualquier ruido extraño e imprevisto…, la ilusión y la esperanza de un pueblo representada en cada carácter que llegó a escribir sobre aquellos pliegos de papel demasiado satinado y de baja calidad que con tantas dificultades les arribaba desde Xátiva.

Hernando se encogió en la dura silla de madera ante la aparición de Karim en la sala del tribunal; sucio y desastrado, débil y encogido. ¿Qué pensaría el anciano? ¿Quizá que era él el delator? No fue necesario más que un instante, en que la mirada de Karim se posó en él, para convencerle de que tal posibilidad estaba muy lejos de la mente del anciano.

—¡Te perdono! —exclamó Karim una vez en el centro de la sala, sin dirigirse a nadie en especial, interrumpiendo el inicio de la lectura por parte del notario.

Los inquisidores se irritaron.

—¿Qué tienes tú que perdonar, hereje? —soltó uno de ellos.

Hernando hizo caso omiso de las imprecaciones que se sucedieron. Aquellas palabras iban dirigidas a él. ¡Te perdono! Karim había evitado mirar a nadie al pronunciarlas y había hablado en singular. ¡Te perdono! Hernando había flaqueado al verlo entrar, pero luego se sobrepuso. Aquella misma mañana se había sentido fuerte con el Corán apretado contra su pecho; sin embargo, luego se había sumido en la desesperación al saber que tendría que presenciar el proceso contra Karim. Fátima, Aisha y un cabizbajo Hamid le habían asaltado a preguntas, a ninguna de las cuales fue capaz de responder. Y ahora Karim le perdonaba, comprometiéndose a cargar con toda la responsabilidad.

A lo largo de la mañana de ese día, Karim respondió al interrogatorio de rigor.

—¡Todos los cristianos! —indicó ante la pregunta acerca de si tenía enemigos conocidos—. Aquellos que incumplieron el tratado de paz que firmaron vuestros reyes; los que nos insultan, nos maltratan y nos odian; los que nos roban nuestras cédulas para que nos detengan los que nos impiden cumplir con nuestras leyes…

Luego, con voz trémula, Hernando tradujo parte del contenido de los libros, cuya tenencia también reconoció Karim a satisfacción de los inquisidores. El anciano confesó: él mismo había obtenido el papel y la tinta y él mismo los había escrito. ¡Él y sólo él era el responsable de todo!

—Podéis llevarme al quemadero —les retó, señalando con el índice a todos los presentes—. Nunca me reconciliaré con vuestra Iglesia.

Hernando contuvo el llanto, consciente, no obstante, del ligero temblor de sus labios.

—¡Perro hereje! —estalló uno de los inquisidores—. ¿Acaso crees que somos imbéciles? Nos consta que un viejo como tú no es capaz de hacer todo esto solo. Queremos saber quién te ha ayudado y quiénes tienen los libros que faltan.

—Os he dicho que no hay nadie más —aseguró Karim.

Hernando lo vio solo, en pie, en el centro de la gran sala, enfrentado al tribunal: un espíritu inmenso en un cuerpo pequeño. En verdad no había nadie más; nadie más era necesario, pensó entonces, para defender al Profeta y al único Dios.

—Sí que los hay. —La afirmación, cortante pero serena, surgió de la voz silbante del canónigo catedralicio—. Y nos dirás sus nombres. —Sus últimas palabras flotaron en el aire antes de que el mismo inquisidor ordenase la suspensión del acto hasta el día siguiente.

Aquella tarde Hernando no acudió a las caballerizas. Después de que los alguaciles se llevaran a Karim y los inquisidores abandonaran sus mesas, intentó excusar su presencia para la sesión del día siguiente: ya había traducido parte de los documentos y, además, los coranes estaban interlineados en aljamiado.

—Por eso mismo —se opuso el canónigo—. Ignoramos si esas traducciones interlineadas son correctas o no son más que otra estratagema para confundirnos. Estarás con nosotros durante todo el proceso.

Y lo despidió con un displicente gesto de la mano.

Hernando no comió ni cenó. Ni siquiera habló. Se encerró en su habitación y, en dirección a la quibla, oró lo que restaba del día y parte de la noche hasta caer exhausto.

Nadie le interrumpió ni le molestó; las mujeres mantuvieron a los niños en silencio.

