28
Poco le costó a Hernando comprender la esencia de Córdoba, más allá de iglesias y sacerdotes, misas, procesiones, rosarios o beatas y cofrades pidiendo limosna por las calles. Efectivamente, los piadosos cordobeses cumplían con sus obligaciones religiosas y asumían con generosidad la dotación de mujeres humildes, hospitales o conventos, así como la manda de legados píos en sus testamentos o el rescate de cautivos en manos de los berberiscos. Pero una vez cumplidos con la Iglesia, sus intereses y su forma de vida se distanciaban de los preceptos religiosos que deberían inspirarlos. Pese a los esfuerzos del Concilio de Trento, el cura que no disfrutaba de una barragana en su casa, disponía de una esclava. No se consideraba pecado preñar a una esclava. Era, según oyó, como echar el caballo a una burra para que pariese una mula; a fin de cuentas, argüían, el vástago heredaba la condición de la madre y nacía esclavo. Los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas por impedir que los confesores exigieran favores sexuales a las mujeres culminaron con la obligación de separar a confesor y penitente mediante una celosía en los confesionarios. Pero las autoridades tampoco eran buen ejemplo de castidad y recato. Las riquezas y prebendas que conllevaban sus cargos eran ansiadas por los segundones de las familias nobles, y el mismísimo deán de la catedral, don Juan Fernández de Córdoba, de insigne linaje, llegó a perder la cuenta de los hijos que dejó esparcidos por la ciudad.
La sociedad civil no era diferente. Tras la pureza que debía regir la vida matrimonial parecía esconderse un mundo de libertinaje, y los escándalos se sucedían una y otra vez con cruentas consecuencias para quienes eran descubiertos en el adulterio. Las monjas, enclaustradas la mayoría de las veces por sus padres y hermanos por simples motivos económicos —resultaba menos gravoso al patrimonio familiar entregar a una hija a la Iglesia que dotarla para un esposo de su condición—, y, por tanto, sin vocación religiosa alguna, competían con los clérigos en dejarse seducir por los galanteadores, que aceptaban el reto de obtener tan preciado trofeo como uno de los mayores éxitos de los que jactarse.
Para Hernando y los demás moriscos que, como él, llegaron a fecundar las piedras del reino de Granada a golpes de azada, la sociedad cordobesa se les mostraba perezosa y degenerada: ¡el trabajo estaba mal considerado! Los trabajadores tenían vedado el acceso a los cargos públicos. Los artesanos trabajaban lo mínimo imprescindible para su sustento y un ejército de hidalgos, el escalón más bajo de la nobleza, generalmente sin recursos, prefería morir de hambre antes que humillarse procurándoselos mediante el trabajo. ¡Su honor, ese exacerbado sentido del honor que imbuía a todos los cristianos cualquiera que fuese su condición y su clase social, se lo impedía!
Lo comprobó pocos días antes de la celebración de la victoria de Lepanto. Podía haber pedido excusas, como trató de hacer en un primer momento; dar media vuelta y dejar zanjado el asunto, pero algo en su interior le empujó a no hacerlo. Un atardecer andaba distraído por la estrecha calle de Armas, cerca de la ermita de la Consolación, allí donde se encontraba la casa de expósitos con su torno para abandonar a los hijos no deseados, cuando un joven hidalgo de actitud altiva, capa negra, espada al cinto y gorra adornada con pasamanería, que venía en sentido contrario dio un traspiés a su altura y estuvo a punto de caer. Hernando no pudo impedir que se le escapase una sonrisa mientras trataba de ayudarle. Lejos de agradecérselo, el joven se soltó de su mano con un aspaviento y se encaró con él.
—¿De qué te ríes? —gruñó el hidalgo recomponiéndose.
—Disculpad…
—¿Qué miras? —El joven hizo ademán de llevar la mano a la espada.
¿Que qué miraba? Después del traspié, el hidalgo trataba de recomponer el relleno de serrín con el que pretendía dar empaque a sus calzas. ¡Imbécil engreído! ¿Y si le daba una lección a aquel petimetre?
—Me preguntaba…, ¿cómo os llamáis? —tartamudeó deliberadamente, bajando la vista al suelo.
