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¿Qué sucedió en Juviles?
El notario del cabildo se apresuró a formular esa pregunta una vez hechas las presentaciones formales, dispuesto a transcribir cuanto antes la contestación de Hernando. Se encontraban en una estancia de reducidas dimensiones, cerca del archivo catedralicio.
A la mañana siguiente de la fiesta, temprano, mientras la casa aún dormía —a excepción del oidor, al que nada ni nadie hacía faltar a sus obligaciones—, Hernando había tenido que acudir a la llamada del deán. Montó en Volador y, acompañado de un criado, cruzó el Albaicín hasta la calle de San Juan. Pasó junto a la ermita de San Gregorio y desde allí a la calle de la Cárcel, que lindaba con la catedral que, aquellos días, como la de Córdoba, se hallaba en construcción: se habían terminado ya las obras de la capilla mayor y se trabajaba en las torres, pero a diferencia de lo que sucedía con la cordobesa, el templo granadino no se erigía sobre la antigua mezquita mayor, sino a su lado. La gran mezquita granadina con su alminar había sido reconvertida en sacristía, y en ella había, además, diversas capillas y servicios. Cruzó el lugar de oración de los musulmanes granadinos de antaño, de techos bajos, con la atención puesta en las columnas de piedra blanca culminadas en arcos que aguantaban la techumbre de madera y que dividían las cinco naves de la mezquita. Desde allí, un sacerdote le acompañó al escritorio del notario.
¿Qué decir de Juviles?, se preguntó mientras el hombre, pluma en mano, esperaba su respuesta. ¿Que su madre acuchilló hasta la muerte al sacerdote de la parroquia?
—Es difícil y verdaderamente doloroso para mí —dijo, tratando de eludir la cuestión— hablaros de Juviles y del horror que me vi obligado a presenciar en ese lugar. Mis recuerdos son confusos. —El notario alzó la cabeza y frunció el ceño—. Quizá…, quizá fuera más práctico que me permitierais pensar en ello, aclarar mis ideas y que yo mismo las pusiera por escrito y os las hiciera llegar.
—¿Sabéis escribir? —se sorprendió el notario.
—Sí. Precisamente me enseñó el sacristán de Juviles, Andrés.
¿Qué habría sido de Andrés?, pensó entonces. No había vuelto a saber nada de él desde su llegada a Córdoba…
—Lamento deciros que ha fallecido recientemente —afirmó el notario como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Tuvimos conocimiento de que se instaló en Córdoba, y lo buscamos para que testificase, pero…
Hernando respiró hondo, si bien al instante se removió inquieto en el duro y desvencijado sillón de madera en el que permanecía sentado frente al escritorio. ¿Por qué no terminar con aquella burla? ¡Él era musulmán! Creía en un único Dios y en la misión profética de Muhammad. Al tiempo que se lo planteaba, el notario cerró el legajo que descansaba sobre la mesa.
—Tengo muchos quehaceres —adujo—. Me ahorraríais un tiempo precioso si vos mismo lo relataseis por escrito.
Y esfuerzo, añadió para sí Hernando cuando el hombre se levantó y le tendió la mano.
El sol brillaba con fuerza y Granada hervía de actividad. Hernando acababa de montar sobre Volador y pensó en despedir al criado y perderse en la ciudad; pasear por la cercana alcaicería o buscar un mesón en el que meditar acerca de todo lo que le estaba ocurriendo. La noche anterior, cuando el carmen ya había quedado libre de invitados, oró con la mente puesta en Isabel, excitado, sintiendo el calor de su cuerpo y el roce de sus dedos. ¿Por qué había buscado su mano? Volador piafó inquieto ante la indecisión de su jinete. El criado esperaba sus órdenes con cierta displicencia. Y ahora, Juviles. De pronto, Hernando tironeó de las riendas del animal con brusquedad. Recordó a los cristianos del pueblo, desnudos y con las manos atadas a la espalda, en fila, esperando a la muerte en un campo, mientras los moriscos, su madre entre ellos, terminaban con la vida del cura y el beneficiado. Muchos de esos hombres sobrevivieron por la clemencia del Zaguer, que detuvo la matanza contrariando las órdenes de Farrax. ¿Qué habrían contado todos ellos? A nadie pudo pasarle inadvertida la crueldad de Aisha ni su aullido al cielo clamando a Alá, con la daga ensangrentada en las manos al poner fin a su venganza. ¿La habrían relacionado con él? ¡La madre de Hernando asesinó a don Martín! Probablemente no, procuró tranquilizarse. Como mucho, habrían vinculado a Aisha con Brahim, el arriero del pueblo, no con un niño de catorce años, pero aun así siempre cabía la posibilidad…
—Volvemos al carmen —ordenó al criado, adelantándose sin esperarle.
