32
Al alba, Hernando acudió a las caballerizas reales, un edificio de nueva construcción levantado junto al alcázar de los reyes cristianos, sede de la Inquisición cordobesa. Desde que había llegado a Córdoba, al igual que los demás moriscos, Hernando evitaba aquel barrio, el de San Bartolomé, emplazado entre la mezquita y el palacio episcopal, el Guadalquivir y el linde occidental de la muralla de la ciudad. No sólo se encontraban allí la Inquisición y su cárcel, el palacio episcopal, con el constante trasiego de sacerdotes y familiares de la Inquisición, sino que a diferencia de los demás vecindarios de Córdoba, en el de San Bartolomé no se hallaba censado ningún morisco libre. Sus habitantes eran distintos a los demás de la ciudad: se trataba de una parroquia añadida a la distribución geográfica que tras la conquista se hizo de la ciudad y que, por orden real, fue poblada con hombres valientes y fornidos en los que debía recaer la condición de ser buenos ballesteros de guerra: una especie de milicia urbana siempre dispuesta a defender las murallas de la ciudad. Esas cualidades caracterizaban a las privilegiadas gentes de San Bartolomé, que se enorgullecían frente a los demás vecinos, practicaban incluso una marcada endogamia y mantenían no pocas rencillas con las demás parroquias. Pocos moriscos querían mezclarse con inquisidores, sacerdotes, y gentes altivas y orgullosas.
Aquella noche pudo refugiarse en casa del peraile al que había encontrado esposa, donde fue agasajado con una buena cena que saborearon, en un ambiente de cierta nostalgia, con cordero especiado con sal, pimienta y cilantro seco, frito en aceite al estilo de aquella Granada que todos añoraban. Antes de que terminasen, Karim, que también vivía en la calle de los Moriscos, pasó por la casa del cardador y se unió a la fiesta después de dejar a Fátima al cuidado de su esposa. Hernando y ella no podrían verse durante los dos meses de idda concedidos a Brahim.
¿Qué eran dos meses?, pensó una vez más Hernando de camino hacia las caballerizas. Su felicidad sería completa… si no fuera por su madre. Ya fuera de la casa, al despedirse, Hernando se interesó por Aisha, y Karim le contestó que su madre afrontaba la situación con entereza, que no se preocupase: la comunidad estaba con ellos.
—Prospera, muchacho —le instó luego el anciano—. Hamid me ha contado lo de don Diego y los caballos. Necesitamos gente como tú. ¡Trabaja! ¡Estudia! Nosotros nos ocuparemos de todo lo demás.
Karim se perdió en la fresca oscuridad de aquella noche de marzo con un «confiamos en ti» que vino a turbar las fantasías acerca de Fátima que esa noche se permitió sin límite. ¡Confiamos en ti! Cuando se lo decía Hamid era como si hablase al niño de Juviles, pero al escucharlo de labios de aquel desconocido anciano del Albaicín… ¡Confiaban en él! ¿Para qué? ¿Qué más debía hacer?
Cruzaba el Campo Real, sembrado de desechos como siempre, y desvió la mirada hacia su izquierda, donde se alzaba majestuoso el alcázar. ¡La Inquisición! Un escalofrío le recorrió la columna vertebral al contemplar las cuatro torres, todas diferentes, que se elevaban en cada una de las esquinas de la fortaleza de altas y macizas murallas almenadas. La larga fachada de las caballerizas reales empezaba allí mismo, al final del alcázar. Hernando pudo oler a los caballos en su interior, escuchar los gritos de los palafreneros y los relinchos de los animales. Se detuvo en el ancho portalón de acceso al recinto junto a la muralla antigua, cerca de la torre de Belén.
Estaba abierto, y aquellos sonidos y olores que había percibido al otro lado de la fachada le golpearon cuando se detuvo en el umbral de la puerta abierta. Nadie vigilaba en la entrada, y después de unos instantes de espera Hernando avanzó unos pasos. A su izquierda se abría una gran nave corrida con un amplio pasillo central, a cuyos dos lados, entre columnas, se hallaban las cuadras llenas de caballos. Las columnas sostenían una larga y recta sucesión de bóvedas baídas que invitaban a adentrarse bajo esas curvas hasta rebasar un arco y encontrarse con el siguiente y el siguiente…
Los mozos trabajaban con los caballos en el interior de las cuadras.
Parado en la entrada de la nave, en el centro del pasillo, Hernando chasqueó la lengua para que los dos primeros caballos que estaban a su derecha, atados a unas argollas en la pared, dejaran de morderse en el cuello.
