55
A finales de octubre, el rey Felipe se dirigía a todos los obispos del reino agradeciéndoles sus rogativas, pero también instándoles a que las suspendieran; consideraba imposible que transcurridos dos meses y medio desde que la armada se hubiera internado en aguas del Atlántico, retornara ya algún otro barco. Días después, el propio rey escribía una sentida carta personal a la esposa de su primo, el duque de Monterreal, grande de España, para comunicarle la muerte de don Alfonso de Córdoba y su primogénito a manos de los ingleses en las costas de Irlanda, donde naufragó su navío.
Dos marineros que escaparon de la matanza con la ayuda de los rebeldes irlandeses, y que lograron huir a Escocia primero y a Flandes después, habían relatado sin ningún género de dudas el asesinato del duque y de su hijo. Según contaron, una brigada del ejército inglés había detenido al duque y a sus hombres mientras éstos vagaban por tierras irlandesas, después de ganar la costa a nado tras el naufragio. Sin hacer el menor caso a la calidad de don Alfonso, que trató de hacer valer su condición de noble ante el sheriff, obligaron a desnudarse a todos los españoles y los ahorcaron en una colina como a vulgares delincuentes.
Hernando no se hallaba presente la mañana en que el secretario de palacio, don Silvestre, dio lectura a la carta ante todos los hidalgos, tras haberlo hecho antes en privado frente a doña Lucía. Llevaba dos días acudiendo al alcázar de los reyes cristianos, solicitando audiencia al relator, al notario o al propio inquisidor, esperando a que alguno de ellos le recibiera. Tardó casi diez días en tener conocimiento de la detención de su madre por parte de la Inquisición, hecho del que supo cuando Juan Marco, el maestro tejedor, le mandó recado devolviéndole el dinero que cada mes le hacía llegar el morisco puesto que su madre no se presentaba a trabajar en el taller. Fue el mismo aprendiz que le llevó el dinero, tan sólo un niño, quien, en presencia de varios criados de palacio, le escupió la noticia con rencor:
—Tu madre invocó al Dios de los herejes al paso de los penitentes de la rogativa. —Las monedas escaparon de la mano de Hernando y cayeron al suelo produciendo un extraño tintineo. Sintió que le flaqueaban las piernas. ¡Le habría visto en la procesión! No podía ser otra cosa—. ¡Es una sacrílega! —afirmó el niño al cesar el ruido de los dineros.
Uno de los criados asintió a las palabras del muchacho:
—Merece la máxima pena que le pueda imponer el Santo Oficio: la hoguera será poco castigo para quien es capaz de blasfemar ante una sagrada procesión.
Lo más que consiguió Hernando de la Inquisición fue que aceptaran su dinero para la alimentación de Aisha, aunque poco imaginaba que ella había decidido no comer y que rechazaba las exiguas e infectas raciones que los carceleros arrojaban a su celda.
Don Esteban fue el primero en caer de rodillas cuando el secretario puso fin a la lectura de la carta del rey. Don Sancho se santiguó en repetidas ocasiones mientras otros hidalgos imitaban al viejo sargento de los tercios. El murmullo de oraciones inconexas empezó a asolar la estancia hasta que la voz potente del capellán se alzó por encima de él:
—¿Cómo iba Cristo a atender nuestras súplicas si al tiempo que nosotros rogábamos su intercesión, la madre de aquel a quien don Alfonso beneficiaba con su favor y amistad invocaba al falso dios de la secta de los musulmanes?
Doña Lucía, que hasta entonces había permanecido hundida en un sillón, alzó el rostro. Le temblaba el mentón.
—¿De qué sirve una rogativa en la que se comete sacrilegio?
La duquesa desvió sus ojos llorosos hacia el hidalgo que acababa de expresarse en tales términos. En el momento en que asintió a sus palabras, otro de ellos se sumó al ataque contra Hernando.
—¡Madre e hijo lo tenían preparado! Yo vi al morisco hacer una señal…
A partir de ahí, la corte de ociosos nobles se ensañó con Hernando.
—¡Blasfemia!
—¡Dios se ha sentido ofendido!
—Por eso nos ha negado su gracia.
Los ojos de doña Lucía se cerraron en finas líneas. ¡No iba a permitir que el hijo de una sacrílega que había ultrajado la rogativa continuara viviendo en palacio y disfrutando del favor de quien ya no podía concedérselo!
