18
Tenemos noticia de que nos han de asaltar veinte y dos mil moros no mal armados, y nosotros no somos más que dos mil; yo, por mí solo, me encargo de dos mil y a mi caballo le sobran otros tantos. ¿Y qué son nueve mil moros para la infantería de nuestro valeroso campo, y otros nueve mil para vosotros, mis ilustres caballeros, que tenéis tanto ánimo y tan acreditado esfuerzo? Pero todavía nos sobra el bélico sonido de nuestras claras trompetas, cuyo espantable estrépito basta para desmayar a otros tantos diez mil moriscos.
arenga del marqués de los Vélez
a su ejército
¿Habrían servido de algo sus desvelos por salvar a Isabel?, se preguntaba Hernando algo más de un mes después de dejarla en manos del marqués de los Vélez, de nuevo a la vista de Berja. ¿Continuaría la niña en el interior de la ciudad? Si así era, la volverían a capturar… quizá hasta descubrieran que no la había vendido.
Aben Humeya se había decidido a atacar Berja, obligado por los moriscos del Albaicín de Granada, que exigían la derrota del sanguinario noble para sumarse a la rebelión. Aquél era el momento adecuado: las tropas del marqués estaban más que diezmadas por las deserciones, pero esperaban refuerzos de Nápoles que, junto a la flota real, acababan de arribar a las costas andaluzas.
¿A quién le cabía la menor duda de que los musulmanes arrasarían al ejército del Diablo Cabeza de Hierro?
El rey dispuso que el ataque se efectuara durante la noche y empezaba a oscurecer. El gran campamento morisco, a las afueras de la ciudad, hervía de actividad. Los hombres se preparaban para la guerra. Disponían de armas; gritaban, cantaban y se encomendaban a Dios. Sin embargo, aun entre los preparativos y el alboroto, muchos de ellos, igual que Hernando sobre su morcillo, igual que el rey y su corte, desviaban constantemente su atención hacia cerca de medio millar de soldados algo separados del resto.
Se trataba de muyahidin turcos y berberiscos que se ataviaban con camisas blancas sobre sus ropas para distinguirse en la oscuridad, al modo de las encamisadas nocturnas de los tercios españoles, y que convencidos de la victoria, adornaban sus cabezas con guirnaldas de flores. El hashish corría con abundancia entre aquellos soldados de Alá que habían jurado morir por Dios; también solicitaron del rey el honor de encabezar el ataque a la ciudad.
Una vez que Aben Humeya dio la orden, los observó abalanzarse ciegamente contra la ciudad. ¿Cómo no iban a vencer esos hombres?, volvió a preguntarse Hernando. Los gritos y los alaridos de guerra; los disparos de los arcabuces; el retumbar de los atabales y el sonido de las dulzainas envolvieron al muchacho. ¿Qué importaba Isabel frente a esos mártires de Dios? Hernando, como la casi totalidad de los hombres del ejército que quedaban atrás, sintió un escalofrío y gritó con fervor en el momento en el que los muyahidin aplastaron a los cristianos que defendían el acceso al pueblo. Aben Humeya dispuso entonces que el grueso del ejército morisco se sumase al asalto.
Varios monfíes que se hallaban a su lado aullaron y espolearon a sus caballos para cubrir la distancia que les separaba de la villa. Hernando desenvainó su alfanje y se sumó al frenético galope, gritando enloquecido.
Pero en el interior de las callejuelas de Berja no se podía luchar. Hernando ni siquiera podía dominar al morcillo; debido a la gran cantidad de soldados musulmanes que accedieron al pueblo, éstos se apretujaban entre los edificios y con ellos, los caballos. No encontró ningún enemigo en el que descargar un golpe de alfanje. ¡Todos eran musulmanes! Los cristianos los esperaban apostados en las casas, en su interior y en sus terrados planos, desde donde disparaban sin cesar. ¡No necesitaban ni apuntar! Los hombres caían heridos o muertos por doquier. El olor a pólvora y salitre inundaba las calles y el humo de los disparos de arcabuz casi le impedía ver qué era lo que sucedía. Tuvo miedo, mucho miedo. En un instante comprendió que, como los demás jinetes, sobresalía por encima de todos: era, pues, un blanco fácil y atractivo para los cristianos, amén de un estorbo para los moriscos que disparaban sus arcabuces y sus saetas desde las calles hacia los terrados. Espoleó al morcillo para escapar de aquella encerrona, pero el caballo fue incapaz de abrirse paso entre la muchedumbre. Una pelota de plomo voló junto a su cabeza. Hernando oyó su silbido cortando el aire. Aguantó sobre el morcillo, rezando agachado sobre su cuello. De repente sintió un lacerante dolor en el muslo derecho; una saeta le había dado por encima de la rodilla. El dolor se le hacía insoportable cuando el ejército musulmán empezó a retirarse. El morcillo estuvo a punto de caer al suelo ante el gentío que ahora empujaba en su retroceso. Hernando se vio incapaz de dominarlo, pero milagrosamente el caballo se revolvió, giró por sí solo y salió de la villa entre la riada de gente.