—Siempre lo hacen —dijo alguien a su espalda. Hernando se volvió justo cuando el hombre que le había hablado, le imitaba y chasqueaba la lengua con más fuerza—. ¿Buscas a alguien? —le preguntó después.
Se trataba de un hombre de mediana edad, alto y fibroso, moreno y bien vestido, con borceguíes de cuero por encima de la rodilla, atados con correas a lo largo de la pantorrilla, calza y saya blanca ajustada, sin lujos ni adornos, y que después de examinarlo de arriba abajo le sonrió. ¡Le sonreía! ¿Cuántas veces le habían sonreído en Córdoba? Hernando le devolvió la sonrisa.
—Sí —contestó—. Busco al lacayo de don Diego… ¿López?
—López de Haro —le ayudó el hombre—. ¿Quién eres?
—Me llamo Hernando.
—Hernando, ¿qué?
—Ruiz. Hernando Ruiz.
—Bien, Hernando Ruiz. Don Diego tiene muchos lacayos, ¿a cuál de ellos buscas?
Hernando se encogió de hombros.
—Ayer, en los juegos de toros…
—¡Ahora caigo! —le interrumpió el hombre—. Tú eres el que entró en la plaza el semental del conde de Espiel, ¿no es cierto? Sabía que tu cara me era familiar —añadió mientras Hernando asentía—. Veo que no te pillaron, pero no deberías haber ayudado al conde. Ese hombre tendría que haber salido de la plaza a pie y humillado; ¿qué triunfo implica que el toro mate al caballo por su torpeza? Era un buen animal —musitó—. De hecho, el rey debería prohibirle montar, por lo menos delante de un toro… o de una mujer. Bueno, ahora sé a quién buscas. Acompáñame.
Abandonaron la nave de las cuadras y salieron a un inmenso patio central. En él se movían tres jinetes domando caballos, dos de ellos montados en soberbios ejemplares mientras el tercero, en quien Hernando reconoció al lacayo de don Diego, pie a tierra, obligaba a un potro de dos años a trazar círculos a su alrededor, a la distancia que le permitía el ronzal del cabezón que el animal llevaba puesto por encima del freno y las bridas; los estribos, sueltos, golpeaban sus costados, excitándole.
—Es aquél, ¿no? —le señaló el hombre. Hernando asintió—. Se llama José Velasco. Por cierto, yo soy Rodrigo García.
Hernando titubeó antes de aceptar la mano que le ofreció Rodrigo. Tampoco estaba acostumbrado a que los cristianos le tendieran la mano.
—Soy… soy morisco —anunció para que Rodrigo no se llamase a engaño.
—Lo sé —le contestó él—. José me lo ha comentado esta mañana. Pero aquí todos somos jinetes, domadores, mozos, herradores, freneros o lo que sea. Aquí, nuestra religión son los caballos. Pero cuídate mucho de repetir esto en presencia de algún sacerdote o inquisidor.
Hernando notó que Rodrigo, al tiempo que decía esas palabras, le estrechaba la mano con franqueza.
Al cabo de un rato, cuando el potro ya sudaba por los costados, José Velasco lo obligó a detenerse, ató al cabezón el ronzal que utilizaba para hacerlo girar y acercó el potro a un poyo; se subió a éste, y ayudado por un mozo que aguantaba al animal montó con cuidado sobre él. Los otros dos jinetes detuvieron sus ejercicios. El joven caballo se quedó quieto y expectante, encogido, con las orejas gachas, al notar el peso de Velasco.
—Es la primera vez —susurró Rodrigo a Hernando, como si levantar la voz pudiera originar un percance.
Velasco llevaba una larga vara cruzada por encima del cuello del potro y sostenía en sus manos tanto las riendas como el ronzal; las riendas sueltas, como si no quisiera molestar al potro con el freno que mordía en la boca; el ronzal, por el contrario, tenso a la argolla que colgaba por debajo del belfo inferior del animal. Esperó unos segundos a ver si el potro respondía pero, al no hacerlo y continuar quieto y en tensión, se vio obligado a azuzarlo con suavidad. Primero chasqueó la lengua; luego, al no obtener respuesta, atrasó los talones de sus borceguíes, sin espuelas, hasta rozar sus costados. En ese momento el potro salió disparado, corcoveando. Velasco aguantó el envite y al cabo, el potro volvió a detenerse, él solo, sin que el jinete hubiera hecho más que aguantar encima suyo.