Esa misma noche, cuando Hernando, ignorante de la muerte de don Alfonso, volvía derrotado del tribunal de la Inquisición tras esperar infructuosamente durante todo el día a que alguien le atendiese, el secretario le abordó en la misma puerta de palacio.
—Mañana por la mañana —le anunció don Silvestre— deberás abandonar esta casa. Así lo ha ordenado la duquesa. No eres digno de vivir bajo este techo. Su Excelencia, el duque de Monterreal, y su hijo han muerto defendiendo la causa del catolicismo.
El chasquido de las cadenas que unían sus tobillos cuando don Alfonso, herido, descargó su acero toledano sobre ellas junto a un riachuelo de las Alpujarras, resonó de nuevo en su cabeza. Hernando entornó los párpados. El duque, con su muerte, volvía a liberarle de una servidumbre a la que él no se atrevía a poner fin.
—Transmitidle mis condolencias a la duquesa —dijo.
—No creo que sea oportuno —se negó el secretario con acidez.
—Pues os equivocáis —replicó Hernando—. Quizá sean las únicas sinceras que vaya a recibir en esta casa.
—¿Qué insinúas?
Hernando hizo un gesto al aire con la mano.
—¿Qué puedo o no puedo llevarme? —inquirió.
—Tus ropas. La duquesa no quiere verlas. El caballo…
—El caballo y su equipo son míos. No necesito que nadie me permita llevármelos —dijo Hernando con firmeza—. En cuanto a mis escritos…
—¿Qué escritos? —preguntó el secretario, con sorna.
Hernando exhaló un suspiro de fastidio. ¿Iban a humillarlo hasta el final?
—Lo sabéis bien —contestó—. Los que estoy preparando para el arzobispo de Granada.
—De acuerdo. Tuyos son.
Sentía la muerte de don Alfonso. Llegó a confiar en su pronto regreso. Apreciaba sinceramente al duque, que tanto había hecho por él, y en esos momentos también habría querido contar con su ayuda para que intercediera por su madre ante la Inquisición. Cien veces mencionó su nombre para ser recibido, pero poco parecían importarle al Santo Oficio las referencias a los nobles o grandes de España. ¡Nadie, cualquiera que fuere su calidad, estaba por encima de la Inquisición y podía presionar a sus miembros! Se dirigió deprisa hacia la torre del alminar donde tenía escondidos el evangelio de Bernabé y sus demás secretos. Silvestre era capaz de registrarle a su salida del palacio, así que decidió llevarse pocas cosas. Sacó la mano de oro de Fátima… La sostuvo en la palma de su mano unos instantes, tratando de recordar cómo brillaba allí donde nacían los pechos de su esposa, acompañándolos en sus movimientos; la joya se había oscurecido con la muerte de Fátima, pensó, igual que su vida. Por lo que respectaba a los libros y escritos, la decisión fue rápida: sólo se llevaría la copia en árabe del evangelio de Bernabé; todo lo demás, incluida la transcripción del evangelio que había realizado, sería destruido. El tratado de caligrafía de Ibn Muqla correría la misma suerte. No podía arriesgarse a que le pillaran y se lo sabía de memoria; las imágenes de las letras y los dibujos de sus proporciones aparecían ante sus ojos nada más acercar el cálamo al papel.
Por último volvió a sus aposentos y abrió el arcón para coger la bolsa en la que guardaba sus ahorros, pero no la encontró. Rebuscó entre sus pocas pertenencias. Se la habían robado. ¡Perros cristianos!, murmuró. Poco habían tardado en lanzarse a la rapiña, igual que en las Alpujarras. Sólo le quedaban los pocos dineros que llevaba encima.
Maldiciéndose por no haber puesto sus ahorros a buen recaudo, preparó un hatillo con sus ropas y escondió los pergaminos del evangelio entre sus escritos sobre el martirologio. Pasaban inadvertidos. Dejó la deslustrada mano de Fátima encima de las ropas: llevaría la joya escondida en su cuerpo. Por último se lavó para rezar. Luego, al poner fin a sus oraciones, se quedó parado en el centro del dormitorio, ¿qué haría a partir de entonces?
—Necesito dinero.
Pablo Coca no se inmutó ante las palabras de Hernando. La casa de tablaje estaba vacía; una esclava negra guineana limpiaba y ponía orden tras una noche de juego.
—Todos lo necesitamos, amigo —le contestó—. ¿Qué ha sucedido?