A tercias del siguiente día, Hernando no fue acompañado a la sala del secreto. Desde el mismo pasillo que llevaba al tribunal descendieron por unas escaleras hasta unas bóvedas sin ventanas en las que ya se hallaban presentes los inquisidores. Siseaban entre ellos, dispuestos en corro alrededor de los más variados instrumentos de tortura: maromas que colgaban del techo, un potro y mil y un crueles artilugios de hierro para rasgar, inmovilizar o desmembrar a los reos.

El hedor que se respiraba en el interior de la estancia, cálido y pegajoso, se hacía insoportable. Hernando reprimió una arcada a la vista de todos aquellos macabros útiles.

—Siéntate allí y espera —le ordenó el canónigo señalándole una mesa cercana, donde ya se hallaban dispuestos los coranes y los legajos del notario, quien a su vez charlaba con inquisidores, médico y verdugo.

—Es demasiado viejo —oyó que comentaba uno de los inquisidores—. Debemos ir con cuidado.

—No os preocupéis —aseveró el verdugo, un hombre calvo y fornido—. Cuidaré de él —ironizó.

Algunos sonrieron.

Hernando se obligó a apartar la mirada de aquel grupo de hombres, y habría deseado poder cerrar también sus oídos. Posó los ojos sobre la mesa, en los legajos del notario. «Mateo Hernández, cristiano nuevo moro», rezaba la primera página escrita con la pulcra caligrafía del notario de la Inquisición. Luego seguía la descripción de la fecha, lugar, y de los hechos en los que se fundamentaba la incoación del proceso, la relación de los inquisidores presentes hasta que, en la última línea de aquella primera página, podía leerse:

En Córdoba, a veintitrés de enero del año mil quinientos ochenta de Nuestro Señor, ante el licenciado Juan de la Portilla inquisidor del Tribunal de Córdoba y en la Sala del Santo Oficio, a efectos de denunciar la herejía, compareció quien dijo llamarse…

Ahí terminaba la última línea de la primera página. Hernando levantó la cabeza hacia los inquisidores: continuaban charlando a la espera de que les trajesen al reo. ¡Veintitrés de enero! De eso hacía más de un mes. ¿Quién era aquel que había comparecido ante el inquisidor hacía más de un mes y cuya denuncia había originado el proceso? Sólo podía ser… De repente se hizo el silencio y Karim entró en la sala de torturas acompañado de dos alguaciles. En el preciso instante en que los inquisidores desviaban su atención hacia el reo, Hernando pasó la página. Una simple ojeada le bastó: Cristóbal Escandalet. Con los puños cerrados, aguantó el impulso de comprobar si alguien se había percatado de su acción y esperó a que el notario tomase asiento a su lado.

Cristóbal Escandalet, mascullaba Hernando como si quisiera grabar a fuego el nombre en su memoria. ¡Ése era el traidor!

Karim volvió a negar que alguien le hubiera ayudado. Su seguro tono de voz, que obligó a Hernando a fijarse en él, contrastó con su aspecto cansado y desastrado, sobre todo después de que le arrancaran la camisa para mostrar un torso pelón y flácido.

—Inicia el interrogatorio —ordenó don Juan de la Portilla, en pie como los demás inquisidores, al tiempo que el notario empezaba a rasguear con su pluma sobre el papel.

Tendieron al reo boca abajo y lo inmovilizaron sobre el potro, con los brazos a la espalda para atarle los pulgares con un cordel que enlazaba con una maroma; ésta ascendía hasta un torno colgado del techo para luego descender de nuevo. Karim volvió a negarse a contestar a las preguntas del inquisidor y el verdugo empezó a tirar del cabo de la maroma.

Si alguien esperaba que chillara, se equivocó. El anciano apretó su rostro contra el potro y sólo permitió que se le escapasen unos sordos gruñidos que marearon a Hernando; gemidos sólo rotos por las insistentes preguntas del inquisidor.

—¿Quiénes son los que están contigo? —gritaba una y otra vez, más y más exaltado cuanto mayor era el silencio de Karim.