—Ya está —afirmó Rodrigo—. Tiene buenas maneras.
Así fue. En la siguiente ocasión el potro salió encogido, pero sin corcovear. Velasco lo dirigía mediante el ronzal y en última instancia, sin pegarle, le mostraba la vara por alguno de los lados de la cabeza para obligarle a girar hacia el contrario, sin dejar de hablarle y palmearle el cuello.
Los casi cien caballos españoles estabulados en las caballerizas reales de Córdoba constituían los ejemplares escogidos, los perfectos, de entre las cerca de seiscientas yeguas de cría que componían la cabaña del rey Felipe II y que se hallaban diseminadas en varias dehesas de los alrededores de Córdoba. Tal y como le había comentado Hamid, en 1567 el rey ordenó la creación de una nueva raza de caballos, para lo que dispuso la adquisición de las mejores mil doscientas yeguas que hubiera en sus territorios; pero no fue posible encontrar tantas madres de la calidad requerida y la yeguada se quedó en la mitad. Además, ordenó destinar los derechos de las salinas a dicha empresa, incluyendo la erección de las caballerizas reales en Córdoba y el alquiler o compra de las dehesas en las que debían acomodarse las yeguas. Para dirigir el proyecto nombró caballerizo real y gobernador de la raza al veinticuatro de Córdoba don Diego López de Haro, de la casa de Priego.
El caballo debía ser un animal de cabeza pequeña, ligeramente acarnerada y frente descarnada; ojos oscuros, despiertos y arrogantes; orejas rápidas y vivaces; ollares anchos; cuellos flexibles y arqueados, gruesos en su unión con el tronco y suavemente engarzados en la nuca, con algo de grasa allí donde nacen las crines, abundantes y espesas, igual que las colas; buenos aplomos; dorsos cortos, manejables; con cruces destacadas, y grupas anchas y redondas.
Pero lo más importante del caballo español debía ser su forma de moverse, sus aires. Elevados, gráciles y elegantes, como si no quisiera apoyar ninguna de sus patas en el ardiente suelo de Andalucía y, después de hacerlo, las mantuviese en el aire, sosteniéndolas, bailando el mayor tiempo posible, revoloteando sus manos en el trote o en el galope, como si la distancia a recorrer careciese de importancia alguna; luciéndose, orgulloso, exhibiendo al mundo su belleza.
Durante seis años, don Diego López de Haro, como gobernador de la raza, buscó todas y cada una de esas cualidades en los potros que nacían en las dehesas cordobesas, para volverlos a cruzar entre ellos y obtener descendientes cada vez más perfectos. Los animales que carecían de las cualidades buscadas se vendían como desechos, por lo que en las caballerizas de Córdoba se hallaban los caballos más puros y perfectos de lo que por disposición real se había dado en llamar la raza española.
José Velasco encomendó a Hernando el cuidado, limpieza y sobre todo la doma de pesebre de los potros. Durante ese mes de marzo, justo cuando llegase la primavera y con ella la época de cubrición de las yeguas, el caballerizo real elegiría los potros de un año que serían trasladados desde las dehesas hasta las caballerizas para ocupar el sitio de aquellos otros caballos, ya domados, que partirían en dirección a Madrid, a las caballerizas reales de El Escorial, para ser entregados al rey Felipe. No se vendía ningún caballo de raza española de los que don Diego consideraba perfectos; todos eran para el rey, para sus cuadras o para regalarlos a otros reyes, nobles o jerarcas de la Iglesia.
Desde las dehesas, los potros llegaban cerriles. Hasta que a los dos años se les doma a la silla, montándolos por primera vez, hay mucho trabajo que hacer, como le comentaron a Hernando durante los días que faltaban para la llegada de los animales: debían conseguir que se acostumbrasen al contacto con el hombre, que se dejasen tocar, limpiar, embridar y curar; también debían aprender a permanecer estabulados, permanentemente atados a las argollas de las paredes de las cuadras, conviviendo con otros caballos a sus lados; a comer de los pesebres, a beber en el pilón; a obedecer al ronzal y andar de la mano y a admitir los frenos o el peso de la silla necesarios para montarlos. Todo ello era desconocido para los jóvenes caballos, que hasta entonces habían vivido en libertad en las dehesas, junto a sus madres.