—¿Quién eres tú, estúpido apestoso, para interesarte por mi nombre?
—Es que… —Hernando pensaba a toda prisa. ¡Presuntuoso! ¿Cómo podría darle esa lección? Los puntiagudos zapatos de terciopelo en los que tenía fija la mirada le indicaron que aquel hidalgo debía de tener algo de dinero. Observó las calzas acuchilladas y los bajos de su capa semicircular, remendados con esmero por alguna criada—. Es que…
—¡Habla ya!
—Me parece… creo… Sospecho que la otra noche, en un mesón de la Corredera, oí hablar de vos…
Dejó flotar las palabras en el aire.
—¡Continúa!
—No me gustaría equivocarme, excelencia. Lo que escuché… No puedo. Disculpad mi atrevimiento, pero insisto en saber cómo os llamáis.
El joven pensó durante unos instantes. Hernando también: ¿en qué lío se estaba metiendo?
—Don Nicolás Ramírez de Barros —alardeó con solemnidad—, hidalgo por linaje.
—Sí, sí —confirmó Hernando—. Hablaban de vuestra excelencia: don Nicolás Ramírez. Recuerdo…
—¿Qué decían?
—Eran dos hombres. —Se interrumpió un momento, e iba a seguir cuando el hidalgo se le adelantó:
—¿Quiénes eran?
—Eran dos hombres… bien vestidos. Hablaban de vuestra excelencia. ¡Seguro! Lo escuché. —Simuló no atreverse a continuar. ¿Qué contarle? Ya no podía echarse atrás.
—¿Qué decían?
¿Qué podían decir?, se preguntó. ¡Hidalgo por linaje! De eso se había jactado el petimetre.
—Que vuestro linaje no era limpio —soltó sin darle más vueltas.
El joven crispó la mano sobre la empuñadura de su espada. Hernando se atrevió a mirar su rostro: congestionado, colérico.
—¡Por Santiago, patrón de España —masculló—, que mi sangre es limpia hasta los romanos! ¡Quinto Varus dio origen a mi apellido! Dime: ¿quién ha osado sostener tal afrenta?
Notó el aliento a cebolla de don Nicolás en su rostro.
—No…, no lo sé —tartamudeó, en esta ocasión sin necesidad de simular. ¿No se habría excedido? El joven temblaba de ira—. No los conozco. Como comprenderá vuestra excelencia, no me trato con tales personajes.
—¿Los reconocerías? —¿Cómo reconocer a dos hombres que acababa de inventarse? Podía contestarle que en la noche no los vio con suficiente claridad—. ¿Los reconocerías? —insistió el hidalgo, zarandeándole con violencia por los hombros.
—Por supuesto —afirmó Hernando, y se separó de él.
—¡Acompáñame a la Corredera!
—No.
Don Nicolás dio un respingo.
—¿Cómo que no? —El hidalgo dio un paso hacia él y Hernando reculó.
—No puedo. Me esperan en la… —¿Cuál era el gremio más alejado de la zona del Potro? Aquel en el que no le encontrara después si le buscaba—. Me esperan en la ollería. Vuestros problemas no me incumben. Lo único que me interesa es mantener a mi familia. Si no acudo a trabajar, el maestro no me pagará. Tengo esposa e hijos a los que trato de educar en la doctrina cristiana… —¡Ahí estaba!, se felicitó al ver al hidalgo rebuscar con torpeza en sus calzas hasta encontrar una bolsa. ¡Por Fátima!, pensó Hernando—. Uno de ellos está enfermo y me parece que otro…
—¡Calla! ¿Cuánto te paga tu maestro? —preguntó, tanteando las monedas en el interior de la bolsa.
—Cuatro reales —mintió.
—Toma dos —le ofreció.
—No puedo. Mis hijos…
—Tres.
—Lo siento, excelencia.
El hidalgo puso en su mano una moneda de cuatro reales.
—¡Vamos! —ordenó.