Cuando el verdugo negó con la cabeza, y los inquisidores cejaron en sus intentos y liberaron al anciano del potro, sus pulgares miraban hacia el dorso de las manos, desgarrados de sus bases. Su rostro estaba congestionado, su respiración era agónica, los ojos aparecían cansados, acuosos, y del labio inferior le corrían hilillos de sangre; no podía tenerse en pie si no lo hacía agarrado del verdugo. El médico se acercó a Karim y le examinó los pulgares manejándolos con desidia, descuidadamente, y Hernando contempló en el rostro de su amigo las muestras de dolor que hasta entonces había escondido.

—Se encuentra bien —anunció el facultativo. Sin embargo, se dirigió al licenciado Portilla y le habló al oído. Mientras lo hacía, Hernando leyó cómo el notario apuntaba el dictamen: «El reo se encuentra bien».

—Se suspende la sesión hasta mañana —determinó el inquisidor en cuanto el médico se separó de él.

—Debes comer —susurró Fátima después de entrar en la habitación donde Hernando permanecía orando desde que llegó a la casa. Pasaba de la medianoche.

—Karim no lo hace —contestó él.

Fátima se acercó a su esposo, que en aquel momento estaba sentado sobre los talones y con el torso descubierto. Sus brazos y su pecho aparecían arañados, desgarrados en algunas zonas, resultado del vigor con el que se había lavado, frotándose como si quisiera arrancarse la piel y desprenderse del hedor de la mazmorra que pese a todo seguía impregnando su cuerpo.

—Hace frío. Deberías abrigarte.

—¡Déjame, mujer! —Fátima obedeció y dejó el cuenco con comida y el agua en un rincón—. Dile a Hamid que venga —añadió sin volverse hacia ella.

El alfaquí no tardó en acudir.

—La paz… —Hamid interrumpió su saludo ante el aspecto de Hernando, que ni siquiera se volvió hacia él—. No deberías castigarte —murmuró.

—El traidor se llama Cristóbal Escandalet —reveló Hernando como toda contestación—. Díselo a Abbas. Él sabrá qué hacer.

Le hubiera gustado matarlo él con sus manos, estrangularle lentamente y contemplar sus ojos agónicos, causarle el mismo dolor que soportaba Karim, pero se hallaba a disposición del tribunal y había decidido que sería más conveniente que fuera Abbas quien se ocupara de aquel perro. Y cuanto antes, mejor.

—El castigo para quien traiciona a nuestro pueblo es terminante. Sin duda Abbas sabrá qué hacer. Lo que me preocupa… —Hamid dejó que sus últimas palabras flotasen en el aire; esperaba una reacción por parte de Hernando, pero éste hizo ademán de iniciar sus oraciones—. Lo que me preocupa —insistió entonces el alfaquí— es si tú sabes qué es lo que debes hacer.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Hernando, tras unos instantes de duda.

—Karim se está entregando por nosotros…

—Me está protegiendo a mí —le interrumpió Hernando todavía dándole la espalda.

—No seas soberbio, Ibn Hamid. Nos protege a todos. Tú…, tú no eres sino un instrumento más en nuestra lucha. También protege a tu esposa, y a las madres a quienes ella enseña la palabra revelada, y a éstas cuando se las transmiten a sus hijos, y a los pequeños que las aprenden en secreto con la advertencia de que no las utilicen fuera de sus hogares… Nos protege a todos.

Hamid percibió un ligero temblor en el cuerpo de Hernando.

—Mi vida está en sus manos —dijo al fin, volviendo la cabeza hacia el alfaquí, quien temió que su pupilo se derrumbase. Se acercó a él y se postró a su lado, con dificultad—. Es posible que tengas razón… ¡seguro! Nos protege a todos, pero no puedes llegar a imaginar el pánico que me atenaza cuando veo ese débil cuerpo ajado, roto por la tortura, sometido a interrogatorio. ¿Cuánto puede aguantar un anciano como él? Tengo miedo, Hamid, sí. Tiemblo. No puedo controlar mis rodillas ni mis manos. Temo que, en la locura del dolor, acabe delatándome a mí mismo.

El alfaquí esbozó una triste sonrisa.

—La fuerza no reside en nuestro cuerpo, Ibn Hamid. La fuerza está en nuestro espíritu. ¡Confía en el de Karim! No te delatará. Hacerlo significaría traicionar a su pueblo.

Los dos cruzaron una mirada.