Aben Humeya insistió en sus ataques a lo largo de toda la noche. En el campamento morisco, un barbero obligó a Hernando a beber agua con hashish. Le hizo esperar mientras curaba a otros heridos para después sajar la carne de su muslo, arrancar la saeta y coser la herida con habilidad. Entonces se desmayó.
Al amanecer, Aben Humeya cejó en su empeño y ordenó la retirada. Durante toda la noche, el marqués de los Vélez supo usar con acierto su posición estratégica y continuó rechazando a los moriscos. Hernando se sumó al alocado galope de la corte del rey, con su pierna derecha colgando, incapaz de calzar el estribo, y los dientes apretados, esforzándose por no caer. Detrás quedaron casi mil quinientos muertos.
—Que el Profeta y la victoria te acompañen.
Éstas habían sido las palabras con que Fátima se había despedido de él antes de que partiera hacia Berja. ¡Era la despedida que se brinda a un guerrero!
El ejército del marqués de los Vélez no los perseguía —habría sido absurdo que saliera a campo abierto— y los moriscos caminaban maltrechos y desanimados hacia las sierras. Él dejó que el morcillo avanzase a su paso, a la querencia de los demás caballos, y se refugió en el recuerdo de Fátima para olvidar la humillante derrota y el punzante dolor que sentía en la pierna.
Durante los días posteriores a la liberación de Isabel, antes de que Aben Humeya decidiera atacar Berja, Fátima se le había ido acercando más y más, sin rencores y sin miedos. Aisha cuidaba de Humam y de sus hijos, mientras Brahim, que había pasado por la casa donde vivía su familia sólo para dejar constancia de su existencia, continuaba en Válor al lado de Aben Aboo; Barrax disfrutaba impúdicamente con sus garzones y Ubaid desapareció en el pueblo, a la espera de ser llamado por el arráez. Salah se movía compungido por sus trescientos ducados y los costosos ropajes con que se hizo Hernando, siempre atento a los sótanos en los que guardaba su tesoro.
Fátima y Hernando se buscaban y aprovechaban cualquier momento. Charlaban, paseaban y rememoraban juntos, a la luz del día o bajo las estrellas, rozándose siempre, los acontecimientos vividos durante los meses anteriores. En uno de esos paseos, Fátima se sinceró y le habló de su marido, aquel joven aprendiz a quien había querido más como un hermano que como a un amante.
—Lo recuerdo en casa desde que era muy pequeña. Mi padre le cobró cariño… y yo también. —Fátima miraba a Hernando, como si intentara decirle algo con esas palabras. Él se quedó en silencio, y ella prosiguió—: Era atento, y tierno… Fue un buen marido y adoraba a Humam.
La joven respiró hondo. Hernando aguardó a que siguiera hablando.
—Cuando murió, lloré por él. Igual que había llorado antes por mi padre. Pero… —Fátima le miró de repente; sus ojos negros parecían más intensos que nunca—, ahora sé que existen otros sentimientos…
Un beso dulce selló sus palabras. Luego, invadidos por una súbita timidez, ambos regresaron hacia la casa sin decir nada. Por unos instantes se habían olvidado de Brahim y de su amenazante asedio, pero mientras caminaban, el eco de sus airadas palabras resonó en los oídos de ambos. ¿Qué sería de Aisha si su marido llegaba a saber que Fátima se había entregado a Hernando?