Si en algún momento Hernando había llegado a soñar con montar uno de aquellos fantásticos caballos, sus sueños se fueron desvaneciendo a medida que le explicaban cuáles iban a ser sus tareas. Sin embargo, sí que se cumplió otro sueño: en el segundo piso de las caballerizas reales, por encima de las cuadras, había una serie de estancias para uso de los empleados, de las que le cedieron una amplia habitación de dos piezas, independiente aunque compartiera cocina con otras dos familias. ¡En sus diecinueve años de vida jamás había dispuesto de aquel espacio para él! Ni en Juviles ni mucho menos en Córdoba. Hernando recorrió aquellas dos piezas una y otra vez. El mobiliario se componía de una mesa con cuatro sillas, una buena cama con sábanas y manta, una pequeña cómoda con una jofaina (¡podría lavarse!) y hasta un arcón. ¿Qué meterían en aquel arcón?, pensó antes de dirigirse al ventanal que daba al patio de las caballerizas. Al mostrarle sus habitaciones, el administrador de las cuadras se volvió justo cuando Hernando abría el arcón.
—¿Y tu esposa? —le preguntó como si hubiera sido a ella a quien debiera habérselo enseñado—. En tus papeles dice que estás casado.
Hernando ya tenía preparada la contestación para aquella pregunta.
—Está cuidando de un familiar enfermo —contestó con firmeza—. De momento no puede dejarlo.
—En cualquier caso —le advirtió el administrador—, deberíais acudir sin falta a censaros en la parroquia de San Bartolomé. Imagino que tu esposa no tendrá problema en dejar a ese enfermo el tiempo necesario para realizar ese trámite.
¿Habría algún problema? La pregunta volvió a asaltarle mientras desde la ventana, ya a solas, miraba cómo Rodrigo trabajaba un caballo tordo, insistiendo en un ejercicio que el animal no terminaba de ejecutar correctamente; las largas espuelas de plata del jinete lanzaban destellos al sol de marzo cuando Rodrigo las clavaba en los ijares del tordo. Fátima todavía no era su esposa. Karim había sido tajante: debían transcurrir los dos meses de idda concedidos a Brahim, durante los que Hernando no podía acercarse a ella. ¿Y si Brahim obtenía el dinero suficiente para recuperar a Fátima?
El espolazo con el que Rodrigo castigó al caballo cuando éste volvió a equivocar el ejercicio se hincó en las carnes de Hernando tanto como en los ijares del animal rebelde. ¿Y si Brahim lo conseguía?
Se le había echado la noche encima y ya no podía volver a Córdoba. ¿Qué excusa iba a alegar en la puerta?, pensó Brahim. Agazapado entre los matorrales, en el camino que llevaba de la venta de los Romanos hasta la ciudad por la puerta de Sevilla, observó transitar a varios mercaderes, armados todos, que iban en grupo para protegerse. Había conseguido un puñal; se lo había prestado un morisco que trabajaba junto a él en el campo, después de insistirle una y otra vez.
—Vigila —le había advertido el hombre—, si te pillan con él te detendrán y yo perderé mi puñal.
Brahim era consciente de ello. Entrar escondida un arma en Córdoba, confundido entre la multitud que volvía de trabajar los campos, era relativamente sencillo, pero volver por la noche, solo y armado, no era más que una temeridad. En cualquier caso, de poco le estaba sirviendo el puñal. Brahim lo empuñaba con decisión ante el rumor de pasos y caballerías. «En la siguiente oportunidad saltaré sobre ellos», se prometía después de dejar escapar, oculto en los matorrales, a una partida de mercaderes tras otra. Pero cuando por fin aparecía ese nuevo grupo en el camino, la mano con la que asía el puñal se le anegaba en sudor y las piernas que debían correr hacia ellos se negaban a hacerlo. ¿Cómo iba a enfrentarse a varios hombres armados con espadas? Entonces, maldiciéndose, escuchaba cómo sus risas y sus chanzas se perdían en la distancia. «Al siguiente —trataba de convencerse—. Los próximos no se me escapan.»
Estuvo a punto de decidirse al paso de dos mujeres y varios niños que se apresuraban hacia Córdoba con una cesta de hortalizas, pero ninguna de ellas mostraba una mísera ajorca, ni siquiera de hierro, en sus muñecas o en sus tobillos. ¿Qué iba a hacer con una cesta de hortalizas?
Le asaltó la oscuridad y el camino, pese a estar frente a él, desapareció de su vista. Ningún mercader más se atrevió a recorrerlo ante las sombras que borraron sus márgenes y el silencio cayó sobre Brahim, machacándole su cobardía.
