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Dios sopló y fueron dispersados.

Insignia que mandó inscribir

Isabel I de Inglaterra

Después de una estancia de dos meses en el puerto de La Coruña, y pese a varias conversaciones de paz y reuniones en las que se desaconsejaba la empresa, la gran armada zarpó definitivamente a la conquista de Inglaterra al mando del duque de Medina Sidonia, que ocupó el puesto del marqués de Santa Cruz, tras el repentino fallecimiento de éste.

Don Alfonso de Córdoba y su primogénito, junto a veinte sirvientes, entre los que se hallaba el camarero José Caro, y decenas de baúles con sus pertenencias, trajes, libros y un par de vajillas completas, zarparon en una de las naves capitanas.

Las noticias de la flota que empezaban a llegar a España no eran las que cabía esperar de la misericordia del Dios por el que habían acudido a la guerra contra Inglaterra. El objetivo de la armada era reunirse con los tercios del duque de Parma en Dunkerque, embarcarlos e invadir Inglaterra. Sin embargo, tras anclar en Calais, a sólo veinticinco leguas de donde se hallaban las tropas del duque de Parma, los españoles se encontraron con que los holandeses habían bloqueado la bahía de Dunkerque: así pues, el duque carecía de los medios necesarios para embarcar a sus soldados, sortear el bloqueo holandés y unirse a la flota. Lord Howard, el almirante inglés, no desaprovechó la oportunidad que le brindaba la flota enemiga apiñada e inmovilizada en Calais y la atacó con brulotes.

La noche del 7 de agosto, los españoles observaron cómo desde la flota inglesa partían hacia ellos, sin tripulación, a favor del viento y marea, ocho barcos de aprovisionamiento en llamas. Dos de los tan temidos «mecheros del infierno» pudieron ser desviados de su ruta mediante largos palos manejados desde chalupas, pero los otros seis se internaron entre las naves españolas disparando sus cañones indiscriminadamente y estallando en llamas entre ellas, lo que obligó a sus capitanes a cortar las amarras, abandonar las anclas y huir a toda prisa, rompiendo la formación de media luna que habían adoptado durante toda la travesía. Los ingleses atacaron al comprobar que la armada enemiga perdía su acostumbrada y segura formación y se produjo una lucha sangrienta, tras la cual los españoles se vieron empujados por el viento hacia el norte del canal de la Mancha. Por más intentos que el duque de Medina Sidonia hizo por regresar y acercarse lo suficiente a las costas de Flandes, las condiciones atmosféricas se lo impidieron. Mientras, los ingleses, sin presentar batalla, se limitaron a vigilar el posible regreso de sus enemigos.

Unos días después, el almirante español ordenó arrojar por la borda a todos los animales que transportaba la flota y, en condiciones precarias, con el agua y los víveres podridos a consecuencia de la mala calidad de los barriles fabricados con los flejes y duelas con que se tuvieron que sustituir los quemados por Drake el año anterior, las embarcaciones destrozadas y la tripulación muriendo a diario por el tifus o el escorbuto, puso rumbo hacia España por el norte, rodeando las ignotas costas irlandesas.

El 21 de septiembre, la nave del duque de Medina Sidonia, toda ella envuelta en tres grandes maromas para que no se despedazase, como si de un macabro regalo se tratase, con su almirante agonizante en una litera, atracaba en Santander junto a ocho galeones. Tan sólo treinta y cinco navíos de los ciento treinta que conformaban la gran armada consiguieron arribar a diferentes puertos. Algunos fueron hundidos durante la batalla en el canal de la Mancha; otros, los más, se perdieron en las costas irlandesas, donde los temporales se ensañaron en unos navíos destartalados, sembrando de naufragios toda la costa oeste irlandesa. Muchos otros, sin embargo, permanecían en paradero desconocido. Algunos días más tarde, un correo partía hacia Córdoba: el barco en el que navegaban don Alfonso y su hijo no había arribado a puerto.

Ante la noticia, doña Lucía dispuso que todos cuantos habitaban el palacio, hidalgos, sirvientes y esclavos, Hernando incluido, acudieran a las tres misas diarias que a tales efectos ordenó al sacerdote que oficiaba en la capilla de palacio. El resto del día el silencio sólo se veía interrumpido por el murmullo de los rosarios que debían rezar a todas horas los hidalgos y la duquesa, reunidos en la penumbra de uno de los salones. Se estableció un estricto ayuno; se prohibió la lectura, las danzas y la música y nadie osó abandonar palacio si no era para acudir a la iglesia o a las constantes rogativas y procesiones que, desde que se supo el desastre de la armada y la falta de noticias sobre tantas naves y sus tripulaciones, se organizaron en todos los rincones de España.