El mismo día que se anunció que el ejército partiría hacia Berja, Fátima le llevó una limonada fresca a donde él se hallaba preparando los caballos. Era primera hora de la mañana. En el ambiente flotaba la alegría nerviosa del inminente combate. Entre risas, Hernando la montó en el morcillo, a pelo, notando el temblor de su cuerpo al cogerla de la cintura para alzarla sobre el caballo. Quiso ayudarla a echar pie a tierra y Fátima aprovechó para dejarse caer a peso en sus brazos desde lo alto del animal. Entonces, agarrada a él, le besó. Yusuf se escabulló sin dejar de mirar de reojo. El muchacho le devolvió un beso apasionado, apretándose contra sus pechos y su pelvis, deseándola y sintiendo su deseo. Más tarde, atareado con los preparativos para la partida, no se dio cuenta de que tanto la muchacha como su madre desaparecían durante el resto de la jornada.
Esa misma noche, Aisha les cedió la habitación de la cama con dosel y se fue a dormir con los niños. Durante el día se había dedicado a alquilar ropas y joyas para Fátima, desoyendo sus leves protestas. Compró un poco de perfume y dedicó casi toda la tarde a prepararla: la bañó y lavó su cabello negro con alheña mezclada con aceite dulce de oliva, hasta que éste adquirió una tonalidad rojiza que destellaba en cada uno de sus rizos; luego la perfumó con agua de azahar. Con la misma alheña, tatuó cuidadosamente sus manos y sus pies, trazando pequeñas figuras geométricas. Fátima se dejaba hacer: unas veces sonriendo, otras escondiendo la mirada. Aisha limpió sus ojos negros con jugo elaborado con bayas de arrayán y polvo de antimonio, y después de hacerlo la sujetó por el mentón, obligándola a estarse quieta, hasta que los grandes ojos negros de la muchacha aparecieron claros y brillantes. La vistió con una túnica de seda blanca bordada en perlas y abierta por los costados y la adornó con grandes pendientes, ajorcas en los tobillos y pulseras, todo de oro. Sólo en el momento en que quiso ponerle un collar, la muchacha se opuso con delicadeza a que le quitase la mano de Fátima que adornaba su pecho. Aisha acarició la pequeña mano extendida y cedió. Preparó velas y cojines. Llenó una jofaina con agua limpia y dispuso limonada, uvas, frutos secos y unos dulces de miel que había comprado en el mercado.
«Procura no moverte», le pidió cuando Fátima hizo ademán de ayudarla. Un casi imperceptible deje de tristeza cruzó el semblante de la muchacha.
—¿Qué sucede? —se preocupó Aisha—. ¿No…? ¿No estás decidida?
Fátima bajó la vista.
—Sí, claro —dijo al cabo—. Le quiero. Lo que no sé…
—Cuéntame.
Fátima alzó el rostro y se confió a Aisha.
—Salvador, mi esposo, gustaba de disfrutar conmigo. Y yo le complacía en cuantas pretensiones tenía, pero… —Aisha esperó con paciencia—. Pero nunca llegué a sentir nada. ¡Era como un hermano para mí! Crecimos juntos en el taller de mi padre.
—Eso no te sucederá con Hernando —aseguró Aisha. La muchacha le interrogó con la mirada, como si quisiera creer en sus palabras—. ¡Tú misma lo notarás! Sí, cuando el deseo haga temblar todo tu cuerpo. Hernando no es tu hermano.
Tras las oraciones de la noche, Aisha fue en busca de su hijo al porche y le obligó a acompañarla al piso superior sin darle explicaciones. Salah y su familia observaron cómo Aisha insistía en que la siguiese, luego, Barrax y los dos garzones los vieron pasar por la puerta abierta del comedor que utilizaban para dormir. El arráez soltó un suspiro de pesar.
—Prometió esperarte —le dijo Aisha en la puerta del dormitorio. Hernando fue a decir algo, pero sólo consiguió gesticular torpemente con la mano—. Hijo, no voy a consentir que dejéis de amaros por mi culpa. Y sería inútil… Entra —le indicó agarrándolo de la muñeca y entreabriendo la puerta. Antes de hacerlo, Hernando intentó abrazarla pero Aisha se retiró—. Ya no, hijo. Es a ella a quien tienes que abrazar. Es una buena mujer… y será una buena madre.
Pero no llegó a traspasar el umbral; se detuvo en él, fascinado. Fátima lo esperaba en pie, junto a los cojines dispuestos por Aisha alrededor de la comida.
—¡Entra! —le susurró su madre empujándolo para poder cerrar la puerta.
