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8 de diciembre de 1573,
festividad de la Concepción de Nuestra Señora
Habían transcurrido siete meses desde que contrajeran matrimonio. Aisha cumplió los sesenta días de condena, fue puesta en libertad y Hernando obtuvo el permiso del administrador para que, junto a Shamir, compartiera con ellos las habitaciones de encima de las cuadras. Fátima estaba embarazada de cinco meses y Saeta acabó entregándose a sus cuidados y caricias. No volvió a hablarle en árabe. La misma noche de bodas, tumbados en la cama, sudorosos, había explicado a Fátima lo que le había sucedido con el potro y don Diego.
—Un cristiano siempre será un cristiano —le contestó ella en un tono absolutamente distinto al utilizado a lo largo de la noche, recelosa ante la afirmación de que allí la única religión eran los caballos—. ¡Malditos! No te fíes, mi amor: con caballos o sin ellos, nos odian y lo harán siempre.
Luego Fátima volvió a buscar el cuerpo de su esposo.
Hernando trabajaba de sol a sol. Dos veces al día tenía que pasear a los potros del ronzal para que hicieran ejercicio. Lo hacía con un ronzal largo alrededor del que giraban los animales; con una vara verde untada con miel en la boca, cuyo grosor debía ir en aumento hasta llegar al de una lanza para que se acostumbrasen al freno de hierro que un día les embocarían, y con sacos de arena en el lomo para que se hicieran al peso de un jinete. En las cuadras los limpiaba restregándoles todo el cuerpo con un mandil; les levantaba pies y manos y les limpiaba los cascos preparándolos para el momento en que los herrasen. Saeta fue el primero en admitir el trabajo en el patio con un saco de arena en el lomo y una gruesa vara en la boca. Con independencia de esos trabajos, a menudo alguno de los jinetes le pedía que le acompañara a recorrer la ciudad como hiciera con Rodrigo.
Le gustaba su trabajo y los potros rebosaban salud y buenas maneras. Sorprendió a los mozos de cuadra con propuestas de algún tipo de alimentación complementaria a la paja y avena que de ordinario comían los potros: Saeta, brioso, debía comer una pasta de habas o garbanzos hervidos con salvado y un puñado de sal durante la noche; algún otro potro, apocado, debía complementar su alimentación con trigo o centeno, igualmente hervido la noche anterior hasta formar una pasta a la que también debía añadírsele salvado, sal y, en este caso, aceite. Frente a aquellas recomendaciones, que originaron alguna reticencia en las costumbres de las caballerizas, don Diego consideró que en nada podían perjudicar a los potros, por lo que accedió a los consejos del morisco. Los resultados fueron notorios e inmediatos: Saeta, sin perder su brío, se sosegó, y aquellos potros apocados ganaron en ánimo y alegría. Jinetes, mozos de cuadra, herradores y guarnicioneros le respetaban y hasta el administrador le concedía con diligencia todo aquello que pudiera necesitar, como la recomendación para que Aisha pudiera trabajar ayudando en el hilado de la seda.
Ese 8 de diciembre de 1573, día de la Concepción de Nuestra Señora, los inquisidores tenían previsto celebrar un auto de fe en la catedral de Córdoba. Hernando y Fátima vivían con inquietud el alboroto que el anuncio originó entre la población, incluido el personal de las caballerizas, tal y como había sucedido en la misma fecha de los dos años anteriores, en los que el mismo día fue el elegido para celebrar sendos autos de fe. El del año anterior alcanzó el cenit del fervor popular y la curiosidad morbosa: en ese auto, tras un largo proceso en el que se hizo necesaria la tortura, se dictó sentencia contra siete brujas, entre ellas la famosa hechicera de Montilla Leonor Rodríguez, conocida como «La Camacha», a quien, tras abjurar de levi, se le condenó a recibir cien latigazos en Córdoba y otros cien en Montilla, a destierro de Montilla durante diez años y obligación de servir en un hospital de Córdoba durante los dos primeros. En aquellas jornadas en las que la religiosidad se podía percibir hasta en los animales, los moriscos procuraban pasar inadvertidos entre la vecindad. ¡La Camacha confesó haber aprendido sus artes nigrománticas de una mora granadina!
Sin embargo, ni el uno ni la otra pudieron permanecer ajenos a las intenciones del tribunal de la Inquisición para aquel año. La noche anterior, Abbas les había hecho una visita.
—Mañana deberemos acudir a la mezquita a presenciar el auto de fe —les anunció bruscamente tras saludarlos.
Hernando y Fátima cruzaron sus miradas.
—¿Tú crees? —preguntó el joven—. ¿Qué razón podría…?
—Hay varios moriscos condenados.
Pese a su origen africano, Abbas se llevaba muy bien con los inquisidores. Él mismo seguía las instrucciones dadas a Hernando y se presentaba ante sus despiadados vecinos del alcázar como el más cristiano de los cristianos, hasta el punto de que no era inusual que se le pusiese como ejemplo de evangelización de alguien nacido en la secta de Mahoma. Su oficio le permitía, asimismo, ganarse la confianza y gratitud de los avaros inquisidores y familiares del Santo Oficio: el herraje de una puerta desprendida, aquella barandilla de hierro que había cedido; un adorno quebrado. ¡Las rejas de los ventanucos de las mazmorras…! Todos aquellos pequeños arreglos eran encomendados al hábil herrador de las caballerizas que decía realizarlos por devoción, sin cobrar por ellos.