Maria, Mater Gratiae, Mater Misericordiae…

Todos de rodillas, tras la duquesa, rezaban el rosario una y otra vez. Hernando murmuraba mecánicamente la interminable cantinela, pero a sus lados, por delante o por detrás, escuchaba las voces de aquellos cortesanos orgullosos y altivos, que se elevaban con verdadera devoción. Observó en sus rostros la inquietud y la angustia: su futuro dependía de la vida y generosidad de don Alfonso y si éste moría…

—No os preocupéis, prima —dijo un día don Sancho a la hora de la comida: la mesa presentaba un aspecto sobrio, con pan negro y pescado, sin vino ni ninguna de las demás preciadas viandas que se acostumbraban a servir en palacio—, si vuestro esposo y su primogénito han sido apresados en las costas irlandesas, sus captores los respetarán. Suponen un extraordinario rescate para los ingleses. Nadie les hará daño. Confiad en Dios. Serán bien acomodados hasta que se pague su rescate; es la ley del honor, la ley de la guerra.

Sin embargo, el brillo de esperanza que destelló en los ojos de la duquesa ante las palabras del viejo hidalgo se fue trocando en llanto a medida que llegaban noticias a la península. Sir William Fitzwilliam, a la sazón capitán general de las fuerzas inglesas de ocupación en Irlanda, tan sólo disponía de setecientos cincuenta hombres para proteger la isla frente a los naturales que aún defendían sus libertades, por lo que no estaba dispuesto a consentir la llegada de tan elevado número de soldados enemigos. Su orden fue tajante: detener y ejecutar de inmediato a todo español hallado en territorio irlandés, fuera de la condición que fuese, noble, soldado, sirviente o simple galeote.

Los espías de Felipe II y aquellos soldados que con la ayuda de los señores irlandeses lograron escapar a través de Escocia se explayaron en el relato de estremecedoras matanzas de españoles; los ingleses, sin la menor compasión o caballerosidad, mataban incluso a quienes se rendían.

Entonces Hernando, preocupado por la suerte de quien le había tratado como un amigo, empezó también a temer por su propio porvenir. Las relaciones con la duquesa habían empeorado aún más en los últimos tiempos a raíz del conocimiento de sus amoríos con Isabel. Al igual que don Sancho, doña Lucía no le dirigía la palabra; la altiva noble ni siquiera lo miraba y Hernando parecía haberse convertido en una rémora impuesta por aquel de cuya vida nada se sabía. Quizá en otras circunstancias no le hubiera dado mayor importancia: odiaba la hipocresía de tan ocioso tipo de vida, pero el favor del duque, su biblioteca y las decenas de libros a los que tenía acceso, así como la posibilidad de dedicarse por entero a la causa de la comunidad morisca tras el espectacular éxito del descubrimiento del pergamino en la Torre Turpiana, eran algo a lo que no quería ni podía renunciar, por más incómoda que se le hiciera su estancia en el palacio del duque. El cabildo catedralicio encargó la traducción del pergamino precisamente a Luna y Castillo y él, Hernando, acababa de conseguir dar el sutil punto de curvatura hacia la derecha a la punta de los cálamos. Y como si su mano sirviese a Dios, llegó a dibujar sobre el papel las más maravillosas letras que pudiera haber imaginado.

En septiembre de aquel año, al tiempo que toda España, su rey incluido, lloraba la derrota de la gran armada, un joven judío tetuaní provisto de cédulas falsificadas que lo acreditaban como comerciante de aceites malagueño, llegaba a Córdoba acompañando a una caravana a la que se había unido en Sevilla.

Tras superar la aduana de la torre de la Calahorra, mientras cruzaba el puente romano a pie, al lado de unas mulas, el joven fijó su mirada en la gran obra que se abría justo frente a ellos, más allá del puente y de la puerta de acceso a la ciudad. Recordó las palabras de su padre.

—Por delante del puente encontrarás la gran mezquita sobre la que los cristianos están construyendo su catedral —le había explicado éste antes de que partiera, repitiendo las indicaciones de Fátima, hablándole en castellano para recordarle el idioma que sólo utilizaban para tratar negocios con los cristianos que acudían a Berbería. ¡Y ahora allí estaba!

El hijo de Efraín, del mismo nombre que su padre, perdió el paso ante la monumental estructura que se alzaba por encima del bajo techo de la mezquita, con unos majestuosos arbotantes a la espera de que se construyesen el cimborrio y la cúpula que debían coronar el templo.

—En la fachada principal de la catedral, al otro lado del río, donde se alza el campanario —había continuado su padre—, encontrarás una calle que asciende hasta la de los Deanes y que llega a otra conocida como la de los Barberos para después, algo más arriba, llamarse de Almanzor…

La voz del anciano judío tembló.

—¿Qué sucede, padre? —se preocupó Efraín, adelantando una mano para ponerla sobre su antebrazo.

