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Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticias dellos, a lo menos por escrituras auténticas; sólo la fama ha guardado, en las memorias de la Mancha, que don Quijote, la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor y entendimiento. Ni de su fin y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara ni supiera, si la buena suerte no le deparara un antiguo médico que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo, se había hallado en los cimientos derribados de una antigua ermita que se renovaba, en la cual caja se habían hallado unos pergaminos escritos con letras góticas, pero en versos castellanos, que contenían muchas de sus hazañas, y daban noticia de la hermosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza y de la sepultura del mismo don Quijote con diferentes epitafios de su vida y costumbres.
Miguel de Cervantes por boca de Cide Hamete Benengeli, morisco.
El Quijote, primera parte, capítulo LII
Una casa patio en el barrio de Santa María, cerca de la catedral, en la calle Espaldas de Santa Clara y una serie de hazas de regadío próximas a Palma del Río, alrededor de un cortijillo abandonado, que rentaban cerca de los cuatrocientos ducados anuales, más tres pares de gallinas, quinientas granadas y otras tantas nueces, tres fanegas de aceitunas que cada invierno le traían unos u otros arrendatarios, ciruelas y una cantidad semanal de hortalizas de invierno o de verano. Tal fue la manda que, entre otras pías para el pago de la dote a favor de doncellas casaderas sin recursos, o para la redención de cautivos, dispuso don Alfonso de Córdoba en favor de quien le había salvado la vida en las Alpujarras. Melchor Parra y los comisarios de la herencia del duque le entregaron su legado sin más problema que la envidia y los insultos que con cierto sarcasmo le trasladó el escribano y que, a su decir, habían salido de boca de la retahíla de cortesanos a los que ni siquiera les había tocado una blanca en la herencia, que eran todos.
—Parece que ninguno de ellos te tiene simpatía —le dijo el escribano sin esconder su satisfacción, mientras el morisco procedía a la firma de sus títulos de propiedad.
Hernando no contestó. Terminó de firmar y se irguió frente al anciano. Buscó el reconocimiento de deuda en el interior de sus ropas y en presencia de los comisarios de la herencia se lo entregó.
—Es un sentimiento recíproco, don Melchor.
Tras pasar cuentas con Pablo, que se encaprichó de la espada y el anillo del joven noble, perdonar el crédito del escribano y devolver los cien ducados a don Pedro de Granada Venegas, a Hernando le restaba una buena cantidad de dinero hasta que empezase a disfrutar de su nueva casa y de sus rentas.
La vida volvía a tomar un giro inesperado.
—Está arrendada, señor —se lamentó Miguel, los dos parados frente a la casa patio en la calle Espaldas de Santa Clara, después de que su señor le ordenó que dispusiese lo necesario para trasladar a su madre y a Volador a su nuevo domicilio—. Deberéis esperar a que finalice el contrato de alquiler.
—No —afirmó Hernando con contundencia—. ¿Te gusta? —Miguel silbó por entre sus dientes rotos admirando el magnífico edificio—. Bien, vamos a hacer lo siguiente: cuando me vuelva a la posada, vas y preguntas por la señora de la casa. La señora, Miguel, ¿has entendido?
—No me lo permitirán. Creerán que vengo a pedir limosna.
—Inténtalo. Diles que eres el criado del nuevo propietario. —Miguel casi perdió el equilibrio sobre sus muletas al volverse bruscamente hacia Hernando—. Sí. No creo que ni mi madre ni mi caballo pudieran encontrar mejor sirviente que tú. Inténtalo, estoy seguro de que lo conseguirás.
—¿Y si lo consigo?
—Le dices a la señora que a partir de ahora deberá pagar la renta a su nuevo casero: el morisco Hernando Ruiz, de Juviles. Que se entere bien de que soy morisco, y granadino expulsado de las Alpujarras, de los que se alzaron en armas, y de que pese a todo ello, soy su nuevo casero. Repíteselo varias veces si es menester.
Los inquilinos, una acaudalada familia de tratantes en seda, no tardaron una semana en poner la casa patio a disposición de Hernando, una vez confirmaron con el secretario de la duquesa que efectivamente éste era el nuevo propietario. ¿Qué cristiano viejo bien nacido iba a permitir que su casero fuera un morisco?
El patio abierto a la luz del sol; el aroma de las flores que lo inundaban y el agua corriendo sin cesar en su fuente parecieron revivir a Aisha. Algunos días después de que tomaran posesión de la casa, con Miguel atendiendo a la mujer, explicando historias en voz alta mientras saltaba de un lado a otro y cortaba flores que dejaba en el regazo de la enferma, Hernando observó que su madre movía ligeramente la mano.