Una vez cerrada, Hernando volvió a quedarse inmóvil. Las luces de las velas jugueteaban con las formas de mujer que se adivinaban a través de la túnica; las perlas que orlaban la prenda brillaban, y también su cabello, y el oro, y los tatuajes de pies y manos, y sus ojos, todo envuelto en aquel limpio perfume de agua de azahar…
Fátima se adelantó, sonriente, y le ofreció la jofaina de agua. Hernando se lavó nervioso tras lograr balbucear las gracias. Luego, con dulzura, ella le invitó a sentarse. Hernando, azorado, retiró la mirada de los pechos libres que se insinuaban bajo la seda, pero tampoco fue capaz de posarla en aquellos inmensos ojos negros. Y se sentó. Y se dejó servir. Y comió y bebió, incapaz de disimular el temblor de sus manos o su agitada respiración.
Las uvas pasas se acabaron. También los frutos secos y la limonada. Por los costados abiertos de la túnica de seda, Fátima le mostraba su cuerpo una y otra vez, pero Hernando, turbado, desviaba la mirada como si quisiera rehuir el momento. ¡Ni siquiera era capaz de recordar algo de su única experiencia con mujeres! Fue a echar mano de otro pastelillo de miel, cuando ella susurró su nombre:
—Ibn Hamid.
La observó frente a sí, en pie, erguida. Fátima se quitó la túnica. Hernando contuvo la respiración ante la belleza del brillante cuerpo que le mostraba; sus pechos, grandes y firmes, se movían rítmicamente al compás de un deseo que la muchacha no podía esconder.
«Tú misma lo notarás», le había dicho Aisha.
—Ven —volvió a susurrarle después de unos instantes en los que sólo se escuchó la entrecortada respiración de ambos jóvenes.
Hernando se acercó. Fátima tomó una de sus manos y la llevó a sus senos. Hernando los acarició y pellizcó con suavidad uno de sus erectos pezones. La leche brotó de él y Fátima jadeó. Hernando insistió. Un chorro de leche saltó y empapó su rostro. Los dos rieron. Fátima le hizo un gesto y él agachó la cabeza para mamar el néctar mientras deslizaba las manos por la curva de su espalda, hasta las nalgas, firmes. Entonces la muchacha lo desnudó, recorriendo su cuerpo con los labios, besándole dulce y tiernamente. Hernando se estremeció al contacto de los labios de Fátima con su miembro erecto. Fátima lo llevó al lecho. Tumbados los dos, ella intentó buscar aquel placer que nunca había encontrado en su esposo en un Hernando inexperto que sólo pretendía montarla. Recordó uno de los consejos del jeque Nefzawi de Túnez, transmitidos de mujer a mujer y se lo susurró al oído, mientras Hernando, encima de ella, pugnaba por introducir su pene:
—No te amaré, si no es con la condición de que juntes las ajorcas de mis tobillos con mis pendientes.
Hernando detuvo sus embates. Se incorporó y liberó de su peso el cuerpo de la muchacha. ¿Qué decía? ¿Sus tobillos en las orejas? Interrogó a Fátima con la mirada y ella le sonrió pícaramente mientras empezaba a alzar las piernas. La penetró con ternura, pendiente de sus susurros: despacio, te quiero, despacio, quiéreme…, pero cuando sus cuerpos llegaron por fin a fundirse en uno solo, Fátima lanzó un aullido que rompió el hechizo y erizó el vello de Hernando. Entonces sus requerimientos se confundieron entre suspiros y jadeos, y Hernando se abandonó al ritmo que le marcaban los gemidos de placer de la muchacha. Alcanzaron el orgasmo al tiempo y tras entregarse a su propio éxtasis, quedaron en silencio. Al cabo de un rato, Hernando abrió los ojos y observó el semblante de Fátima por entre sus piernas: mantenía los labios apretados y los ojos firmemente cerrados, como si tratase de retener aquel momento.
—Te amo —dijo Hernando.
Ella continuó sin mostrarle sus preciosos ojos negros, pero sus labios se extendieron en una sonrisa.
—Dímelo otra vez —susurró.
—Te amo.
La noche se les escapó entre besos, risas, caricias, jugueteos y promesas, ¡miles de ellas! Hicieron el amor en más ocasiones y Fátima encontró por fin el sentido de todas y cada una de aquellas antiguas leyes del placer; su cuerpo atento al más leve de los contactos, su espíritu definitivamente entregado al goce de los sentidos. Hernando la siguió en su camino, descubriendo ese inmenso mundo de sensaciones que sólo logran verse satisfechas con las convulsiones y espasmos del éxtasis. Y después, cada vez, se juraban, el uno al otro, entregarse el universo entero.