Transcurrió más de la mitad del plazo de dos meses de idda que le habían concedido los ancianos para acreditar que podía gobernar a Fátima, y Brahim no consiguió un solo real por encima del salario que le pagaban en el campo. Es más, una parte de los jornales cobrados desde entonces la había tenido que destinar a devolver el préstamo para el bautizo de Shamir. Era imposible conseguir dinero trabajando, pero también lo era tratando de robarlo.
El nazareno se quedaría con Fátima. Ni siquiera esa posibilidad, que torturaba su conciencia sin tregua, le insufló el valor necesario para arriesgar su vida frente a un puñado de cristianos, por poco armados que fueran.
Brahim sabía de Hernando. Aisha se había visto obligada a contarle qué era de su hijo, y al comprobar que su esposo no reaccionaba con violencia, sino que se encerraba en sí mismo, el pánico la asaltó al comprender a su vez la trascendencia de lo que sucedía: Brahim perdería a Fátima; Brahim iba a ser denostado y humillado frente a la comunidad… ¡Él!, ¡el arriero de Juviles, el lugarteniente de Aben Aboo! Por el contrario, aquel hijastro al que había aceptado a cambio de una mula y al que siempre había detestado, prosperaba, obtenía un trabajo bien remunerado y, lo más importante, le arrebataría a su preciada Fátima.
Dos jinetes que corrieron el oscuro camino a galope tendido le sobresaltaron.
—¡Nobles! —escupió Brahim.
—Pídeles el dinero a los monfíes de Sierra Morena —le recomendó el hombre del puñal a la mañana siguiente, después de que Brahim se lo devolviese y confesase su inutilidad—. Siempre necesitan gente en la ciudad o en los campos, hermanos que les proporcionen información acerca de las caravanas que van a partir, de las personas que llegan o se van o de las actividades de la Santa Hermandad. Necesitan espías y colaboradores. Yo conseguí el puñal de ellos.
¿Cómo podía dar con los monfíes?, se interesó Brahim. Sierra Morena era inmensa.
—Ellos serán los que darán contigo si acudes a Sierra Morena —le contestó el hombre—, pero procura que no lo hagan primero los de la Santa Hermandad.
La Santa Hermandad era una milicia municipal compuesta por dos alcaides y unidades de cuadrilleros, generalmente doce, que vigilaban los delitos que se cometían fuera de los cascos urbanos: en los campos, en las montañas y en los pueblos de menos de cincuenta habitantes, allí donde la organización de los grandes municipios no podía llegar. Su justicia acostumbraba a ser sumaria y cruel, y en aquellos momentos buscaban a los monfíes moriscos que tenían atemorizados a los buenos cristianos, como el Sobahet, un cruel monfí valenciano que capitaneaba una de las partidas que se habían hecho fuertes en Sierra Morena, al norte de Córdoba, compuesta en su mayor parte por esclavos desesperados, fugados de tierras de señorío, donde la vigilancia era menor que en la ciudad, y que debido a tener los rostros marcados al hierro no podían esconderse en las ciudades y optaban por hacerlo en las sierras.
Los monfíes eran su única posibilidad, concluyó Brahim.
Al amanecer del día siguiente, tras pasar ante la iglesia y el cementerio de Santa Marina, y dejar a su izquierda la torre de la Malmuerta destinada a cárcel de nobles, Brahim, Aisha y el pequeño Shamir abandonaron Córdoba por la puerta del Colodro, en dirección norte hacia Sierra Morena.
Había ordenado a Aisha que se preparase para partir con él y el niño, y que se proveyese de comida y ropa de abrigo. Su tono fue tan tajante que la mujer ni siquiera se atrevió a preguntar. Cruzaron la puerta del Colodro mezclados entre la gente que salía a trabajar a los campos o al matadero, y se dirigieron hacia Adamuz, por encima de Montoro, en el camino de las Ventas, el que unía Córdoba con Toledo a través de Sierra Morena. Cerca de Montoro acababan de encontrar a cuatro cristianos degollados y con las lenguas cortadas; los monfíes debían de rondar por la zona.
