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Camino de Toga, reino de Valencia, 1604
Para aquel viaje al pequeño pueblo de Toga, al norte de Segorbe, enclavado en un valle tras la sierra del Espadán, pasando primero por Jarafuel, Hernando eligió un magnífico potro colorado de cuatro años que, haciendo honor a su color de fuego, retrotaba más que andaba y tenía que ser refrenado constantemente. Llevaba su ancho y soberbio cuello de caballo español siempre erguido; bufaba incluso a las mariposas y se asustaba del revoloteo de los insectos, con las orejas tiesas y atentas en todo momento.
Después de nueve años desde su última visita, Hernando encontró a Munir, el alfaquí, prematuramente envejecido; la vida era muy dura en aquellas tierras de la sierra valenciana, máxime para quien pretendía mantener vivo el espíritu de unas creencias cada vez más perseguidas. Los dos hombres se abrazaron y luego se observaron el uno al otro, sin reparos. Durante la exigua cena que les sirvió la esposa del alfaquí de Jarafuel, sentados en el suelo sobre unas sencillas esteras, hablaron de la reunión que iba a celebrarse en el pequeño y escondido pueblo de Toga, todavía a varias jornadas de allí y de mayoría morisca, como casi todos los de la zona. Se discutiría allí el intento de rebelión más serio urdido desde el levantamiento de las Alpujarras en el que, según se decía, estaba implicado el rey Enrique IV de Francia y lo había estado también la reina Isabel de Inglaterra hasta su reciente muerte.
La rebelión llevaba fraguándose tres años y don Pedro de Granada Venegas, Castillo y Luna rogaron a Hernando que acudiera junto a Munir a la reunión en la que iban a culminar todas aquellas negociaciones. Los tres veían cercano el éxito de los plomos; el proceso de autentificación no podía demorarse mucho más y una nueva revuelta echaría por tierra todos sus esfuerzos.
El alfaquí de Jarafuel entendió los argumentos que en ese sentido le expuso Hernando.
—En todo caso —alegó sin embargo—, va a hacer diez años que aparecieron los plomos y debes reconocer que nada se ha conseguido. Y sin el reconocimiento de Roma no valen nada. Ésa es la realidad. Por el contrario, la situación de nuestros hermanos ha empeorado de forma significativa en estos reinos. Fray Bleda continúa exigiendo con insistencia nuestra más completa destrucción por el medio que sea. Tal es el rigor de ese dominico que hasta el inquisidor general, ¡el inquisidor general!, le ha prohibido opinar acerca de los nuestros, pero el fraile continúa acudiendo a Roma, y allí el Papa le escucha. Sin embargo, lo más importante es el cambio de opinión del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera.
Munir hizo una pausa; su semblante, con más arrugas de las que debería haber tenido a su edad, expresaba una franca preocupación.
—Hasta hace poco —prosiguió el alfaquí—, Ribera era un ferviente defensor de la evangelización de nuestro pueblo, tanto que llegó a pagar de su pecunio personal los sueldos de los párrocos que debían llevar a cabo esa tarea. Eso nos beneficiaba: los sacerdotes que llegan por aquí no son más que una banda de ladrones incultos que no se preocupan lo más mínimo por nosotros; con que acudamos a comer la torta los domingos se dan por satisfechos. La única iglesia que hay para todo el valle de Cofrentes es ésta, la de Jarafuel, y ni siquiera es una iglesia, ¡se trata de la antigua mezquita! Después de años de intentarlo sin resultados y de gastar mucho dinero, Ribera ha cambiado de opinión y ya ha enviado un memorial al rey en el que propone que todos los moriscos sean esclavizados, destinados a galeras o condenados al trabajo en las minas de Indias. Sostiene que Dios agradecería esa decisión, así que el rey podría tomarla sin escrúpulo alguno de conciencia. Ésas han sido sus palabras, literalmente.
Hernando negó con la cabeza. Munir asintió gravemente.
—El fraile no me preocupa, hay muchos como él, pero Ribera, sí. No sólo es el arzobispo de Valencia, también es patriarca de Antioquía y, lo más importante, capitán general del reino de Valencia. Se trata de un hombre muy influyente en el entorno del rey y del duque de Lerma.
El alfaquí hizo otra larga pausa, como si necesitara meditar antes de seguir hablando.
—Hernando, te consta que aplaudí vuestro intento con los plomos, pero también entiendo al pueblo. Temen que llegue el día en que el rey y su Consejo lleguen a adoptar alguna de esas drásticas medidas de las que tanto se habla, y frente a ello sólo nos resta una posibilidad: la guerra.
—Desde las Alpujarras he sabido de muchos intentos de levantamiento, algunos disparatados, todos fracasados. —Hernando no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. ¿Más guerra? ¿Más muertes? ¿No había habido ya bastantes?—. ¿En qué se diferencia éste?
—En todo —replicó con contundencia el alfaquí—. Hemos prometido… —Al ver que Hernando enarcaba las cejas, Munir aclaró—: Sí, me incluyo; lo apoyo, ya te lo he dicho. Es una guerra santa —afirmó con solemnidad—. Hemos prometido que si los franceses invaden este reino, les ayudaremos con un ejército de ochenta mil musulmanes y les entregaremos tres ciudades, entre ellas Valencia.
—Y… ¿los franceses os creen?
—Lo harán. Se les va a entregar ciento veinte mil ducados en garantía de nuestra palabra.
—¡Ciento veinte mil ducados! —exclamó Hernando.
—Así es.
—Es una barbaridad. ¿Cómo…? ¿Quién ha sufragado esa cifra?
Hernando rememoró las graves dificultades padecidas por la comunidad morisca para hacer frente a los impuestos especiales a los que los sometían los reyes cristianos, los mismos que después pretendían exterminarlos. Tras la derrota de la Gran Armada se les obligó a pagar, «graciosamente», rezaban los documentos, doscientos mil ducados; otro tanto les fue requerido tras el saqueo de Cádiz por parte de los ingleses, además de las múltiples contribuciones especiales con que los cristianos cargaban a los moriscos. ¿Cómo podían hacer frente ahora a tan importante desembolso?
—Pagan ellos —rió el alfaquí imaginando las dudas de su compañero.
—¿Ellos? —preguntó Hernando, extrañado—. ¿A quién te refieres?