—¿Has rezado ya? —le sorprendió el alfaquí rompiendo el hechizo. Hernando creyó escuchar el eco de aquellas mismas palabras en la vieja choza de Juviles. Apretó los labios en espera de las siguientes—: La oración de la noche es la única que podemos practicar con cierta seguridad. Los cristianos duermen. —Hernando fue a contestar como siempre hacía, con un nudo en la garganta debido a la nostalgia que le invadía, pero Hamid se lo impidió—. ¿Cuánto hemos luchado desde entonces, hijo?

Sin embargo, Hamid no dio el recado a Abbas. El herrador era joven y fuerte. Karim moriría, durante la tortura o quemado como un hereje. Jalil era tan viejo como Karim, don Julián también era mayor y tenía que actuar siempre en la clandestinidad, sin posibilidad de moverse entre los moriscos, y él…, él sentía que su vida no tardaría en finalizar. Abbas no debía arriesgarse. Pero ¿cómo podía matar a aquel perro traidor?, volvió a pensar mientras le observaba vender despreocupadamente sus buñuelos en la cruz del Rastro.

Durante aquellos dos días de constante persecución, a Karim le habían descoyuntado los brazos en el potro de tortura, pero el anciano seguía tan obcecado en su silencio como Hernando en su ayuno y oración. Fátima y Aisha estaban preocupadas y hasta los niños presentían que algo terrible se avecinaba.

—¿Bebe el agua que le dejas? —preguntó Hamid a Fátima.

—Sí —contestó ella.

—En ese caso…, aguantará.

Hamid vio cómo el buñolero trasladaba su tenderete en busca de una zona en la que se había congregado un nutrido grupo de personas. Le siguió con la mirada hasta verle detenerse junto a un cuchillero. Ofrecía a gritos sus productos, exprimiendo en la manga los buñuelos de jeringuilla que caían formando círculos en la sartén y chisporroteaban en el aceite hirviendo antes de que los cortase para ofrecerlos al público. ¡Cuchillos! Pero era demasiada la distancia que existía entre Cristóbal y el cuchillero como para que, en el supuesto de que lograra hacerse con uno de ellos, pudiera sorprender al buñolero y asestarle una puñalada. Seguro que los gritos del cuchillero le pondrían en guardia. Además, ¡debía cortarle la cabeza! ¿Cómo…?

De repente, Hamid apretó las mandíbulas.

—Alá es grande —masculló entre dientes mientras cojeaba en dirección al buñolero.

Cristóbal le vio dirigirse hacia él con los ojos clavados directamente en los suyos. Dejó de vocear sus buñuelos y frunció el ceño, pero cuando el alfaquí llegó a su altura, sonrió. ¡Sólo era un anciano tullido!

—¿Quieres uno, abuelo? —Hamid negó con la cabeza—. ¿Entonces? —inquirió Cristóbal.

En ese momento, Hamid cogió la sartén con las dos manos. El silbido de la piel y la carne de los dedos al quemarse con la sartén incandescente pudo oírse por quienes estaban alrededor. El alfaquí ni siquiera pestañeó. Algunas personas saltaron a un lado justo cuando lanzaba el aceite hirviendo al rostro de Cristóbal. El buñolero aulló y se llevó las manos a la cara antes de caer al suelo retorciéndose de dolor. Con la sartén todavía en las manos, y el olor a carne quemada invadiendo el lugar, el alfaquí se dirigió a la parada del cuchillero. La gente se apartó a su paso y el cuchillero hizo lo propio ante un hombre enloquecido que parecía capaz de lanzarle los restos del aceite. Entonces Hamid tiró la sartén, cogió un cuchillo, el más grande de los que se exponían a la venta, y volvió donde el buñolero seguía chillando.

La mayoría de la gente observaba quieta, a distancia; alguien corrió en busca de los alguaciles.

Hamid se arrodilló junto a Cristóbal, que pateaba y aullaba boca arriba, con la cara oculta entre las manos. Entonces le sajó los antebrazos, y el repentino y nuevo dolor llevó al buñolero a descubrir su garganta. El alfaquí deslizó el cuchillo por el cuello del delator: fue un corte certero, profundo, con toda la fuerza de una comunidad ultrajada y traicionada. Surgió un chorro de sangre y Hamid se levantó empapado en ella, con el inmenso cuchillo todavía en la mano, y se topó con un alguacil que mantenía su espada desenvainada.