Las palabras que pronunció Fátima el día en que él se encontró a sus hijos recibiendo clases en el patio de su primera casa, tornaron a su memoria con fuerza: «Hamid ha dicho que el agua es el origen de la vida». ¡El origen de la vida! ¿Sería posible que su madre se recuperase?
Acudió esperanzado a donde se encontraba la curiosa pareja. Miguel narraba casi a voz en grito la historia de una casa encantada.
—Las paredes cimbreaban como cañas al viento… —decía en el momento en que el morisco llegó hasta él.
Hernando le sonrió y después fijó la mirada en su madre, encogida en una silla junto a la fuente.
—Se os va a ir, señor —oyó que le anunciaba el tullido a su lado.
Hernando se giró hacia él con brusquedad.
—¿Cómo…? ¡Pero si está mejor!
—Se va, señor. Lo sé.
Cruzaron sus miradas. Miguel se la sostuvo unos instantes y entrecerró los ojos asegurando su premonición. Negó con la cabeza, levemente, como compartiendo el dolor de Hernando, y continuó con su historia.
—La pared del dormitorio donde dormía la muchacha desapareció por arte de magia, señora María. ¿Os lo imagináis? Un enorme hueco…
Hernando hizo caso omiso a la narración, se acuclilló frente a su madre y la acarició en una rodilla. ¿Sería posible que Miguel fuese capaz de predecir la muerte? Aisha pareció reaccionar al contacto de su hijo y volvió a mover una mano.
—Madre —susurró Hernando.
Miguel se acercó.
—Déjanos, te lo ruego —le pidió Hernando.
El tullido se retiró a las cuadras y Hernando tomó la mano descarnada de Aisha entre las suyas.
—¿Me oyes, madre? ¿Eres capaz de entenderme? —sollozó apretando aquella mano débil—. Lo siento. Es culpa mía. Si te hubiera contado… Si lo hubiera hecho, esto no habría sucedido. Nunca he dejado de luchar por nuestra fe.
Luego relató cuanto había hecho y el trabajo que le había encargado don Pedro; ¡todo aquello que pretendían conseguir!
Cuando terminó, Aisha no hizo movimiento alguno. Hernando escondió el rostro en su regazo y se entregó al llanto.
Cuatro días transcurrieron hasta que se cumplió el presagio del joven; cuatro largos días en los que Hernando, a solas con su madre, repasó una y otra vez su vida mientras ella se consumía hasta que una mañana, serenamente, dejó de respirar.
No quiso pagar entierros ni funerales. Miguel torció el gesto en el momento en que oyó cómo Hernando se lo comunicaba al párroco de Santa María, al que avisó tarde a propósito, Aisha ya cadáver, para que acudiese a otorgar la extremaunción y la diese de baja en el censo de moriscos de la parroquia.
—Aunque fuese mi madre, estaba endemoniada, padre —trató de excusarse ante el sacerdote, a quien no obstante entregó unas monedas por unos servicios que no llegaría a prestar—. La propia Inquisición así lo determinó.
—Lo sé —contestó el párroco.
—No puedo explicártelo —se excusó después con Miguel, que había escuchado sus palabras con estupor.
—¿Endemoniada decís, señor? —chilló el joven llegando a perder el equilibrio—. Aun en su silencio, vuestra madre sufría más… ¡que yo cuando me utilizaban para pedir limosna! Merecía un entierro…
—Yo sé lo que merece mi madre, Miguel —le interrumpió, tajante, Hernando.
No lo habría podido conseguir si él hubiese pagado y Aisha hubiera sido enterrada en el cementerio parroquial, pero sí en las fosas comunes del campo de la Merced, donde la vigilancia era inexistente. ¿Quién iba a velar por unos cadáveres cuyos parientes no habían estado dispuestos a proporcionarles un buen entierro cristiano?
—Vuelve a casa —ordenó a Miguel una vez hubieron presenciado cómo los sepultureros, sin el menor respeto, lanzaban el cadáver a la fosa.
—¿Y vos qué vais a hacer, señor?
—Vuelve, te he dicho.
Hernando acudió en busca de Abbas, por quien preguntó en las caballerizas; le permitieron entrar y se plantó en la herrería. Lo encontró mucho más viejo que la última vez que hablaron, cuando la comunidad se negaba a admitir sus limosnas. El herrador también vio deterioro en el aspecto del nazareno.
—Dudo que alguien quiera ayudarte —afirmó el herrador de malos modos, después de que Hernando le explicase el porqué de su visita.
