25
El 30 de noviembre de 1570, por orden del rey Felipe II, los tres mil moriscos llegados de la vega de Granada con el corregidor Zapata partieron hacia sus destinos definitivos: Mérida, Cáceres, Plasencia y otros lugares, lo que devolvió a Córdoba cierta tranquilidad y a la plaza del Potro la frenética actividad comercial que era habitual en ella. A primera hora de la mañana, desde más allá del molino de Martos, en la ribera del Guadalquivir, Hernando los vio cruzar el puente romano, en formación, igual que él mismo lo había hecho en dirección contraria hacía casi tres semanas.
A la vista de aquella columna de hombres, mujeres y niños silenciosos, entregados a la fatalidad, el fardo de pieles apestosas y sangrantes que cargaba sobre los hombros se le hizo realmente pesado, mucho más de lo que lo había sido a lo largo del trayecto por las afueras de la ciudad, alrededor de las murallas, como ordenaba el cabildo municipal, desde el matadero hasta la calle Badanas, junto al río, donde se ubicaba la curtiduría de Vicente Segura. Durante unos instantes, Hernando aminoró el paso al tiempo que su mirada seguía la columna de proscritos. Notó la sangre de las reses corriendo por su espalda hasta empaparle las piernas, y el penetrante hedor a piel y carnaza recién desollada que los cordobeses se negaban a que recorriese sus calles acompañó el sufrimiento que, aun en la distancia, podía presentir en aquellas gentes. ¿Qué sería de todos ellos? ¿Qué harían? Una mujer pasó por su lado mirándole con el ceño fruncido y Hernando reaccionó y se puso en marcha: su patrón no admitía retrasos, así que él no podía permitírselos.
Aquél fue el trato que Hamid había conseguido para ellos a través de Ana María, la prostituta que se hizo cargo de Fátima, que la escondió y la atendió en el segundo piso de su botica en la mancebía con la ayuda de Hamid. Sonrió al pensar en Fátima: había escapado de la muerte.
Ante la orden de abandonar Córdoba, los funcionarios del cabildo volvieron a preocuparse de los moriscos, los censaron de nuevo y repartieron a las gentes en destinos distintos. En ese momento, Fátima tuvo que abandonar la mancebía y Hernando comprobó que las noticias que día a día les proporcionaba el alfaquí eran ciertas y que la muchacha, aun con la tristeza escrita en su rostro, había ganado peso y presentaba un aspecto más saludable.
Ninguno de ellos llegó a conocer a Ana María.
—Es una buena muchacha —comentó una mañana Hamid.
—¿Una prostituta? —se le escapó a Hernando.
—Sí —afirmó con gravedad el alfaquí—. Suelen ser buenas personas. La mayoría de ellas son muchachas de hogares humildes y sin recursos que sus padres entregaron a familias acomodadas para que les sirvieran como criadas desde niñas. El acuerdo al que acostumbran a llegar consiste en que, a medida que van alcanzando la edad suficiente, esas familias adineradas deben proveerlas de una dote económica suficiente para que contraigan un buen matrimonio. Pero en muchísimos casos no se cumple ese acuerdo: cuando se acerca el momento se las acusa de haber robado o de mantener relaciones con el señor o los hijos de la casa, cosa a la que por otra parte se ven obligadas con frecuencia… Con demasiada frecuencia —lamentó—. Entonces se las expulsa sin dinero alguno y con el estigma de ladronas o putas. —Hamid apretó los labios y dejó transcurrir unos instantes—. ¡Es siempre la misma historia! La mayoría de las mancebías se nutren de esas desgraciadas.
Hamid había sido hecho esclavo tras la entrada de los cristianos en Juviles. De poco sirvió el perdón concedido por el marqués de Mondéjar. En el desbarajuste que se originó con la matanza de mujeres y niños en la plaza de la iglesia, algunos soldados se apoderaron de los hombres instalados en las casas del pueblo y desertaron con el exiguo botín que representaban aquellos moriscos que no pudieron huir con el ejército musulmán. Hamid, herrado al fuego, cojo y escuálido, fue vendido a bajo precio antes incluso de llegar a Granada, sin regateos, a uno de los muchos mercaderes que seguían al ejército. Desde allí fue transportado a Córdoba y adquirido por el alguacil de la mancebía; ¿qué mejor esclavo para un lugar repleto de mujeres que un hombre cojo y débil?