—¡Perros cristianos! —gritó amenazante, dejando escapar todo el rencor que había reprimido a lo largo de su vida.

El alguacil hundió su espada en el estómago de Hamid.

Las Alpujarras, las cumbres blancas de Sierra Nevada, los ríos y los barrancos, los bancales diminutos de tierras fértiles ganados a la montaña, escalón a escalón, el trabajo en los campos y las oraciones nocturnas… todo apareció con nitidez en la mente de Hamid. No sentía dolor alguno. Hernando, ¡su hijo!… Aisha, Fátima, los pequeños… Tampoco sintió dolor cuando el alguacil tiró del arma y la extrajo de su cuerpo. La sangre brotó de sus entrañas y Hamid la observó: igual que la vertida por miles de musulmanes que decidieron defender su ley.

El alguacil permanecía en pie frente a él, seguro de que aquel anciano se desplomaría en un instante. La gente los rodeaba en silencio.

—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —entonó Hamid.

No debían capturarle. No debían saber quién era él. Por razón alguna quería poner en peligro a su familia. Alzó el cuchillo y cojeó hacia el río, junto a la cruz del Rastro. La gente se apartó a su paso y el alguacil le siguió. ¡Tenía que derrumbarse! Un reguero de sangre quedaba tras él y, sin embargo, todos se detuvieron, sobrecogidos ante la magia de aquel anciano que renqueaba con serenidad hacia la ribera.

—¡No! —gritó el alguacil al comprender las intenciones de Hamid, justo en el momento en el que éste se dejó caer en el Guadalquivir y desapareció en sus aguas.

Hernando no era capaz de soportar más dolor. Acababa de volver del alcázar de los reyes cristianos, donde la tortura a Karim se había convertido en crueldad inútil: el anciano continuaba empecinado en no desvelar la identidad de sus cómplices y hasta el verdugo había osado volverse hacia los inquisidores indicando con un gesto de sus manos lo absurdo de aquella insistencia.

—¡Continúa! —le gritó el licenciado Portilla atajando sus dudas.

Mientras, Hernando era obligado a presenciar la barbarie. Las palabras de Hamid habían conseguido que se afianzara en su fe, en el espíritu que los movía a luchar por sus leyes y costumbres, y con ese ánimo trataba de acudir al alcázar de los reyes, pero una vez en las mazmorras, cuando torturaban a Karim y le exigían el nombre de sus cómplices, el miedo volvía a atenazarle. ¡Era su nombre el que tan tenazmente callaba! A sólo dos pasos, Karim era salvajemente torturado; olía su sangre y sus orines; contemplaba las convulsiones que se reflejaban en sus músculos, contraídos por el intenso dolor; escuchaba sus gritos apagados, peores que el más terrible de los aullidos, y sus jadeos y sollozos en los descansos. Unas veces se enorgullecía por la victoria de Karim sobre los inquisidores, ¡defendía a su pueblo, a su ley! Pero otras sentía un atroz sentimiento de culpa… Y a ratos su sudor frío se mezclaba con el hedor de la mazmorra al solo pensamiento de que Karim pudiera ceder y señalarle con uno de sus dedos: ¡él!, ¡es a él a quien buscáis! Entonces se arrugaba en la silla, aterrorizado, con el estómago encogido, imaginando cómo se lanzaban encima de él los alguaciles y los inquisidores. El siguiente podía ser él y nadie podría echarle en cara a un hombre, cualquiera que fuese su condición, que ante tal cúmulo de tormentos, desfalleciese y declarase aquello que le exigían. Orgullo, culpabilidad, pánico; los sentimientos se entremezclaban en Hernando, iban y venían, lo zarandeaban como si de un muñeco se tratara, alternándose sin tregua ante una simple pregunta, un nuevo tirón de la maroma, un grito…

Acababa de regresar a casa cuando un joven enviado por Jalil le contó lo sucedido con Hamid. Fátima y Aisha lloraban acurrucadas en el suelo, contra la pared, abrazadas a los niños.

¡No podía soportar más dolor!

—El buñolero muerto… —inquirió Hernando con la voz rasgada—. ¿Se llamaba Cristóbal Escandalet?

—Sí —le contestó el joven.