—Aun así —insistió Hernando—, ¿qué razón podría llevarnos a presenciar el auto de fe?
—En primer lugar, nuestra devoción y respeto por la Santa Inquisición —contestó el herrador con una mueca—. Deben vernos allí, créeme. En segundo, quiero que conozcas a alguien; y en tercer lugar, y éste es el importante, para tener conocimiento directo de por qué se ha juzgado a nuestros hermanos y cuáles son las penas que se les imponen. Debemos informar a Argel de cómo son tratados por la Inquisición los musulmanes en España.
Fátima y Hernando se irguieron al tiempo.
—¿Por qué? —se interesó él.
Abbas le rogó atención con un gesto de la mano.
—Por cada penado de los nuestros, los turcos castigarán a los cristianos cautivos en los baños de Argel. Sí. Es así —afirmó ante la expresión de Hernando—. Y los cristianos lo saben. No por ello la Inquisición deja de sancionar lo que ellos consideran herejía, pero es un buen método de presión que probablemente influya en el momento de imponer una condena más o menos dura. Lo sé. Les he oído hablar de ello. Las noticias van y vienen. Nosotros las enviamos a Argel y de allí vuelven de boca de rescatados o de frailes mercedarios que vienen de rescatar cautivos. Siempre se ha hecho así: antes de los Reyes Católicos, los corsarios apresados en España eran lapidados o ahorcados, lo cual obtenía una inmediata respuesta en el otro lado del estrecho y los corsarios ejecutaban a algún cristiano. Se llegó a un acuerdo tácito entre las dos partes: la pena de galeras a perpetuidad por ambas partes. Algo similar sucede con la Inquisición. Aquí en Córdoba, antes de la llegada de los granadinos deportados, no habitaban moriscos; ahora nos toca a nosotros organizar lo que en otros reinos lleva años haciéndose.
—¿Cómo hacemos llegar esa información hasta Argel?
—¡Más de cuatro mil arrieros moriscos cruzan España cada día! Constantemente hay creyentes que embarcan hacia Berbería. A pesar de la prohibición de que los moriscos se acerquen a las costas, no es difícil burlar la escasa vigilancia de los cristianos. Nosotros, a través de los arrieros, hacemos llegar a los monfíes y a los esclavos y fugados que se reúnen con ellos para huir a Berbería las noticias acerca de las condenas de la Inquisición. Son ellos quienes se encargan de transmitirlas…
—¿Ubaid está entre ellos? —saltó Hernando, al recordar el relato de su madre de lo ocurrido en la sierra.
—¿Te refieres al Manco? —Abbas frunció el ceño.
—Sí. Ese hombre ha jurado matarme.
Fátima, sorprendida, interrogó a su esposo con la mirada. Hernando no había querido contarle los sucesos del camino de las Ventas. Su madre y él se habían limitado a decir que Brahim había huido y Aisha había logrado escapar.
Hernando tomó a Fátima de la mano y asintió.
—Pero ¿qué hace Ubaid en Córdoba? ¿Cuándo has sabido algo de él? —insistió ella dirigiéndose a Hernando, a sabiendas de que aquel hombre suponía una peligrosa amenaza.
—Los monfíes nos son muy útiles —terció Abbas—, pero nosotros lo somos más para ellos. Sin la ayuda que obtienen de los moriscos de los campos y de los lugares en los que tienen que esconderse, no podrían sobrevivir. ¿Por qué ha jurado matarte?
Hernando le contó la historia, refiriéndole las amenazas que había proferido el arriero de Narila contra Brahim y contra él mismo, aunque calló, sin embargo, el hecho de que él hubiera escondido en los arreos de la mula el crucifijo de plata que conllevó su condena.
—¡Ahora lo entiendo! —intervino Abbas—. Por eso le cortó la mano a tu padrastro. No alcanzábamos a comprender por qué había reaccionado tan violentamente con un hermano en la fe. También comprendo la desconfianza de Hamid hacia el Sobahet y el Manco.
Fátima comprendió entonces y clavó sus ojos negros, acusadores, en el semblante de Hernando.
—Creímos que era preferible que no te enteraras —reconoció él, apretando la mano de su esposa con más fuerza—. Pero ¿cómo sabes tú todo eso? —añadió dirigiéndose al herrador.
—Ya te he dicho que estamos en permanente contacto. —Abbas se llevó la mano al mentón y se lo frotó repetidamente—. Trataré de arreglar este asunto. Exigiremos que te deje en paz. Te lo juro.
—Si tanto sabéis de los monfíes —intervino entonces Fátima con la preocupación en el rostro—, ¿qué ha sido de Brahim?
—Sanó —contestó Abbas—. Tengo entendido que se sumó a una partida de hombres que pretendía cruzar a Berbería.