—¡Compraremos tu libertad! —exclamó Hernando, indignado, al conocer la historia.
Hamid le contestó con una sonrisa resignada.
—No pude escapar de Juviles con nuestros hermanos. ¿Y la espada? —preguntó de repente.
—Enterrada en el castillo de Lanjarón, junto…
Hamid le hizo seña de que callase.
—Aquel llamado a encontrarla, lo hará.
Hernando siguió ese pensamiento antes de insistir de nuevo:
—¿Y tu libertad?
—¿Qué haría en libertad, muchacho? No sé hacer nada más que cultivar campos. ¿Quién iba a contratar a un cojo para cultivar? Tampoco puedo esperar las limosnas de los fieles. Aquí, en Córdoba, sólo encontraría la muerte si, en libertad, me dedicase como alfaquí a lo que he hecho durante toda mi vida…
—¿En libertad? ¿Quiere eso decir que continuarás como alfaquí? —le interrumpió Hernando.
Hamid le obligó a callar tras mirar de reojo si alguien les escuchaba.
—Ya hablaremos de eso más adelante —susurró—. Me temo que tendremos mucho tiempo para ello.
—Tú entiendes de hierbas —insistió no obstante el muchacho—. Podrías dedicarte a ellas.
—No soy médico ni cirujano. Cualquier cosa que hiciera con hierbas sería considerada brujería. Brujería… —repitió para sus adentros.
Había tenido que persuadir a la joven Ana María de que sus conocimientos no eran brujería aunque, después de todo, la muchacha tampoco parecía excesivamente convencida. Poco después de llegar a la mancebía, un día la encontró llorando desconsoladamente en su botica cuando fue a llevarle ropa de cama limpia. Al principio, Ana María se mantuvo obstinada y no contestó a sus preguntas; Hamid era propiedad del alguacil y ¿quién le aseguraba a ella que no le contaría…? Hamid leyó aquella desconfianza en sus ojos e insistió, hasta que, poco a poco, ella se abrió al alfaquí y se desahogó. ¡Chancro! Le había aparecido una pequeña llaga en la vulva, indolora, casi imperceptible, pero señal inequívoca de que en poco tiempo se convertiría en una sifilítica. El médico que cada dos semanas mandaba el cabildo municipal a controlar la salud e higiene de las prostitutas acababa de pasar y no se había percatado, pero en la siguiente visita no le pasaría inadvertido. La muchacha volvió a estallar en llanto.
—Me enviará al Hospital de la Lámpara —sollozó—, y allí…, allí moriré entre sifilíticas.
Hamid había oído hablar del cercano Hospital de la Lámpara. Todos los cordobeses tenían miedo a ingresar en alguno de los muchos hospitales que existían en Córdoba. «Suma pobreza es la que obliga, a un pobre, a ir a un hospital», se decía entre las gentes, pero el de la Lámpara, asilo de mujeres aquejadas de enfermedades venéreas sin curación, era nombrado con pavor entre las prostitutas. Fuertemente vigilado por las autoridades como medida sanitaria, entrar en él conllevaba una agonía lenta y dolorosa.
—Yo podría… —empezó a decir Hamid—, conozco…
Ana María se volvió hacia él y le suplicó con sus ojos verdes.
—Hay un antiguo remedio musulmán que quizá… —¡Tampoco había tratado de chancro a nadie en las Alpujarras! ¿Y si no funcionaba? Sin embargo, ya tenía a la muchacha de rodillas, agarrada a sus piernas.