—Lo harán, si tú así lo exiges. Pagaré bien.
—¡Dinero! Eso es todo cuanto te interesa. —Abbas le miró con desprecio.
—Estás equivocado, pero no pienso discutir contigo. Mi madre era una buena musulmana, tú lo sabes. Hazlo por ella. Si no lo haces, tendré que recurrir a un par de cristianos borrachos del Potro y entonces todos corremos el riesgo de que se sepa cómo enterramos a nuestros muertos y de que la Inquisición investigue. Te consta que los curas serían capaces de levantar todo el camposanto.
Esa noche le acompañaron dos jóvenes fuertes y una mujer anciana; ninguno quiso cobrarle, pero tampoco le dirigieron la palabra. Salieron de la ciudad hacia el campo de la Merced por un portillo abandonado en las murallas. A la luz de la luna, en el camposanto desierto, los jóvenes moriscos exhumaron el cadáver de Aisha allí donde les señaló Hernando, y se lo entregaron a la anciana mientras ellos empezaban a cavar un hoyo largo y estrecho en tierra virgen, hasta la altura de la mitad de un hombre.
La anciana venía preparada: desnudó al cadáver y lavó el cuerpo; luego lo frotó con hojas de parra remojadas.
—¡Señor! Perdónala y apiádate de ella —recitaba en susurros una y otra vez.
—Amén —contestaba Hernando de espaldas a la mujer, la vista nublada por las lágrimas sobre una Córdoba oscura. La ley prohibía mirar el cadáver a quien no lo limpiase, aunque tampoco se hubiera atrevido a infringir aquella norma.
—¡Señor Dios!, perdóname —rogó la anciana por haber tocado el cadáver, después de poner fin a la purificación—. ¿Has traído lienzos? —preguntó a Hernando.
Sin girarse hacia la mujer, le entregó varios lienzos de lino blanco con los que ésta envolvió el diminuto cuerpo de Aisha. Los jóvenes, ya cavado el hoyo, hicieron ademán de coger a su madre para enterrarla, pero Hernando se lo impidió.
—¿Y la oración por el difunto? —les preguntó.
—¿Qué oración? —escuchó que inquiría a su vez uno de ellos.
Quizá alcanzaran la edad de veinte años, pensó entonces Hernando. Habían nacido ya en Córdoba. Todos aquellos jóvenes apartaban el estudio, el conocimiento del libro revelado o las oraciones, y los sustituían, simplemente, por un odio ciego hacia los cristianos con el que trataban de sosegar sus almas. Probablemente sólo supieran la profesión de fe, se lamentó.
—Dejad el cuerpo junto a la fosa y, si lo deseáis, idos.
Entonces, a la luz de la luna, alzó los brazos e inició la larga oración del difunto: «Dios es muy grande. Alabado sea Dios, que da la vida y la muerte. Alabado sea Dios, que resucita a los muertos. Suya es la grandeza, suya es la sublimidad, suyos el señorío…».
Los jóvenes y la anciana permanecían quietos tras él, mientras recitaba la plegaria.
—¿Es éste a quien llaman el nazareno? —susurró uno de los jóvenes al otro.
Hernando terminó de rezar; introdujeron a Aisha en la fosa, de lado, mirando hacia la quibla. Antes de que la cubrieran con piedras sobre las que a su vez echarían tierra para que no se notase el enterramiento, introdujo la carta de la muerte entre los lienzos de lino, de caligrafía perfecta, escrita esa misma tarde con tinta de azafrán en íntima comunión con Alá.
—¿Qué haces?
—Pregúntaselo a tu alfaquí —replicó Hernando hoscamente—. Podéis iros. Gracias.
Los jóvenes y la anciana se despidieron de él con un gruñido y Hernando se quedó solo al pie de la tumba. Había sido una vida realmente dura la de su madre. Por su memoria desfilaron los recuerdos, pero a diferencia de muchas otras ocasiones en que se amontonaban caóticamente, en ésta lo hicieron despacio. Durante un buen rato permaneció allí, alternando las lágrimas con nostálgicas sonrisas. Ahora ya descansaba, trató de tranquilizarse antes de volver a la ciudad.
De camino, ya cruzada la muralla por el mismo hueco, escuchó un sordo pero conocido repiqueteo a sus espaldas. Se detuvo en el centro de una callejuela.
—No te escondas —dijo en la noche—. Ven conmigo, Miguel.
El muchacho no lo hizo.
—Te he oído —insistió Hernando—. Ven.