Hernando negó con la cabeza. ¿Acaso Hamid no se lo había dicho a Abbas?

—Ese hombre era un espía y un traidor —afirmó entonces dirigiéndose de nuevo al joven morisco—. Fue él quien denunció a Karim ante la Inquisición. ¡Que todos nuestros hermanos sepan por qué nuestro mejor alfaquí ha cometido tal acción! Lo juzgó, dictó sentencia y él mismo la ejecutó. ¡Que lo sepa también la familia del buñolero!

Lloró ya en su habitación, presto a entregarse de nuevo a la oración y al ayuno. ¿Quién utilizaría ahora el pequeño cuarto del piso bajo? Y la muesca en dirección a la quibla, ¿quién se postraría ante ella a partir de entonces? Se la había mostrado como pudiera hacer un niño cuando ha hecho una buena acción, con orgullo e inocencia, en espera de su beneplácito. Hamid, aquel de quien lo había aprendido todo, aquel de quien tomó su nombre: Hamid ibn Hamid, ¡el hijo de Hamid!

Una lágrima nubló su visión para alejarle de la realidad. Entonces, un grito estremecedor resonó en la noche por todo el barrio de Santa María:

—¡Padre!

Los alguaciles entraron a Karim arrastrándolo de las axilas, la cabeza le colgaba y los pies, ya destrozados por la tortura, se deslizaban tras él por el suelo, como si el que los hubiera unido a los tobillos para presentarlo a los inquisidores se hubiera equivocado al hacerlo.

Los alguaciles trataron de erguirlo frente al licenciado Portilla y el verdugo tiró del escaso cabello cano que le restaba a Karim para mostrar su rostro. El inquisidor chasqueó la lengua y dio un manotazo al aire, rindiéndose.

Hernando observó los ojos amoratados del anciano, hinchados, perdidos mucho más allá de las paredes de la mazmorra; quizá mirando a la muerte, quizá al paraíso. ¿Quién se merecía el paraíso más que aquel buen creyente? Entonces los labios resecos de Karim se movieron.

—¡Silencio! —clamó el inquisidor.

El balbuceo de Karim pudo oírse en la estancia como un rumor lejano; deliraba en árabe.

—¿Qué dice? —vociferó el inquisidor a Hernando.

El morisco aguzó el oído sabiéndose observado por el licenciado Portilla.

—Llama a su mujer —creyó entender. Amina, estuvo a punto de citar—. Ana —mintió—, parece que se llama Ana.

Karim no cesaba de murmurar.

—¿Tanta palabrería para llamar a su mujer? —sospechó el inquisidor.

—Recuerda poesías —aclaró Hernando. Le pareció escuchar una de aquellas antiguas, de las que aparecían labradas en las paredes de la Alhambra de Granada—. Se asemeja a la esposa… que se presenta al esposo adornada de su hermosura tentadora —recitó.

—Pregúntale por sus cómplices. Quizá ahora…

—¿Quiénes han sido tus cómplices? —obedeció Hernando, sin poder levantar la mirada.

—¡En árabe, imbécil!

—¿Quiénes…? —empezó a traducir para detenerse de repente. Nadie en esa mazmorra, salvo Karim, podía entenderle—: Dios ha hecho justicia —le anunció en árabe—. Aquel que ha traicionado a nuestro pueblo ha sido degollado conforme a nuestra ley. Hamid de Juviles se ha ocupado de ello. Te encontrarás con el santo alfaquí en el paraíso.

Portilla desvió la mirada hacia el morisco, extrañado por la longitud de su discurso. En ese momento, un brillo casi imperceptible apareció en los ojos del anciano al tiempo que sus labios se contraían en un rictus que pretendía ser una sonrisa. Luego, expiró.

—Será quemado en efigie en el próximo auto de fe —sentenció el inquisidor cuando el médico, tras reconocer a Karim, certificó lo que ya todos sabían—. ¿Qué es lo que le has dicho? —preguntó a Hernando.

—Que debía ser un buen cristiano —afirmó sin pestañear, seguro de sí mismo—. Que debía confesar lo que interesabais y reconciliarse con la Iglesia para obtener el perdón de Nuestro Señor y la salvación eterna de su alma…

El licenciado se llevó los dedos a los labios y los frotó.

—Está bien —cedió después.