Para llegar de la ermita de la Consolación, donde estaba el torno para los expósitos, hasta la Corredera sólo había que cruzar la plaza de las Cañas; unos escasos pasos que el hidalgo anduvo tieso y con vigor, la mano en la empuñadura de la espada, renegando, clamando venganza contra aquellos que se habían permitido mancillar su apellido. Hernando lo hizo por delante, empujado por don Nicolás de tanto en tanto. ¿Y ahora?, pensaba, ¿cómo escapar de aquella trampa que él mismo se había tendido? Pero apretó la moneda en su mano. ¡Cuatro reales! ¡Todo dinero era bueno para comprar la libertad de Fátima!
—¿Y si no estuviesen esta tarde? —planteó en una de las ocasiones en que el hidalgo le azuzó por la espalda.
—Reza para que no sea así —se limitó a contestar don Nicolás.
Accedieron a la gran plaza cordobesa por su testero sur. Hernando trató de acostumbrar la vista al gran espacio. En la plaza se contaban tres mesones: el de la Romana, allí por donde habían accedido, y otros dos a su derecha, en el testero este, junto a la calle del To r il, el de los Leones y el del Carbón, situados cerca del hospital de Nuestra Señora de los Ángeles. Todavía había suficiente luz natural. La gente entraba y salía de los mesones y la gran plaza hervía.
—¿Y bien? —inquirió el hidalgo.
Hernando resopló. ¿Y si echaba a correr? Como si hubiera imaginado sus intenciones, don Nicolás lo agarró del brazo y lo arrastró al mesón de la Romana. Accedieron al establecimiento empujando sin contemplaciones a un parroquiano que estaba en la puerta. Desde allí mismo, el hidalgo le zarandeó exigiéndole una respuesta.
—No. Aquí no están —afirmó el muchacho después de que algunos clientes callasen y sostuviesen su mirada cuando Hernando paseó la suya por el interior del mesón.
Lo mismo alegó en el de los Leones. ¡Podían no estar!, pensó en el momento de entrar en el mesón del Carbón. ¿Por qué tenían que estar? Pero entonces, sus cuatro reales… ¿Qué decisión tomaría el hidalgo? Nunca dejaría que las cosas quedasen así. ¡Su honor! ¡Su apellido! Le obligaría a esperar toda la noche y después… ¡Le había pagado lo que él creía el salario por trabajar durante un mes!
Una fuerte carcajada interrumpió sus reflexiones. En una de las mesas, un hombre barbudo, ataviado con las coloridas vestimentas de un soldado de los tercios, alzaba un vaso de vino y fanfarroneaba a gritos frente a dos hombres que le acompañaban. Era evidente que estaba bebido.
—Aquél —señaló, presto a escapar tan pronto como don Nicolás se despistase.
Pero el hidalgo ejerció aún más presión sobre su brazo, como si se preparase para la pelea.
—¡Vos! —gritó don Nicolás desde la puerta.
Las conversaciones cesaron de repente. Unas risas se cortaron en seco. Un par de clientes, los más cercanos, se levantaron a toda prisa de su mesa y se apartaron tropezando con las sillas. Hernando notó que le temblaban las piernas.
—¿Cómo habéis osado mancillar el apellido de los Varus? —volvió a gritar el hidalgo.
El hombre se levantó con torpeza y trató de trasegar el resto del vino, que le chorreó por la barba. Echó mano a la empuñadura damasquinada de su espada.
—¿Quién sois vos, señor, para levantarme la voz? —rugió—. ¡A un alférez del tercio de Sicilia, hidalgo vizcaíno! —Hernando se encogió nada más escuchar aquellas palabras. ¡Otro hidalgo!—. Si es cierto vuestro linaje, cosa que dudo, no lo merecéis.
—¿Dudáis de mi linaje? —gritó don Nicolás.
—Os lo dije —trató de susurrarle entonces Hernando—. Eso es lo que oí, que lo dudaba… —Pero don Nicolás no le prestó atención; de repente Hernando se vio libre de la presión sobre su brazo.
—¡Vos mismo mancilláis vuestro apellido! —bramó el alférez.
—¡Exijo una reparación! —chilló a su vez don Nicolás.
—¡La tendréis!
Ambos hidalgos desenvainaron sus espadas. La gente que todavía quedaba en las mesas se levantó para dejar el espacio franco y los dos caballeros se encararon.