Desde Córdoba hasta Toledo, en el camino de las Ventas, había numerosas posadas para los viajeros que lo transitaban, por lo que Brahim tomó sendas alejadas de la vía principal, o incluso campo a través, pero antes de llegar a Alcolea, en descampado, como estaba ordenado hacerlo, se produjo el primer encuentro con la Santa Hermandad. Atado a un poste hundido en la tierra, el cadáver asaetado de un hombre se descomponía para servir de alimento a los carroñeros y de advertencia a los vecinos: ésa era la forma en que la Hermandad ejecutaba sus sentencias de muerte contra los malhechores que osaban delinquir fuera de las ciudades. Brahim recordó las precauciones que le habían aconsejado tomar y obligó a Aisha a abandonar la ruta que seguían, aunque se trataba de un camino apartado por el que trataban de rodear las estribaciones de Sierra Morena e internarse directamente en la sierra. Entre alcornoques y cañadas, su instinto de arriero le permitió orientarse sin dificultad y encontrar aquellos pequeños y desconocidos senderos que sólo seguían los cabreros y los expertos en la montaña.
Él y Aisha, que caminaba en silencio detrás de su marido con el niño a cuestas, tardaron todo el día en recorrer la distancia que separaba Córdoba de Adamuz, un pequeño pueblo sometido al señorío de la casa del Carpio; acamparon en sus afueras, entre los árboles, escondidos de los viajeros y de la Hermandad.
—¿Por qué escapamos de Córdoba? —se atrevió a preguntar Aisha en el momento en que entregaba a Brahim un pedazo de pan duro—. ¿Adónde nos dirigimos?
—No escapamos —le contestó su esposo con rudeza.
Ahí terminó la conversación y Aisha se volcó en el niño. Pernoctaron a la intemperie, sin encender fuego y luchando contra el sueño, temerosos del aullar de los lobos, los gruñidos de los cerdos salvajes o cualquier otro sonido que pudiera delatar la presencia del oso. Aisha protegió a Shamir con su cuerpo. Brahim, sin embargo, parecía feliz; observaba la luna y dejaba vagar la mirada entre las sombras, deleitándose con la que había sido su forma de vida antes de la deportación.
Al alba, efectivamente, fueron los monfíes quienes acudieron a ellos. Los bandoleros merodeaban por el camino de las Ventas atentos a cualquier viajero procedente de Madrid, Ciudad Real o Toledo que no hubiera sido lo suficientemente precavido como para hacerlo en compañía o protegido. Ya los habían descubierto la jornada anterior, vigilantes como siempre lo estaban a cualquier movimiento que pudiera significar la llegada de los cuadrilleros de la Hermandad, pero no les habían dado importancia: un hombre y una mujer con un niño que viajaban a pie y sin equipaje, evitando los caminos principales, carecían de interés. De todas formas, convenía saber qué hacían aquellos tres en la sierra.
—¿Quiénes sois y qué pretendéis?
Brahim y Aisha, que desayunaban sentados, ni siquiera los habían oído acercarse. De repente, dos esclavos prófugos marcados al hierro en el rostro, armados con espadas y dagas, se plantaron ante ellos. Aisha apretó al niño contra su pecho; Brahim hizo ademán de levantarse, pero uno de los esclavos se lo prohibió con un gesto.
—Me llamo Brahim de Juviles, arriero de las Alpujarras. —El monfí asintió en señal de que conocía el lugar—. Mi hijo y mi esposa —añadió—. Quiero ver al Sobahet.
Aisha volvió la cabeza hacia su esposo. ¿Qué pretendía Brahim? Un tremendo presentimiento la asaltó, encogiéndole el estómago. Shamir reaccionó a la congoja de su madre y rompió a llorar.
—¿Para qué quieres ver al Sobahet? —preguntó mientras tanto el segundo monfí.
—Es cosa mía.
Al instante, los dos esclavos huidos llevaron las manos a las empuñaduras de sus espadas.
—En la sierra, todo es cosa nuestra —replicó uno de ellos—. No parece que estés en situación de exigir…
—Quiero ofrecerle mis servicios —confesó entonces Brahim.
—¿Cargado con una mujer y un niño? —rió uno de los esclavos.
Shamir berreaba.
—¡Hazlo callar, mujer! —ordenó Brahim a su esposa.
—Acompañadnos —cedieron los esclavos después de consultarse con la mirada y hacer un gesto de indiferencia.
Todos se internaron en las entrañas de la sierra; Aisha trastabillaba detrás de los hombres, tratando de calmar a Shamir. Brahim había dicho que quería ofrecerse al monfí. Era evidente que Brahim buscaba dinero para recuperar a Fátima, pero ¿para qué los llevaba a ellos? ¿Para qué necesitaba al pequeño Shamir? Tembló. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas al suelo con el niño abrazado contra su pecho, se levantó y se esforzó por seguir la marcha. Ninguno de los hombres se volvió hacia ella… y Shamir no cesaba de llorar.
