56

Los funerales del duque de Monterreal fueron tan solemnes como tristes por la imposibilidad de dar cristiana sepultura a sus cadáveres. En la catedral, el obispo clamó el nombre del sheriff de Clare, Boetius Clancy, responsable de la muerte de don Alfonso y su primogénito, y rogó a Dios que jamás le permitiera abandonar el purgatorio. Desde ese día, anunció airado, cada siete años se repetiría la misma solicitud para recordarle al Señor que el vil asesino no debía salir del purgatorio.

Quien tampoco abandonaba su particular purgatorio era Aisha. Hernando todavía no tenía noticias de don Pedro de Granada Venegas y no se atrevía a iniciar un viaje tan largo, en invierno, en el estado en que se encontraba su madre. Todos pensaron que moriría. Entregó unas monedas a la esposa y a la hija del mesonero para que limpiasen y cambiasen de ropa a su madre.

—Su cuerpo es todo huesos y pellejo —le comentó la mesonera tras abandonar la habitación—. Se la puede ver al trasluz. No aguantará mucho tiempo.

Hernando jugaba a las cartas por las noches, con mayor o menor fortuna, dejándose ganar en alguna de ellas, como le exigía Coca. A lo largo del día se empeñaba en que Aisha reaccionase, pero la mujer seguía manteniendo los ojos en blanco, sin moverse y sin aceptar comida alguna, en un silencio sólo roto por su respirar sibilante. Hernando la recostaba en el lecho y le hablaba al tiempo que, una y otra vez, le mojaba los labios con caldo de gallina, procurando que algo de alimento se deslizase por su garganta. En susurros le contaba lo que estaba haciendo por la comunidad; cómo escondió el pergamino de la Turpiana. ¡Estaba escrito en árabe, madre, y los cristianos veneran el paño de la Virgen y el hueso de san Esteban! ¿Por qué no se lo habría dicho antes? ¿Por qué no rompió su juramento? ¿Acaso Dios le hubiera echado en cara el salvar la vida de su madre? Pero nunca podría haber imaginado… ¡Era culpa suya! Fue él quien la abandonó para vivir rodeado de comodidades, como un parásito, en el palacio de un duque cristiano.

Pero transcurrían los días, Aisha no reaccionaba y Hernando se iba consumiendo junto a su madre, llorando y maldiciéndose.

—Dejadme a mí, señor —le propuso Miguel una mañana en la que le encontró al pie de las escaleras que ascendían al piso superior, dudando, con un tazón de caldo en las manos, sin atreverse a subir.

El muchacho subió agarrándose a la barandilla, con las dos muletas en una sola mano; Hernando le acompañó con el caldo.

—Ponedlo ahí, señor, junto a la cama.

Obedeció y se retiró hasta la puerta. Miguel tomó asiento a la vera de Aisha y mientras le introducía el caldo en la boca, le habló como hacía con Volador, tratándola igual que a aquellos pajarillos con los que decía haber convivido, como a un animal indefenso. Hernando permaneció largo rato parado en la puerta, observando al niño de las piernas quebradas, que sabía cuándo volvían o se irían los animales, y a su madre inerte junto a él. Le escuchó contar historias que acompañaba con risas y mil gestos, ¿de dónde podía sacar tanto optimismo un muchacho tullido al que la vida le había negado todo? ¿Qué le contaba? ¡Un elefante! Miguel estaba persiguiendo a un elefante… ¡con una barca por el Guadalquivir! Le vio simular la trompa del paquidermo, con el antebrazo doblado a la altura del codo por delante de su boca y la mano doblada, que hacía revolotear con la cuchara frente a los inexpresivos ojos de Aisha. ¿Dónde habría escuchado el muchacho la historia de un elefante? Suspiró acongojado y abandonó la habitación con el sonido de las risas de Miguel persiguiéndole —¡el elefante se había hundido a la altura del molino de la albolafia!— y, por primera vez en muchos días, ensilló a Volador y enfiló las dehesas, donde se lanzó a un frenético galope.