—Esa zona a la que debes dirigirte —explicó tras carraspear—, es precisamente la antigua judería de Córdoba, de donde nos expulsaron los cristianos no hace todavía un siglo. —La voz del anciano volvió a temblar. Fátima le explicó dónde estaba la casa patio en la que vivían y él escuchó con paciencia a la señora. ¡Cuántas veces había escuchado la descripción de aquellas calles de boca de su abuelo!—. Allí están tus raíces, hijo, ¡respíralas y tráeme algo de ese aire!

La mujer que le recibió en la casa patio no le dio noticia de aquel Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles, a quien debía encontrar para entregarle la carta que llevaba escondida bajo su camisa; es más, le echó sin contemplaciones cuando el muchacho insistió en que en esa vivienda había vivido antes una familia morisca.

—¡Ningún hereje ha pisado nunca esta casa! —le gritó, y cerró la puerta que daba al zaguán.

«Si por algún motivo no lo encontrases —le había indicado su padre—, deberás dirigirte a las caballerizas reales. Según la señora, allí seguro que te darán nuevas de él.» Efraín preguntó cómo llegar, desanduvo el camino, pasó por delante del alcázar, residencia del tribunal del Santo Oficio, y llegó a las cuadras.

—No sé de quién me hablas —le contestó un mozo con el que se topó nada más cruzar el portalón de entrada—, pero si se trata de un cristiano nuevo, pregunta en la herrería. Seguro que Jerónimo sabrá de él; lleva muchos años trabajando aquí.

Superado el zaguán de entrada y la nave de cuadras, Efraín se encontró con el picadero central, donde varios jinetes domaban potros. El joven judío se detuvo unos instantes. ¡Qué diferentes eran aquellos caballos de los pequeños árabes de su tierra! Desde el zaguán, el mozo le llamó la atención y le ordenó continuar hacia la herrería. ¿Por qué el tal Jerónimo debía saber de un cristiano nuevo?, se preguntó mientras caminaba en su busca. Encontró la respuesta en la tez oscura y en las facciones árabes del herrador, que lo recibió con una sonrisa que se borró en cuanto supo el motivo de su visita.

—¿Qué quieres de Hernando? —espetó.

Efraín dudó; ¿a qué ese recelo? Entre yunques, el horno encendido, herramientas y barras de hierro, el herrador se irguió ante él cuan grande era, respirando con fuerza a través de su nariz bulbosa.

—¿Lo conoces? —inquirió el joven con firmeza.

En esta ocasión fue el herrador quien dudó.

—Sí —reconoció al fin.

—¿Sabes dónde puedo dar con él?

Jerónimo dio un paso hacia el joven.

—¿Por qué?

—Eso es asunto mío. Sólo te pregunto si sabes dónde puedo encontrar al tal Hernando. Si es así y quieres decírmelo, bien; en caso contrario, no pretendo molestarte, ya lo buscaré en otro lugar.

—No sé nada de él.

—Gracias —se despidió Efraín con la convicción de que el árabe le engañaba. ¿Por qué?

El herrador no estaba dispuesto a dar referencia alguna de Hernando, pero quizá fuera conveniente enterarse de las intenciones del visitante.

—Pero sí sé dónde puedes encontrar a su madre —rectificó.

Efraín se detuvo. «La señora exige que la carta le sea entregada a él personalmente o a su madre. Se llama Aisha. No debes hacerlo a ninguna otra persona», le había advertido su padre.

¿Qué sucedía con aquella familia?, se preguntaba Efraín cuando llegó ante la puerta de la casa de Aisha, en una callejuela estrecha del barrio de Santiago, en el extremo opuesto de la ciudad. Era evidente que Jerónimo le había mentido; sus ojos oscuros le delataban, y cuando preguntó por Aisha a unas mujeres que trajinaban con tiestos y flores en el patio del edificio, éstas le miraron con desdén. Efraín era un joven fuerte, probablemente no tanto como el herrador, pero con seguridad más que el morisco que acudió a la llamada de las mujeres. Y estaba cansado. Durante jornadas había caminado desde el puerto de Sevilla, adonde arribó en un barco portugués que había zarpado de Ceuta, y llevaba todo el día de un lugar a otro buscando al tal Hernando Ruiz o a su madre, arriesgándose a que cualquier altercado pudiera originar su detención y poner de manifiesto su condición de judío o la falsificación de su cédula como vendedor de aceites.

—¿Para qué buscas a Aisha? —le preguntó el morisco con desprecio.

¡Ya era suficiente! Efraín prescindió de la prudencia, frunció el ceño y acercó la mano a la empuñadura de la daga que llevaba en su cinto. El morisco no pudo impedir que su mirada siguiera el movimiento de la mano del joven judío.

—Eso no es de tu incumbencia —respondió—. ¿Vive aquí? —El morisco titubeó—. ¿Vive o no vive aquí? —estalló Efraín, haciendo ademán de desenvainar la daga.