Y así había sido. Lo que nadie sabía, ni siquiera los hombres a los que Brahim se había sumado en su fuga, era que el dolor de su miembro cercenado pareció desaparecer cuando Brahim echó un último vistazo a las tierras de Córdoba que se extendían a los pies de Sierra Morena. Las constantes y tremendas punzadas que sentía en el brazo menguaron ante la ira que le asaltó en aquel momento, el de abandonar el que dentro de su mísera vida entre los cristianos había constituido su único anhelo: Fátima. Desde la distancia, imaginó a la esposa que los ancianos le habían robado en brazos del nazareno, entregada a él, ofreciéndole su cuerpo, quizá ya con la simiente del bastardo en su vientre… «¡Juro que volveré a por ti!», masculló Brahim en dirección al llano.
Era poco después de la hora tercia de un día frío pero soleado y Hernando dudó a la hora de cruzar la puerta del Perdón de la mezquita cordobesa. Fátima lo percibió a tiempo pero Abbas se adelantó un par de pasos. Con todo, la multitud que se apelotonaba a sus espaldas los empujó hacia el interior al son de las campanas que repicaban en el antiguo alminar musulmán, convertido en campanario.
Hernando llevaba tres años viviendo en Córdoba y había transitado decenas de veces alrededor de la mezquita; algunas veces se limitaba a esconder la vista en el suelo, otras miraba de reojo los muros que, a modo de fortaleza, rodeaban el lugar de oración de los califas de Occidente y de los miles de fieles que hicieron de Córdoba el faro que irradiaba la verdadera fe hacia el poniente de la cristiandad.
Pero nunca se había atrevido a entrar en ella. En la catedral se contaban más de doscientos sacerdotes, excluyendo incluso a los miembros del cabildo, que diariamente oficiaban más de treinta misas en sus muchas capillas.
Abbas volvió a sumarse a ellos cuando, una vez superado el vestíbulo cubierto por una cúpula que se abría tras el gran arco apuntado de la puerta, Hernando y Fátima fueron escupidos por la riada de gente que se desparramó en el huerto del gran claustro que antecedía a la entrada de la catedral, entre naranjos, cipreses, palmeras y olivos. El herrador creyó adivinar los pensamientos del joven, apretó los labios y le hizo un gesto animándole a que continuara. Fátima, ataviada con la toca blanca que había llevado el día de su boda, se agarró a su brazo.
El huerto del claustro se conformaba como un amplio rectángulo cerrado y rodeado de galerías de arcos sobre columnas en tres de sus lados, que coincidía en sus medidas con la fachada norte de la catedral. Pese al frescor de los árboles y las fuentes del huerto, los tres moriscos se encogieron ante la visión de los centenares de sambenitos que colgaban de las paredes del claustro, en notoria y permanente advertencia de que la Inquisición vigilaba y sancionaba la herejía. En tiempos de los musulmanes, los fieles se purificaban y hacían sus abluciones en cuatro lavatorios, dos para mujeres y dos para hombres, que el califa al-Hakam construyó fuera de la mezquita, frente a sus fachadas oriental y occidental, y luego accedían a la sala de oración a través de las diecinueve puertas, una por nave, que se abrían por sus costados y que los cristianos habían tapiado. Por tanto, aquel día, entraron en el recinto por la puerta del Arco de Bendiciones, la única que quedaba abierta en el huerto, allí donde antaño se bendecían los pendones de las tropas que partían a luchar contra los musulmanes. Ya en el interior, esperaron a que sus ojos se habituaran a la luz de las lámparas que colgaban del techo de sólo nueve varas de altura, y hasta Abbas, aun conociéndola, no pudo sino sumarse a la impresión que inmovilizó a Fátima y Hernando mientras la gente entraba a raudales, sorteándolos unos, empujándolos otros. ¡Un bosque de casi un millar de columnas alineadas, unidas todas ellas por dobles arcadas, unas encima de otras, que alternaban el rojo de los ladrillos y el ocre de la piedra en los arcos, se abría ante ellos invitándolos a la oración!
Permanecieron quietos unos instantes respirando el fuerte olor a incienso. Hernando contemplaba absorto los capiteles visigóticos o romanos, todos diferentes, que culminaban las columnas en su unión con los arcos. Fátima seguía flanqueada por los dos hombres.
—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el mensajero de Dios —susurró entonces ella, como si alguna fuerza externa, mágica, le hubiera obligado a pronunciar tales palabras.
—¿Estás loca? —la increpó Abbas a la vez que volvía la cabeza para ver si alguien daba muestras de haberla oído.
—Sí —contestó Fátima en voz alta, al tiempo que se adelantaba, embriagada, acariciando su prominente barriga, hacia el interior de la mezquita.
Abbas dirigió la mirada hacia Hernando suplicándole que impidiera cualquier disparate por parte de su esposa.
