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Hernando entregó a Rodrigo un soberbio ejemplar de tres años de edad, ya embridado, nervioso, y de una curiosa capa pía, con grandes manchas marrones sobre blanco. Los potros, una vez montados, cuando ya se dejaban mandar en el picadero de las caballerizas reales, debían acostumbrarse al campo, a los toros y a los animales, a cruzar ríos y saltar cortadas, a galopar por los caminos y a detenerse al solo contacto con el freno, pero también debían conocer la ciudad: pararse junto al taller de un forjador y permanecer impasibles ante los golpes en el hierro sobre la forja; moverse entre la gente sin asustarse de las correrías de los niños, de los colores, de las banderas o de los muchos animales que andaban sueltos por Córdoba —perros, gallinas y por supuesto los numerosos cerdos peludos y oscuros, de colas negras, y orejas y hocicos puntiagudos en los que algunos mostraban imponentes colmillos—; soportar la música, las fiestas y todo tipo de ruidos e imprevistos. ¿Qué sería de aquellos caballos y sobre todo de sus domadores si el rey o cualquiera de sus familiares, allegados o beneficiados cayeran por los suelos porque sus monturas se hubieran asustado del estruendo de los pífanos y timbales en una parada militar o del griterío de los súbditos ante su rey?

Todavía no habían llegado los nuevos potros de las dehesas, por lo que Hernando se limitaba a ayudar en las cuadras sin función concreta, y con aquel propósito Rodrigo, montado en el pío, y Hernando a pie, con una larga y flexible vara en la mano, salieron de ellas por la mañana a recorrer la ciudad y someter al fogoso potro a toda clase de nuevas experiencias.

—Te he visto trabajar en las cuadras y me complace tu labor —le dijo el jinete antes de echar el pie al estribo del caballo—, pero de momento no deja de ser similar a la de los demás. Ahora comprobaré si en verdad posees ese sentido especial que creyó percibir en ti don Diego. Vamos a recorrer la ciudad y a enseñársela a este potro. Se asustará. Cuando ello suceda, si consideras que yo ya no debo hacer nada más, que castigarlo con las espuelas o con la vara sería contraproducente, deberás intervenir azuzando al caballo y en la medida correcta. ¿Entiendes?

Hernando asintió cuando el jinete ya pasaba su pierna derecha por encima de la grupa. ¿Cómo sabría cuándo y en qué medida?

—Si el potro llegara a desmontarme —repuso Rodrigo, mientras se acomodaba en la montura—, cosa bastante usual en estas primeras salidas a la ciudad, tu objetivo es el caballo. Pase lo que pase, aunque yo me descuerne contra una pared, o el caballo patee a una anciana o destroce una tienda, debes hacerte con él e impedir que huya por la ciudad para que no sufra daño alguno. Y ten en cuenta una circunstancia: por privilegio real, nadie, repito, ¡nadie!, ni el corregidor, ni los alguaciles, ni los jurados o los veinticuatros de Córdoba tienen autoridad o jurisdicción sobre los caballos y el personal de las caballerizas reales. Tu misión es proteger a este animal y si a mí me sucede algo, traerlo de vuelta a las cuadras sano y salvo, pase lo que pase o te digan lo que te digan.

Hernando siguió al jinete fuera de las cuadras planteándose todavía qué era lo que Rodrigo esperaba de él pero, al igual que el potro, no tuvo tiempo de más: en cuanto el animal adelantó una mano fuera del recinto e irguió las orejas, extrañado de la gente que deambulaba por el Campo Real y de los edificios que le eran desconocidos, Rodrigo lo espoleó con fuerza para impedirle pensar; el potro brincó hacia el exterior, como tuvo que hacer Hernando para no perderles. A partir de ahí se sucedió una mañana frenética. El jinete obligó al pío a galopar por estrechos callejones; pasó entre la gente y buscó aquellos lugares y situaciones que más podían sorprender al animal, con Hernando siempre a la zaga. Buscaron la calle de los Caldereros en el barrio de la Catedral, en la que sometieron al potro a los golpes del martillo sobre el cobre. Luego se plantaron en la curtiduría con su constante trasiego; se detuvieron en los talleres de perailes y tintoreros, en los de los plateros y fabricantes de agujas; recorrieron varias veces la Corredera y los mercados hasta llegar al matadero y a la zona de las ollerías. La experiencia y el arrojo de Rodrigo hicieron casi innecesario el concurso de su ayudante.