Hernando encontró a don Sancho desayunando, a solas.
—Buenos días —le saludó.
—Veo que has madrugado —replicó el hidalgo. Hernando se sentó a la mesa y le explicó la solicitud del deán y su temprana y rápida gestión de esa mañana. Don Sancho escuchó su historia entre bocado y bocado—. Pues yo también tengo otro encargo para ti. Ayer cené junto a don Pedro de Granada Venegas —anunció. Hernando frunció el ceño. ¿Qué más querrían ahora los cristianos?—. Periódicamente —continuó don Sancho—, los Granada Venegas celebran una tertulia en su casa de los Tiros, a la que don Pedro ha tenido a bien invitarnos.
—Tengo mucho que hacer —se excusó—. Id vos.
—Nos han invitado a los dos… Bien, en realidad creo que el interés de don Pedro es exclusivamente conocerte a ti —reconoció. Hernando suspiró—. Son gente importante —insistió el hidalgo—. Don Pedro es señor de Campotéjar y alcaide del Generalife. Sus circunstancias podrían compararse a las tuyas: musulmanes de origen que abrazaron el cristianismo; quizá por ello desee conocerte. Su abuelo, descendiente de príncipes moros, prestó grandes servicios en la conquista de Granada, después lo hizo al emperador. Su padre, don Alonso, colaboró con el rey Felipe II en la guerra de las Alpujarras, hasta el punto de que casi llegó a arruinarse y el rey le ha señalado una modesta pensión de cuatrocientos ducados para compensar sus pérdidas. Acude gente muy interesante a esas tertulias. No puedes desairar así a un noble granadino emparentado con las grandes casas españolas; mi primo don Alfonso se sentiría contrariado si se enterase.
—Veo que tenéis mucho interés como para presionarme con el posible malestar del duque —repuso Hernando—. Ya hablaremos, don Sancho. —Se zafó de la conversación con el hidalgo levantándose de la mesa.
—Pero…
—Después, don Sancho, después —insistió ya en pie.
Dudaba si salir a los jardines y optó por refugiarse en su dormitorio. Isabel, Juviles, el cabildo catedralicio y ahora esa invitación a casa de un noble musulmán renegado que había colaborado con los cristianos en la guerra de las Alpujarras. ¡Todo parecía haber enloquecido! Necesitaba olvidar, sosegarse, y para ello nada mejor que encerrarse a orar durante lo que restaba de la mañana. Cruzó por delante del dormitorio de Isabel en el momento en el que su camarera abandonaba la estancia tras ayudarla a vestirse. La muchacha lo saludó y Hernando giró la cabeza para responder. A través de la puerta entreabierta vio a Isabel alisándose la falda de su vestido negro. Con la mano en el pomo, la camarera tardó un instante de más en cerrarla, el suficiente para que Isabel, arqueada en el centro de la habitación, el sol entrando a raudales por el gran ventanal que daba a la terraza, clavase sus ojos en él.
—Buenos días —balbuceó Hernando sin dirigirse a ninguna de las dos mujeres en concreto, asaltado por una repentina oleada de calor.
La camarera curvó los labios en una discreta sonrisa e inclinó la cabeza; Isabel no tuvo oportunidad de contestar antes de que la puerta se cerrase. Hernando continuó hasta su habitación con el recuerdo del calor del cuerpo de Isabel pegado a él, respirando con agitación. Turbado, recorrió la estancia con la mirada: la magnífica cama con dosel ya arreglada; el arcón de marquetería; los tapices con motivos bíblicos que colgaban de las paredes; la mesa con la jofaina para lavarse y las toallas de hilo pulcramente dobladas junto a ella; la puerta que se abría a la misma terraza que las de los dormitorios del oidor y su esposa, con vistas a la Alhambra.
¡La Alhambra! «Desdichado el que tal perdió.» Con la vista clavada en el alcázar, recordó la frase que, según decían, había exclamado el emperador Carlos. Alguien explicó al monarca las palabras con que Aisha, la madre de Boabdil, último rey musulmán de Granada, recriminó a éste sus llantos al tener que abandonar la ciudad en manos de los Reyes Católicos: «Haces bien en llorar como mujer lo que no has tenido valor para defender como hombre».