—A los cristianos. Lo hace el propio rey Felipe. —Hernando le hizo un imperioso gesto para que se explicase—. Pese a todas las riquezas que llegan de las Indias y los impuestos que cobra a los pecheros, la hacienda del reino está en bancarrota. Felipe II suspendió sus pagos en varias ocasiones y su hijo, el tercero, no tardará en hacerlo.
—¿Qué tiene eso que ver? Si resulta que el rey no tiene dinero, ¿cómo va a pagar esos ciento veinte mil ducados? Eso suponiendo que… ¡Es absurdo!
—Ten paciencia —le rogó el alfaquí—. Esa situación financiera llevó al rey Felipe II a rebajar la ley de la moneda de vellón. —Hernando asintió. Como todas las gentes de España, también él había sufrido la decisión del monarca—. De un vellón rico, con cuatro o seis granos de plata por moneda, pasó a labrarse otro de un solo grano.
—La gente se quejaba —rememoró Hernando—, porque obligaron a cambiar monedas con mucha plata por otras que carecían de ella, ¡a la par! Por cada vellón perdieron tres granos o más de plata.
—Exacto. La hacienda real recogió las monedas antiguas y obtuvo unos importantes beneficios con esa artimaña, pero los consejeros no previeron el efecto que eso supondría en la confianza del pueblo en su moneda, sobre todo en la menuda, la que más se utiliza. Luego, hace dos años, su hijo, Felipe III, decidió que el vellón no debía labrarse ni con ese grano de plata y ordenó que fuera exclusivamente de cobre. Como las monedas carecen de ley, ni siquiera llevan la marca del ensayador de la ceca que las ha labrado. ¡Y nosotros nos estamos hartando de labrar monedas! —sonrió Munir—. Binilit ya falleció, pero en su taller, el que fuera su aprendiz ya no fabrica joyas moriscas; se limita a falsificar moneda constantemente, y como él, muchos otros. Hoy en día ya no es necesario que las monedas sean de cobre, se admiten las de plomo y hasta las simples cabezas de clavo toscamente repujadas con algo similar a lo que pueda ser un castillo y un león en cada una de sus caras. ¡Por cada cuarenta monedas falsas, los cristianos nos están pagando hasta diez reales de plata! Se calcula que hay centenares de miles de ducados en moneda falsa corriendo por el reino de Valencia.
—¿Por qué no las falsifican los mismos cristianos? —inquirió Hernando a pesar de que intuía la respuesta.
—Por miedo a las penas a los falsificadores y porque no poseen nuestros talleres secretos. —Munir sonrió—. Pero principalmente por simple pereza: hay que trabajar, y eso, ya sabes, no le atrae ni al más humilde de los artesanos cristianos.
—Pero la gente, los comerciantes, ¿por qué admiten esos dineros que les consta son falsos? —siguió interesándose Hernando, recordando de nuevo cómo controlaba Rafaela que las monedas menudas con las que compraba fueran auténticas, aunque en Córdoba esas falsificaciones no se daban en tanta abundancia como la que acababa de señalar el valenciano.
—Les da lo mismo —explicó el alfaquí—. Eso es lo que te he comentado antes. Desde que Felipe II les robó tres granos de plata por cada pieza, desconfían de la moneda. Con la aparición de la falsa todos creen ganar y para que lo haga el rey, ya lo hacen ellos. Simplemente, se acepta. Es un nuevo sistema de cambio. El único problema es que los precios suben, pero a nosotros eso no nos afecta tanto como a los cristianos; no compramos como ellos, nuestras necesidades son mucho menores.
—¿Y así habéis conseguido los ciento veinte mil ducados? —Hernando no podía evitar un enorme asombro ante ese hecho.
—Gran parte de ellos —dijo el alfaquí con una sonrisa de satisfacción—. Otra parte nos ha llegado en ayuda desde Berbería, de todos nuestros hermanos que han ido estableciéndose allí y que comparten nuestras esperanzas de recuperar las tierras que nos pertenecen.
Habían dado ya cuenta de la frugal cena servida por la esposa de Munir. El alfaquí se levantó y le invitó a salir al huerto posterior de la casa, donde la luna y un límpido cielo estrellado sobre la Muela de Cortes les ofrecía un panorama espectacular.
—Pero —dijo Munir mientras le guiaba—, háblame de ti. Ahora ya sabes cuáles son mis intenciones: luchar y vencer… o morir por nuestro Dios. Soy consciente de que no son de tu agrado. —El alfaquí se apoyó sobre la baranda que cerraba el huerto, en lo alto del cerro en el que se enclavaba Jarafuel, el valle a sus pies y la Muela de Cortes más allá—. ¿Qué ha sido de tu vida desde la última vez que nos vimos? —inquirió al notar que Hernando se situaba a su lado.
El morisco dirigió la vista al cielo y sintió el frío del invierno en su rostro; luego empezó a contarle los sucesos acaecidos desde que volviera a Córdoba tras entregar los primeros plomos en Granada.
—¿Te has casado con una cristiana? —le interrumpió Munir al saber de Rafaela.
No hubo reproche en su pregunta. Ambos permanecían con la vista al frente; dos figuras recortadas en la noche, erguidas sobre la baranda, solas.
—Soy feliz, Munir. Vuelvo a tener una familia, dos hijos hermosos —contestó Hernando—. Tengo mis necesidades holgadamente cubiertas. Monto a caballo, domo los potros. Son muy apreciados en el mercado —hablaba con sosiego—. El resto del día lo dedico a la caligrafía o a estudiar mis libros. Creo que la serenidad que me ha proporcionado esta nueva situación me permite unirme a Dios en el momento en que mojo el cálamo en la tinta y lo deslizo sobre el papel. Las letras surgen de mí con una fluidez y una perfección que pocas veces antes había conseguido. Estoy escribiendo lo que pretendo sea un bello ejemplar del Corán. Los caracteres brotan proporcionados entre ellos y disfruto coloreando los puntos diacríticos. También rezo en la mezquita, delante del mihrab de los califas. ¿Sabes?, cuando me coloco frente a él y susurro las oraciones, me sucede algo parecido al espectáculo que se nos ofrece esta noche: igual que todas estas estrellas, veo refulgir los destellos del oro y de los mármoles con los que se construyó ese lugar sagrado. Y sí, me he casado con una cristiana. Mi esposa… Rafaela es dulce, buena, discreta y una gran madre.