—Hazlo por nuestro hijo —le rogó éste tras alcanzarla y posar su mano sobre la barriga de la muchacha. Fátima pareció despertar—. Un día te juré que pondría a los cristianos a tus pies, hoy te juro que algún día rezaremos al único Dios en este lugar santo. —Ella entrecerró los ojos. Aquel compromiso no le pareció suficiente—. Lo juro por Alá —añadió Hernando en voz baja.
—Ibn Hamid —le contestó ella sin precaución alguna. La gente seguía fluyendo por sus costados, charlando excitada por el auto de fe que iban a presenciar—. Recuerda siempre este juramento que acabas de hacer y cúmplelo suceda lo que suceda.
Abbas resopló al ver cómo Fátima se agarraba de nuevo al brazo de su esposo.
Poco más pudieron adentrarse en la mezquita; miles de personas rodeaban ya la zona en la que se estaba construyendo la nueva catedral renacentista, en forma de crucero, sustentada en grandes pilares y arbotantes al estilo gótico, en el corazón del lugar de oración de los musulmanes —en la nave central que conducía al mihrab— y que horadaba el centro del techo de la mezquita para luego emerger imponente por encima de ésta y así alcanzar las tan anheladas proporciones que procuraban los cristianos a sus templos. Aquella magna construcción, que se había iniciado muchos años atrás y que todavía se hallaba en curso, estaba llamada a sustituir a la primitiva y pequeña iglesia construida también en el interior de la mezquita, en el lugar que ocupaba la quibla de la ampliación llevada a cabo por Abderramán II. La erección de la nueva capilla mayor originó el rechazo del cabildo municipal cordobés, algunos de cuyos miembros temieron que la nueva construcción acabase con sus capillas o altares y en pugna con el cabildo catedralicio, los veinticuatros y jurados de Córdoba dictaron un bando por el que se sentenciaba a muerte a todo operario que se prestase a trabajar en la construcción de la nueva catedral. El emperador Carlos I puso fin al contencioso y autorizó la construcción de la nueva catedral.
Mientras esperaban la entrada de todos los fieles, muchos de los cuales se tuvieron que conformar con permanecer en el huerto del claustro, así como del tribunal del Santo Oficio, de los miembros de los cabildos catedralicio y municipal y sobre todo de los reos, entre murmullos, risas y conversaciones de los espectadores, Hernando tuvo tiempo suficiente para observar el interior del magno edificio capaz de albergar a miles de personas. Con independencia del huerto, la planta de la mezquita era casi cuadrangular. En su centro se procedía a la construcción de la nueva catedral, toda ella rodeada de centenares de columnas y dobles arcos montados que combinaban el rojo y el ocre. El espacio que quedaba entre la última línea de columnas y los muros de la mezquita había sido aprovechado por los nobles y prebendados cristianos para abrir numerosas capillas dedicadas a sus santos y mártires. Altares, cristos, cuadros e imágenes religiosas, como sucedía a lo largo y ancho de las calles de toda la ciudad, se exponían al fervor popular como muestra del poder de las casas nobles que las pagaban y beneficiaban con mandas y legados. Allí donde mirase, podía encontrar los escudos de armas y emblemas heráldicos de nobles, caballeros y príncipes de la Iglesia: esculpidos en la propia fábrica, en paredes, arcos y columnas; labrados en el hierro forjado del sinfín de rejas que cerraban las capillas perimetrales; en las laudas sepulcrales, casi todas a ras de suelo; en los retablos y pinturas de las capillas y en cualquier soporte por nimio que éste pudiera resultar: cerraduras, lámparas, picaportes, cofres, sillas…, amén de los que aparecían en los escudos de guerra y los cascos de los caballeros castellanos, alemanes, polacos o bohemios que colgaban por doquier en gratitud por las victorias conseguidas en nombre del cristianismo.
«Musulmán entre cristianos», se sintió Hernando al son de la música del órgano y los cánticos del coro que anunciaba la entrada del obispo, del inquisidor de Córdoba y del corregidor de la ciudad, todos por delante de sus respectivas cortes y de los reos. «Igual que aquella construcción», añadió para sí acariciando una de las columnas: el fervor cristiano se mostraba en todo el perímetro del templo, donde se hallaban las capillas. El espacio que se abría a partir de esas capillas, con sus mil columnas y arcos ocres y rojos cantaba la magnificencia de Alá, y en el centro, rodeada por las columnas, la nueva capilla mayor y el coro, de nuevo cristiana.
Hernando elevó la mirada al techo de la catedral: los cristianos buscaban acercarse a Dios en sus construcciones, alzándolas cuanto sus recursos técnicos les permitían; firmes en sus bases, esbeltas en las alturas. Sin embargo la mezquita de Córdoba se mostraba como un prodigio de la arquitectura musulmana, el resultado de un audaz ejercicio constructivo en el que el poder de Dios venía a descender sobre sus creyentes. La sección de los arcos superiores de las dobles arcadas que descansaban sobre las columnas de la mezquita era el doble de ancha que la sección de los arcos que los aguantaban. Al contrario de lo que sucedía con las construcciones cristianas, en la mezquita, la base firme, el peso, se hallaba por encima de las esbeltas columnas en notorio y público desafío a las leyes de la gravedad. El poder de Dios se situaba en las alturas, la debilidad de los creyentes que oraban en la mezquita, en su base.