«Razón tuvo la madre del rey en decir lo que dijo —contaban que replicó el emperador— porque si yo fuera él, antes tomara esta Alhambra por sepultura que vivir sin reino en las Alpujarras.»
Embelesado con la roja silueta del palacio, se sobresaltó ante la figura de Isabel, que desde su dormitorio se había adelantado hasta la baja baranda de piedra labrada que cerraba la terraza del segundo piso del carmen, en la que se apoyó con sensualidad para contemplar el gran alcázar nazarí. Desde el interior de su habitación, Hernando contempló el cabello pajizo de Isabel recogido en una redecilla; se fijó en el esbelto cuello de la mujer y se perdió en la voluptuosidad de su cuerpo.
Hernando avanzó un par de pasos hasta llegar a la terraza; Isabel giró la cabeza hacia él al oír el ruido; sus ojos chispeaban.
—Resulta difícil elegir entre dos bellezas —le dijo Hernando, señalándola a ella y luego a la Alhambra.
La mujer se enderezó, se volvió y se dirigió hacia él con la mirada trémula hasta que sus respiraciones se confundieron. Entonces buscó el contacto de sus dedos, rozándolos.
—Pero sólo puedes llegar a poseer una de ellas —le susurró.
—Isabel —musitó Hernando.
—Mil noches he fantaseado con el día en que cabalgué contigo. —La mujer llevó la mano del morisco hasta su estómago—. Mil noches me he estremecido igual que lo hice entonces, de niña, al contacto de tu mano.
Isabel le besó. Un largo, dulce y cálido beso que Hernando recibió con los ojos cerrados. Isabel separó sus labios y Hernando tiró de ella hacia el interior del dormitorio. Luego comprobó que la puerta estaba atrancada y se dirigió a cerrar la que daba al balcón.
Volvieron a besarse en el centro del dormitorio. Hernando deslizó sus manos por su espalda, luchando con la falda verdugada que le impedía acercarse a su cuerpo. Isabel, pese a la pasión de sus besos y su respiración entrecortada, mantenía las manos quietas, apoyadas en la cintura de él, sin ejercer presión. Hernando tanteó las puntas con las que se abrochaba la parte superior del vestido y peleó torpemente con ellas.
Isabel se separó y le ofreció la espalda para que pudiera desabrochar el vestido.
Mientras Hernando pugnaba con los corchetes con dedos temblorosos, Isabel se desabrochó las mangas, independientes del vestido, y se deshizo de ellas. Después de conseguir desabrochar el cuerpo superior de la saya, que cayó hacia delante liberando a sus senos de la presión del cartón, el morisco se empeñó con las puntas que ceñían la falda a la cintura, hasta conseguir que Isabel se deshiciera de las incómodas prendas. Terminó de quitarle la parte superior del vestido al tiempo que buscaba sus pechos con las manos, por encima de la camisa, y le besaba el cuello. Isabel hizo ademán de separarse de él, pero Hernando se apretó contra su espalda. Suspiró en su oído y deslizó una mano hasta sus muslos; los extremos de la larga camisa se doblaban por debajo de su pubis y sus nalgas, cubriendo sus partes íntimas. Deshizo los nudos con torpeza.
—No… —se opuso Isabel al notar los dedos de Hernando en la humedad de su entrepierna. El morisco cedió en sus caricias e Isabel se zafó de su abrazo y se volvió, acalorada y convulsa, con las mejillas enrojecidas—. No —musitó de nuevo.
¿Habría ido demasiado rápido?, se preguntó Hernando.
Ella extendió las manos hacia el pecho de él y, para su sorpresa, en lugar de desabrocharle el jubón, le besó y se dirigió al lecho donde se tumbó vestida con la camisa y con las piernas encogidas y ligeramente entreabiertas.
Hernando se quedó inmóvil al pie de la cama, observando cómo los senos de la mujer subían y bajaban al acelerado ritmo de su respiración.
—Tómame —le pidió, al tiempo que abría ligeramente las piernas.
¿Tómame? ¿Eso era todo? ¡Permanecía vestida con la camisa! Ni siquiera había logrado verla desnuda, juguetear, acariciarla para procurarle placer, conocer su cuerpo. Se acercó al lecho y se recostó junto a sus piernas. Trató de alzar la camisa para descubrir el triángulo de pelo oscuro que se adivinaba bajo ella, pero Isabel se incorporó y le agarró la mano.