«Pagaréis por esta primera de cambio en banco, con seis al millar, a Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, vecino de Córdoba, la cantidad de cien ducados, a razón de trescientos setenta y cinco maravedíes cada uno de ellos…» Hernando contempló la letra de cambio que le entregó un arriero en la posada del Potro por cuenta y orden de don Pedro de Granada Venegas. Cien ducados era una cantidad considerable. No podía fallarles ahora, decía el noble en la carta que adjuntaba con la cambial. El pergamino de la Torre Turpiana había sido un excelente primer paso. Luna y Castillo traducían el damero de letras a conveniencia de la causa, pero el objetivo no podía ser otro que descubrir el evangelio de Bernabé y tratar de acercar a las dos religiones a través de María. Porque los memoriales contra los moriscos continuaban llegando al rey con propuestas a cuál más descabellada, aseguraba don Pedro. Alonso Gutiérrez, desde Sevilla, proponía reagrupar a los moriscos en aljamas cerradas de no más de doscientas familias cada una de ellas, bajo el mando de un jefe cristiano que controlaría hasta sus matrimonios; marcarlos en el rostro para que fuesen reconocidos allí donde fueren y gravarlos con importantes cargas fiscales.

Pero hay más —continuaba la carta—. Un cruel e intransigente fraile dominico llamado Bleda va mucho más lejos y sostiene, argumentándolo en la doctrina de los Padres de la Iglesia, que sería moralmente lícito que el rey dispusiese de la vida de todos los moriscos como le viniese en gana, matándolos o vendiéndolos como esclavos a otros países, por lo que propone destinarlos a galeras. De esa forma, continúa el fraile, podrían sustituirse a los muchos sacerdotes que reman en ellas por la costumbre de sus superiores de castigarlos como galeotes ante sus faltas, con el solo objeto de ahorrarse su manutención en prisión. Esa Iglesia que se considera tan misericordiosa pretende asesinar o esclavizar a miles de personas. Debemos trabajar. Todas estas propuestas se filtran hasta las comunidades moriscas y enardecen los ánimos en un círculo diabólico: cuantos más memoriales se producen, más intentos de rebelión se maquinan y, a medida que se descubren las conspiraciones, más y más argumentos tienen los cristianos para adoptar alguna de esas sangrientas soluciones. Desde otro punto de vista, la derrota de la gran armada no es cuestión baladí. Inglaterra se ha hecho fuerte y su ayuda a los ejércitos que luchan en Flandes aumentará; en Francia, la Liga cristiana promocionada y pagada por el rey español se halla en serias dificultades tras la derrota. Todo eso repercutirá en nosotros, Hernando, no te quepa duda. A medida que los españoles pierdan poder en Europa, verán en los moriscos la posibilidad de aliarse con alguna de esas potencias y adoptarán medidas de algún tipo. Las circunstancias juegan en nuestra contra. Mantenme informado de tu situación y cuenta conmigo; te necesitamos.

Quemó la carta de don Pedro, salió de la posada y después de preguntar a un alguacil dónde se emplazaba el banco de don Antonio Morales, establecimiento al que el banquero de don Pedro en Granada dirigía la letra de cambio, se encaminó a él provisto del documento y de su cédula personal. El escritorio de Morales se hallaba cerca de la alcaicería y la alhóndiga, y Hernando, bien vestido, fue recibido por el propio banquero, que le cobró el seis por millar que figuraba en la letra de cambio, le abrió un depósito por importe de noventa ducados y le libró el resto mediante siete coronas de oro, varios reales de a ocho y otros más fraccionarios.

Volvió a la posada y pagó generosamente al posadero acallando de esa manera las suspicacias del hombre, ya enterado de su condición de morisco y fullero. El asunto se había complicado con la presencia de una penitenciada por la Inquisición.

—No sé si tenéis licencia para vivir en esta parroquia —le dijo unos días antes—. Comprendedlo. Si viniese el alguacil… Los cristianos nuevos necesitáis permiso de los párrocos para cambiar de residencia.

Hernando le calló mostrándole el salvoconducto expedido por el arzobispado de Granada.

—Si puedo moverme con libertad por los reinos de España —alegó—, ¿cómo no voy a poder hacerlo por una simple ciudad?