Hernando recordó a aquel niño que forzaba sus rasgos para conseguir mover el lóbulo de su oreja como hacía el Mariscal, y decidió confiar en él y contarle su situación. Evitó, no obstante, explicarle cómo esa misma mañana había logrado burlar la inspección a la que le sometió Silvestre.
—¿Y eso? —había preguntado el secretario señalando los papeles que Hernando sostenía en la mano derecha, a la vista. Silvestre acababa de revolver el hatillo, tratándole como a un vulgar ratero delante de los criados que iban y venían por el patio al que daban las cuadras.
—Mi informe para el cabildo de la catedral de Granada.
El secretario hizo un gesto para que se lo entregase. Hernando se limitó a acercarle los papeles, sin soltarlos.
—Son confidenciales, Silvestre —le dijo permitiéndole no obstante leer el contenido de la primera página, en la que relataba las matanzas de Cuxurio—. Te he dicho que son confidenciales de la Iglesia de Granada —insistió entonces, echándole en cara su curiosidad—. Si el arzobispo se entera…
—¡De acuerdo! —cedió el secretario.
—Y ahora, ¿vas a desnudarme? —ironizó Hernando pensando en la mano de Fátima que llevaba escondida en sus calzas—. ¿Acaso te gustaría? —le provocó haciendo ademán de extender los brazos. Silvestre enrojeció—. No te preocupes, llegué pobre a este palacio y salgo de él tan pobre como lo era entonces. —Hernando sonrió cínicamente hacia el secretario; ¿habría sido él el ladrón?—. Miserable, como decís vosotros.
El mozo de cuadras se negó a embridarle a Volador, vertiendo en su sola negativa todo el rencor acumulado a lo largo de los años en que se había visto obligado a servir a un morisco. Hernando lo aparejó, aunque tuvo que desembridarlo poco rato después, en el mesón del Potro, donde buscó alojamiento. De la multitud de mesones que había en la plaza y sus alrededores, eligió ése porque el mesonero no lo conocía. Volador, con el hierro de las cuadras reales, el doble de grande que cualquiera de las mulas y asnos que descansaban en el patio del mesón, y la distinguida ropa que vestía, le procuraron la mejor de las habitaciones de la posada, una estancia para él solo. Una cama, un par de sillas y una mesa constituían todo su mobiliario. Adelantó el pago como si se tratase de un hombre rico, pese a que al extraer el dinero de su bolsa se percató de que tan sólo le restaban un par de monedas de dos reales. Luego, en unas hojas de papel en blanco que se llevó de palacio, escribió una carta a don Pedro de Granada Venegas explicándole su situación, la de su madre, e implorando ayuda. Poco más podría hacer por ellos, por la causa morisca, anunciaba, si caía en la miseria. En el mismo mesón del Potro encontró a un arriero que se dirigía a Granada y la bolsa se le vació definitivamente.
—Mucho del dinero que tenía —terminó explicando a Pablo Coca— se lo he dado al carcelero de la Inquisición para el sustento y atención de mi madre. El resto…
—Esta noche podrás hacer algunos beneficios —trató de animarle el coimero. Hernando hizo un gesto de disgusto—. Te servirán para ir tirando —insistió Pablo—. Al menos tendrás para pagar el mesón.
—Palomero —arguyó Hernando, utilizando el mote de su juventud—, necesito mucho dinero, ¿entiendes? Tengo que comprar muchas voluntades en el alcázar de los reyes cristianos.
—De nada te servirán los dineros con la Inquisición. Cuando lo de las brujas, las Camachas, detuvieron a don Alonso de Aguilar, de la casa de Priego. ¡Un Aguilar! No hubo dinero que bastase hasta que no se aclaró el asunto y lo liberaron. Se han atrevido hasta con arzobispos…
—Mi madre tan sólo es una vieja morisca sin importancia, Pablo.
Coca pensó durante unos instantes, jugueteando con un dedo por encima del borde de un vaso. Estaban los dos sentados alrededor de una jarra de vino que les había servido la guineana.
—A menudo me llaman para organizar partidas importantes —comentó como si dudase de la posibilidad. Hernando dejó el vaso que iba a llevarse a la boca y se acercó por encima de la mesa—. No me gustan. A veces cedo y lo hago, pero… A esas partidas acuden nobles, escribanos, alguaciles, jurados, jóvenes altaneros y soberbios, hijos de grandes familias, ¡y hasta curas! Se trata de juegos de estocada en los que se mueve mucho dinero y muy rápido; no tiene nada que ver con la sangría lenta que se puede jugar en las coimas. Todos ellos son tan fulleros como cualquiera de los desgraciados que entran en mi casa de tablaje, pero prestos a desenvainar la espada si les recriminas alguna de sus burdas «flores» o ingenuas trampas. Parece como si el honor del que tanto alardean fuera suficiente para excusar una baraja tiznada.