Llegaron a un pequeño claro que había servido como campamento a los monfíes. No había tiendas ni ningún chamizo; sólo mantas esparcidas por el suelo y las brasas de un fuego en el centro del claro. Arrimado a un árbol, el Sobahet, alto y cejijunto, con barba negra descuidada, recibía explicaciones de los dos esclavos que habían acompañado a Brahim y Aisha. Examinó a Brahim desde la distancia y luego le ordenó acercarse.
Cerca de media docena de monfíes, todos herrados y harapientos, recogían el campamento: unos permanecían atentos a los nuevos visitantes, otros miraban a Aisha sin esconder su deseo.
—Di rápido lo que tengas que decir —conminó el jefe monfí a Brahim, antes incluso de que éste llegase a su altura—. En cuanto regresen los hombres que nos faltan, partiremos. ¿Por qué crees que podría estar interesado en tus servicios?
—Porque necesito dinero —contestó sin tapujos Brahim.
El Sobahet sonrió con cinismo.
—Todos los moriscos lo necesitan.
—Pero ¿cuántos de ellos escapan de Córdoba, se internan en Sierra Morena y acuden a ti?
El monfí pensó en las palabras de Brahim. Aisha trataba de escuchar la conversación a unos pasos de distancia. El niño ya se había calmado.
—Los cristianos pagarían bien por mi detención y la de mis hombres. ¿Quién me asegura que no eres un espía?
—Ahí están mi mujer y mi hijo varón —alegó Brahim con un gesto hacia Aisha—. Pongo sus vidas en tus manos.
—¿Qué podrías hacer? —preguntó el Sobahet, satisfecho con la réplica.
—Soy arriero de profesión. Participé en el levantamiento y fui lugarteniente de Ibn Abbu en las Alpujarras. Sé de recuas, y sólo con verlas, con echar una ojeada a sus arreos y jaeces, puedo prever qué es lo que transportan y cuáles son sus defectos. Puedo moverme con una recua de mulas por cualquier lugar, por peligroso que sea, de día o de noche.
—Ya tenemos a un arriero con nosotros: mi segundo, mi hombre de confianza —le interrumpió el Sobahet. Brahim se volvió hacia los esclavos—. No. No es ninguno de ellos. Le estamos esperando. Y ya hemos considerado la posibilidad de ayudarnos con algunas mulas, pero nos movemos con rapidez; las mulas no harían más que entorpecer nuestros desplazamientos.
—Con buenos animales puedo moverme tan rápido como cualquiera de tus monfíes y por lugares a los que nunca llegaría un hombre. Deberías tenerlos, multiplicarían tus beneficios.
—No. —El monfí acompañó su negativa con un gesto de la mano—. No me interesa… —empezó a decir como si diera la conversación por terminada.
—¡Deja que te lo demuestre! —insistió Brahim—. ¿Qué riesgo corres?
—Poner en tus manos nuestro botín, arriero. Ése sería el riesgo que correría. ¿Qué sucedería si te quedases atrás con tus mulas cargadas? Deberíamos esperarte y arriesgar nuestras vidas… o confiar en ti.
—No te fallaré.
—He oído demasiadas veces esa promesa —alegó el Sobahet con una mueca.
—Podría actuar como espía…
—Ya tengo espías en Córdoba y en los pueblos que la circundan. Sé de cada caravana que se mueve por el camino de las Ventas. Si quieres unirte a mi partida, te pondré a prueba, como a todos. Es lo más que puedo ofrecerte. —En ese momento otro grupo de monfíes apareció entre los árboles—. ¡Nos vamos! —gritó el Sobahet—. Piensa en lo que te he dicho, arriero, y ven si quieres. Pero tú solo, sin tu mujer ni tu hijo.
—¡Perra! ¿Qué hace esta puta aquí? —El grito resonó entre el ajetreo de los hombres que se preparaban para partir. El Sobahet dio un respingo. Brahim se volvió hacia donde estaba Aisha.
¡Ubaid! Aisha permanecía paralizada frente al arriero de Narila, que acababa de llegar al campamento. En el repentino silencio que prosiguió a los insultos, Ubaid volvió la cabeza hacia Brahim, como si después de haberse topado con su esposa, presintiera su presencia.
Los dos arrieros enfrentaron sus miradas.
—Sólo falta el nazareno para que se cumpla el mejor de mis sueños —sonrió el Manco. Brahim tembló y buscó ayuda con la mirada en el jefe de los monfíes—. Éste es el hombre del que te he hablado tantas veces. —El Sobahet endureció su expresión—. Fue él quien me cortó la mano.