«¡Dios permita su curación!», rezó en silencio Hamid cuando aquella misma noche lavó con miel la vulva de Ana María y después espolvoreó sobre la llaga las cenizas que obtuvo de un canuto de caña relleno de una masa compuesta de harina de cebada, miel y sal. «¡Permítalo Dios!», rezó noche tras noche al repetir el tratamiento. En la siguiente visita del médico del cabildo municipal, la llaga había desaparecido. ¿En verdad aquella diminuta fístula fue el anuncio de la sífilis?, pensó Hamid mientras Ana María sollozaba de alegría en sus brazos, agradecida. Era la medicina del Profeta, concluyó sin embargo: una medicina capaz de curar chancros y sífilis. ¿Acaso no se había encomendado a Dios en cada ocasión en que la curó?
—No se lo cuentes a nadie, te lo ruego —le pidió Hamid, separándose de ella—. Si supieran… Si el alguacil o la Inquisición llegase a conocer lo que aquí ha sucedido, me procesarían por brujo… y a ti por hechizada… —añadió para mayor seguridad—. ¿Qué estás haciendo, muchacha? —le preguntó sorprendido, al ver cómo Ana María se quitaba el jubón.
—Mi cuerpo es lo único que poseo —contestó ella, al tiempo que se abría la camisa y le mostraba sus jóvenes pechos.
Hamid no pudo dejar de mirar aquellos senos blancos y tersos, la gran areola morena que rodeaba sus pezones. ¿Cuántos años hacía que no disfrutaba de una mujer?
—Me basta con tu amistad —se excusó azorado—. Cúbrete, te lo ruego.
A partir de aquel día Hamid gozó de un respeto reverente por parte de todas las mujeres de la mancebía; incluso el alguacil mudó su trato hacia el esclavo. ¿Qué habría contado Ana María? El viejo alfaquí prefería no saberlo.
—He conseguido que podáis quedaros en Córdoba —anunció Hamid a Hernando una mañana. El alfaquí tomó aire antes de continuar—: Eres toda mi familia… Ibn Hamid —lo nombró en voz baja, acercándose a la oreja de Hernando, que se estremeció—, y me gustaría tenerte cerca, en esta ciudad. Además… tu esposa no resistiría un nuevo éxodo.
—No es mi esposa… —confesó por fin.
Hamid le interrogó con la mirada y Hernando le contó la historia. Entonces el anciano comprendió por qué Brahim le había recibido furioso la primera mañana en que se encontraron. El alfaquí creyó que se debía a que la muchacha hubiera sido introducida en una mancebía y se mostró contundente: «Ningún hombre estará con ella —le dijo—. Confía en mí». El arriero quiso discutir, pero Hamid le dio la espalda. Luego fue Aisha quien, una vez más, se encaró con su esposo: «La están curando, Brahim. Muerta, de poco te servirá».
Ana María conocía a un jurado de Córdoba: un hombre que estaba encaprichado de ella y que acudía con regularidad a la mancebía. Los jurados estaban llamados a ser el contrapeso de los veinticuatros en el gobierno municipal. A diferencia de los veinticuatros, nobles todos ellos, los jurados eran hombres del pueblo elegidos directamente por sus conciudadanos para que los representaran en el cabildo. Con el paso del tiempo, sin embargo, el cargo se patrimonializó y se convirtió en sucesorio, hábil para ser cedido en vida, y los diferentes monarcas lo utilizaban, bien para premiar servicios, bien para obtener pingües beneficios de su venta. La elección en la parroquia se convirtió en una pantomima formalista y los jurados, sin poseer los títulos y riquezas de la nobleza, trataron de equipararse con ella y los veinticuatros. El jurado que visitaba a Ana María acogió la solicitud de la muchacha como una oportunidad de demostrarle su poder más allá del tálamo, y en un alarde de vanidad aceptó el encargo de lograr que aquellos moriscos se quedasen en Córdoba.
—Son parientes del morisco cojo —explicó con voz melosa Ana María refiriéndose a Hamid; tenía al jurado, ya satisfecho, a su lado, en la cama—, y una de las mujeres está enferma. No puede viajar. ¿Serás…?, ¿serás capaz? —Lo preguntó con inocencia, zalamera, provocándolo, consciente de que el jurado le contestaría con algo parecido a un «¿acaso lo dudas?», como así sucedió. Ana María acarició el pecho blando del hombre—. Si lo consigues —susurró—, tendremos las mejores sábanas de la mancebía —añadió con un guiño pícaro.