Sólo en una ocasión se vio obligado a ello. Rodrigo acercó el potro a uno de los muchos cerdos que corrían sueltos por las calles. El gorrino, grande, se revolvió contra el caballo, chillando y mostrando sus colmillos. En ese momento el pío giró sobre sí, aterrado, y se fue a la empinada, lo que descolocó al jinete. Pero antes de que pudiese escapar del cerdo, Hernando le cerró el paso y le fustigó con la vara en las ancas, obligándole a enfrentarse al animal hasta que Rodrigo se recompuso y volvió a asumir el mando. Por lo demás, se limitó a mostrar la vara tras el caballo, chasqueando la lengua en aquellas ocasiones en que, pese a las espuelas o caricias del jinete según los casos, el potro se espantaba de ruidos o movimientos y se mostraba reticente a acercarse.

Con todo, al igual que el potro, Hernando retornó a las caballerizas sudoroso y sin resuello.

—Bien, muchacho —le felicitó Rodrigo. El jinete echó pie a tierra y le entregó el caballo—. Mañana continuaremos.

Hernando tiró de las bridas del pío hacia la nave de cuadras y allí, a su vez, se lo entregó a un mozo. Iba a abandonar la nave, pero un herrador que inspeccionaba los cascos de otro caballo y al que había visto en más de una ocasión por las caballerizas, se dirigió a él en voz alta.

—Ayúdame. ¡Aguanta! —le indicó. El hombre, de tez muy morena, le cedió una de las patas traseras del caballo. Una vez Hernando la sostuvo en alto, cruzada sobre su muslo, de espaldas al caballo, el herrador rascó la ranilla del casco con una navaja y la limpió de la suciedad acumulada—. Tengo un mensaje para ti —le susurró entonces, sin dejar de rascar—. Han encarcelado a tu madre. —Hernando estuvo a punto de soltar la pata del caballo. El animal se inquietó—. ¡Aguanta! —le ordenó el hombre, esta vez en voz alta.

—¿Cómo…, cómo lo sabes? ¿Qué ha pasado? —preguntó, casi en la oreja del herrador, pegado a él.

—Me envían los ancianos. —El respeto con que pronunció la última palabra indicó a Hernando que aquel hombre era de los suyos—. La detuvo la Hermandad en el camino de las Ventas cuando ella regresaba a Córdoba con su pequeño en brazos. No tenía autorización para abandonar la ciudad y la han condenado a sesenta días de cárcel.

—¿Qué hacía en el camino de las Ventas?

—Tu padrastro ha desaparecido. Tu madre alegó ante el alcaide de la Hermandad que su esposo la había obligado a huir de Córdoba con el niño, pero que logró burlarle y volver. —Aisha se cuidó mucho de explicar a los cuadrilleros, y después al alcaide, que se habían reunido con los monfíes—. Me han dicho que no te preocupes, que está bien, que le han conseguido una manta para ella y ropa para la criatura y les llevan comida.

—¿Cómo se encuentra?

—Bien, bien. Los dos están bien.

—¿Y mi…? ¿Sabes algo de Fátima? —Si Brahim había decidido huir de Córdoba, pensó, tal vez se hubiera llevado consigo a Fátima. ¿O se había rendido?

—Ella sigue viviendo con Karim —contestó el herrador, que parecía estar al tanto de la historia.

Con la atención aparentemente puesta en cómo el hombre terminaba de limpiar las ranillas del caballo, Hernando no pudo dejar de plantearse lo que aquello significaba: ¡Brahim había huido dejando a Fátima en Córdoba! ¿Cuánto tiempo restaba para que se cumpliera la idda? ¿Dos, tres semanas?