Vivía. Dormía allí mismo, a espaldas de donde se encontraba Efraín, en el zaguán. El joven volvió la mirada hacia la manta arrugada que le indicó el morisco con un movimiento de su mentón. Sin embargo, a esas horas la mujer aún no había regresado de la tejeduría.

Efraín esperó en el callejón que conducía a la casa. Un rato después algo le dijo que la mujer que se dirigía hacia él, despacio, encorvada, con la mirada clavada en el suelo y unas grandes ropas que colgaban de sus hombros caídos, era la persona a la que buscaba.

—¿Aisha? —preguntó cuando la mujer pasaba por su lado. Ella asintió mostrándole unos ojos tristes, hundidos en cuencas amoratadas—. La paz sea contigo —saludó Efraín. La cortesía pareció sorprenderla. El joven judío la vio como un animal indefenso y herido. ¿Qué sucedía con esas personas?—. Me llamo Efraín y vengo desde Tetuán… —le susurró acercándose a ella.

Aisha reaccionó con inusitada energía.

—¡Calla! —advirtió, al tiempo que hacía un gesto hacia el interior del edificio, más allá del zaguán. Efraín se volvió y se encontró con varios rostros atentos a ellos.

Sin articular palabra, Aisha se encaminó hacia el río. Efraín la siguió, tratando de acompasar su marcha a la lentitud de la mujer.

—Vengo… —insistió ya lejos de la casa, pero Aisha le acalló de nuevo con un gesto.

Llegaron al Guadalquivir por la puerta de Martos, delante del molino que pertenecía a la orden de Calatrava. Allí, a la orilla del río, Aisha se volvió hacia él.

—¿Traes noticias de Fátima? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí. Tengo…

—¿Qué sabes de mi hijo, de Shamir? —le interrumpió ella, obligándole a detenerse.

Efraín creyó percibir un destello de vida en aquellos ojos apagados.

—Está bien. —Antes de partir, su padre le había explicado la situación—. Pero poco más sé de él —aclaró—. Te traigo una carta de la señora Fátima. Va dirigida a tu hijo, Hernando, pero también es para ti.

Efraín rebuscó en el interior de sus ropas.

—No sé leer —adujo Aisha.

El joven se quedó con la carta en la mano.

—Dásela a tu hijo y que lo haga él —arguyó acercándosela para que la cogiera.

Aisha dejó escapar una triste sonrisa. ¿Cómo iba a decirle a su hijo que le había engañado y que Fátima, Francisco e Inés vivían?

—Léela tú.

Efraín dudó. «A Hernando o a su madre», recordó. De fondo se oía el incesante ruido de las piedras del molino que machacaba el grano al paso del agua del Guadalquivir.

—De acuerdo —cedió y rasgó el sello lacrado—. Amado esposo —leyó después—. La paz y la bendición del Indulgente y del que juzga con verdad sean contigo…

El sol iniciaba su ocaso, delineando ambas siluetas a orillas del río. Concentrado en la lectura, Efraín no pudo captar la sonrisa de Aisha en el momento en que la misiva contaba la muerte de Brahim, desangrado como un puerco. El joven judío tuvo que carraspear en repetidas ocasiones mientras leía el relato del asesinato que tan detalladamente aparecía escrito con la familiar letra de su padre.

Tu hijo está bien —proseguía la carta dirigida a Hernando—. Se ha hecho un hombre inteligente y se ha curtido en el corso contra los cristianos. ¿Cómo se encuentra tu madre? Confío que la fuerza y el valor con que me cuidó y apoyó le hayan servido para superar todas las pruebas a las que Dios nos ha sometido. Dile que Shamir también es ya todo un hombre y, además, es ahora rico y poderoso tras la muerte de su maldito padre. Ambos, valientes y soberbios, en nombre del único Dios, del verdadero, del Fuerte y Firme, del que hace vivir y morir, surcan los mares luchando y dañando a los cristianos, aquellos que tantos males nos han originado. Inés crece sana. Amado esposo: ignoro qué es lo que te dijo tu madre acerca del secuestro de tu hijo, de Inés y de tu esclava, que soy yo, pero debo suponer que te contó que habíamos muerto, porque, de no ser así, estoy convencida de que habrías venido a por nosotros. Los muchachos no alcanzaron a saberlo nunca y esperaron mucho tiempo tu llegada. Dudé si decírselo, pero decidí que esa posibilidad, esa esperanza, los ayudaría en un camino que se les presentó cruel y difícil. Hoy ya es tarde para hacerlo. Tú mismo podrás decírselo y te perdonarán, seguro, como confío en que perdones a tu madre; fui yo quien le pedí que lo hiciera así, que impidiera que nos siguieras hasta este nido de corsarios donde Brahim te esperaba con todo un ejército para matarte.