—¿Por qué recurren a ti?
—Siempre solicitan la ayuda de algún coimero por dos razones. En primer lugar porque no quieren humillarse acudiendo a las casas de tablaje; y, aún más importante, porque como bien sabes todas las partidas, salvo aquellas en que se juega para comer o en las que las apuestas son inferiores a los dos reales, están prohibidas. Hasta hace algunos años, cualquiera que hubiera perdido en una partida clandestina podía reclamar en el plazo de ocho días que le devolvieran lo perdido. Ahora ya no se puede reclamar esa devolución; lo perdido, perdido está, pero si alguien denuncia una partida ilegal, hay cárcel para todos, y quienes han ganado tienen que pagar una multa igual a lo que se han embolsado más un tanto por igual importe que se reparte por tercios entre el rey, el juez y el denunciante. Ahí es donde entramos nosotros, los coimeros: todos los que se sientan o saben de una mesa clandestina son conscientes de que si llegan a denunciar una partida, su vida no vale una blanca. Cualquier coimero de Córdoba, de Sevilla, de Toledo, o de allí adonde escapase el denunciante ejecutará esa sentencia aunque no haya sido él quien organizara la partida. Es nuestra ley y tenemos medios para hacerlo, nadie lo duda, y el que es jugador… un día u otro reaparece en alguna tabla.
—En cualquier caso —dijo Hernando tras pensar unos instantes las palabras de Pablo—, ¿no te gustaría aprovecharte de ellos?
Coca sonrió.
—¡Claro! Pero me juego mi negocio si nos descubren. Los coimeros corremos un riesgo añadido: aunque no se denuncie la partida, cualquier alguacil rencoroso que hubiera perdido en ella podría hacerme la vida imposible; un veinticuatro resentido me arruinaría. Explotar una casa de tablaje conlleva una pena de dos años de destierro y si te pillan con juegos de dados, la pena es la de confiscación de todos tus bienes, cien azotes y cinco años de galeras. Y en mi casa hay dados: buen dinero me rentan…
—No tienen por qué saber que jugamos juntos. Gano yo, tú pierdes, y repartimos después. Palomero, te costó mucho esfuerzo aprender el truco del Mariscal como para desaprovecharlo con cuatro muertos de hambre. Recuerda las ilusiones que nos hacíamos entonces.
—A veces corre la sangre —dudó el coimero.
—¡Vamos a por su dinero! —insistió Hernando.
—¿Piensas vivir del juego? —preguntó Coca—. Al final, de una forma u otra, nos relacionarían. No puedes estar ganando siempre en mis tablas.
—No es mi intención convertirme en fullero. Tan pronto como solucione lo de mi madre, escaparé de esta ciudad. Nos iremos… a Granada, probablemente.
El coimero bebió un largo trago de vino.
—Lo pensaré —dijo después.
Pablo Coca cumplió esa primera noche con sus señas y Hernando obtuvo unos beneficios tranquilizadores. Regresó a la posada del Potro y, antes de subir a su habitación, se dirigió a las cuadras para comprobar el estado de Volador. El caballo dormitaba atado a un pesebre corrido sin separaciones; descollaba entre dos pequeñas mulas. Con los animales dormían arrieros y huéspedes que no podían pagar las habitaciones del piso superior. Volador sintió su presencia y resopló. Hernando se acercó para palmearlo.
—¿Qué haces ahí, chiquillo? —exclamó al observar a un muchacho hecho un ovillo, acostado sobre la paja, pegado a los cascos de las manos de Volador.
El niño, que no tendría más de doce años, mostró unos inmensos ojos castaños a Hernando, pero no se levantó.
—Os cuido el caballo, señor —contestó con voz tranquila y una serenidad impropia para su edad.
—Podría pisarte mientras duermes. —Hernando le tendió una mano para que se levantase.
El chaval no hizo ademán de agarrarse a ella.
—No lo hará, señor. Volador…, os oí llamarlo así a vuestra llegada —aclaró—, es un buen animal y nos hemos hecho amigos. No me pisará. Yo os lo cuidaré.