En ese momento, la mirada de Hernando se perdió en el cielo estrellado. La imagen de Rafaela acudió a su mente. Aquella joven delgada y temerosa había florecido y se había convertido en toda una mujer: tras el nacimiento de sus hijos, sus pechos se habían vuelto más generosos, sus caderas más anchas. Munir no quiso interrumpir unos pensamientos que presentía se dirigían hacia aquella muchacha que parecía haberse ganado el corazón de su compañero.
—Y además están los niños —añadió Hernando, con una sonrisa—. Ellos son mi vida, Munir. Pasé muchos años, más de catorce, sin oír la risa de un niño; sin notar el contacto de esa mano frágil que busca protección entre la tuya y sin observar en sus ojos, inocentes y sinceros, todo aquello que no se atreven o no saben cómo decir. Su solo rostro es la más bella de las poesías.
» Sufrimos mucho cuando se nos murió el tercer hijo, que ni siquiera había empezado a andar. Ya perdí dos, pero éste fue el primero cuya vida vi apagarse entre mis manos sin poder hacer nada por evitarlo. Sentí un inmenso vacío: ¿por qué Dios se llevaba a ese ser inocente? ¿Por qué me castigaba con dureza una vez más? No era el primer hijo que me arrebataba cruelmente, pero Rafaela… Se quedó destrozada; tuve que ser fuerte por ella, Munir. Aunque parte de mí también murió con ese pequeño, me vi obligado a demostrar entereza para ayudar a mi esposa a superar ese trance. Desde entonces Rafaela no había vuelto a quedarse embarazada. Pero ahora Alá nos ha bendecido: ¡esperamos un nuevo hijo!
La mirada de Hernando volvió a perderse en el cielo estrellado. Rafaela y él habían sufrido la agonía del pequeño, cada uno rezando a su Dios en silencio. Estuvieron al lado del tercero de sus hijos hasta que éste exhaló su último aliento. Juntos lo lloraron; juntos lo enterraron según los ritos cristianos, sumidos en la desesperación; juntos regresaron a casa, apoyados el uno en el otro. Rafaela, deshecha en llanto, se vino abajo cuando por fin se encontraron a solas. Había tardado mucho en volver a ver su sonrisa, en volver a oír sus cantos por la casa. Pero poco a poco, los otros dos niños y el apoyo de Hernando habían logrado que su rostro recobrara la alegría. Hernando recordó esos tristes meses con dolor, pero a la vez con un íntimo orgullo: ambos habían superado aquella desdicha, y su unión, que había empezado con una base débil, se había visto reforzada después de ellos. Sólo dos cosas no habían cambiado desde aquel frío y lejano inicio: Rafaela continuó respetando la biblioteca, donde sabía que él escribía en árabe; Hernando, pese a la decisión de dormir juntos, respetó las convicciones de su esposa y no intentó que olvidara el pecado cuando mantenían relaciones sexuales. Sin embargo, se extrañó al descubrir otra forma de placer: el derivado del amor con que ella lo recibía por las noches, silencioso, tranquilo, desapasionado y ajeno al disfrute de la carne, como si ambos pretendieran que nada ni nadie pudiera enturbiar la belleza de su unión.
—Y, dime, a los niños, ¿los educas en la verdadera fe? ¿Sabe tu esposa de tus creencias? —se interesó Munir.
—Sí, lo sabe —contestó—. Es una larga historia… Miguel, el tullido que urdió el matrimonio, se lo confesó con anterioridad. Ella…, ella es de pocas palabras, pero nos entendemos con la mirada, y cuando rezo ante el mihrab en la mezquita, permanece a mi lado como si supiera perfectamente lo que estoy haciendo. Sabe que estoy rezando al único Dios. Respecto a los niños, el mayor sólo tiene siete años. Todavía no son capaces de fingir. Sería peligroso si se delatasen en público. Un preceptor viene a casa a educarlos. Yo me conformo, por ahora, con contarles cuentos y leyendas de nuestro pueblo.
—¿Lo consentirá Rafaela cuando llegue el momento? —preguntó el alfaquí.
Hernando suspiró.
—Creo… estoy seguro de que hemos llegado a un acuerdo tácito. Ella reza sus oraciones con ellos, yo les narro historias del Profeta. Me gustaría… —se interrumpió. No sabía si el alfaquí podría entender cuál era su sueño: educar a sus hijos en las dos culturas, en el respeto y la tolerancia. Optó por no seguir—. Estoy convencido de que lo hará.
—Buena mujer, entonces.
Continuaron charlando largo rato bajo las estrellas, aprovechando los breves instantes de silencio en su conversación para respirar la espléndida noche que les rodeaba.
Tres días antes de la Navidad de 1604, sesenta y ocho representantes de las comunidades moriscas de los reinos de Valencia y Aragón se dieron cita en el claro de un bosque por encima del río Mijares, cerca de la pequeña y apartada población de Toga. Con ellos, una decena de berberiscos y un noble francés llamado Panissault, enviado por el duque de La Force, mariscal del rey Enrique IV de Francia. Anochecía cuando, tras superar la vigilancia de algunos hombres que controlaban los alrededores del lugar, Hernando llegó a Toga de mano de Munir, que iba en representación de los moriscos del valle de Cofrentes. Hernando dejó su caballo en Jarafuel para no levantar sospechas y recorrió el trayecto montado en una mula, como el alfaquí. Tardaron siete días en llegar, tiempo durante el que Hernando y Munir mantuvieron intensas conversaciones que les sirvieron para profundizar en su amistad.
El resplandor de varias hogueras alumbraba tenuemente el claro en el bosque. El nerviosismo se podía palpar en los hombres que se movían entre los fuegos. Sin embargo, la decisión flotaba en el aire: en cuanto saludó a algunos de los otros jeques moriscos, Hernando percibió en todos ellos la firme determinación de llevar adelante su proyecto de rebelión.