Efraín tuvo que interrumpir su lectura ante los sollozos de Aisha. Evitó mirar a la mujer, sobrecogido ante un dolor que ella no hacía nada por esconder.

—Continúa —le instó Aisha, con voz temblorosa.

Hernando, tenemos muchas noches que recuperar —leyó el judío—. Tetuán es nuestro paraíso. Aquí podemos vivir sin problemas y en la verdadera fe, sin escondernos de nada ni de nadie. Con todo, ignoro si habrás contraído nuevo matrimonio. No te lo reprocho, sería comprensible. En ese caso acude con tu nueva esposa y tus hijos si los tienes. Como buena musulmana que estoy segura de que lo será, tu esposa comprenderá y aceptará la situación. Trae también a Aisha: Shamir la necesita. ¡Todos os necesitamos! Que Dios guíe al portador de ésta, te encuentre con salud y te devuelva a mis brazos y a los de tus hijos.

Aisha se mantuvo quieta durante un largo rato, con la mirada perdida en las aguas ya casi negras del Guadalquivir.

—Así termina la carta —añadió Efraín ante su silencio.

—¿Espera respuesta? —Aisha se encaró con el joven.

—Sí —titubeó Efraín ante su actitud—. Eso me han dicho.

—Tampoco sé escribir…

—Tu hijo…

—¡Mi hijo ya no escribe en árabe! —replicó Aisha, con la voz tomada por el rencor—. Recuerda bien lo que voy a decirte y trasládaselo a Fátima: el hombre al que amó ya no existe. Hernando ha abandonado la verdadera fe y ha traicionado a su pueblo; nadie de los nuestros le habla ni le respeta. Su sangre nazarena ha vencido. En las Alpujarras ayudó a los cristianos y, a escondidas, salvó algunas de sus miserables vidas. Ahora vive en el palacio de un noble cordobés, uno de los que mató a tantos de los nuestros, como uno más de ellos, entregado al ocio. En lugar de copiar ejemplares del Corán o profecías, trabaja para el obispo de Granada ensalzando a los mártires cristianos de las Alpujarras, aquellos que nos robaban, nos escupían… o nos ultrajaban.

Aisha calló. Efraín la vio temblar, distinguió unas lágrimas que pugnaban por salir de unos ojos enfurecidos y tristes.

—Hernando ya no es mi hijo y no es digno de ti ni de mis nietos —murmuró—. Te lo dice Aisha, aquella que lo concibió violentada, que lo llevó en su seno y que lo parió con dolor…, con todo el dolor del mundo. Fátima, mi querida Fátima, que la paz sea contigo y con los tuyos. —Aisha agarró la carta que todavía permanecía en manos del joven, la rasgó en varios pedazos y, tras acercarse al río, los dejó caer al agua—. ¿Lo has entendido? —preguntó, de espaldas a él.

—Sí. —Efraín tuvo que hacer un esfuerzo para articular el simple monosílabo. Luego tragó la poca saliva que le quedaba en la boca—. Y tú, ¿qué harás? La carta decía…

—Ya no me quedan fuerzas. Dios no puede pretender que inicie un camino tan largo. Vuelve a tu tierra y transmítele mi mensaje a Fátima. Que Dios te acompañe.

Luego, sin ni siquiera mirarle, dio media vuelta y se alejó, con paso muy lento, recorriendo el mismo camino que un día anduvo con Hernando, junto al río que se había tragado a Hamid.

Varios días antes del 18 de octubre, festividad de San Lucas, los alguaciles de Córdoba fijaron carteles por toda la ciudad en los que se anunciaba la gran rogativa por el retorno de los navíos de la armada de los que todavía no se tenía noticia. ¡Aún faltaban setenta por llegar! Al mismo tiempo, pregoneros del cabildo municipal leyeron en los lugares más concurridos el bando por el que se convocaba a todos los cordobeses a acudir a la procesión, confesados y comulgados, cada cual con su cruz, su disciplina o su fuego. La comitiva debía salir de las puertas de la catedral, una hora después del mediodía, por lo que los cordobeses dedicaron la mañana a confesarse y comulgar como si fuese Jueves Santo.