Como si hubiese entendido las palabras del muchacho, Volador bajó la cabeza hasta dar con los belfos sobre el pelo enmarañado y sucio del niño. La ternura de la escena contrastó con los gritos, las amenazas, las trampas, las apuestas y la codicia que se vivían en la casa de tablaje y que Hernando todavía llevaba pegadas a las ropas. El morisco dudó.
—Venga, venga. Podría lastimarte —decidió—. Los caballos también duermen y, aun sin querer, podría pis…
Calló de repente. Tras una mueca de tristeza, el muchacho se esforzaba por levantarse agarrándose a una de las manos del caballo, como si pretendiera trepar por ella. Sus dos piernas no eran más que un amasijo deforme: estaban espantosamente quebradas. Hernando se agachó a ayudarle.
—¡Dios! ¿Qué te ha sucedido?
El niño logró tenerse en pie, con las manos apoyadas sobre los hombros de Hernando.
—Lo difícil es mantenerse erguido. —Sonrió mostrando unos dientes rotos y huecos en las encías—. Si me alcanzáis esos cayados, ya podré…
—¿Qué te ha pasado en las piernas? —preguntó Hernando, consternado.
—Mi padre las vendió al diablo —contestó el muchacho con seriedad.
Sus rostros casi se tocaban.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hernando en un susurro.
—Mi hermano mayor tenía los brazos y las manos destrozados. Yo las piernas. José, mi hermano mayor, me contó que hacía poco de mi alumbramiento y que lloré mucho mientras mi padre me quebraba los huesos con una barra de hierro; luego, todos estuvieron pendientes de si sobrevivía. Todos los hermanos teníamos alguna tara. Recuerdo cómo mis padres cegaron a mi hermana pequeña pasándole un hierro candente por los ojos a los dos meses de parirla. También lloró mucho —añadió el chaval con tristeza—. Se consiguen mejores limosnas con un niño tullido al lado. —Hernando notó que se le erizaba el vello—. El problema es que el rey prohíbe a los mendigos pedir caridad acompañados de niños de más de cinco años. Los diputados y los párrocos podrían quitarles la licencia para mendigar si los pillan haciéndolo con niños de más de esa edad. A mí me dejaron seguir un poco más porque era muy menudo, pero a los siete ya me abandonaron. Ya veis, señor: unas piernas por siete años de limosnas.
Hernando fue incapaz de articular una palabra. Sentía la garganta agarrotada. Sabía de los crueles procedimientos para arrancar una mísera blanca de la compasión de las gentes, pero nunca había llegado a vivir de cerca la realidad de uno de aquellos desgraciados. «¡Ya veis señor: unas piernas por siete años de limosnas!» Sus palabras eran tan tristes… Sintió un repentino impulso de abrazarle. ¿Hacía cuánto que no abrazaba a un niño? Carraspeó.
—¿Estás seguro de que Volador no te pisará? —terminó preguntando.
Los dientes rotos reaparecieron en una sonrisa.
—Seguro. Preguntádselo a él.
Arrodillado junto a las manos del caballo, Hernando palmeó la cabeza de Volador y ayudó al niño a tumbarse por delante de sus cascos.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó mientras el crío volvía a hacerse un ovillo sobre la paja y ya cerraba los ojos.
—Miguel.
—Vigílalo bien, Miguel.
Esa noche, Hernando no durmió. Después de haber escrito a don Pedro a Granada le quedaba una sola hoja de papel en blanco, un cálamo y algo de tinta. Se sentó a la desvencijada y tosca mesa de su habitación, limpió la capa de polvo que se acumulaba sobre su tablero y a la luz de una titilante candela se dispuso a escribir con todos sus sentidos exacerbados. Su madre, Miguel, el juego, aquella lúgubre y sucia habitación, los ruidos y rumores de los demás huéspedes rompiendo el silencio de la noche… El cálamo se deslizó sobre el papel y trazó la más hermosa de las letras que había escrito nunca. Sin pensarlo, como si fuera Dios el que guiara su mano, escribió la inconclusa profesión de fe que acababa de llevar a su madre a las mazmorras de la Inquisición: «No hay otro Dios que Dios, y Muhammad es el enviado de Dios». Luego se dispuso a continuar con la oración que añadían los moriscos. Mojó el cálamo en tinta con la imagen de Hamid en su memoria. Se la había hecho rezar en la iglesia de Juviles para demostrar que no era cristiano. ¿Y si hubiese muerto entonces? «Sabe que toda persona está obligada a saber que Dios…» Se habría ahorrado una vida muy dura, pensó al volver a mojar el cálamo.