—Tómame —repitió tras volver a besarle, agitada.
Hernando se puso en pie y empezó a desnudarse. Si ella era incapaz…, él no lo sería. Continuó hasta quedar completamente desnudo al pie del lecho, con el miembro erecto, pero Isabel apoyó la mejilla en la cama, con la mirada perdida, y suspiró abriendo todavía un poco más las piernas. La camisa resbaló hasta el inicio de sus muslos.
Hernando la observó. Lo deseaba, eso era evidente: suspiraba y se removía inquieta sobre el lecho esperando a que él la poseyese, sin embargo… ¡sólo conocía aquella actitud! ¡Pecado! Era pecado disfrutar del amor. Como un fogonazo se le apareció la imagen de Fátima, desnuda, alheñada y aceitada, adornada, buscando la postura más placentera para ambos, retorciéndose entre sus piernas, dirigiendo sus caricias sin vergüenza. ¡Fátima! Un gemido de Isabel le devolvió a la realidad. ¡Cristianos!, murmuró para sí antes de tumbarse sobre ella con la camisa interpuesta entre sus cuerpos.
Isabel tampoco se liberó de sus prejuicios mientras Hernando se movía rítmicamente, despacio, firmemente acoplado, empujando su miembro con suavidad. Ella lo mantenía agarrado por la espalda, el rostro todavía apoyado en el lecho, como si no se atreviera a mirarle, pero Hernando no notó sus uñas clavándose en su piel.
—Disfruta —susurró a su oído.
Isabel se mordió los labios y cerró los ojos. Hernando continuó, una y otra vez, tratando de entender el sentido de los apagados gemidos de la mujer.
—¡Libérate! —insistió mientras la luz que entraba en el dormitorio envolvía sus cuerpos.
Empuja, le rogó. Siénteme. Siéntete. Siente tu cuerpo. Déjate ir, mi amor. ¡Disfruta, por Dios! Hernando alcanzó el éxtasis sin dejar de pedirle que se entregara al placer y se quedó encima de ella, jadeante. ¿Buscaría Isabel un segundo lance?, se preguntó. ¿Querría…? La respuesta le llegó en forma de un incómodo movimiento que la mujer hizo bajo su cuerpo, como si pretendiera indicarle que quería escapar de él. Hernando la liberó de su peso apoyándose sobre las manos y buscó sus labios, que lo recibieron sin pasión. Entonces se levantó y tras él, lo hizo la mujer, escondiendo su mirada.
—No debes avergonzarte —intentó tranquilizarla cogiéndola del mentón, pero ella se resistió a alzar el rostro y, descalza, vestida con la sola camisa, se apresuró a huir a la terraza para cruzar hacia su dormitorio.
Hernando chasqueó la lengua y se agachó para recoger sus ropas, amontonadas al pie de la cama. Isabel le deseaba, de eso no le cabía duda alguna, pensó mientras empezaba a ponerse la camisa, pero el sentimiento de culpa, el pecado y la vergüenza le habían dominado. «La mujer es un fruto que sólo ofrece su fragancia cuando se frota con la mano», recordó que le había explicado Fátima con voz dulce, remitiéndose a las enseñanzas de los libros sobre el amor. «Como la albahaca; como el ámbar, que retiene su aroma hasta que se calienta. Si no excitas a la mujer con caricias y besos, chupando sus labios y bebiendo de su boca, mordiendo el interior de sus muslos y estrujando sus senos, no obtendrás lo que deseas al compartir su lecho: el placer. Pero tampoco ella guardará ningún afecto por ti si no alcanza el éxtasis, si, llegado el momento, su vagina no succiona tu pene.» ¡Cuán lejos estaban las piadosas cristianas de tales enseñanzas!
Esa misma noche, al otro lado del estrecho que separaba España de Berbería, tendida en la penumbra de su dormitorio en el lujoso palacio de la medina de Tetuán que Brahim había construido para ella, Fátima era incapaz de conciliar el sueño. Notaba a su lado la respiración del hombre a quien más odiaba en el mundo, notaba el contacto de su piel y no podía evitar un escalofrío de repugnancia. Como todas las noches, Brahim había saciado su deseo; como todas las noches, Fátima se había acurrucado a su lado para que él pudiera introducir el muñón de su brazo derecho entre sus senos y así mitigar los dolores que aún le provocaba la herida; como todas las noches, los lamentos de los cristianos presos en las cárceles subterráneas de la medina se hacían eco de las mil preguntas sin respuesta que poblaban la mente de Fátima. ¿Qué habría sido de Ibn Hamid? ¿Por qué no había ido en su busca? ¿Seguiría con vida?