¿Por qué no habrían derruido los cristianos todo vestigio de aquella religión que tanto odiaban, igual que con las demás mezquitas de la ciudad?, se preguntó con la mirada todavía en los arcos dobles por encima de las columnas. El cabildo catedralicio de Córdoba era de los más ricos de España y sus nobles también, y devoción no faltaba para haber asumido un proyecto como aquél. Podían haber proyectado la construcción de una gran catedral como las de Granada o Sevilla y sin embargo habían permitido que la memoria musulmana perviviese en aquellas columnas, en los techos bajos, en la disposición de las naves… ¡en el espíritu de la mezquita! «Mágica unión la que, con independencia de las gentes, se respira en el interior de este edificio», suspiró.
Ninguno de ellos llegó a ver el auto de fe que se celebraba en un entarimado junto a la antigua capilla mayor; sólo aquellas filas más cercanas al cordón de seguridad establecido por los justicias y alguaciles alrededor de los principales pudieron llegar a contemplar el acto. Sin embargo sí que escucharon la lectura pública de las acusaciones y las sentencias, sin méritos, brevemente, en las que tan sólo se mencionaban las culpas y las penas impuestas contra cuarenta y tres reos del reino de Córdoba, de los que veintinueve eran moriscos, sobre el que el tribunal ejercía su jurisdicción, lecturas que los cristianos escucharon en silencio para luego vitorear o abuchear las penas con que concluía la exposición de cada uno de ellos.
Doscientos azotes a un cristiano, vecino de Santa Cruz de Mudela, por sostener que era falsa la afirmación del Credo en la que aseguraba que Dios vendría a juzgar a vivos y muertos. «¡Ya ha venido una vez! —sostenía el reo—. ¿Por qué va a volver?» Varias penas también de azotes para otros tantos cristianos por haber afirmado en público que no eran pecado las relaciones carnales o el vivir amancebado siendo soltero; doscientos azotes y galeras durante tres años a un vecino de Andújar por bigamia; multa para un tejero de Aguilar de la Frontera por declarar que no existía el infierno sino para moros y desesperados: «¿Por qué van a ir al infierno los cristianos si existen moros?»; multa y escarnio público mediante soga y mordaza para otro hombre por manifestar que no era pecado yacer con una mujer pagando por ello; penas menores de multas y sambenitos para varios hombres y mujeres por haber blasfemado y puesto en tela de juicio la eficacia de la excomunión o por proferir palabras malsonantes, escandalosas o heréticas. Confiscación de bienes, azotes y galeras de por vida contra dos franceses por ser seguidores de la secta de Lutero y relajación en efigie para tres vecinos de Alcalá la Real por haber renegado de la religión católica en Argel, tras haber sido apresados por los corsarios.
—Elvira Bolat —cantó el notario a continuación de los relajados de Alcalá—, cristiana nueva de Terque…
—¡Elvira! —se le escapó a Fátima. Un hombre y una mujer que estaban por delante de ellos se volvieron sorprendidos: primero hacia la muchacha, luego hacia Hernando, a quien ella trataba de darle una explicación—: Era mi amiga antes de que…
Abbas se santiguó ostensiblemente.
—Mujer —la interrumpió con brusquedad Hernando, que se santiguó imitando al herrador—, renuncia a este tipo de amistades de la infancia. No te convienen. Reza por ella —añadió apretándole el antebrazo—. Ruega la intercesión de la Virgen María para que Nuestro Señor la guíe por el camino del bien.
El hombre que se había vuelto hacia ellos asintió en señal de conformidad a la reconvención, y él y su mujer volvieron a prestar atención a la lectura.
Multa, sambenito y cien latigazos. Cincuenta en Córdoba y cincuenta más en Écija, de donde era vecina Elvira, por «cosas de moros». Similar suerte —sambenitos, períodos de evangelización en las parroquias y cien o doscientos latigazos según el sexo— corrieron los restantes moriscos encausados, todos reconciliados con la Iglesia tras admitir sus faltas y herejías. El siguiente reo era un esclavo reincidente apresado tratando de huir a Berbería y que en todo momento se mantuvo fiel a la secta de Mahoma: relajación. La gente estalló en vítores y aplausos. ¡Ya tenían garantizado su espectáculo! La quema en la hoguera de las tres efigies inanimadas de los apóstatas de Alcalá cautivos en Argel no satisfacía a nadie; la del esclavo impenitente, vivo, que de insistir en su postura ardería sin la gracia de ser previamente ejecutado a garrote vil, sí les atraía.
—Así lo pronunciamos y declaramos.
Los miembros del tribunal pusieron fin al auto de fe y los reos fueron entregados al brazo secular para que ejecutase las penas impuestas. Antes de que se hubiera podido oír la última palabra, la gente ya corría hacia el Quemadero, en el campo del Marrubial, ubicado en las afueras de la ciudad en su extremo oriental. Tenían que cruzar toda la ciudad.