¿Qué sería de sus esfuerzos con los plomos?, se preguntaba ante los enardecidos juramentos de guerra a muerte que oía una y otra vez de boca de los delegados moriscos. Ya no se contaba con los turcos, como le explicó Munir durante el camino; a lo más a que aspiraban era a conseguir alguna ayuda berberisca de más allá del estrecho. ¡Los plomos terminarían por dar resultados!, se decía Hernando para sus adentros. Pronto llegaría el momento de hacer llegar la copia del evangelio de Bernabé a aquel rey árabe destinado a darlo a conocer. Así lo sostenían don Pedro, Luna y Castillo, pero aquellas gentes no estaban dispuestas a esperar más tiempo. Hernando se sentó en el suelo, junto a Munir, entre los delegados moriscos. Frente a ellos, en pie, se hallaban el noble francés Panissault disfrazado de comerciante y Miguel Alamín, el morisco que durante dos años había llevado a cabo la negociación con los franceses que culminaba con aquella reunión. ¿Cuál era el verdadero camino? ¿Quién tendría razón? Hernando no dejó de darle vueltas mientras Alamín presentaba al francés. Por un lado había un noble granadino estrechamente relacionado con los cristianos, dos médicos traductores del árabe y él, un simple morisco cordobés; por otro, los representantes de la mayoría de las aljamas de los reinos de Valencia y Aragón, que promovían la guerra. ¡La guerra! Recordó su infancia y el levantamiento de las Alpujarras, la ayuda exterior que nunca llegó y la humillante y dolorosa derrota. ¿Qué diría Hamid de aquel nuevo proyecto violento? Y Fátima, ¿cuál hubiera sido la posición de Fátima? Con los gritos de los jeques moriscos en sus oídos, en una discusión ya iniciada, se sumió en la melancolía. ¡Tanto esfuerzo y tantas penurias para otra guerra! No podía quitarles la razón a quienes defendían con pasión la necesidad de tomar las armas. Pero algo le decía que, una vez más, ésa no sería la solución. «Quizá me he hecho viejo —pensó Hernando—. Quizá la vida apacible que llevo ahora me ha debilitado…» Sin embargo, en su fuero interno algo seguía diciéndole que la violencia resultaría inútil.
—¡La Inquisición nos esquilma! —oyó que gritaba un morisco a sus espaldas.
Era cierto. Munir también se lo había explicado durante el largo camino hasta Toga. En Córdoba no sucedía así, pero en aquellas tierras de moriscos eran tantos los pecados que teóricamente cometían los cristianos nuevos que la Inquisición cobraba por adelantado y cada comunidad estaba obligada a pagar una cantidad anual a la Suprema.
—¡Los señores también! —gritó otro.
—¡Pretenden matarnos a todos!
—¡Castrarnos!
—¡Esclavizarnos!
Los gritos se sucedían, cada vez más fuertes, cada vez más airados.
Hernando escondió la mirada en la tierra. ¿Acaso no era verdad? ¡Tenían razón! Las gentes no podían vivir, y el futuro… ¿qué futuro esperaba a los hijos de todos ellos? Y ante eso, él, Hernando Ruiz, de Juviles, se refugiaba en su biblioteca, mientras vivía con holgura y comodidad… ¡Y se empeñaba ingenuamente en minar los cimientos de la religión cristiana buscando respuesta en los libros!
Tembló al oír el proyecto que se llegó a pactar tras arduas discusiones entre los presentes: la noche del Jueves Santo de 1605, los moriscos se levantarían en Valencia e incendiarían las iglesias para llamar la atención de los cristianos. Al mismo tiempo, Enrique IV mandaría una flota al puerto del Grao. En todos los lugares, los jeques moriscos alzarían en armas a sus gentes. Pero ¿y si el rey francés no cumplía como no lo hicieron los del Albaicín de Granada cuando la sublevación de las Alpujarras? En ese caso, los moriscos volverían a quedarse solos, una vez más, frente a la ira de los cristianos por haber profanado sus iglesias. Igual que años atrás. Estaban poniendo su futuro en manos de un rey cristiano; enemigo de España, cierto, ¡pero cristiano al fin y al cabo! ¿Cuántos de aquellos que ahora discutían habían vivido la guerra de las Alpujarras? Quiso intervenir pero el griterío era ensordecedor; hasta Munir, con el brazo alzado al cielo, aullaba exigiendo la guerra santa.
—Allahu Akbar!
El grito, unánime, retumbó en el bosque.
Se procedió entonces al nombramiento del rey de los moriscos: Luis Asquer, del pueblo de Alaquás, fue el elegido. El nuevo monarca fue vestido con una capa roja, empuñó una espada y se dispuso a jurar el cargo conforme a las costumbres. Los hombres lo aclamaron, se levantaron y lo rodearon. Hernando se apartó del grupo; la decisión ya estaba tomada… La guerra era inevitable. ¡Ganar o ser exterminados! Fue alejándose de los vítores y el bullicio, mientras recordaba las muchas ocasiones en que había oído esos mismos gritos en las Alpujarras. Él mismo…
De repente, sintió un fuerte golpe en la nuca. Hernando creyó que le iba a reventar la cabeza y empezó a desplomarse. Sin embargo, aturdido, notó cómo varios hombres lo agarraban de los brazos y lo arrastraban más allá del claro y de sus fuegos, hasta los árboles. Allí lo dejaron caer al suelo. Entre el retumbar de su cabeza y la visión borrosa, creyó ver tres… cuatro hombres en pie, quietos a su alrededor. Hablaban en árabe. Intentó incorporarse pero el aturdimiento se lo impidió. No llegaba a entender lo que decían; los aplausos y ovaciones al nuevo rey resonaban con potencia.
—¿Qué… qué queréis? —logró balbucear en árabe—. ¿Quiénes…?
Uno de ellos le arrojó el contenido de un pellejo de agua helada sobre el rostro. El frío lo reanimó. Hizo entonces otro intento de levantarse, pero en esta ocasión una bota sobre su pecho se lo impidió. La silueta de cuatro hombres se dibujaba contra el resplandor de las hogueras, sus rostros seguían ocultos en las sombras.
—¿Qué pretendéis? —preguntó, algo más consciente.
—Matar a un perro renegado y a un traidor —contestó uno de ellos.
La amenaza resonó en la noche. Hernando se esforzó por pensar con celeridad, al tiempo que notaba cómo la punta de un alfanje se posaba en su cuello. ¿Por qué querían matarlo? ¿Quizá alguien que le conocía de Córdoba? No había reconocido a nadie de la ciudad en la reunión, pero… La punta del alfanje jugueteó sobre su nuez.
—No soy renegado ni traidor —afirmó con determinación—. Quien os haya dicho tal cosa…
—Quien nos lo dijo te conoce bien.