Hernando permaneció unos instantes atónito. ¡Se iban a batir en duelo! Abrió la mano sudorosa, y observó la moneda de cuatro reales. La lanzó un par de veces al aire, recogiéndola en la palma, y abandonó el mesón. ¡Imbéciles!, pensó al escuchar el chasquido metálico del primer choque entre los aceros.
Volvió a la calle de Mucho Trigo con una sensación extraña, diferente a la que hubiera debido proporcionarle aquella victoria por la que tantos riesgos había corrido: dos nobles se estaban jugando la vida sin que ninguno de ellos se hubiera ni siquiera preocupado de lo que pretendía su enemigo. ¡Y todo por una simple palabra malentendida! En el camino, cuando ya había anochecido, se topó con una procesión de ciegos que andaban en hilera, atados unos a otros, y rezaban el rosario pidiendo limosna, como hacían tres noches por semana mientras recorrían las calles de Córdoba desde el hospital de Ciegos en la calle Alfaros. Un hombre que rezaba y cuidaba de las velas de una imagen de la Virgen en la fachada de un edificio dejó caer una moneda en el cazo que movía rítmicamente el primero de los ciegos; Hernando se apartó de su camino y apretó su moneda de cuatro reales. ¡Cristianos!
Había conseguido bastante dinero desde que conoció los escarceos entre el oficial de la curtiduría y la esposa del maestro. Lo pensó durante varias noches: sabía escribir y sumar, y seguro que aquellos conocimientos podían proporcionarle una labor mejor remunerada y lejos del estiércol, trabajo por el que cobraba menos que un criado, pero optó por no hacerlo. Su cometido en el pozo del estiércol, que se hallaba alejado y escondido a los demás operarios de la curtiduría que tampoco se acercaban al lugar, le proporcionaba una libertad, consentida y encubierta por el oficial, de la que no habría podido gozar en otro puesto.
Desde entonces, las expediciones a la otra orilla del Guadalquivir en La Virgen Cansada, que aguantaba con tenacidad un viaje tras otro, se repitieron en numerosas ocasiones. Hernando y Juan trabaron amistad y sus conversaciones nocturnas sobre las mujeres del burdel berberisco, más allá de la parada de Sevilla, se desarrollaban entre chanzas y bromas.
—¡Cómo vas a montar a tres mujeres al tiempo si eres incapaz de bogar con fuerza! —le azuzaba Hernando, achicando sin cesar, cuando La Virgen se cansaba y se anegaba del agua del Guadalquivir en los tornaviajes.
Pero aquella amistad también le proporcionaba algo más que el par de blancas que el tratante de mulas le pagó en la primera ocasión: Hernando participaba en los beneficios del contrabando de vino. El Potro y su ambiente —poblado de aventureros, bribones y sinvergüenzas— llegaron a convertirse en su verdadero hogar. Continuaba trabajando en la curtiduría; necesitaba la respetabilidad que le concedía aquel puesto de trabajo ante el justicia o el sacerdote de San Nicolás cuando los visitaban para controlar que se convertían en buenos cristianos, pero su vida estaba en el Potro.
Mientras los muchachos de los barrios de San Lorenzo o de Santa María le transportaban los pellejos desde el matadero, Hernando acudía a la Calahorra a trapichear con Juan y los demás tratantes. Sonreía siempre que recordaba cómo había logrado deshacerse de tan ingrata tarea. En sus primeros viajes, al rodear la muralla, vio cómo los chicos de los diferentes barrios se peleaban a pedradas en el camino de ronda y sus alrededores. Aquellas refriegas habían llegado a ocasionar algún muerto y bastantes heridos entre los despistados que transitaban por la zona, por lo que el cabildo municipal decidió prohibirlas, pero los chavales no hacían caso a las ordenanzas y las pedreas se sucedían. La primera vez que Hernando se vio envuelto en una de ellas, entre decenas de muchachos apedreándose, se protegió con los pellejos hasta que decayó la lucha. Otros días los vio entrenarse para la siguiente pedrea. ¿Quién podía ganar a un alpujarreño lanzando piedras?, pensó entonces. Una blanca fue la apuesta. Puntería a un palo: si perdían ellos, le llevaban los pellejos hasta la curtiduría; si ganaban, cobraban la blanca. Perdió algunas monedas, pero ganó la mayoría de las apuestas y mientras los mozalbetes cumplían su parte del trato, él acudía al campo de la Verdad donde simulaba recoger estiércol arrastrándose por debajo de las mulas. Entonces, algún tratante de caballos señalaba al morisco sucio y maloliente, le agarraba del cabello y le montaba en un palafrén para convencer al comprador de que el caballo era manso y no tenía vicio alguno, y Hernando caía encima de la montura como un saco, aparentemente atemorizado, como si jamás hubiera montado, mientras el tratante cantaba las excelencias de un animal capaz de soportar a un jinete inexperto. Si el trato se cerraba, Hernando recibía su dinero.