El alboroto que originó la multitud permitió a Hernando dirigirse a Abbas sin cautelas. Se sentía asqueado. Hombres y mujeres de todas las edades se empujaban, reían y gritaban.
—¡Un moro menos! —oyó que decía uno de ellos.
Un coro de risotadas aplaudió las palabras.
—¿También tenemos que presenciar cómo queman a uno de los nuestros? —preguntó él entonces.
—No, porque nos esperan en la biblioteca —contestó el herrador con cierta frialdad—, pero deberíamos hacerlo. —Hernando se dio cuenta al instante del error cometido—. Ese hombre morirá reivindicando la verdadera religión delante de miles de cristianos exaltados, ávidos de sangre y venganza todos ellos. Piensa que cuantos creyentes han sido hoy condenados se sienten orgullosos por ello. Las mujeres, con la excusa del frío, pedirán sambenitos con los que vestir a sus hijos pequeños a fin de que les acompañen para mostrarnos a todos que no han olvidado a su Dios, que el culto sigue vivo entre los creyentes. —Fátima escuchaba con los ojos entrecerrados y con ambas manos sobre la barriga. Hernando hizo ademán de pedir excusas, pero Abbas no se lo permitió—: No hace mucho, hemos tenido conocimiento de que algunos días después de que se celebrase un auto de fe en Valencia, el verdugo que intervino en la ejecución de las penas acudió al pequeño pueblo de Gestalgar, en la serranía, para cobrar a nuestros hermanos los honorarios por su infame trabajo. Uno de ellos se negó a pagar porque no había sido azotado. Comprobaron el error y el hombre recibió los cien latigazos en presencia de su familia y de sus vecinos y sólo entonces, con la espalda en carne viva, pagó al verdugo. Podía haber pagado y haberse librado de los azotes, pero prefirió sufrir la condena como sus hermanos. ¡Ése es nuestro pueblo! —El herrador dejó transcurrir un instante, mientras paseaba la mirada sobre el bosque de columnas y arcadas bicolor, como si aquellos testigos del poder musulmán pudieran ratificar su afirmación—. Vamos —les dijo después.
Atravesaron la mezquita entre los rezagados y quienes por una razón u otra no podían acudir a presenciar la ejecución de las condenas. Ninguna de las autoridades restaba ya en el interior de la mezquita. Rodearon el crucero de la catedral en construcción, cuyos brazos se habían adaptado a las dimensiones de las originarias naves musulmanas, y dejaron atrás las tres pequeñas capillas renacentistas que se situaban en el trasaltar. La capilla mayor ya estaba construida; sin embargo, la cúpula elíptica destinada a cubrirla todavía se hallaba pendiente, por lo que los andamiajes soportaban una cubierta provisional. Desde allí se dirigieron a la esquina suroriental, donde en una antigua capilla estaba la magnífica biblioteca catedralicia con centenares de documentos y libros, algunos de ellos manuscritos de más de ochocientos años de antigüedad. Aunque una magnífica reja de hierro forjado cerraba el recinto, la puerta estaba abierta.
—Tu esposa —dijo Abbas ya en la reja—, ¿será capaz de esperarnos aquí sin cometer ninguna torpeza?
Fátima hizo ademán de encararse con el herrador, pero Hernando se lo impidió con un simple gesto.
—Sí —contestó.
—¿Será capaz de entender que de nuestra discreción dependen las vidas de muchos hombres y mujeres?
—Lo entiende —confirmó de nuevo Hernando al tiempo que Fátima asentía avergonzada.
—Vamos, entonces.
Los dos hombres franquearon la reja que daba acceso a la biblioteca y se detuvieron. En su interior, en estanterías, aparecían centenares de tomos encuadernados, rollos de pergamino y algunas mesas para lectura. Entre dos de ellas había un corro de cinco sacerdotes. En cuanto el herrador se dio cuenta de la reunión que se celebraba en el interior de la biblioteca intentó retroceder, pero uno de los sacerdotes se apercibió de su presencia y los llamó. Abbas, grande como era, entrecruzó los dedos de sus manos en señal de oración, se las llevó al pecho e inclinó la cabeza; Hernando lo imitó y ambos se dirigieron hacia el grupo.
—¿Qué queréis? —inquirió, molesto, el religioso que les había llamado, antes incluso de que llegaran hasta el grupo de sacerdotes.
—Lo conozco, don Salvador —intervino entonces otro de los sacerdotes, el mayor de ellos, calvo y gordo, de escasa estatura, pero con una voz demasiado dulce para su aspecto—. Es un buen cristiano y colabora con la Inquisición.
—Buenos días, don Julián —saludó entonces Abbas.
Hernando farfulló un saludo.
—Buenos días, Jerónimo —contestó el sacerdote—. ¿Qué te trae por aquí?
Uno de los religiosos se dirigió a una estantería para coger un libro; los demás, salvo don Salvador, que los escrutaba, presenciaban la escena con cierta displicencia hasta que las palabras de Jerónimo llamaron su atención.