—¿Quién eres? —se interesó cuando el herrador finalizó su trabajo y le indicó que ya podía soltar el pie del caballo.

—Me llamo Jerónimo Carvajal —contestó el hombre al tiempo que se erguía.

—¿De dónde eres? ¿Cuándo…?

—Aquí, no. —Jerónimo interrumpió la curiosidad del muchacho mientras se llevaba la mano a los riñones y hacía un gesto de dolor—. Este trabajo me destrozará. Ven conmigo —le indicó, mientras recogía sus herramientas y se encaminaba hacia la salida de las cuadras.

Cruzaron el zaguán de entrada al edificio, a cuya derecha se abría una pequeña escribanía que servía de administración de las caballerizas. Allí encontraron al ayudante del caballerizo mayor y a un escribano que rasgueaba sobre unos legajos.

—Ramón —dijo Jerónimo en tono firme al ayudante, desde la misma puerta—, necesito material. Me llevo al nuevo.

El tal Ramón, en pie al lado del escribano, asintió con un simple gesto de la mano sin dejar de mirar lo que escribía el otro, y Jerónimo y Hernando salieron a la calle.

—Soy natural de Orán y mi verdadero nombre es Abbas —se le adelantó Jerónimo una vez hubieron dejado atrás las edificaciones—. Vine a España para trabajar en las cuadras de uno de los nobles que acudieron en la defensa de la ciudad hace diez años. Luego, don Diego me contrató para las caballerizas del rey.

Superaron el palacio del obispo y caminaban ya junto a la fachada posterior de la mezquita. Hernando se fijó en Abbas: sus orígenes africanos se revelaban en una tez bastante más morena que la de los moriscos españoles, que muchas veces podían confundirse con los cristianos; era algo más alto que él y mostraba un pecho y unos brazos fuertes, los de un herrador acostumbrado a martillar sobre el yunque y herrar a los caballos. Su pelo era espeso y negro como el azabache, sus ojos oscuros y sus rasgos firmes, sólo rotos por una nariz sensiblemente bulbosa, como si en algún momento se la hubieran roto.

—¿Qué vamos a comprar? —se interesó Hernando.

—Nada. Aunque si te preguntasen al volver, di que hemos estado buscando material, pero que no me ha parecido convincente.

Habían llegado ya a la esquina con la calle del mesón del Sol, que rodeaba la mezquita hasta la puerta del Perdón.

—Entonces, ¿podríamos…? —indicó señalando la calle que se abría a su derecha.

—¿La cárcel? —entendió Abbas.

—Sí. Me gustaría ir a ver a mi madre. Conozco al alcaide —tranquilizó al herrador ante su expresión de duda—. No habrá problema. Tengo que hablar con ella.

Abbas acabó accediendo y giró por la calle del Sol.

—Y yo tengo que hablar contigo —comentó mientras subían hacia la puerta del Perdón, dejando a su izquierda los vestigios de su cultura en forma de magníficas puertas y arabescos labrados en la piedra de la mezquita—. Entiendo que quieras visitar a tu madre, pero te ruego que no te entretengas.

—¿De qué quieres hablar?

—Después —se opuso Abbas.

Hernando se mezcló entre la gente que entraba y salía de la cárcel hasta dar con el portero. Abbas esperó fuera. Alrededor de un patio interior rodeado de arcadas, se alzaban dos pisos en los que se encontraban las celdas y las dependencias del alcaide y demás servicios, incluido un pequeño mesón. Saludó al portero y le preguntó por el obeso y desastrado alcaide, que no tardó en aparecer en el patio al saber de la llegada del morisco.

Un hedor a heces acompañó la llegada del alcaide. Hernando hizo ademán de apartarse cuando el hombre le tendió la mano derecha, todo él sucio de excrementos y mojado en orines.

—¿Otro que se ha refugiado en las letrinas? —preguntó a modo de saludo tras suspirar y aceptar la mano que le ofrecía el jefe de la cárcel.