En el palacio del duque de Monterreal, doña Lucía, sus hijas y su hijo pequeño se hallaban dispuestos, vestidos de negro riguroso, cada uno con un cirio en las manos. Los hidalgos y Hernando, también de negro, se procuraron hachones para acompañar a la rogativa y empezaron a reunirse en el salón de doña Lucía, a la espera del tañido de todas las campanas de la ciudad. El obispo había ordenado que tocaran hasta las de los conventos y ermitas de la sierra y lugares cercanos. Una macilenta doña Lucía, sentada junto a sus hijos, murmuraba oraciones al tiempo que pasaba las cuentas del rosario; los demás se hallaban sumidos en una tensa espera. Entonces apareció don Esteban, descalzo, desnudo de cintura para arriba, con sólo unos calzones y una gran cruz de madera sobre su hombro sano, se acercó a la duquesa y la saludó con una leve inclinación de cabeza. El viejo sargento impedido mostraba todavía un torso fuerte, surcado por numerosas cicatrices, algunas en forma de simples líneas en su piel, más o menos gruesas y mal cosidas; otras, como la que nacía de su hombro izquierdo, eran surcos que le atravesaban la espalda. Doña Lucía contestó al saludo del sargento, con los finos labios apretados y los ojos repentinamente humedecidos. Al instante, uno de los hidalgos salió de la estancia en busca de otra cruz que portar en la procesión. Los demás se miraron entre sí y al cabo siguieron los pasos del primero.

—Ahora, encomendándote a Dios, puedes volver a salvar la vida de don Alfonso. —Don Sancho se dirigió a Hernando por primera vez en mucho tiempo—. ¿O te da igual que muera?

¿Quería que muriese el duque? No. Hernando recordó los días en la tienda de Barrax y su huida. Era cristiano, pero era su amigo; quizá el único con quien podía contar en toda Córdoba. Además, ¿acaso no era él, Hernando, quien defendía la existencia de un único Dios, el Dios de Abraham? Siguió al hidalgo decidido a sufrir penitencia por don Alfonso. ¿Qué más daba ya todo? Sus hermanos en la fe ya estaban convencidos de su traición, nada de lo que hiciera podía empeorar el desprecio que sentían hacia él.

—¿Cómo conseguimos ahora una cruz de madera? —oyó que preguntaba uno de los hidalgos—. No tenemos tiempo de…

—Sirven espadas, barras de hierro o simples maderos para atárnoslos por la espalda a los brazos extendidos. La cruz la formarán nuestros brazos —le interrumpió el que iba a su lado.

—O una penitencia —intervino otro—: un látigo o un cilicio.

No faltaban espadas en el palacio del duque. Sin embargo, Hernando recordó la gran y antigua cruz de madera que colgaba arrinconada en las cuadras. Según le había explicado el mozo, el duque decidió mudar el magnífico Cristo de bronce que presidía el altar de la capilla de palacio por una cruz trabajada en costosa madera de caoba traída de la isla de Cuba y la vieja, ya sin figura, fue a parar a los establos.

Era un día soleado pero frío. Al tañido de todas las campanas de la ciudad y de los lugares cercanos, la gran procesión rogativa salió de la catedral de Córdoba por la puerta de Santa Catalina: la rodeó en dirección al río, y cruzó bajo el puente entre el obispado y la catedral hasta el palacio del obispo, donde éste la bendijo desde el balcón. La procesión iba encabezada por el corregidor de la ciudad y el maestre de la catedral, a quienes seguían los veinticuatros y jurados del municipio provistos de sus pendones. Tras ellos, con los miembros del cabildo catedralicio, sacerdotes y beneficiados, iba el Santo Cristo del Punto en unas andas; los frailes de los numerosos conventos de la ciudad portaban pasos con imágenes de sus iglesias, algunas bajo palio. Más de dos mil personas con cirios o hachones encendidos en las manos, con doña Lucía y sus hijos al frente, consolados por los nobles que se habían hecho un sitio al lado de la familia del duque.

Y, por detrás de todos ellos, la procesión había congregado a cerca de un millar de penitentes. Cargado con su cruz, Hernando los observó mientras esperaban a ponerse en marcha. Igual que él, casi todos caminaban descalzos y con los torsos descubiertos. A su alrededor vio más hombres con cruces al hombro. Otros iban aspados: con los brazos en cruz, atados a espadas o hierros. Había penitentes con cilicios en piernas y cintura, hombres con los torsos envueltos en zarzas y ortigas, o con sogas en la garganta dispuestas para que otro penitente tirara de la cuerda durante el camino. Los murmullos de las oraciones de todos ellos resonaron en sus oídos y Hernando sintió un inquietante vacío interior. ¿Qué pensarían los moriscos que le viesen? Quizá entre tanta gente no llegaran a reconocerle y, en todo caso, se repitió, ¿qué importaba ya?

La procesión, con los cordobeses cayendo de rodillas a su paso, trazó el recorrido previsto por las calles de la ciudad en busca de iglesias y conventos. Cuando pasaba por algún templo de dimensiones suficientes, la rogativa cruzaba su interior, acompañada por los cánticos del coro. La fila era tan larga que la cabeza de la procesión quedaba a varias horas del paso de los penitentes. En los templos de menores dimensiones era recibida por la comunidad religiosa, que había salido a la calle con las imágenes, y entonaba misereres desde las puertas; las monjas lo hacían escondidas, desde los miradores de los conventos.