—Pero la mujer… —insistió el posadero.

—La mujer va conmigo. Es mi madre.

Le contestó con dureza, pero acompañó sus palabras con algunas monedas más.

Sin embargo, era consciente de que aquella situación no podía eternizarse. Don Pedro le había mandado dinero, sí, pero también le rogaba que trabajase en el proyecto, y en la posada no podía hacerlo. Dormía en el suelo, ya que el lecho lo ocupaba Aisha, que permanecía en el mismo estado en el que había abandonado las mazmorras de la Inquisición. Miguel la cuidaba cada día con afecto y cariño, hablándole, contándole historias, acariciándola y riendo, siempre riendo, salvo cuando exigía ayuda a la mujer e hija del posadero para que la limpiasen o la cambiasen de postura a fin de que no se llagase.

—¿Has logrado que coma? —le preguntó un día Hernando.

—No lo necesita, señor —contestó el muchacho—. De momento le sigo dando caldo de gallina. Es suficiente alimento para una mujer en su estado. Ya comerá si quiere.

Hernando dudó y se llevó la mano al mentón. No se atrevió a preguntarle si aquel animalillo volvería o se iría, pero sí que se dio cuenta de que el muchacho, parado sobre sus muletas, frente a él, sabía qué era lo que pasaba por su cabeza.

Miguel sonrió, pero no dijo nada.

Hernando comprendió que con Aisha en aquel estado no podía dejar Córdoba. Mientras tanto, podía alquilar una casa y buscar trabajo. Con caballos. Era un buen jinete. Quizá algún noble le contratase como domador o como caballerizo, incluso como mozo de cuadras. ¿Por qué no? Si eso fallaba, también sabía escribir y llevar cuentas; alguien podría estar interesado. Y por las noches se dedicaría a trabajar en el evangelio, que seguía manteniendo escondido entre unos papeles por los que, al contrario de lo que sucedía en el palacio del duque, nadie mostró interés en sus ausencias de la posada; allí nadie sabía leer.

Sus pensamientos le llevaron a la casa de tablaje de Coca. La esclava guineana le franqueó el paso. Quizá Coca supiera de alguna vivienda que pudiera alquilar…

—¡Mira por dónde! —le espetó el coimero, que contaba los dineros ganados en la noche anterior—, precisamente ahora iba a ir en tu busca.

Hernando avanzó hacia la mesa a la que se sentaba Coca.

—¿Sabes de alguna casa en alquiler por la que no pidan demasiada renta? —le preguntó de sopetón mientras se dirigía hacia él. Coca enarcó las cejas—. Pero ¿por qué ibas a ir en mi busca? —cayó en la cuenta.

—Espera. —Coca terminó de calcular los beneficios de las tablas, despidió a la guineana y, solos en la coima, se enfrentó con seriedad a su visitante—. Esta noche hay una gran partida —anunció.

Hernando dudó.

—¿No te interesa? —se sorprendió el coimero.

—Sí…, creo que sí. Yo… —Dudó si contarle lo de los cien ducados que acababa de recibir de don Pedro. Había sido él quien le insistiera en aquella partida, pero ahora… los cien ducados le proporcionaban una seguridad de la que no disponía entonces. Era el dinero que le garantizaba los cuidados de su madre, el poder alquilar una casa… ¿Cómo iba a jugarse los ducados que su protector le había mandado para que pudiera trabajar por la causa morisca?—. Tengo cien ducados —terminó confesando—. Me los ha prestado un conocido…

—No me interesan tus ducados —le sorprendió Coca.

—Pero…

—Te conozco. En este negocio he aprendido a distinguir a la gente. La huelo, presiento sus reacciones. Viniste a mí diciendo que no tenías dinero. Si ahora que dispones de él, tienes que arriesgarlo, no lo harás. No eres un jugador. —Coca se agachó y agarró algo a sus pies: dos bolsas llenas de monedas que dejó caer sobre la mesa—. Aquí están nuestros dineros —dijo entonces—. Sinceramente, en circunstancias normales nunca jugaría contigo como cómplice de fullerías, pero eres el único que conoce mi secreto y el único que lo conocerá; el único con el que puedo hacerlo y de las pocas personas, quizá la única también, a quien le debo gratitud como amigo. Y quiero ganarles. Mucho dinero. Cuanto más mejor. Ésta debe ser nuestra noche.