Durante los tres años que llevaba en poder de Brahim, nunca había dejado de esperar que el hombre a quien amaba acudiese en su ayuda. Pero, a medida que pasaba el tiempo, comprendió que Aisha había accedido a su muda súplica. ¿Qué le habría dicho a su hijo para que no acudiera en su busca? Solamente podía ser una cosa: que habían muerto. De no ser así…, en cualquier otro caso, Ibn Hamid los habría seguido y peleado por ellos. ¡Estaba segura! Sin embargo, aunque Aisha le hubiese asegurado sus muertes, ¿por qué Ibn Hamid no había buscado venganza en Brahim? En la quietud de la noche, escuchó de nuevo los gritos de los hombres del marqués de Casabermeja durante su secuestro: «¡En nombre de Ubaid, monfí morisco, cerrad las puertas y las ventanas si no queréis salir perjudicados!». Todos en Córdoba debían de pensar que había sido Ubaid quien los había matado y si Aisha callaba… Ibn Hamid nada sabría de todo lo sucedido. ¡Tenía que ser eso! En caso contrario habría removido cielo y tierra para vengarlos. No le cabía duda… ¡Venganza! El mismo sentimiento que, con el transcurso de los meses, cuando se convenció por fin de que él no acudiría en su busca, Fátima había logrado aplacar en Brahim.
—No es más que un cobarde —repetía Brahim, refiriéndose a Hernando—. Si él no viene a Tetuán a recuperar a su familia, mandaré una partida para que lo maten.
Fátima se cuidó mucho de decirle que no creía que llegase a venir, que ella misma le había suplicado a Aisha con la mirada que no le dijera nada de lo sucedido.
—Si cejas en tus intenciones de matarle, me tendrás —le propuso una noche después de que la hubiera montado como podía hacerlo un animal—. Gozarás de mí como si en verdad fuera tu esposa. Me entregaré a ti. De lo contrario, yo misma me quitaré la vida.
—¿Y tus hijos? —la amenazó.
—Quedarán en manos de Dios —susurró ella.
El corsario pensó durante unos instantes.
—De acuerdo —consintió.
—Júralo por Alá —le exigió Fátima.
—Lo juro por el Todopoderoso —afirmó él, sin detenerse a pensar en el compromiso.
—Brahim —Fátima frunció el ceño y habló con voz firme—, no trates de engañarme. Tu sola sonrisa, tu solo ánimo, me indicarán que has incumplido tu palabra.
A partir de ese día, Fátima había cumplido su parte del trato y noche tras noche transportaba a Brahim al éxtasis. Le dio dos hijas más y el corsario no volvió a visitar a su segunda esposa, que quedó relegada en un ala apartada de palacio. Shamir y Francisco, rebautizado como Abdul, los dos retajados a lo vivo nada más llegar a Tetuán, se preparaban para zarpar algún día a las órdenes de Nasi, quien cada vez asumía más responsabilidades en el negocio del corso, como si fuera el verdadero heredero de Brahim, mientras éste se dedicaba a engordar, obsesionado sólo en contar y recontar los beneficios obtenidos por el saqueo y sus múltiples negocios. No le costó demasiado esfuerzo a Nasi, el niño piojoso que el corsario había encontrado a su llegada a Tetuán, ocupar el lugar que habría correspondido al hijo del corsario: Shamir se negaba a reconocer en Brahim al padre que nunca había tenido. Al principio, asustado, añorando día y noche a la madre que había dejado atrás, le negó el cariño y se refugió en Fátima y Francisco. ¡Aisha le había dicho que su padre había muerto en las Alpujarras! Brahim se sintió despreciado y respondió con su acostumbrada brutalidad. Arrancaba al niño de manos de Fátima y le golpeaba e insultaba cuando éste trataba de zafarse de sus brazos. Francisco, también maltratado, se convirtió en su inseparable compañero de desgracia. Nasi se estaba aprovechando de la situación y se acercaba al corsario, mostrándole su fidelidad y lealtad, recordándole con sutileza todo cuanto habían sufrido hasta aquel momento. Por su parte, la pequeña Inés, ahora Maryam, corrió la suerte que Brahim había anunciado en la venta del Montón de la Tierra y fue destinada al servicio de su segunda esposa, hasta que Fátima concibió a su primera hija. Entonces, tras una noche de pasión, ella logró convencerle. ¿Quién mejor que Maryam, su hermanastra, iba a cuidar de Nushaima, la pequeña que acababa de nacer?