La autorización para permanecer en Córdoba requirió que los hombres tuviesen trabajo. El jurado consiguió que Brahim fuese contratado en uno de los muchos campos de cultivo de las afueras de la ciudad.
—¿Arriero? —se burló el jurado cuando Ana María le contó cuál era la profesión de Brahim—. ¿Y tiene mulas? —La muchacha negó—. ¿Cómo va a trabajar de arriero entonces?
Con Hernando no hubo lugar a discusión: trabajaría como mozo en la curtiduría de Vicente Segura.
Y allí estaba él, aquel 30 de noviembre de 1570, cargando pellejos hasta la calle Badanas por la ribera del Guadalquivir, con la mirada puesta en los últimos moriscos que en aquel momento superaban la fortaleza de la Calahorra y dejaban atrás el puente romano de acceso a la ciudad de los califas.
La calle Badanas se iniciaba en la iglesia de San Nicolás de la Ajerquía, junto al río, y luego, dibujando una línea quebrada, desembocaba en la del Potro, muy cerca de la plaza. En la zona se ubicaba la mayor parte de las curtidurías, ya que en ella se disponía de la abundante agua del Guadalquivir, imprescindible para su trabajo; el aire que se respiraba era acre e hiriente, resultado de los diversos procesos a los que se sometían las pieles antes de convertirse en fantásticos cordobanes, guadamecíes, suelas, zapatos, correajes, arneses o cualquier otro tipo de objeto que necesitara del cuero. Hernando accedió al taller de Vicente Segura por su puerta trasera, la que daba al río, y descargó los pellejos en una esquina del gran patio interior, allí donde lo había hecho durante los tres días que llevaba trabajando. Uno de sus oficiales, un cristiano calvo y fuerte, se acercó a comprobar el estado de los pellejos sin tan siquiera saludar a Hernando que, una vez más, volvió a quedarse absorto en el trajín que se desarrollaba en el interior del patio que cubría el espacio existente entre el río y la calle Badanas: oficiales, aprendices y un par de esclavos que no hacían otra cosa que acarrear agua limpia del río trabajaban sin cesar. Unos rendían las pieles: era la primera operación que se efectuaba en cuanto entraba un pellejo en la curtiduría; consistía en introducirlo en balsas con agua fresca hasta ablandarlo, tantos días como fuera necesario según la piel y su estado. Algunas de ellas, ya rendidas o en proceso de estarlo, se hallaban extendidas sobre tablas, con la parte de la carnaza al aire, listas para que los operarios las rasparan con cuchillos cortantes y las limpiaran de la carne, sangre e inmundicias que pudieran haber quedado adheridas.
Una vez rendidas las pieles, éstas se introducían en los pelambres para el apelambrado, operación que consistía en sumergirlas en agua con cal y con la carnaza hacia abajo. El proceso de encalado dependía de la clase de piel y del objeto al que fuera destinada. Hernando observó que algunos aprendices levantaban las pieles de los pelambres para orearlas colgadas de palos durante más o menos tiempo, según la estación del año, antes de volverlas a introducir para repetir la operación a los pocos días. El apelambrado podía durar entre dos y tres meses, según fuera verano o invierno. El rendido y encalado eran comunes a todas las pieles; luego, cuando el maestro consideraba que la piel estaba suficientemente apelambrada, los procedimientos variaban según fueran a ser destinadas a suelas, zapatos, correajes, cordobanes o guadamecíes. El curtido de las pieles se efectuaba en noques, unos agujeros hechos en la tierra recubiertos de piedra o ladrillo, en donde las pieles se sumergían en agua con corteza de alcornoque, que abundaba en Córdoba; en los noques el maestro controlaba con precisión el curtido de las pieles. Hernando miró al maestro y al oficial al que éste controlaba, metido en uno de los noques y desnudo de cintura para abajo, pateando pieles de cabrito destinadas a cordobanes negros, sin dejar ni un momento de voltearlas ni de bañarlas con agua y zumaque. Aquella operación se desarrollaría durante ocho horas, a lo largo de las cuales en momento alguno cesarían los oficiales de patear, voltear y empapar las pieles de cabrito.