—Sí —afirmó el alcaide—. Está condenado a galeras y es la tercera vez que se revuelca en la mierda para evitar que lo cojamos. —Hernando sonrió pese a la caliente humedad que notaba en la mano que estrechaba la suya. Se trataba de una estratagema de los presos que iban a ser sacados de la cárcel antes de ser ajusticiados: esconderse en las letrinas para revolcarse en los orines y excrementos de los demás. Ningún alguacil quería acercarse a detenerlos, pero probablemente tres veces eran demasiado y en ésta había sido necesaria la presencia del mismo alcaide para llevar a galeras al condenado—. Me habían dicho que ya no volverías por aquí —añadió el alcaide poniendo fin al húmedo apretón de manos.

—Se trata de un asunto particular. —Hernando percibió en el brillo de los ojos de su interlocutor el interés que originó su declaración—. La Hermandad ha ordenado el encarcelamiento de una mujer y su hijo. —El alcaide simuló pensar—. Se llama Aisha, María Ruiz.

—No sé… —empezó a decir el alcaide frotando con descaro pulgar e índice de su mano, reclamando el pago acostumbrado.

—Alcaide —protestó Hernando—, esa mujer es mi madre.

—¿Tu madre? ¿Y qué hacía tu madre en el camino de las Ventas?

—Veo que os acordáis de ella. Eso quisiera saber yo: ¿qué hacía allí? Y, no os preocupéis, cumpliré con vos.

—Espera aquí.

El hombre se alejó hacia una de las mazmorras que daban al patio, por detrás de las arcadas que lo circundaban, y Hernando presenció cómo dos alguaciles que mascullaban sin cesar, sucios de excrementos y orines, flanqueaban al reo condenado a galeras. El galeote, mugriento, sonreía entre los malhumorados alguaciles, mientras que desde las mazmorras se despedían de él a gritos, y la gente se apartaba con asco a su paso. Los siguió con la mirada hasta que abandonaron la cárcel y, al volverse hacia el patio, se encontró con Aisha, que había dejado a Shamir en brazos de otra reclusa.

—Madre…

—Hernando —musitó Aisha al verle.

—¿Dónde podríamos estar a solas un rato? —preguntó Hernando al alcaide.

Éste les cedió una pequeña habitación contigua a la portería, sin ventanas, que servía de almacén.

—¿Qué hacías…? —empezó a preguntar tan pronto como el alcaide cerró la puerta tras de sí.

—Abrázame —le interrumpió Aisha.

Contempló a su madre, que le esperaba con los brazos entreabiertos, como si no se atreviera a refugiarse en él. ¡Nunca se lo había pedido! Por un segundo recordó cómo, en Juviles, ella reprimía sus muestras de cariño ante la más mínima posibilidad de ser descubierta y ahora… Se echó en sus brazos y la abrazó con fuerza. Aisha lo arrulló y tarareó una de sus canciones de cuna sin lograr evitar que el son se quebrase por algún sollozo.

—¿Qué hacías en el camino de las Ventas, madre? —preguntó al fin con la voz tomada.

Aisha le contó la huida a la sierra, el encuentro con los monfíes y con Ubaid; cómo le cortaron la mano a su padrastro y a ella le perdonaron la vida.

—Le escupí y le insulté —reveló al final, titubeando, incapaz todavía de aceptar el hecho de que había dejado a su esposo abandonado en Sierra Morena después de que le cortasen una mano.

Hernando deseó reír, gritar incluso. ¡Perro!, pensó. ¡Por fin su madre se había rebelado! Sin embargo, algo le aconsejó no hacerlo.

—Él se buscó su perdición —se limitó a afirmar.

Aisha titubeó antes de asentir ligeramente.

—Ubaid quiere matarte —le advirtió—. Es peligroso. Se ha convertido en el lugarteniente de un jefe de los monfíes.

—No te preocupes por ello, madre —la atajó, sin excesiva convicción—. Nunca bajará a Córdoba, ni por mí ni por nadie. Piensa solamente en ti y en el niño. ¿Cómo os tratan aquí?

—Nadie nos molesta… y comemos.