Por la mañana Volador no estaba en las cuadras; tampoco Miguel. Hernando buscó a gritos al mesonero.
—Han salido —le contestó éste—. El chico dijo que le habíais dado permiso. Uno de los muleros que dormía en el establo confirmó que le encargasteis el cuidado del caballo.
Hernando corrió ofuscado a la plaza del Potro. ¿Le habría engañado el muchacho? ¿Y si le robaban a Volador? Se detuvo nada más cruzar el umbral: Miguel, apoyado en uno de sus cayados, con las piernas retorcidas, contemplaba cómo el caballo bebía en el pilón de la fuente de la plaza; un monumento con la escultura de un potro encabritado que hacía pocos años que se había construido. El pelo de Volador brillaba al sol todavía mortecino; lo había cepillado.
—Tenía sed —explicó el muchacho sonriendo al ver a Hernando ya junto a él.
El caballo ladeó la cabeza y babeó sobre Miguel el agua que acababa de sorber. El muchacho lo apartó con el extremo de una de las muletas. Hernando los observó: parecían entenderse. Miguel imaginó lo que pasaba por su mente.
—Los animales me quieren tanto como las personas evitan mi compañía —afirmó entonces.
Hernando suspiró.
—Tengo que hacer —le dijo después, entregándole una moneda de dos reales que el chaval agarró con los ojos muy abiertos—. Cuida de él.
Se alejó en dirección a la calle del Potro y la dobló para encaminarse al alcázar, donde su madre estaba presa. En ese momento volvió la cabeza y vio cómo el muchacho se entretenía junto a la fuente, apoyado en sus cayados, jugueteando con Volador, salpicándole agua con el extremo de los dedos, ajenos los dos a todo cuanto pudiera suceder a su alrededor. Se dispuso a continuar su camino en el momento en que Miguel decidió regresar a las cuadras. No agarró el ronzal de Volador, se limitó a colgárselo de uno de sus hombros y el caballo le siguió, libre, como si fuera un perro. El morisco negó con la cabeza. Se trataba de un caballo de pura raza española, brioso y altivo. En cualquier otra ocasión se hubiera asustado de los simples saltitos con los que se desplazaba Miguel por delante de él, sobre sus muletas, procurando que sus pies tocasen lo menos posible el suelo, como si el hacerlo pudiera quebrar todavía más sus escuálidas y deformes piernas.
Llegó al alcázar de los reyes cristianos con una sensación extraña derivada de los saltitos de Miguel y la docilidad de Volador. Todavía prendado de esa escena, le sorprendió que el carcelero que hasta entonces se negaba a permitirle ver a su madre, aceptase el escudo de oro que Hernando extrajo mecánicamente de su bolsa, sin convicción alguna; lo había ganado con una veintiuna de banca, un as y un rey, que provocó mil imprecaciones por parte de los puntos que apostaban contra él.
Extrañado, siguió al carcelero hasta un gran patio con una fuente, naranjos y otros árboles, que habría sido hermoso de no ser por los lamentos que surgían desde las celdas que lo rodeaban. Hernando aguzó el oído, ¿alguno de ellos provendría de su madre? El carcelero le franqueó el paso a una celda en el extremo del patio y Hernando cruzó una puerta encastrada en sólidos y anchos muros. No. De aquella pútrida e infecta celda no provenía sonido alguno.
—¡Madre!
Se arrodilló al lado de un bulto inmóvil en el suelo de tierra. Con manos temblorosas tanteó entre las ropas que cubrían a Aisha en busca de su rostro. Le costó reconocer en él a quien le diera la vida. Consumida, la piel le colgaba lacia de cuello y mejillas; las cuencas de los ojos aparecían hundidas y amoratadas y los labios resecos y cortados. Su cabello no era sino un amasijo sucio y enredado.
—¿Qué le habéis hecho? —masculló hacia el carcelero. El hombre no respondió y permaneció parado bajo el ancho quicio de la puerta—. Es sólo una anciana… —El carcelero se movió de un pie a otro y frunció el entrecejo hacia Hernando—. Madre —repitió él, agarrando con las palmas de las manos el rostro de Aisha y acercándolo hasta sus labios para besarlo. Aisha no respondió a los besos. Tenía la mirada perdida. Por un momento creyó que estaba muerta. La zarandeó levemente y ella se movió.
—Está loca —afirmó entonces el carcelero—. No quiere comer y apenas bebe agua. No habla ni se queja. Permanece así todo el día.