—Pero tu dinero… —exclamó Hernando, sorprendido—. ¡Ahí debe de haber una fortuna!

—Sí, la hay. Olvídate de lo que has venido jugando aquí por las noches. Eso es otro mundo. Si cuentas en reales te descubrirán… y contigo, a mí. Son escudos de oro; eso es lo que se mueve en cada mano. Tienes que convencerte de que un escudo de oro no tiene más valor que el de una blanca. ¿Te ves capaz?

Hernando no dudó:

—Sí.

—Es peligroso. Eso es lo primero que quiero que comprendas. Nadie debe saber de nuestra amistad.

La partida se organizó en la casa de un rico mercader de paños tan soberbio y pedante como temerario a la hora de apostar a los naipes.

Ya anochecido, Hernando recorrió nervioso la escasa distancia que separaba la posada del Potro de la calle de la Feria, donde vivía el mercader, agarrado a la abultada bolsa de dinero y pensando en las instrucciones que le había proporcionado Pablo Coca. Debían sentarse el uno delante del otro para que Hernando pudiera llegar a ver el lóbulo de su oreja. Apostaría fuerte incluso en el supuesto de que Coca no le hubiera hecho señal alguna; no podía ser que sólo lo hiciera en el momento de ganar.

—Procura no hablarme más que a los otros —le instruyó también—, pero mírame directamente, como a los demás jugadores, como si pretendieras adivinar mi juego por mi semblante. Piensa que no jugaré por mí, sino por ti y que, si tenemos suerte y usan nuestras barajas, conoceré los naipes; en otro caso, sólo podré ayudarte con los míos. Juega con decisión pero no pienses que son tontos; saben lo que se hacen y por lo general usan de tantas fullerías como cualquiera de los que frecuentan las casas de tablaje. Pero por encima de todo recuerda siempre una cosa: el honor de esta gente los lleva muy rápido a echar mano a su espada, y tratándose de partidas prohibidas, existe un pacto de silencio si alguien hiere o mata a otro.

Un criado acompañó a Hernando a un salón bien iluminado y lujosamente adornado con tapices, guadamecíes, muebles de madera brillante y hasta un gran cuadro al óleo en el que se representaba una escena religiosa que llamó la atención del morisco. En la estancia ya se hallaban presentes ocho personas, en pie, que charlaban en voz baja, emparejados. Pablo estaba entre ellos.

—Señores —el coimero llamó la atención de dos parejas que se hallaban cerca de la puerta por la que acababa de entrar su compañero—, les presento a Hernando Ruiz.

Un hombre grande y fuerte cuya lujosa indumentaria destacaba por encima de todas las demás, fue el primero en tenderle la mano.

—Juan Serna —lo presentó Pablo—, nuestro anfitrión.

—¿Traéis dinero con vos, señor Ruiz? —inquirió socarronamente el mercader mientras se saludaban.

—Sí… —titubeó Hernando ante alguna carcajada por parte de los jugadores que se habían acercado.

—¿Hernando Ruiz? —preguntó en ese momento un anciano de hombros hundidos, vestido completamente de negro.

—Melchor Parra —dijo Pablo, presentándole—, escribano público…

El anciano hizo al coimero un autoritario gesto con la mano para que callase.

—¿Hernando Ruiz —repitió—, cristiano nuevo de Juviles?

Hernando evitó mirar a Pablo. ¿Cómo sabía aquel anciano que era morisco? ¿Querrían jugar con un cristiano nuevo?

—¿Cristiano nuevo? —oyó que se interesaba otro de los jugadores que se habían acercado a saludarle.

—Sí —afirmó entonces—, soy Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles.

Pablo trató de intervenir, pero el mercader se lo impidió.

—¿Tienes dinero? —volvió a preguntar como si el hecho de que fuera morisco le importase poco.