La derrota de Berja no modificó la situación. Tras la batalla, el marqués de los Vélez se retiró a la costa en espera de nuevas tropas. Don Juan de Austria se limitó a reforzar acuartelamientos periféricos: Órgiva, Guadix y Adra, por lo que Aben Humeya continuó dominando las Alpujarras. El rey de Granada conquistó Purchena, donde celebró unos fastuosos juegos. Organizó competiciones de baile por parejas o de mujeres, de canto y poesía, de luchas cuerpo a cuerpo, concursos de saltos, de levantamiento de pesos, de lanzamiento de piedras y de puntería, ya fuere con arcabuces, ballestas u hondas, en los que moriscos de al-Andalus, turcos y berberiscos compitieron entre sí por el amor de las damas, y por los importantes premios que prometió el rey a los vencedores: caballos, prendas bordadas en oro, alfanjes, coronas de laurel y decenas de escudos y ducados de oro.
Y mientras todo ello sucedía, Hernando alargó su convalecencia para disfrutar de su romance con Fátima en Ugíjar. Aisha y Fátima no seguían al ejército y permanecieron en la casa, con Salah y su familia. Pese a que el rey no estaba en la ciudad, Hernando ordenó al alguacil de Ugíjar que mantuviese a un morisco de guardia en las escaleras de los sótanos; el sobrante del dinero del rey estaba allí y en cualquier momento podía retornar a la ciudad y necesitar de él.
Por su parte, el pequeño Yusuf se ocupaba de las mulas que quedaban con el ejército y le mandaba recado de su situación periódicamente. Hernando disfrutaba de su estancia en la casa. La ausencia de Brahim los había sumido en un ambiente dulce: Aisha le cuidaba y le mostraba su afecto sin reparos, y Fátima le atendía, solícita. Tras aquella noche de amor, vivida antes de su partida a la guerra, sus relaciones se habían visto limitadas a miradas cargadas de deseo y caricias fugaces.
Aisha se lo planteó a ambos tan pronto su hijo regresó de Berja; las mujeres conocían bien aquellas leyes.
—Debéis casaros —les dijo, intentando apartar de su mente las consecuencias que esa boda podría tener para ella.
Los dos consintieron mutuamente con la mirada; sin embargo, Hernando mudó el semblante.
—No tengo medios para entregarle su idaq, su zidaque… —empezó a decir. ¿Los ducados de Aben Humeya?, pensó entonces volviendo la mirada hacia el interior de la casa, pero Aisha adivinó lo que pasaba por su cabeza.
—Primero deberías pedirle permiso al rey. Es su dinero. Deberás buscar con qué dotarla porque tu padrastro, que es tu familia, difícilmente contribuirá a ello. Tú —indicó dirigiéndose a Fátima— eres una mujer libre. Tras la muerte de tu marido has cumplido con los preceptos de nuestra ley y has guardado los cuatro meses y diez días de idda o alheda. Los calculé —añadió antes de que cualquiera de ellos empezase a echar cuentas—. Ciertamente, has incumplido la obligación de permanecer en casa de tu marido durante la idda, pero la situación no lo permitía con el ejército del marqués en Terque. Por lo que respecta al idaq —continuó dirigiéndose a Hernando—, tienes aproximadamente tres meses para conseguirlo. Habéis yacido juntos sin estar casados, por lo que no podéis casaros hasta que ella haya tenido tres veces el período, salvo que… —Aisha chasqueó la lengua—. Si estuvieras preñada, no podríais casaros hasta que se produjera el parto y tampoco podríais disfrutar del amor durante ese tiempo, la ley lo prohíbe. No encontraríamos ningún testigo que quisiera comparecer al matrimonio de una mujer encinta. Recuerda hijo: tienes tres meses para conseguir esa dote.
Hacer el amor habría significado ir posponiendo el matrimonio. La primera menstruación los tranquilizó. La decisión, no por dura, dejó de ser sencilla para ambos: tres meses de abstinencia.