Hernando casi no podía hablar; la punta del alfanje presionaba sobre su garganta.
—¡Preguntad a Munir! —balbuceó—. ¡El alfaquí de Jarafuel! Él os dirá…
—Si lo hiciésemos y le contáramos cuanto sabemos de ti, sería él quien te mataría, con toda seguridad, y esto es algo que debemos hacer nosotros. La venganza…
—¿Venganza? —se apresuró a preguntar—. ¿Qué mal os puedo haber causado a vosotros para que busquéis venganza? Si es cierto que soy renegado y traidor, que me juzgue el rey.
Uno de ellos se acuclilló junto a él: tenía aquel rostro a un palmo escaso del suyo, notaba su aliento cálido. Sus palabras rezumaban odio.
—Ibn Hamid —susurró. Hernando tembló con solo escuchar aquel nombre. ¿Alpujarreños? ¿Qué significaba…?—. Era así como te gustaba que te llamasen, ¿no? —volvió a susurrar.
—Así es como me llamo —afirmó.
—¡El nombre de un traidor a su gente!
—Jamás la he traicionado. ¿Quién eres tú para sostener tal infamia?
El hombre hizo una seña a otro de ellos que corrió al claro y volvió con una tea encendida.
—Mírame, Ibn Hamid. Quiero que sepas quién va a poner fin a tu vida. Mírame…, padre.
El hombre acercó la tea, y la oscuridad se quebró para que Hernando observase unos inmensos y furibundos ojos azules clavados en él. Sus rasgos, sus facciones…
—Dios —murmuró desconcertado—. ¡No puede ser! —Se sintió mareado. Miles de recuerdos se amontonaron en su mente a la sola visión de aquel rostro, todos ellos pugnando por imponerse a los demás. Habían transcurrido más de veinte años…—. ¿Francisco? —musitó.
—Hace mucho que me llamo Abdul —respondió con dureza su hijo—. Y aquí está también Shamir, ¿le recuerdas?
¡Shamir! Hernando intentó reconocerle entre los tres restantes, pero ninguno de ellos salió de entre las sombras. La confusión se apoderó de su mente: Francisco estaba vivo… Y también Shamir. ¿Habían escapado de Ubaid? Pero su madre… Aisha le había asegurado que estaban muertos, que había visto con sus propios ojos cómo el arriero los mataba en la sierra.
—¡Me aseguraron que habíais muerto! —exclamó—. Busqué… Os busqué durante semanas, recorrí la sierra tratando de hallar vuestros cuerpos. El de Inés… y el de Fátima.
—¡Cobarde! —le insultó Shamir.
—Mi madre esperó… todos esperamos durante años a que vinieses a ayudarnos —añadió Abdul—. ¡Perro! No moviste ni un dedo por tu esposa, ni por tu hija, ni por tu hermanastro. ¡Ni por mí!
Hernando sintió que le faltaba el aire. ¿Qué acababa de decir su hijo? Que su madre había esperado… ¡Su madre! ¡Fátima!
—¿Fátima vive? —preguntó con un hilo de voz.
—Sí, padre —le escupió Abdul—. Vive… Aunque no gracias a tu ayuda. Todos hemos sobrevivido. Tuvimos que soportar el odio de Brahim, sentirlo en nuestras carnes. ¡Ella la que más! Y mientras tanto, tú te olvidabas de tu familia y traicionabas a tu pueblo. El perro de Brahim ya lo ha pagado con su vida, te lo aseguro. ¡Ahora eres tú quien debe rendir cuentas por ello!
¡Brahim! Hernando cerró los ojos, dejó que la verdad fuera penetrando en su mente. Brahim había cumplido con su amenaza: había vuelto a por Fátima y se había vengado de su hijastro arrebatándole a sus hijos, a su esposa, todo cuanto amaba… ¿Cómo no se le había ocurrido pensarlo? Había venido a por ellos y se los había llevado… Pero entonces… ¿Y la toca blanca de Fátima? ¡La había visto en el cuello del cadáver de Ubaid! ¿Cómo era posible? ¿Ubaid y Brahim juntos? Un pensamiento cruzó su cerebro sin que pudiera detenerlo. ¡Su madre debía de saberlo! Aisha le había dicho que Ubaid los mató a todos, Aisha había jurado y perjurado que había presenciado las muertes de Fátima y los niños… Aisha le había engañado. ¿Por qué? La idea de que su madre le hubiera mentido se le hizo insoportable, y pese al alfanje, a Francisco y al hombre que mantenía la tea junto a sus rostros, Hernando se aovilló en el suelo. Notó que el corazón se le aceleraba en el pecho, como si quisiera estallar. ¡Dios! ¡Fátima vivía! Quiso llorar, pero sus ojos se negaban a derramar ni una sola lágrima. Se encogió todavía más a consecuencia de las convulsiones que de repente asaltaron su cuerpo, como si él mismo pretendiera romperse en pedazos. ¡Toda una vida convencido de que su familia había sido asesinada por Ubaid!
—¡Fátima! —llegó casi a gritar.
—Vas a morir —sentenció Shamir.
—Muerte es esperanza larga —contestó Hernando sin pensar.
Abdul extrajo una daga de su cinto. En el claro, los moriscos asistían en respetuoso silencio a la coronación de su rey. «Juro morir por el único Dios», se oía en el bosque en el mismo momento en el que el hombre que aguantaba la tea estiró del cabello de Hernando para que presentase su cuello. La hoja de la daga brilló.
¡Fátima! La mujer estalló en la memoria de Hernando.
—¿Quién eres tú para hacerlo? —se revolvió entonces—. ¡No moriré sin antes poder hablar con tu madre! ¡No dejaré que me mates sin conseguir su perdón! Os creía muertos, y sólo Dios sabe cuánto he sufrido por vuestra pérdida. Que sea Fátima quien decida si desea concederme el perdón o el castigo; no tú. Si debo morir, que sea ella quien lo decida.
Movido por un súbito acceso de rabia, empujó a su hijo que, desprevenido, cayó sentado al suelo. Hernando trató de levantarse, pero el alfanje de Shamir amenazó su pecho. Hernando lo agarró con la mano. El filo le hirió la palma.