—Señor. —Hernando trató de localizar de dónde procedía la voz. Sonaba triste—. Cuando me tomasteis como criado, dijisteis que me necesitabais para cuidar de vuestra madre y de vuestro caballo. María Ruiz ha muerto y al caballo… ni siquiera puedo embridarlo.
Hernando notó cómo un escalofrío le recorría el cuerpo.
—¿Crees que podría echarte de mi casa sólo porque mi madre ha muerto?
Transcurrieron unos instantes antes de que el repiqueteo de las muletas rompiera el silencio que se hizo tras su pregunta. En la oscuridad, Miguel llegó hasta él.
—No, señor —contestó el tullido—. No creo que lo hicierais.
—Mi caballo te aprecia, lo sé, lo veo. En cuanto a mi madre…
La voz de Hernando se quebró.
—La queríais mucho, ¿verdad?
—Mucho —suspiró Hernando—. Pero ella no…
—Murió confortada, señor —afirmó Miguel—. Lo hizo en paz. Escuchó vuestras palabras, podéis estar tranquilo por ello.
Hernando trató de vislumbrar el rostro del tullido en la noche. ¿Qué decía?
—¿A qué te refieres? —inquirió.
—A que ella entendió vuestras explicaciones y supo que no habíais traicionado a vuestro pueblo —Miguel hablaba cabizbajo, sin atreverse a levantar la vista del suelo.
—¿Qué es lo que sabes tú de eso?
—Debéis perdonarme. —El muchacho posó entonces sus sinceros ojos en Hernando—. Sólo soy un mendigo, un pordiosero. Nuestra vida siempre ha dependido de lo que podíamos escuchar, en las calles, tras una esquina…
Hernando negó con la cabeza.
—Pero soy leal —se apresuró a añadir Miguel—, nunca os descubriría, nunca lo haría con personas como vos, ¡lo juro!, aunque me quebraran los brazos.
Hernando dejó transcurrir unos instantes. En cualquier caso, ¿cómo podía aquel muchacho asegurar que su madre había muerto confortada?
—Han sido muchas las veces que he deseado la muerte —comentó el tullido como si adivinase sus pensamientos—. Han sido muchas las ocasiones que he estado a sus puertas, enfermo en las calles, solo, despreciado por las gentes que se apartaban para no pasar a mi lado. He vivido en su estado, y en ese limbo he conocido decenas de almas como la de la señora María, todas a las puertas de la muerte; unas tienen suerte y entran, otras son rechazadas para continuar sufriendo. Lo supo. Os escuchó. Os lo aseguro. Lo sentí.
Hernando permaneció en silencio. Algo en aquel muchacho le hacía confiar en él, creer sus palabras. ¿O era sólo su propio deseo de que su madre hubiera muerto en paz? Suspiró y rodeó los hombros del chico con el brazo.
—Vamos a casa, Miguel.
—Lo comprobé, señora. —Efraín, ya de regreso a Tetuán, levantó la voz ante los constantes gemidos de incredulidad por parte de Fátima al escuchar el mensaje de Aisha. El anciano judío, que le había acompañado al palacio de Brahim, llevó la mano al antebrazo de su hijo para que se calmase—. Lo comprobé —repitió Efraín, esta vez con calma, ante una Fátima que no dejaba de pasear arriba y abajo de la lujosa estancia que se abría al patio—. Cuando terminé de hablar con Aisha, vino en mi busca el herrador de las caballerizas reales…
—¿Abbas? —saltó Fátima.
—Un tal Jerónimo… Él fue quien me indicó dónde vivía la mujer. Debió de seguirme y esperó a que finalizase de conversar con ella para atajar mi camino y asaltarme a preguntas…
—¿Le contaste algo de mí? —volvió a interrumpirle Fátima.
—No, señora. Le conté lo que tenía preparado por si las cosas no salían bien: que buscaba a Hernando porque disponía de un excelente caballo de pura raza árabe entregado en pago de una partida de aceite, y que quería que él lo domara…
—¿Y?
—No me creyó. Insistió en preguntar el porqué de la carta que Aisha había roto en pedazos sobre el Guadalquivir, pero no cedí. Os lo aseguro.
—¿Qué te dijo Abbas? —inquirió Fátima parada frente al joven, en tensión. Acababa de escuchar de Efraín acerca de la situación de Aisha; le había hablado de sus evidentes achaques y de la vejez que arrastraba por las calles. Quizá…, quizá se hubiera vuelto loca, especuló Fátima. ¡Pero Abbas no podía mentir! Era amigo de Hernando y habían trabajado codo con codo, jugándose la vida por la comunidad. Abbas no. Él no podía mentir.