—¿Qué le habéis hecho? —volvió a preguntar con la voz tomada, estúpidamente empeñado entonces en limpiar con su uña una pequeña mancha de tierra que Aisha mostraba en la frente.
—No le hemos hecho nada. —Hernando volvió la mirada hacia el carcelero—. Es cierto —aseguró el hombre, abriendo las manos—. El tribunal considera suficiente la declaración del alguacil para condenarla. Ya te he dicho que no habla. No han querido torturarla. Habría muerto. —Hernando volvió a buscar infructuosamente alguna reacción por parte de Aisha—. A nadie le extrañaría que muriera… esta misma noche…
Hernando se quedó quieto, de espaldas al hombre, con su madre en los brazos, inerte. ¿Qué quería decir?
—Podría morir —repitió el hombre desde la puerta—. El médico ya lo ha anunciado al tribunal. Nadie se preocuparía. Nadie vendría a comprobarlo. Yo mismo daría parte y luego la enterraría…
¡Era eso! Por eso le había permitido visitar a Aisha.
—¿Cuánto? —le interrumpió Hernando.
—Cincuenta ducados.
¿Cincuenta? ¡Cinco!, estuvo a punto de ofrecer, pero se mordió la lengua. ¿Acaso iba a regatear con la vida de su madre?
—No los tengo —dijo.
—En ese caso… —El carcelero dio media vuelta.
—Pero tengo un caballo —susurró Hernando, mirando a los ojos inexpresivos de Aisha.
—No te oigo. ¿Qué has dicho?
—Que tengo un buen caballo —se esforzó Hernando elevando el tono de voz—. Marcado con el hierro de las caballerizas reales. Su valor es muy superior a esos cincuenta ducados.
Quedaron para esa misma noche. Hernando trocaría a Volador por Aisha. ¿Qué le importaba el dinero? Se trataba, simplemente, de un animal quizá… quizá por la sola oportunidad de poder enterrar a su madre y de que ésta muriera en sus brazos. Igual Dios le permitía abrir los ojos en ese último instante y él debía estar ahí. ¡Tenía que estar a su lado! Aisha no podía morir sin que él disfrutara de la oportunidad de reconciliarse con ella.
Miguel permanecía sentado en el suelo al lado de Volador, mirando cómo el caballo ramoneaba un manojo de verde que le había colocado en el pesebre.
—Lo siento —le dijo Hernando, acuclillándose para revolverle el cabello—. Esta noche venderé el caballo. —¿Por qué se disculpaba?, pensó al instante. Sólo era un chiquillo que…
—No —le contestó Miguel, interrumpiendo sus pensamientos, sin hacer el menor ademán de volverse hacia él.
—¿Cómo que no? —Hernando no sabía si sonreír o enfadarse.
En ese momento Miguel levantó la vista hacia Hernando, que se había levantado y estaba junto al caballo.
—Señor, he estado con perros, gatos, pajarillos y hasta con un mono. Siempre sé cuándo van a volver… y siempre presiento cuándo es la última vez que voy a verlos. Volador volverá conmigo —afirmó con seriedad—, lo sé.
Hernando bajó la mirada hacia las piernas quebradas del muchacho, tendidas sobre la paja.
—No te lo discutiré. Quizá sea así. Pero me temo que en ese caso no vendrá conmigo.
Con el toque de completas, Hernando sacó a Volador de las cuadras y se encaminó por la calle del Potro hacia la mezquita. Habían quedado en la plaza del Campo Real, junto al alcázar. No quiso montarse en él. Andaba sin mirar hacia atrás, tirando del ronzal. Algo apartado, Miguel les perseguía a saltitos. Hernando llegó a la plaza y se dirigió a una de sus esquinas, donde igual que en casi todo el lugar se acumulaba la basura; allí, en el muladar, sin altar alguno que iluminase la noche, se procedería al trueque. Miguel se detuvo a algunos pasos de donde Hernando se puso a escrutar en la oscuridad, esperando distinguir la figura del carcelero con su madre a cuestas. El morisco no dio ninguna importancia a la extraña posición del muchacho, ambas piernas extrañamente apoyadas en el suelo y agarrado a una sola de sus muletas; tenía la otra en su mano derecha, alzada sobre su cabeza. Volador estaba nervioso: rebufaba, manoteaba y hasta hacía ademán de cocear.
—Tranquilo —trató de calmarle Hernando—, tranquilo, bonito.