—¿Acaso crees que voy a escapar? —le espetó—. ¿A luchar con vosotros? —Abrió los brazos para mostrar que no llevaba armas—. Quiero entregarme a Fátima. Necesito que sea ella quien clave ese cuchillo, si es que cree realmente que yo habría sido capaz de renunciar a ella, a vosotros, de haber sabido que seguíais vivos.
Por primera vez llegó a vislumbrar el rostro de su hermanastro y reconoció en él los rasgos de Brahim. Shamir interrogó a Abdul con la mirada y éste asintió tras unos momentos de duda: Fátima se merecía llevar a cabo su venganza, en persona, igual que había hecho con Brahim.
En ese momento, en el claro, finalizó la coronación y los moriscos estallaron en vítores y aplausos.
La mayoría de los delegados y jeques aprovecharon lo que restaba de la noche para iniciar el regreso a sus pueblos. El francés Panissault lo hizo con la promesa de que los ciento veinte mil ducados le serían entregados en la ciudad de Pau, en el Bearne francés, de donde era gobernador el duque de La Force. Al principio, con el trajín de gente despidiéndose alborotada, Munir ni se había percatado de la ausencia de Hernando, pero poco a poco empezó a preocuparse y a buscarlo. No lo encontró y se dirigió al lugar donde habían dejado las mulas: las dos permanecían atadas.
¿Dónde podría estar? No se habría marchado sin despedirse de él, ni sin la mula; su caballo estaba en Jarafuel. Preguntó a varios moriscos, pero ninguno supo darle razón. Uno de los berberiscos que colaboraba en el proyecto de rebelión pasó por su lado, cargado y presuroso. ¿Qué iba a saber un berberisco…?
—Oye —reclamó su atención, no obstante—, ¿conoces a Hernando Ruiz, de Córdoba? ¿Lo has visto?
El hombre, que hizo ademán de detenerse ante la llamada del alfaquí, se excusó con un balbuceo y prosiguió raudo su camino tan pronto como hubo oído el nombre por el que le preguntaban.
¿A qué esa actitud?, se extrañó Munir mientras lo observaba dirigirse hacia el bosque. Unos pasos más allá, el berberisco volvió la cabeza, pero al comprobar que el alfaquí continuaba mirándole, avivó la marcha. Munir no lo dudó y se encaminó tras él. ¿Qué escondía el berberisco? ¿Qué sucedía con Hernando?
No tuvo oportunidad de plantearse más cuestiones. Nada más internarse entre los árboles, varios hombres saltaron sobre él y lo detuvieron; otro lo amenazó con una daga.
—Un solo grito y eres hombre muerto —le advirtió Abdul—. ¿Qué es lo que pretendes?
—Busco a Hernando Ruiz —contestó Munir tratando de mantener la calma.
—No conocemos a ningún Hernando Ruiz… —empezó a decir Abdul.
—Entonces —le interrumpió el alfaquí—, ¿quién es el hombre que ocultáis allí?
Incluso en la penumbra, los borceguíes de Hernando destacaban entre las piernas de un grupo de cuatro berberiscos que pretendían esconderlo, todos ellos con práctico calzado para la navegación. Abdul se volvió hacia donde señalaba Munir.
—¿Ése? —indicó con cinismo al comprender la imposibilidad de negar la presencia de alguien ajeno al grupo de berberiscos—. Es un renegado, un traidor a nuestra fe.
Munir no pudo evitar una sonora carcajada.
—¿Renegado? No sabes lo que dices. —Abdul frunció el entrecejo, sus ojos azules denotaban duda—. Pocas personas existen en España que hayan luchado y luchen más por nuestra fe que él.
Abdul titubeó. Shamir abandonó el grupo que escondía a Hernando y se aproximó.
—¿Y quién eres tú para sostener tal afirmación? —preguntó al plantarse junto a ellos.
El alfaquí pudo entonces ver a Hernando: su amigo parecía derrotado, cabizbajo, ausente. Ni siquiera mostraba interés en la conversación que se desarrollaba a poca distancia de él.
—Me llamo Munir —afirmó. ¿Qué le sucedía a Hernando?—. Soy el alfaquí de Jarafuel y del valle de Cofrentes.
—Nos consta —saltó Shamir— que este hombre colabora con los cristianos y que ha traicionado a los moriscos. Merece morir.
Hernando continuó sin reaccionar.
—¡Qué sabréis vosotros! —le espetó Munir—. De dónde venís, ¿de Argel, de Tetuán?
—Nosotros, de Tetuán —contestó Abdul con cierta actitud de respeto ante un alfaquí—; los demás…
Munir aprovechó la indecisión de quien parecía mandar a los berberiscos para liberarse de las manos que le detenían, y le interrumpió:
—Vivís más allá del estrecho, en Berbería, donde se puede practicar libremente la verdadera fe. —El alfaquí cerró los ojos y negó con la cabeza—. Yo mismo comulgo cada domingo. Confieso mis pecados cristianos para obtener la cédula que me permite moverme. A menudo me veo obligado a comer cerdo y a beber vino. ¿También me consideráis renegado? ¡Todos los moriscos que habéis visto esta noche se pliegan a las órdenes de la Iglesia! ¿Cómo, si no, íbamos a poder sobrevivir y a mantener nuestra fe? Hernando ha trabajado por el único Dios tanto o más que ninguno de nosotros. Creedlo, no conocéis a ese hombre.
—Lo conocemos bien. Es mi padre —reveló Abdul.
—Y mi hermanastro —añadió Shamir.
Munir trató de convencer a los dos jóvenes berberiscos de la soterrada labor de Hernando en favor de la comunidad. Les habló de sus escritos, de sus años de trabajo, de los plomos y de la Torre Turpiana, del Sacromonte y de don Pedro de Granada Venegas; de Alonso del Castillo y Miguel de Luna, del evangelio de Bernabé y de lo que pretendían. Les explicó que Hernando creía que todos ellos habían muerto a manos de Ubaid.
—Su madre no sabía nada acerca de sus trabajos —replicó a Abdul cuando éste le habló de la contestación de Aisha a la carta que Fátima había enviado a Córdoba con el judío—. Hernando tuvo que mantenerlo en secreto… incluso ante su madre. Para ella, como para todos los demás, su hijo era un renegado, un cristiano. Hernando os creía muertos. Creedme. Jamás tuvo noticia de dicha carta.
Les contó también que pese a estar casado con una cristiana debía de ser el único morisco que rezaba en la mezquita de Córdoba.