En cuanto al idaq, Hernando pensaba dirigirse al rey en cuanto estuviera curado del todo de la pierna. Si alguien podía ayudarle, ése no era otro que Aben Humeya, el hombre que le enseñó a montar y que le regaló un caballo. ¿Acaso no le había demostrado su aprecio en el pasado? Aunque, a su pesar, tenía serias dudas sobre ese afecto. Los rumores sobre la decadencia moral en la que había caído el rey llegaban hasta todos los rincones de la sierra. Lo que Hernando ignoraba era que el tiempo jugaba en su contra.
Por desgracia, esos rumores eran ciertos: el poder omnímodo y el dinero que después recibió a espuertas habían convertido al rey en un tirano. Aben Humeya fue vencido por la avaricia, y no existía hacienda morisca que no saquease; vivía en la lujuria, tal y como gustaba, rodeado de cuantas mujeres deseaba, a las que tomaba sin reparos; como noble granadino, de estirpe, desconfiaba de turcos y berberiscos; mentía, engañaba y se comportaba cruelmente con quienes tenía a su servicio. Su forma de actuar le había costado ya la pública enemistad de varios de sus mejores capitanes: el Nacoz en Baza, Maleque, en Almuñécar, Gironcillo, en Vélez, Garral en Mojácar, Portocarrero en Almanzora y por supuesto Farax, su contrincante a la corona.
Pero tuvo que ser una mujer la que arruinara la esplendorosa vida de Aben Humeya. El rey se encaprichó de la viuda de Vicente de Rojas, hermano de Miguel de Rojas, su suegro, al que había hecho asesinar en Ugíjar antes de divorciarse de su primera esposa. La viuda era una mujer de gran belleza, excepcional bailarina que además tocaba con maestría el laúd. Conforme a la costumbre, tras la muerte de su esposo la pretendió su primo Diego Alguacil, de la familia de los Rojas, callado enemigo del rey. Aben Humeya entretuvo a Diego Alguacil con viajes y comisiones por todas las Alpujarras, hasta que tras volver de una de ellas, se encontró con que el rey había forzado a la viuda y la mantenía junto a él como una vulgar manceba.
Diego Alguacil, humillado, urdió un plan para acabar con Aben Humeya, a la sazón en Laujar de Andarax.
El rey no sabía escribir, por lo que todas las órdenes que remitía a sus capitanes diseminados a lo largo de las Alpujarras, las escribía e incluso firmaba con el nombre del rey un sobrino de Alguacil, emparentado por lo tanto con los Rojas.
Por aquellas fechas, Aben Humeya se había librado de los molestos y arrogantes turcos y berberiscos mandándolos a combatir con el ejército de Aben Aboo, en los alrededores de Órgiva. A través de su sobrino, Diego Alguacil supo de una carta que el rey dirigía a Aben Aboo. Interceptó al mensajero, lo mató y, compinchado con su sobrino, escribió otra en la que el rey ordenaba a Aben Aboo que, utilizando a las tropas moriscas, degollase a todos los turcos y berberiscos que estaban con él.
Fue el propio Diego Alguacil quien llevó esa carta a Aben Aboo, que no pudo reprimir la ira de los turcos, principalmente la de Huscein, Caracax y Barrax. Aben Aboo, Brahim con él, Diego Alguacil, turcos y arráeces se apresuraron en dirección a Laujar de Andarax donde encontraron a Aben Humeya en la posada del Cotón.
Ninguno de los trescientos moriscos que conformaban la guardia personal de Aben Humeya impidió el acceso de Aben Aboo y de sus acompañantes a la posada. Ya en su interior, otro cuerpo de guardia selecta compuesta por veinticuatro arcabuceros permitió que los turcos descerrajasen a patadas la puerta del dormitorio del rey. Tal era el odio que Aben Humeya se había ganado entre sus más próximos seguidores.
Aben Aboo, turcos y berberiscos sorprendieron al rey en el lecho, acompañado de dos mujeres, una de ellas la viuda de la familia de los Rojas.
Aben Humeya negó el contenido de la carta, pero su suerte ya estaba echada. Aben Aboo y Diego Alguacil enrollaron una cuerda a su cuello y, cada uno por un lado, tiraron de ella hasta estrangular al rey. Luego se repartieron a sus mujeres, las dos que compartían lecho y otras tantas que llevaba consigo, así como las muchas riquezas personales que atesoraba junto a sí.
Antes de morir, Fernando de Válor, rey de Granada y de Córdoba, apostató de la Revelación del Profeta y clamó que fallecía en la fe cristiana.