Había transcurrido un larguísimo trecho de una marcha que según el bando debía prolongarse hasta el anochecer, Hernando empezó a notar que el peso de la cruz sobre su hombro aumentaba de forma insoportable. ¿Por qué no se habría limitado a asparse como los demás hidalgos? Es más, ¿qué demonios hacía allí, destrozándose los pies, pisando los charcos de barro y sangre, rezando y cantando misereres? El viejo sargento de los tercios, por delante de él, empleando sólo su brazo útil, se encalló cuando el extremo de la cruz que arrastraba se introdujo en un hoyo de la calle. Aunque don Esteban tiró de la cruz, fue incapaz de extraerla del hoyo; los penitentes lo adelantaron, pero los que portaban cruces no pudieron hacerlo y se vieron obligados a detenerse. Un joven que presenciaba la procesión saltó de entre el público y levantó el extremo de la cruz. El sargento se volvió hacia él y se lo agradeció con una sonrisa. La rogativa continuó, con los dos portando la cruz. Tendrían que ayudarle también a él, temió Hernando al volver a iniciar la marcha haciendo un esfuerzo para tirar de los pesados maderos cruzados. ¡Le quedaba toda la tarde!

—Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo… —se sumó Hernando a los murmullos.

Avemarías, padrenuestros, credos, salves… el murmullo de oraciones era incesante. ¿Qué hacía allí? Misereres cantados. Millares de velas, cirios y hachones. Incienso. Bendiciones. Santos e imágenes por doquier. Hombres y mujeres arrodillados a su paso, algunos gritando y suplicando con los brazos extendidos hacia el cielo en arrebatos místicos. Flagelantes con la espalda ensangrentada a su alrededor. De pronto se sintió fuera de lugar… ¡Él era musulmán!

Si la piadosa feligresía de Córdoba había sido convocada mediante anuncios y pregones, no lo fue así la comunidad morisca. Días antes de la festividad de San Lucas, párrocos, sacristanes y vicarios, jurados y alguaciles echaron mano de los detallados censos de los cristianos nuevos y, casa por casa, los conminaron a que se presentaran en la rogativa. Como si se tratase de un domingo, el día de San Lucas, a primera hora de la mañana, con los censos en las manos, se apostaron en las puertas de las iglesias para comprobar que no faltaba ninguno a confesar y comulgar. Nadie podía permanecer en su casa; todos debían acudir a ver la procesión y a rezar por el retorno de los barcos de la gran armada que aún no habían arribado a puerto. ¡Toda España rogaba al unísono por su regreso!

—¿A qué esperas, vieja? —El panadero morisco zarandeó a Aisha, que estaba acostada en el zaguán.

Fueron varios los hombres que, mientras salían de la casa para acudir a confesar y comulgar, la instaron a levantarse del zaguán, pero ella no les hizo caso. ¡Qué le importaban los asquerosos barcos del rey cristiano! El último en salir, el viejo panadero, no iba a permitir que la mujer se quedase allí.

—Es una procesión de nazarenos —le gritó al ver cómo Aisha se encogía en su manta, sobre el suelo—. ¡La tuya y la de tu hijo! Los justicias vigilarán que todos acudamos a la rogativa. ¿Acaso pretendes que la desgracia caiga sobre esta casa y todos nosotros? ¡Levanta!

Dos moriscos más de los que compartían la casa y que ya estaban en la calle volvieron sobre sus pasos.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de ellos.

—No quiere levantarse.

—Si no acude a confesar, los justicias vendrán a comprobar y sospecharán de esta casa. Los tendremos encima todos los días del año.

—Eso le he dicho —alegó el panadero.

—Mira, nazarena —dijo el tercero, acuclillándose junto a Aisha—, o vienes por las buenas o te llevaremos por las malas.

Aisha acudió a la parroquia de Santiago trastabillando entre dos jóvenes moriscos que la agarraban de las axilas sin contemplaciones. El sacristán tachó su nombre en la puerta de la iglesia, tras apartarse y mirarla con aprensión.

—Está enferma —se excusaron los jóvenes.

Lo que no pudieron obligarla fue a confesar y menos se atrevieron a acercarla al altar a comer «la torta», pero tal era la afluencia de feligreses a la iglesia, tal el alboroto y las colas en el confesionario, que nadie se percató de ello. Los justicias dieron por bueno que hubiera acudido a la iglesia. Desde allí, vigilados por un alcaide, los moriscos del barrio de Santiago se situaron en la calle del Sol, entre la parroquia de Santiago y el cercano convento de Santa Cruz, a la espera del paso de la procesión. Aisha estaba entre ellos, encogida, ajena a todo. Varias horas tuvieron que permanecer en la calle desde el tañido de campanas hasta que la rogativa, ya encaminada de regreso a la catedral, recorrió el barrio de Santiago, junto a la muralla oriental.