Abbas respetó el silencio en el que Hernando se había sumido cuando empezó a caminar a su lado. La despedida había sido larga: Aisha sollozaba y parecía querer retenerlo junto a ella, y él… tampoco quería dejarla allí, pero antes de que se dejara llevar por el mismo llanto, cuando Aisha percibió un ligero temblor en el mentón de su hijo y notó que se le aceleraba la respiración, le obligó a marcharse. Hernando buscó al alcaide y le prometió dinero, cualquier cosa a cambio de que la tratara bien y cuidara de ella, y abandonó la cárcel mirando una y otra vez la puerta de la mazmorra por la que su madre desapareció.

—¿De qué querías hablar antes? —preguntó a Abbas cuando se hubo repuesto.

—Tu madre, ¿está bien? —inquirió éste a su vez. Hernando asintió—. ¿La han azotado?

—No… que yo sepa.

—En ese caso la condena ha sido benévola. A un hombre lo habrían condenado a muerte si hubiera ido a Granada, a galeras de por vida si hubiera llegado a diez leguas de Valencia, Aragón o Navarra y a azotes, y cuatro años de galeras si lo hubieran encontrado en cualquier otro lugar fuera de su residencia.

La había abrazado con fuerza, pensaba Hernando, y no se había quejado. No debían de haberla azotado… ¿o sí?

—Luego me contarás qué ha pasado, sobre todo con tu padrastro —continuó Abbas—. Necesitamos saberlo.

—¿Necesitamos? —se sorprendió.

—Sí. Todos. Nos vigilan. Un fugado… afecta a la comunidad. Investigarán en su entorno.

—Nadie contará nada —comentó Hernando.

Andaban sin rumbo por la medina, un complejo entramado de callejas estrechas y sinuosas, toda ella rodeada de grandes porciones de terreno en las que a su vez penetraban innumerables callejones sin salida.

—No te equivoques, Hernando. Eso es lo primero que tienes que aprender: entre nosotros también hay traidores, creyentes que actúan como espías para los cristianos.

Hernando se detuvo y frunció el ceño.

—Sí —insistió Abbas—. Espías. El consejo de ancianos te ha elegido…

—¿Y tú quién eres realmente? ¿Cómo sabes tantas cosas?

Abbas suspiró. Volvían a caminar.

—Ellos han aprovechado mi trabajo en las caballerizas para que pudiera avisarte cuanto antes de lo de tu madre, pero también desean que te proponga algo. —Hizo una pausa y, al ver que Hernando no replicaba, siguió hablando—: Todas las aljamas de España están organizadas. Todas cuentan con muftíes y alfaquíes que actúan en secreto. Valencia, Aragón, Cataluña, Toledo, Castilla…, en todos esos lugares hay comunidades de creyentes establecidas, ¡en algunas de ellas incluso hay quien se llama rey! Todas las demás poblaciones a las que han sido deportados los musulmanes de Granada se están organizando, sumándose a los moriscos que ya estaban allí establecidos o, como en Córdoba, donde ya no quedaba casi ninguno, creando esa estructura de nuevo.

—Pero yo…

—Calla. Lo primero que tienes que hacer es no confiar en nadie. No sólo hay espías, hay muchos otros de nuestros hermanos que, aun no deseándolo, ceden bajo la tortura de la Inquisición. Podremos hablar de lo que quieras y trataré de contestar a cuantas cuestiones desees plantearme, pero júrame que si no aceptas nuestra propuesta, nunca contarás a nadie nada de lo que conozcas. —Sus pasos los llevaron frente a la calle del Reloj, donde sobre una pequeña torre se hallaba el reloj de la ciudad. Los dos se distrajeron un rato y observaron cómo unos muchachos apedreaban las campanas—. ¿Lo juras? —insistió Abbas. Un jesuita, con gritos y aspavientos, trataba de poner fin a la pedrea contra las campanas.

—Sí —afirmó Hernando con la mirada perdida en los chiquillos que escapaban del jesuita—. ¿Y cómo sé entonces que puedo fiarme de ti?

Abbas sonrió.

—¡Aprendes rápido! ¿Te fías de Hamid, el esclavo de la mancebía?