El caballo debía presentir, pensó palmeándolo en el cuello, que iba a separarse de él. En ese mismo momento una rata enorme chilló y correteó entre las piernas de Hernando y de Volador. Otra y otra más la siguieron. Hernando saltó. Volador se encabritó, se liberó del ronzal y salió galopando despavorido. Miguel, en precario equilibrio, espantaba a las ratas a golpes de muleta.
Los relinchos de Volador, espantado, llamaron la atención de todos los caballos que permanecían estabulados en las caballerizas reales, junto al alcázar, y que, a su vez, se sumaron al escándalo. El portero de las caballerizas y dos mozos de cuadra salieron a la calle que daba a la plaza del Campo Real y vislumbraron en la oscuridad un magnífico caballo tordo que galopaba suelto, arrastrando el ronzal.
—¡Se ha escapado un caballo! —gritó uno de los mozos.
El portero iba a discutir con el mozo, seguro de que ningún animal había escapado de las caballerizas, pero calló cuando a la luz de uno de los hachones de la Inquisición, Volador mostró el hierro del rey en su anca; sin duda se trataba de un caballo de las cuadras reales.
—¡Corred! —chilló entonces.
Hernando también corría tras Volador. ¿Cómo iba a liberar a su madre con todo aquel jaleo? El carcelero no comparecería. Miguel logró alejarse de las ratas y permanecía quieto, extasiado en la fuerza y belleza de los movimientos del caballo, odiando las piernas inútiles sobre las que se mantenía. «Volverá», musitó hacia Hernando. De las caballerizas continuaban saliendo personas, pero también del propio alcázar; lo hacían por la puerta en la que durante el día los porteros vendían paños. Hernando se detuvo irritado al contemplar cómo cerca de media docena de hombres lograban acorralar a Volador contra uno de los muros del alcázar.
Cercado, resoplando, el caballo se dejó agarrar del ronzal.
—¡Es mío! —Hernando se acercó al tiempo que mascullaba improperios contra las ratas. ¿Cómo no lo había previsto cuando el carcelero le propuso aquel lugar?
El personal de las cuadras no tardó en comprobar que aquel animal no era uno de los potros de las caballerizas.
—Deberías poner más atención —le recriminó uno de ellos—. Podría lastimarse en la noche.
Hernando no quiso contestar y alargó la mano para coger el ronzal. ¿Qué sabrían aquellos desgraciados?
—¿Tú no eres el que viene cada día a ver a la loca? —le preguntó entonces uno de los porteros de la Inquisición.
Hernando frunció el ceño sin contestarle. ¿Cuántas veces podría haber llegado a pedirle a ese hombre permiso para ver a su madre, mientras él, en lugar de dedicarse a sus quehaceres, atendía a la venta de paños en la plaza, escuchaba con displicencia sus súplicas y se negaba?
—Ya era hora de que vinieras a por ella —comentó entonces otro de los porteros—. Si llegas a tardar un par de días más, la encuentras muerta.
El ronzal de Volador escapó de la mano de Hernando, pero antes de que tocara al suelo, una tosca muleta se interpuso en su camino. Hernando se volvió hacia Miguel, que le sonrió con sus dientes rotos mientras deslizaba el ronzal por la muleta hasta su mano. ¿Había dicho el portero que ya era hora de que viniese a por su madre? ¿Qué significaba aquello?
—¿Cómo…? —titubeó—. ¿Y la sentencia? ¿Y el auto de fe?
—El tribunal celebró hace unos días un autillo particular en el mismo salón de audiencias y la condenó a sambenito y oír misa cada día durante un año… aunque dado su estado, es difícil que llegue a cumplir la pena. Y tampoco interesa mucho que una loca como ella pise lugares sagrados —le espetó uno de los porteros—. Por eso celebraron el autillo. El médico aseguró que tu madre no superaría la espera hasta el próximo auto general y el tribunal quiso condenarla antes de que muriera. ¡Está loca! ¡Llévatela ya!
—Entregádmela —alcanzó a articular al tiempo que comprendía que el carcelero había pretendido estafarle.
Poco rato después, Hernando deshacía el camino hacia la posada del Potro cargando con su madre en brazos.
—¡No hace falta que la lleves a la iglesia! —le espetó a gritos uno de los porteros.
—¡Dios, es más liviana que una pluma! —exclamó Hernando hacia un cielo estrellado al pasar tras el muro que encerraba el mihrab de su mezquita.
Tras ellos iba Miguel con el ronzal de Volador al hombro. El caballo le seguía, manso, como si no quisiera adelantarle.