Los ronquidos de Brahim, mezclados con los lamentos que llegaban del subsuelo, interrumpieron sus recuerdos. Fátima reprimió la necesidad de moverse, de levantarse de la cama, de apartar el muñón de Brahim de su cuerpo. Estaba presa… prisionera en aquella cárcel dorada.
Había llegado a convencerse de que no era más que otra esclava de las muchas que servían y atendían el lujoso palacio que, al estilo andalusí, como una gran casa patio, construyó Brahim en la medina, cerca de los baños públicos, de la alcazaba y de la mezquita de Sidi al-Mandari, erigida por el refundador de la ciudad, un exiliado granadino. Ella jamás había convivido con esclavos. Hombres y mujeres que obedecían, siempre dispuestos a satisfacer hasta el más nimio de los deseos de sus amos. Observó que sus rostros eran inexpresivos, como si les hubiesen robado el alma y los sentimientos; se fijó en ellos y se vio reflejada en sus semblantes: obediencia y sumisión.
El nuevo palacio que el gran corsario ordenó construir se levantó en la calle al-Metamar, sobre las inmensas e intrincadas cuevas calcáreas subterráneas del monte Dersa, en el que se asentaba Tetuán. Las cuevas eran utilizadas como mazmorras en las que se encerraba a miles de cautivos cristianos. Durante el día, cuando salía a comprar acompañada de los esclavos y se dirigía a alguna de las tres puertas de la ciudad, donde se asentaban los agricultores que traían sus productos de los campos extramuros, Fátima veía a los cautivos esforzarse bajo el látigo, descalzos, encadenados por los tobillos y vestidos con un simple saco de lana. Cerca de cuatro mil cristianos al permanente servicio de las necesidades de la ciudad.
Rodeada por esclavos y cautivos, todos sometidos, poco tardó en comprender que tampoco encontraría consuelo en sus paseos por la ciudad. Tetuán había seguido el modelo de los pueblos de al-Andalus, pero evitando la más mínima influencia cristiana. Sus casas se alzaban como el más claro exponente de la inviolabilidad del hogar familiar, y aparecían cerradas a las calles con las que lindaban, sin ventanas, balcones ni huecos. El sistema hereditario imperante llevaba a que los edificios se dividieran y subdividieran hasta dibujar un trazado caótico: las calles no eran más que la proyección exterior de la propiedad privada, por lo que su espacio era anárquicamente ocupado por tiendas y todo tipo de actividades y edificaciones. Algunas construcciones sobrevolaban las calles mediante «tinaos», otras las cortaban o las interrumpían con caprichosos e inoportunos salientes en un alarde de convenios entre vecinos, generalmente familiares, sin que las autoridades intervinieran en modo alguno.
Fátima era una mera esclava en su lujoso palacio, pero fuera de él tampoco existía lugar alguno en el bastión corsario que pudiera ayudarle a evadirse de su fatal condición, ni siquiera anímicamente, ni siquiera durante unos instantes. Dios parecía haberse olvidado de ella. Tan sólo en las plazas, allí donde confluían tres o más calles, encontraba, si no sosiego espiritual, sí algo de diversión en los titiriteros que cantaban o recitaban leyendas al compás del laúd o que vendían a las gentes papelitos con extrañas letras escritas prometiendo que curaban todos los males. También se distraía con los encantadores de serpientes, que las llevaban colgando alrededor del cuello y en las manos al tiempo que hacían bailar a ridículos monos a cambio de las monedas que mendigaban del público. Alguna vez les premió con una de ellas. Pero por las noches, cuando sentía el muñón de Brahim entre sus pechos, escuchaba con terrible nitidez los llantos y lamentos de los miles de cristianos que dormían bajo palacio y que se deslizaban al exterior por los agujeros que servían de ventilación de las mazmorras subterráneas, la cárcel que ocupaba gran parte del subsuelo de la medina. «Algún día seré libre —pensaba entonces—. Algún día volveremos a estar juntos, Ibn Hamid.»