Aisha no habló con nadie. Hacía días que no lo hacía, ni siquiera en la tejeduría, donde aguantaba en silencio, con la mirada perdida, las increpaciones del maestro Juan Marco ante los hilos de seda mal encañados o con los colores o las medidas mezcladas. Trabajaba pensando en Fátima y en Shamir. ¡Fátima lo había conseguido! Había sufrido años de humillaciones, pero calló y aguantó, y su fuerza de voluntad y su constancia la llevaron a obtener una venganza que a ella jamás se le hubiera pasado siquiera por la imaginación. ¡Un paraíso!, recordó que decía la carta. Vivía en un paraíso. Y ella, ¿qué había hecho ella a lo largo de su vida? Vieja, enferma y sola. Observó a los vecinos que la rodeaban, como si pretendieran esconderla. Comían. Comían pan de panizo, y tortas, y dulces de almendra, y buñuelos que se habían procurado. Ninguno de ellos le ofreció un pedazo, aunque tampoco hubiera podido comerlo. Le faltaban algunos dientes y el cabello se le caía a mechones; tenía que desgajar en migas el pan duro que le dejaban cada noche. ¿Qué gran pecado habría cometido para que Dios la castigara de aquella manera? Hernando traicionaba a los musulmanes y Shamir vivía lejos, en Berbería; sus otros hijos… habían sido asesinados o vendidos como esclavos. ¿Por qué, Dios? ¿Por qué no se la llevaba ya de una vez? ¡Deseaba la muerte! La llamaba cada noche que se tenía que tumbar sobre el frío y duro suelo del zaguán, pero no llegaba. Dios no se decidía a liberarla de sus miserias.

Le dolían las piernas en el momento en que el Cristo del Punto pasaba por delante de ella. Los moriscos hincaron sus rodillas en tierra. Alguien tiró de su falda para que hiciera lo mismo, pero ella no cedió y permaneció en pie, callada, sin rezar, encogida como una anciana entre los hombres arrodillados. Al cabo de un buen rato llegaron los penitentes. Después de recorrer la ciudad, muchos eran los que caían bajo el peso de las cruces y la gente se veía obligada a acudir en su ayuda. Ése no era el caso de Hernando, pero el sargento, que caminaba junto a él, ya había dejado la cruz al superar la Corredera y caminaba entre el grupo de penitentes, cabizbajo y vencido, libre de una carga que habían hecho suya dos jóvenes. Quienes portaban disciplinas aparecían ya con el cuerpo ensangrentado; los fervorosos cristianos que presenciaban la procesión se conmovían y emocionaban ante esas muestras de pasión y se sumaban a los gritos y aullidos de dolor que surgían de boca de los penitentes. Las monjas de Santa Cruz empezaron a entonar el Miserere, alzando la voz para hacerse oír entre el escándalo, animando al millar de hombres desgarrados.

Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam —retumbó el lúgubre cántico en la calle del Sol.

Aisha miraba sin interés el paso de aquellos desgraciados cuando entre ellos, tirando de una cruz inmensa, con la espalda llena de sangre debido a las heridas ocasionadas por el roce de la madera sobre su hombro desnudo y el rostro congestionado, vio a su hijo, que arrastraba los pies junto al resto de los penitentes: su imagen le recordó a uno de los centenares de Cristos que mostraban las iglesias y los altares callejeros cordobeses.

—¡No! —gritó. Los dedos de las manos se le crisparon. El panadero se volvió hacia ella y vio que las mansas venas azules del cuello de la anciana aparecían ahora abultadas bajo su mentón. Sus ojos irradiaban odio—. ¡No! —volvió a gritar. Otro morisco más se volvió hacia ella. Un tercero trató de acallarla, lo que llamó la atención del alguacil, pero Aisha le sorprendió y se zafó de él con la fuerza nacida de la ira—. ¡Alá es grande, hijo! —gritó entonces. El alguacil ya se dirigía hacia Aisha.

Et secundum multitudinem miserationum tuarum, dele iniquitatem meam —se lamentaban las monjas de Santa Cruz.

Los moriscos se separaron de Aisha.

—¡Escucha, Hernando! ¡Fátima vive! ¡Tus hijos también! ¡Vuelve con tu gente! ¡No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el env…!

No pudo terminar la profesión de fe. El alguacil se lanzó sobre ella y la hizo callar de un manotazo que le saltó un par de dientes.

Hernando, ido, loco de dolor, entre gritos y aullidos, repetía para sí aquellos cánticos quejumbrosos que llevaba escuchando todo el día: Amplius lava me ab iniquitate mea. Y tiraba de la cruz, sólo pendiente de arrastrar los pesados maderos. No se enteró del alboroto entre los moriscos. Ni siquiera volvió la cara hacia el tumulto que se había formado alrededor de su madre.