—Hace tiempo… —Abbas carraspeó un par de veces—, hace tiempo, cuando llegaron los moriscos granadinos, me pedisteis que si encontraba entre ellos a un buen cristiano que además supiera escribir bien en árabe, os lo trajese. Se llama Hernando —añadió el herrador, tomando del brazo a su acompañante y obligándole a dar un paso al frente.
¡Escribir en árabe! Hernando sintió sobre sí hasta los ojos del Cristo crucificado que presidía la biblioteca. ¿Había enloquecido Abbas? Hamid le enseñó los rudimentos de la lectura y la escritura en el lenguaje universal que unía a todos los creyentes, pero de ahí a que le presentasen en la biblioteca catedralicia como un buen conocedor… Algo le impelió a volverse hacia la entrada, donde encontró a Fátima escuchando tras la reja. La muchacha le animó con un imperceptible gesto de sus labios.
—Bien, bien… —empezó a decir don Julián.
—¿No es demasiado joven para saber escribir en árabe? —le interrumpió don Salvador.
Hernando percibió un movimiento de intranquilidad en Abbas. ¿Acaso éste no había pensado en lo que podría sucederles? ¿No lo tenía preparado? Notó la animadversión que rezumaba de las palabras de don Salvador.
—Tenéis razón, padre —contestó con humildad, al tiempo que se volvía hacia él—. Creo que mi amigo valora en demasía mis escasos conocimientos.
Don Salvador irguió la cabeza ante los ojos azules del morisco. Dudó unos instantes.
—Aunque sean escasos, ¿dónde los adquiriste? —le interrogó después, quizá con un tono de voz algo diferente al utilizado hasta entonces.
—En las Alpujarras. El párroco de Juviles, don Martín, a quien Dios tenga en su gloria, me enseñó lo que sabía.
Bajo ningún concepto iba a hablar de Hamid y en cuanto al pobre don Martín…, la imagen de su madre acuchillándolo relampagueó en su recuerdo. ¿Qué iban a saber los miembros del cabildo catedralicio de Córdoba acerca del párroco de un pequeño pueblo perdido en la sierra granadina?
—¿Y cómo es que un párroco cristiano sabía árabe? —terció el sacerdote más joven del grupo.
Don Julián fue a contestar pero don Salvador se le adelantó; todos parecían respetarlo.
—Es muy posible —afirmó—. Hace ya bastantes años que el rey dispuso la conveniencia de que los predicadores conocieran el árabe para poder evangelizar a los herejes; muchos de ellos ignoran el castellano y ni siquiera son capaces de expresarse en aljamiado, sobre todo en Valencia y Granada. Hay que conocer el árabe para poder contradecir sus escritos polémicos, para saber qué es lo que piensan. Bien, muchacho, demuéstranos tus conocimientos por exiguos que sean. Padre —añadió dirigiéndose a don Julián—, alcanzadme el último manuscrito polémico que ha caído en nuestras manos.
Don Julián titubeaba, pero don Salvador le apremió meneando los dedos de su mano derecha extendida. Hernando notó un sudor frío en la espalda y evitó mirar a Abbas, pero sí lo hizo hacia Fátima, que le guiñó un ojo desde el otro lado de la reja. ¿Cómo podía guiñarle un ojo en aquellos momentos? ¿Qué quería decirle? Su esposa le animó con un movimiento del mentón y una sonrisa, y entonces la entendió: ¿por qué no? ¿Qué sabían aquellos curas de árabe? ¿No le estaban buscando a él como traductor?
Cogió el astroso papel que le tendía don Julián y lo ojeó. Se trataba de un árabe culto, de un árabe de más allá de al-Andalus, diferente, como repetía hasta la saciedad Hamid, al dialectal implantado en España durante el transcurso de los siglos. ¿De qué trataba aquel escrito?
—Está fechado en Túnez —anunció con seguridad mientras trataba de entender qué decía—, y versa sobre la Santísima Trinidad —añadió al comprender los caracteres—. Más o menos, dice así: en el nombre del que juzga con verdad —se inventó, simulando que leía—, del que está enterado, del Clemente, del Misericordioso, del Creador…
—De acuerdo, de acuerdo —le interrumpió don Salvador ofuscado, haciendo un aspaviento—. Evita todas esas blasfemias. ¿Qué dice del dogma de la Trinidad?
Hernando intentó descifrar lo que constaba escrito. Conocía a la perfección el contenido de la disputa entre musulmanes y cristianos: Dios es solo uno, ¿cómo, por lo tanto, podían sostener los cristianos que existían tres dioses, padre, hijo y espíritu santo en uno solo? Podía hablar de aquella polémica sin necesidad de averiguar el exacto contenido del texto, pero… se persignó con seriedad y después se santiguó y alejó el papel que sostenía en su mano.
—Padre, ¿en verdad deseáis que repita, aquí —se volvió hacia la catedral—, en este lugar sagrado, lo que aparece escrito en este papel? Por mucho menos esta mañana se ha condenado a varias personas.
—Tienes razón —concedió don Salvador—. Don Julián —agregó, dirigiéndose a éste—, hacedme un informe sobre el contenido de ese documento. —Hernando llegó a escuchar el suspiro que salió de los labios de Abbas—. ¿En dónde trabajas? —le preguntó entonces.