—Dice que le juró a tu madre que rezaría frente al mihrab —añadió, dirigiéndose a Abdul, cayendo en la cuenta de que citar a la esposa cristiana de Hernando podía dar nuevos bríos a las ansias de venganza de aquellos corsarios.
El ajetreo, las charlas y despedidas de los moriscos en el claro pudieron oírse con nitidez durante unos instantes. Munir observó cómo Abdul y Shamir dirigían sus miradas hacia Hernando. ¿Habría convencido a aquellos corsarios?
—Ayudó a los cristianos en la guerra de las Alpujarras —masculló Abdul de repente. Su expresión era dura; el azul de sus ojos glacial.
—Sólo trató de librarse de la esclavitud y lo hizo con un cristiano, sí, pero… —trató de excusarlo el alfaquí.
—Luego ha colaborado con los cristianos de Granada —le interrumpió Abdul—, acusando a los moriscos que se rebelaron.
—¿Y los demás cristianos a los que salvó la vida? —terció Shamir. Munir se sobresaltó; no sabía nada de otros cristianos. El corsario vio en aquella duda la oportunidad de liberarse del respeto con que había acogido las explicaciones de un reconocido alfaquí—. Salvó a muchos más. ¿No lo sabías? ¿No te lo había contado? No es más que un cobarde. ¡Cobarde! —gritó hacia Hernando.
—¡Traidor! —añadió Abdul.
—Si creía que había sido Ubaid el que nos asesinó, ¿por qué no lo persiguió hasta el infierno? —continuó Shamir, gesticulando violentamente ante el alfaquí—. ¿Qué hizo por vengar lo que él creía que era la muerte de su familia? Yo te diré lo que hizo: refugiarse cómodamente en el lujoso palacio de un duque cristiano.
—Si hubiera insistido, si hubiera buscado venganza como todo musulmán que se precie debe hacer —añadió Abdul a gritos—, quizá habría llegado a descubrir que no había sido Ubaid, sino Brahim, el causante de sus desdichas.
A pocos pasos de distancia, Hernando sintió cómo le abofeteaban aquellas palabras. Ni siquiera tenía fuerzas para defenderse, para decir en voz alta que había visto el cadáver de Ubaid, que la venganza que anhelaba se había acabado al verlo muerto. Que había recorrido la sierra en busca de los cuerpos de su familia para darles sepultura… ¿Qué sentido tenía todo eso ahora? Mientras oía las acusaciones vertidas por su hijo, sus palabras que rezumaban rencor, su mente tenía sólo una pregunta. ¿Por qué? ¿Por qué le había mentido Aisha? ¿Por qué le había dejado sufrir sabiendo la verdad? Recordó sus lágrimas, su rostro contraído por el dolor cuando clamaba haber visto cómo Ubaid los mataba a todos. «¿Por qué, madre?»
Las palabras de su hijo interrumpieron sus pensamientos.
—¡Y además casado con una cristiana! ¡Reniego de ti, perro sarnoso! —añadió Abdul, escupiendo a los pies de su padre.
Munir, inconscientemente, siguió la dirección del escupitajo. Luego observó a Hernando. Ni siquiera se había movido ante la injuria de su propio hijo. Aun en la oscuridad, su cuerpo aparecía hundido, destrozado por la culpa, superado por cuanto se desarrollaba a su alrededor.
—Pero los plomos… —insistió el alfaquí, compadeciendo a quien consideraba su amigo.
—Los plomos —le interrumpió Shamir—, ¿qué valen cuatro letras? ¿Acaso han servido para algo? ¿Se ha beneficiado alguno de los nuestros? —Munir no quiso darle la razón y apretó los labios con firmeza—. Esos manejos sólo sirven para los ricos, para todos aquellos nobles que nos traicionaron y que ahora pretenden salvar sus pellejos. ¡Ninguno de nuestros hermanos, de los humildes, de los que continúan creyendo en el único Dios, de los que se esconden para rezar en sus casas o en los campos, logrará algo positivo de todo ello! Debe morir.
—Sí —se sumó Abdul—, debe morir.
La sentencia resonó en el bosque por encima de los ya escasos ruidos del claro. Munir sintió un escalofrío al tiempo que advertía en aquellos dos hombres la crueldad de los corsarios. Los supo acostumbrados a juguetear con la vida y con la muerte de las personas como si se tratase de animales.
—¡Quietos! —gritó el alfaquí, en un intento desesperado por salvar la vida de su amigo—. Este hombre ha venido a Toga bajo mi responsabilidad, bajo mi salvaguarda.
—Morirá —exclamó Abdul.
—¿Acaso no comprendéis que ya está muerto? —replicó Munir, al tiempo que lo señalaba con tristeza.
—Hay miles de cristianos como él apiñados en las mazmorras de Tetuán. No nos conmueve tu piedad. Nos lo llevamos —afirmó Shamir—. En marcha —ordenó después a los berberiscos.
Munir sacó fuerzas de flaqueza. Respiró hondo antes de hablar, y cuando lo hizo su voz sonó firme y decidida, sin revelar el temor que le atenazaba por dentro.
—Os lo prohíbo.
El alfaquí se mantuvo impasible ante las miradas de ambos corsarios. Abdul llevó su mano hacia el alfanje, como si le hubieran insultado, como si jamás hubiera recibido una orden como aquélla. Munir continuó hablando, tratando de que no le temblara la voz:
—Me llamo Munir y soy el alfaquí de Jarafuel y de todo el valle de Cofrentes. Miles de musulmanes acatan mis decisiones. Según nuestras leyes, ocupo el segundo lugar de los grados por los que se rige y gobierna el mundo y ordeno en las cosas de la justicia. Este hombre se quedará aquí.
—¿Y si no obedeciéramos? —inquirió Shamir.
—Salvo que me matéis a mí también, nunca llegaréis a embarcar en vuestras fustas. Os lo aseguro.
Todos, corsarios y berberiscos, mantenían la mirada en el alfaquí. Sólo Hernando seguía de rodillas en el suelo, cabizbajo, absorto en sus pensamientos.
—Brahim pagó sus fechorías —afirmó entonces Shamir—; y este perro traidor no se librará del castigo.
—Debéis respetar a los sabios y ancianos —insistió Munir.