Efraín titubeó.
—Señora…, ese Jerónimo, o Abbas como vos lo llamáis, me confirmó todo cuanto me acababa de contar la madre. Esa noche, el herrador me ofreció la hospitalidad de la casa de un tal Cosme, amigo suyo y hombre respetado por la comunidad morisca cordobesa. Ambos repitieron, con mayor detalle, las palabras de Aisha; justo después de que se os creyera muerta, porque os creen muerta, señora, a vos y a vuestros hijos… —Fátima asintió con un suspiro—. Bien, pues justo después de eso, no habría transcurrido ni un año, cuando vuestro esposo se fue a vivir al palacio del duque de Monterreal. Rezuman odio hacia el nazareno, señora. —El padre de Efraín se removió inquieto ante el apodo utilizado por su hijo, pero Fátima no se inmutó; su expresión se endureció y mantenía los puños fuertemente apretados—. Toda la comunidad morisca lo odia por sus actos y su traición; lo comprobé con varios vecinos moriscos de la casa de Cosme. Lo siento —añadió el joven al cabo de unos instantes de silencio.
Durante el transcurso del largo viaje del joven Efraín de Tetuán a Córdoba y su regreso, Fátima había especulado con mil posibilidades: que Hernando hubiera rehecho su vida y que se negara a abandonar la capital de los califas, ¡lo hubiera entendido! Incluso…, incluso llegó a plantearse que pudiera haber fallecido, sabía de la terrible epidemia de peste que había diezmado la población de Córdoba seis años atrás. Pudiera ser que tampoco quisiera abandonar el puesto de jinete de las caballerizas reales que tanto le satisfacía, o que sencillamente decidiera que la comunidad lo necesitaba allí, en tierras cristianas, copiando el libro revelado, los calendarios o las profecías… ¡Eso también lo hubiera entendido! Pero jamás llegó a pasar por su imaginación que Hernando hubiera traicionado a sus hermanos y a sus creencias. ¿Acaso no había sido ella misma quien renunció a su libertad para entregar aquellos dineros por la manumisión de un esclavo morisco?
—¿Y dices…? —Fátima dudó. Era la época en que vivían juntos, los años del levantamiento de las Alpujarras en los que sufrieron mil y una calamidades por su Dios, con Ubaid y Brahim maltratándoles y humillándoles. ¿Cómo podía haberlo mantenido en secreto? Hernando le había contado de su fuga de la tienda de Barrax con aquel noble cristiano, pero ¿cómo podía haber callado la verdad después de los sacrificios que ella misma hizo por unirse en matrimonio? ¡Había perdido a su pequeño Humam en aquella guerra santa!—. ¿Dices que ya en las Alpujarras salvó la vida de varios cristianos?
—Sí, señora. Se sabe con certeza del noble que lo acogió en su palacio y de la esposa de un oidor de la Chancillería de Granada, pero la gente habla de muchos más.
Fátima estalló. Los gritos e insultos que surgieron de su garganta resonaron en la estancia. Anduvo airada hasta el patio, en donde levantó los brazos al cielo y dejó escapar un aullido de rabia y dolor. El viejo judío hizo una seña a su hijo y ambos abandonaron el palacio.
Pocos días después, Fátima llamó a Shamir y a su hijo, Abdul, y les contó cuanto sabía de Hernando.
—¡Perro! —se limitó a mascullar Abdul en el momento en que su madre puso fin al relato.
Luego, ella los observó retirarse, serios y decididos, los colgantes de las vainas de sus alfanjes tintineando a su paso. ¡Eran corsarios!, pensó, hombres acostumbrados a vivir la crueldad.
A partir de aquel día, Fátima se dedicó a administrar con mano de hierro los beneficios y el patrimonio de la familia mientras los jóvenes navegaban. Nada la distrajo de su labor, aunque a solas, por las noches, seguía recordando a Ibn Hamid con una mezcla de rabia y dolor. Mediante una espléndida dote, casó a Maryam con un joven de la familia Naqsis, quienes ya dominaban Tetuán. También buscó esposas adecuadas para Abdul y Shamir. La alianza que trabó con la familia Naqsis tras la muerte de Brahim le resultó rentable, y su condición de mujer no le impidió hacerse un lugar preeminente en el mundo de los negocios de la ciudad corsaria. No era la primera que intervenía en los asuntos de Tetuán; no en balde, tras ser conquistada por los musulmanes, su primera gobernadora fue una mujer tuerta cuya memoria era recordada y respetada. Como ella, Fátima también era temida y reverenciada. Como ella, también Fátima estaba sola.