—¿Qué miras? ¡No estás aquí para perder el tiempo! —Hernando se sobresaltó. El oficial calvo al que había entregado los pellejos esperaba con uno de ellos extendido, aquel que parecía encontrarse en peor estado—. Éste es para tu agujero —le indicó—. Ve al estercolero, como los otros días.
Hernando no quiso mirar hacia el otro extremo del patio, donde en un rincón algo alejado y escondido se abría un profundo hueco en el suelo; en el frío de aquel día de noviembre se alzaba del agujero una columna de aire caliente y pestilente resultado de la putrefacción del estiércol. Cuando se introdujese en su interior, como había tenido que hacer a lo largo de los dos días anteriores, aquella columna de humo cobraría vida, se pegaría a sus movimientos y le envolvería en calor, hedor y miasmas. El maestro había decidido que las pieles que presentaban defectos, como la que acababa de darle el oficial, no se apelambrasen con cal sino con estiércol; el proceso era mucho más breve, no tenía que llegar a los dos meses, y sobre todo mucho más barato. Las pieles resultantes, de menor calidad debido a que con el estiércol no se obtenían los mismos resultados que con la cal, se destinaban a suelas de zapato.
Cruzó el patio, entre balsas, noques, largas tablas en las que se trabajaban las pieles con cuchillos cortantes o botos, según hiciera falta, y palos de los que colgaban las pieles. Pasó delante de un aprendiz que estaba en la balsa y arrastró los pies en dirección al estercolero. Varios aprendices jóvenes intercambiaron sonrisas: no existía tarea más ingrata, y la llegada del morisco los había librado del estercolero. Vicente, junto al noque en el que se pateaba el cordobán, se percató de la situación y lanzó un grito; las sonrisas se esfumaron, y oficiales y aprendices se volcaron en sus respectivos trabajos, ajenos al morisco, que ya se hallaba en el borde del agujero. El estiércol que cubría las pieles bullía.
El primer día había estado a punto de desmayarse. Le faltaba el aire: boqueó tratando de encontrarlo, pero el hedor ardiente se le introdujo en los pulmones, asfixiándolo. Entonces tuvo que acercarse al borde del agujero y apoyar el mentón a ras de suelo, en busca de aire. Casi vomitó, pero el oficial que aquel día le controlaba le gritó que no lo hiciera sobre las pieles, de modo que cerró la boca y reprimió las arcadas.
Hernando miró el estiércol y se descalzó, se quitó la ropa y se dejó caer en el agujero. ¿Dónde quedaba Sierra Nevada? ¿Su aire puro y límpido? ¿Su frescor? ¿Dónde los árboles y los barrancos por los que corrían los miles de riachuelos que descendían de las cumbres nevadas? Contuvo la respiración. Había aprendido que era la única forma de soportar aquella tarea. Se trataba de levantar las pieles para airearlas y que no se recalentasen más de lo necesario. Revolvió entre el estiércol, donde se amontonaban las pieles, hasta encontrar la primera de ellas. La sacudió y logró sacarla del agujero antes de que se le hiciera imposible seguir sin respirar. Entonces buscó el aire, de nuevo a ras de suelo. La primera piel era la más sencilla de levantar; a medida que profundizaba en aquel hueco inmundo, se amontonaba el estiércol y se le hacía más y más difícil levantar las demás. Permaneció más de dos horas levantándolas, aguantando la respiración, con cuerpo y cabello lleno de inmundicias hediondas. Una vez finalizada su labor, uno de los oficiales se acercó y comprobó el estado de las pieles. Retiró un par de ellas, grandes pieles de buey que consideró ya apelambradas, y le indicó que aireara las demás y extrajera con una pala todo el estiércol del hueco; luego, al final de la jornada, debía volver a colocarlas en él: una capa de estiércol y una piel, otra capa de estiércol y otra piel, así hasta cubrirlas todas para, al día siguiente, levantarlas de nuevo.