—¡Más que de mí mismo! —replicó Hernando.

Hacia la mancebía dirigieron sus pasos; Hamid estaba ocupado y no pudo acercarse, pero desde la puerta hizo un gesto de asentimiento que Hernando comprendió al instante: el herrador era de confianza.

Aquella noche, encerrado en su habitación, después de comprobar en un par de ocasiones que la puerta se hallaba atrancada por dentro, Hernando se sentó en el suelo y deslizó los dedos por la tapa de un raído ejemplar del Corán escrito en aljamiado. Luego abrió la obra divina y hojeó su contenido.

—No soy quién para hablar de tus virtudes o tus defectos —le había confesado Abbas esa mañana—, pero hay algo que sí es importante para las necesidades de nuestros hermanos: sabes leer y escribir, conocimientos de los que la gran mayoría carecemos.

Los libros escritos en árabe o de contenido musulmán se hallaban estrictamente prohibidos, y cualquiera al que se le encontrase alguno de ellos terminaba en las mazmorras de la Inquisición. Abbas, que también vivía con su familia sobre las cuadras, pareció descansar cuando, con sigilo, le entregó el Corán.

—Hay muchos más libros repartidos entre la gente —afirmó—. Desde traducciones o composiciones del gran cadí Iyad sobre los milagros y virtudes del Profeta hasta simples manuscritos con versos o profecías en árabe o aljamiado. Los mantienen escondidos como buenamente pueden para conservar nuestras leyes y nuestras creencias, cada uno de ellos como un tesoro. El cardenal Cisneros, el que convenció a los Reyes Católicos para que incumplieran los tratados de paz con los musulmanes, quemó en Granada más de ochenta mil de nuestros escritos. Trata la obra divina por lo tanto como lo que es: el tesoro de nuestro pueblo.

¡El tesoro de nuestro pueblo! De nuevo Hernando se convertía en el guardián del tesoro de los creyentes.

Debía leer y aprender. Escribir. Transmitir los conocimientos y mantener vivo el espíritu de los musulmanes. Aceptó sin dudarlo; Abbas le invitó a entrar en un mesón y, para su sorpresa, pidió dos vasos de vino con los que brindaron a la vista de los tertulianos que se hallaban presentes.

—Tienes que ser más cristiano que los cristianos y, a la vez, más musulmán que cualquiera de nosotros —susurró a su oído.

Hernando alzó el vaso y asintió.

—Alá es grande —vocalizó en silencio cuando Abbas alzó el suyo para brindar.

Desde su habitación, en el silencio de la noche, podía escuchar el rumor del centenar de caballos bajo la solera; algunos escarbaban inquietos, otros relinchaban o bufaban, pero también podía olerlos. ¡Qué poco tenía que ver aquel olor con el del estiércol putrefacto de la curtiduría! Se trataba de un olor fuerte y penetrante, cierto, pero sano. Regularmente, el estiércol de las caballerizas reales se transportaba a la contigua huerta de la Inquisición, por lo que nunca llegaba a pudrirse bajo los pies de los caballos.

Cerró el Corán, y a falta de mejor escondite lo guardó en el arcón. Ya buscaría algún sitio más seguro, pensó mientras observaba el libro en el fondo, el único objeto que guardaría aquel mueble hasta que llegase Fátima. Entonces quizá ella lo llenase, poco a poco, con enseres y ropas, quizá las de algún niño. Cerró el arcón y echó la llave. ¡Fátima! Hubiera aceptado igual, seguro, pero cuando Abbas le dijo que también contaban con ella, no lo dudó.

—Son nuestras mujeres las que enseñan a sus hijos —le explicó el herrador—. De ellas depende su educación y todas lo aceptan con orgullo y esperanza. Además, de esta forma se evitan las denuncias a la Inquisición. Es casi inimaginable que un hijo denuncie a su madre. Tú, ni puedes ni debes reunirte con las mujeres para explicarles la doctrina; eso tiene que hacerlo una mujer. Nadie sospecha de una mujer que se reúne con otras.