—En las caballerizas reales.
—Don Julián, hablad con el caballerizo real, don Diego López de Haro, para que este joven pueda enseñaros el árabe y ayudarnos con los libros y documentos al tiempo que compagina su trabajo con los caballos del rey. Comunicadle que tanto el obispo como el cabildo catedralicio le estarán agradecidos.
—Así lo haré, padre.
—Podéis iros —despidió don Salvador a Hernando y Abbas.
Fátima sonrió a su esposo mientras traspasaba la reja de la biblioteca.
—¡Bien! —susurró.
—¡Silencio! —urgió Abbas.
Se dirigieron a la puerta de San Miguel, en el extremo occidental de la mezquita. Hernando y Fátima siguieron al herrador por todo el testero sur del edificio. Pasaron por delante de la capilla de don Alonso Fernández de Montemayor, adelantado mayor de la frontera en tiempos del rey Enrique II, y Abbas se detuvo.
—Esta capilla, bajo la advocación de san Pedro —señaló mientras hacía una piadosa genuflexión en su frontal, invitando a Hernando y a Fátima a imitarle—, está construida en el vestíbulo del mihrab de al-Hakam II. —Los tres se mantuvieron unos instantes arrodillados algo más allá de los magníficos arcos polibulados, diferentes a los de herradura del resto de la mezquita, que daban acceso al vestíbulo, dentro de lo que fue la maqsura, la zona reservada al califa y su corte—. Ahí detrás —señaló Abbas con el mentón—, utilizado ahora como sagrario de la capilla, se encuentra el mihrab, donde el rey prohibió que se efectuara enterramiento cristiano alguno. —Los restos del protegido del rey, don Alonso, al contrario que la mayoría de los enterramientos en el suelo, se mostraban en un sencillo y gran ataúd blanco de piedra—. Aquí sí —siseó a Fátima el herrador—: éste es el lugar.
—Alá es grande —silabeó ella escondiendo la cabeza, al tiempo que se levantaba.
Cada uno, a su manera, intentó imaginar el aspecto del famoso mihrab de al-Hakam II, frente al que permanecían arrodillados y que aparecía profanado y convertido en simple y vulgar sacristía de la capilla de San Pedro. Allí, en el mihrab, se leía el Corán. El ejemplar del Corán que se guardaba en la cámara del tesoro era trasladado cada viernes al mihrab y depositado sobre un atril de aloe verde con clavos de oro. Había sido escrito de mano del Príncipe de los Creyentes, Uzman ibn Affan; estaba adornado en oro, perlas y jacintos, y pesaba tanto que tenía que ser transportado por dos hombres. Tanto en el vestíbulo como en el mihrab, el califa, de acuerdo con la magnificencia de la cultura cordobesa, ordenó la unión de variados estilos arquitectónicos hasta obtener un conjunto de una belleza inigualable. Al nicho en el que se custodiaba el Corán se accedía pasando bajo una labrada cúpula octogonal de estilo armenio cuyos arcos no se unían en su centro sino que se cruzaban a lo largo de sus paredes. Bizancio también estaba presente, con sus mármoles veteados o blancos y sobre todo con los coloridos mosaicos construidos con materiales traídos por artesanos venidos expresamente de la capital del imperio de Oriente. Inscripciones coránicas en oro y mármoles bizantinos. Arabescos. Elementos grecorromanos y también cristianos, cuyos maestros contribuyeron a la construcción, habían convertido aquel lugar donde se emplazaba la capilla de San Pedro en uno de los más bellos del universo.
Los tres oraron en silencio durante unos instantes y, taciturnos, abandonaron la mezquita por la puerta de San Miguel. Salieron a la calle de los Arquillos, en la que se encontraba el palacio episcopal, construido sobre el antiguo alcázar de los califas de Córdoba. Cruzaron bajo uno de los tres arcos en los que descansaba el puente que cruzaba la calle por alto y que unía el antiguo palacio y la catedral, y continuaron en dirección hacia las caballerizas. Superaron el alcázar de los reyes cristianos y Hernando decidió afrontar el asunto.
—Yo no puedo traducir esos documentos —se quejó—. Están escritos en árabe culto. ¿Cómo voy a enseñar árabe culto a ese sacerdote?
Abbas anduvo unos pasos más sin contestar. Sentía cierta desconfianza. No le había satisfecho la actitud de Fátima, demasiado atrevida e inconsciente, pero aun así, se dijo, todos contaban con ella; además, reconoció, ¿no había sido él mismo quien acababa de señalarle el lugar en el que se escondía el mihrab, instándola a rezar? ¿Acaso no tenían todos idénticos sentimientos?
—Es al revés —confesó el herrador ya cerca de la puerta de las cuadras—. Es don Julián quien tiene que enseñarte a ti el árabe culto, el de nuestro libro divino.
Hernando se detuvo en seco, con la sorpresa dibujada en su rostro.
—Sí —confirmó Abbas—, ese sacerdote, don Julián, es uno de nuestros hermanos y el más culto de los musulmanes de Córdoba.