Uno de los berberiscos bajó la cabeza ante aquella afirmación, justo cuando Hernando pareció despertar; ¿qué había dicho Shamir? Abdul se percató de ambas situaciones: sus hombres respetarían las leyes, y él tampoco iba a matar a un alfaquí. Enfrentó sus ojos azules a un Hernando que ahora le interrogaba con su expresión. Brahim había muerto… El corsario se adelantó hacia su padre.
—Sí —le espetó—, lo mató mi madre: ella tiene más hombría y valor en una de sus manos que tú en todo tu ser. ¡Cobarde!
En ese momento, uno de los berberiscos que custodiaban a Hernando le zarandeó con fuerza y otro le propinó un tremendo golpe en los riñones con la culata de su arcabuz. Hernando cayó al suelo, donde lo patearon sin que él hiciera el menor ademán por defenderse.
—¡Basta, por Dios! —imploró Munir.
—Por ese mismo Dios que invoca tu alfaquí, por Alá —masculló Abdul ordenando a los hombres que cesaran en el maltrato con un gesto de la mano—, juro que te mataré como te vuelvas a cruzar en mi camino. Recuerda siempre este juramento, perro.
¡Brahim! Fátima reconoció a Brahim en los gritos y amenazas de Shamir. Mucho más poderoso que el vulgar arriero de las Alpujarras, más listo… Fátima se estremeció al descubrir la misma voz airada, los mismos gestos, la misma expresión de ira.
Nada más volver de Toga, Abdul y Shamir acudieron a palacio y se presentaron ante ella; ambos aparecían hoscos y serios, y se negaron a contarle qué era lo que les había ido mal. Fátima conocía su misión en Toga, ella misma se había ocupado de reunir una gran cantidad de dinero berberisco para aquel nuevo levantamiento. Escuchó sus noticias con interés, pero algo en el semblante de su hijo la turbaba.
—Abdul —dijo ella por fin, apoyando la mano en el fuerte brazo de su hijo—. ¿Qué te sucede?
Él negó con la cabeza y murmuró algo incoherente.
—A mí no puedes engañarme. Soy tu madre y te conozco bien.
Abdul y Shamir cruzaron sus miradas. Fátima aguardaba, expectante.
—Hemos visto al nazareno —le espetó Shamir por fin—. Ese perro traidor estaba en Toga.
Fátima se quedó boquiabierta; por un instante le faltó el aire.
—¿Ibn Hamid? —Al pronunciar su nombre, sintió una opresión en el pecho y se llevó una mano enjoyada hasta él.
—¡No le llames así! —replicó Abdul—. No lo merece. ¡Es un cristiano y un traidor! Pero se arrastró como el perro que es…
Ella levantó la vista, consternada.
—¿Qué…? ¿Qué le habéis hecho? —Intentó incorporarse del diván pero le flaquearon las rodillas.
—¡Deberíamos haberlo matado! —gritó Shamir—. ¡Y juro que lo haremos si volvemos a verlo!
—¡No! —La voz de Fátima surgió en forma de un aullido ronco—. ¡Os lo prohíbo!
Abdul miró a su madre, sorprendido. Shamir dio un paso hacia ella.
—Esperad… ¿Qué, qué hacía en Toga? Contádmelo todo —exigió Fátima.
Lo hicieron; le hablaron del nazareno con odio, le narraron con detalle la escena vivida en Toga, le relataron las palabras del alfaquí que habían logrado salvar la vida del perro traidor. Mientras los escuchaba, atenta a cada una de sus palabras, Fátima no dejaba de pensar. Ibn Hamid estaba en Toga, con los que planeaban la revuelta; había dedicado años de su vida a esos textos. Eso significaba que no había renunciado a su fe. Su rostro se fue animando a medida que los oía. ¡Si fuera cierto…! ¡Si fuera verdad que Ibn Hamid seguía siendo un creyente! Fue entonces cuando las palabras de Shamir resonaron en la estancia como una bofetada.
—Y debes saber que se ha casado… con una cristiana. Así que eres libre, Fátima. Puedes volver a casarte… Aún eres bella.
—¿Quién te crees que eres para decirme qué puedo o no hacer? ¡Nunca volveré a casarme! —le espetó ella entonces.
Y ahí, al percibir las emociones que se escondían ante esa negativa, aparecieron los demonios de Brahim renacidos en Shamir, que se adelantó amenazadoramente hacia ella.
—Jamás volverás a verlo, Fátima. Lo mataré si me entero de que existe la menor comunicación entre vosotros. ¿Lo oyes? Le arrancaré el corazón con mis propias manos.
Sus gritos prosiguieron durante un buen rato ¡Ella sólo era una mujer! Una mujer que debía obedecer. Aquel palacio era suyo, y los esclavos, y los muebles, y la comida, hasta el aire que respiraba le pertenecía a él, a Shamir. ¿Cómo iban a permitir que se relacionase con aquel perro cobarde que no les había defendido en su infancia? Perderían el respeto de sus hombres y de toda la comunidad. Todos conocían el juramento que habían hecho en Toga con respecto a Hernando: los berberiscos lo habían explicado a quien quisiera escucharles. ¿Qué autoridad tendrían para impartir justicia entre sus hombres si consentían la más mínima relación con el nazareno? ¿Con qué potestad arriesgarían la vida de sus hombres, a menudo en incursiones peligrosas, cuando a sus espaldas, en su casa, una simple mujer se permitía desobedecerles? Cumplirían su juramento si volvían a verlo. Lo matarían como a un perro.
Fátima aguantó en pie, erguida, como la noche en que había anunciado a Brahim que jamás volvería a poseerla. Lo hizo sin buscar la ayuda de Abdul, sin mirarlo siquiera, tratando de no poner en un compromiso a su hijo, de no enfrentarlo con su compañero y con quien a la postre, efectivamente, era el dueño de todo.
—Recuerda lo que te he dicho… No cometas ninguna estupidez —masculló Shamir antes de dar media vuelta y salir de la estancia.
Fue entonces cuando Fátima, a espaldas de su hijastro, intentó encontrar en su hijo un atisbo de comprensión y apoyo, pero sus ojos se le mostraron fríos y sus rasgos, curtidos por el sol, tan tensos como los del otro corsario. Lo vio abandonar la estancia con un caminar igual de decidido. Sólo cuando se quedó sola permitió que sus ojos se llenaran de lágrimas.