—Tuyo es, Manco. Él y su familia —masculló el Sobahet señalando a Aisha y al niño—, pero aligera. Debemos irnos.
—¡Lástima que falte el nazareno! Cortadle la mano —ordenó Ubaid—. ¡Cortádsela! A él y a su hijo. Que su descendencia recuerde siempre por qué a Ubaid de Narila le llaman el Manco.
Antes de que Ubaid terminase de hablar, dos hombres agarraron a Brahim. Aisha aulló y protegió a Shamir, al tiempo que otros monfíes trataban de arrebatárselo. El niño estalló de nuevo en llanto, y mientras Aisha defendía a su pequeño, tumbada en el suelo sobre él, los monfíes que luchaban con Brahim lo arrodillaron. Brahim gritaba, insultaba e intentaba defenderse. Extendieron su brazo y lo aguantaron con firmeza antes de que un tercero descargara un golpe de alfanje sobre la muñeca. Inmediatamente, Brahim, con los ojos abiertos por la terrorífica impresión de ver desgajada su mano, fue arrastrado hasta las brasas donde le introdujeron el muñón para cauterizar la herida. Los gritos de Brahim, los gemidos de Aisha y los llantos del pequeño se confundieron en uno solo cuando los monfíes lograron arrancar al niño de brazos de su madre.
Aisha saltó tras ellos hasta caer a las piernas de Ubaid.
—¡Yo soy la madre del nazareno! —gritó de rodillas, agarrada con ambas manos a la marlota del monfí—. El niño morirá. ¿Qué dolerá más a Hernando? ¡Mátame a mí! Te cambio mi vida por la de él, pero deja a mi pequeño, ¿qué culpa tiene? —sollozó—. ¿Qué culpa…? —trató de repetir antes de caer presa de un llanto incontrolado.
Ubaid no hizo ademán de apartar a la mujer, por lo que los monfíes que llevaban al niño se detuvieron. El de Narila dudó.
—De acuerdo —accedió—. Dejad al niño y matadla a ella. Tú —añadió, dirigiéndose a un Brahim que se retorcía en el suelo—, llevarás su cabeza al nazareno. Dile también que acabaré aquí, en Córdoba, lo que debí haber hecho en las Alpujarras.
Aisha se desasió de la marlota de Ubaid y éste se apartó para dejar sola a la mujer, de rodillas. Indicó a uno de los monfíes, un esclavo marcado, que la ejecutase y el hombre se acercó a ella con la espada desenvainada.
—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —recitó Aisha con los ojos cerrados, entregada a la muerte.
El esclavo detuvo el golpe al oír la profesión de fe. Bajó la cabeza. Ubaid llevó los dedos de su mano izquierda al puente de su nariz; el Sobahet contemplaba la escena. La espada del monfí siguió en el aire durante unos instantes. Hasta Shamir calló. Luego, el hombre miró a sus compañeros en busca de apoyo. ¡No eran asesinos! Entre ellos se encontraban un platero de Granada, tres tintoreros, un comerciante… Se habían visto obligados a convertirse en monfíes para escapar de una esclavitud injusta, de un trato ignominioso. ¿Luchar y matar cristianos? Sí. ¡Los cristianos les habían robado su libertad y sus creencias! ¡Eran ellos quienes habían esclavizado a sus esposas e hijas! Pero asesinar a una mujer musulmana…
Antes de que el monfí rindiese la espada, el Sobahet y Ubaid intercambiaron sus miradas. No podía pedirle aquello a los hombres, pareció decirle el jefe monfí a su lugarteniente, ni tampoco debía hacerlo él personalmente; era una mujer musulmana. Entonces intervino Ubaid:
—Coge a tu niño y a tu marido y vete. Eres libre. Yo, Ubaid, te concedo la vida, la misma que le quitaré a tu otro hijo.
Aisha abrió los ojos sin mirar a nadie. Se levantó presurosa, temblando, y acudió al hombre que sostenía a Shamir, que se lo ofreció en silencio. Luego se dirigió allí donde se hallaba Brahim, postrado junto a las brasas. Lo observó con desprecio y le escupió.
—Perro —acertó a insultarle.
Abandonó el claro del bosque, deshecha en llanto, sin saber adónde dirigirse.
—Enséñale dónde está el camino de las Ventas —ordenó el Sobahet a uno de los monfíes, cuando la espalda de Aisha se perdía en dirección contraria, hacia la fragosidad de la sierra.