—A fe mía que sí, Juan —saltó el anciano cuando Hernando pretendía mostrar su bolsa—. Acaba de heredar un legado del duque de Monterreal, a quien Dios tenga en su gloria. Yo mismo abrí y leí el testamento unos días antes del funeral. Don Alfonso de Córdoba efectuó una manda de bienes ajenos al mayorazgo. A mi amigo Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien le debo la vida, decía. Lo recuerdo como si lo estuviera leyendo ahora mismo. ¿Vienes a jugarte tu herencia? —terminó preguntando con cinismo.

Aquella noche en casa del mercader de paños, Hernando no logró concentrarse en los naipes. ¡Una herencia! ¿De qué se trataría? El escribano no se lo dijo y él tampoco tuvo oportunidad de hacer un aparte para preguntárselo puesto que, con su llegada, Juan Serna dispuso que se iniciase el juego de inmediato. Pablo Coca se sentó a la mesa con semblante de preocupación; Hernando ni siquiera buscó un lugar enfrentado a él y tuvo que ser el coimero quien se las arreglase para que pudieran jugar el uno delante del otro. Sin embargo, mano tras mano, Coca empezó a relajarse: Hernando jugaba distraído, apostaba fuerte y perdía algunos lances pero machacaba mecánicamente la mesa tan pronto como percibía el movimiento del lóbulo de la oreja de su cómplice. La partida se prolongó durante toda la noche sin que nadie llegara a sospechar del juego cruzado entre ambos. Los desplumaron a todos. Serna, igual que el escribano, perdió casi quinientos ducados que pagó en oro a Hernando, exigiendo con caballerosidad mal disimulada la revancha. Los demás jugadores, Pablo incluido, le pagaron sumas menos importantes pero de consideración. Un joven pretencioso, hijo de la nobleza, que durante la noche llegó a insultar a un Hernando imperturbable, perdido en sus propias elucubraciones acerca de la herencia, se tragó el orgullo poniendo encima de la mesa su espada de empuñadura trabajada en oro y piedras preciosas, y su anillo grabado con el escudo de armas de la familia.

—Firma un papel conforme son míos —le exigió el morisco al percatarse de que el ofendido joven hacía ademán de dar la espalda a la mesa.

El viejo escribano también se vio obligado a firmar un papel, pero en este caso de reconocimiento de deuda a favor de Hernando, puesto que no le alcanzaba el dinero que traía en la bolsa y le habían permitido jugar al fiado. Lo hizo con mano temblorosa. Renegaba por la pequeña fortuna que acababa de dejarse en la mesa y rogaba tiempo para satisfacer su deuda. Hernando dudó. Sabía que los compromisos de pago derivados del juego no eran legales y que ningún juez los ejecutaría, pero Pablo le hizo un casi imperceptible gesto para que consintiera. Pagaría, el escribano pagaría.

Salieron de la casa de la calle de la Feria. El sol brillaba y los cordobeses ya trajinaban por las calles. Hernando, escoltado a una distancia prudencial por dos vigilantes de la coima, armados, que Pablo tuvo la precaución de apostar a la puerta ante la previsión de importantes ganancias, siguió los pasos del viejo escribano. Le dio alcance cerca de la plaza del Salvador.

—No habéis tenido una noche afortunada, don Melchor —le comentó mientras acompasaba su caminar al del disgustado escribano. El anciano masculló unas palabras ininteligibles—. Me hablasteis de un legado a mi favor.

—Tendrás que aclararte con la duquesa y los comisarios de la herencia nombrados por don Alfonso, que en paz descanse —soltó el escribano de malos modos.

Hernando lo agarró del antebrazo, lo obligó a detenerse e incluso lo volvió hacia él con violencia.

Un par de mujeres que se cruzaron con ellos los miraron sorprendidas antes de continuar su camino cuchicheando. Los vigilantes de Pablo Coca se acercaron.

—Mirad, don Melchor, haremos otra cosa: vos arreglaréis mi situación y con prontitud, ¿entendéis?, puesto que en caso contrario no esperaré el plazo de gracia que habéis solicitado. Si lo hacéis así, yo os devolveré vuestro compromiso de pago… gratuitamente.