Una noche ayudó a un caballero a trepar la tapia del convento de monjas de Santa Cruz, esperando al otro lado para lanzarle la soga de vuelta mientras en la oscuridad percibía las risillas de la pareja primero y los jadeos apasionados después. Pero no todas sus correrías finalizaron con éxito. En una ocasión se unió a un grupo de mendigos forasteros que no tenían permiso para limosnear en Córdoba. La mendicidad estaba perfectamente regulada en Córdoba y sólo podían practicarla aquellos que contaban con la autorización del párroco. Una vez que acreditaban haber confesado y comulgado, se les entregaba una cédula especial que se colgaban al cuello y que les permitía pedir limosna dentro de los límites de su parroquia. Uno de aquellos mendigos clandestinos tenía la rara habilidad de contener la respiración hasta simular estar muerto: su semblante adoptaba un color mortecino que convencía a cuantos le miraban. Eligieron la plaza de la Paja, allí donde se vendía la paja de escaña para los jergones, y el mendigo se dejó morir causando un gran revuelo entre los parroquianos. Hernando y otros compinches se acercaron al cadáver, llorándolo y pidiendo limosna para darle cristiano entierro, a lo que la gente, conmovida, respondió con generosidad. Pero resultó que un sacerdote, que se hallaba de paso en Córdoba, había presenciado el mismo ardid en Toledo, por lo que se acercó al muerto y ante la indignación de la apenada concurrencia, la emprendió a puntapiés con el mendigo. A la tercera patada en los riñones, el muerto revivió, y Hernando y sus cómplices sufrieron para escapar de las iras de los embaucados.
También trabajaba para los coimeros, los dueños de los garitos ilegales donde se jugaba a naipes o a dados. Conoció a un chaval unos años mayor que él, Palomero le llamaban, que se dedicaba a captar a los potenciales clientes. Palomero tenía un sentido especial para saber qué forastero andaba a la búsqueda de una casa de tablaje en la que apostar sus dineros y, en cuanto lo veía, corría a por él para aconsejarle e insistirle en que fuera a la de Mariscal, que era quien le pagaba. Hernando le ayudaba a menudo, sobre todo impidiendo que los demás captadores de clientes que se movían por la plaza del Potro llegaran al jugador que Palomero había descubierto. Les zancadilleaba, les empujaba o utilizaba cualquier treta para conseguirlo.
—¡Al ladrón! —se le ocurrió gritar una noche ante un joven al que no pudo retener y que se dirigía ya al jugador con el que negociaba Palomero.
De algún lugar apareció un alguacil que se lanzó encima del joven, pero eso tampoco le sirvió de nada a Palomero, puesto que el jugador desapareció entre el barullo.
Como tenía que suceder, fueron muchas las reyertas en las que se vio envuelto y muchos los golpes que recibió en ellas, lo que le granjeó una sincera amistad por parte de Palomero, y algunos dineros más de los que habían pactado. Charlaban, reían y compartían comida, y Hernando nunca dejaba de sorprenderse ante las constantes muecas que Palomero conseguía hacer con su cara.
—¿Ahora? —preguntaba a Hernando.
—No.
—¿Y ahora? —insistía al cabo de unos instantes.
—Tampoco.
Palomero decía haber descubierto la trampa con la que Mariscal acostumbraba a desplumar, ya no a los «blancos», los ingenuos que acudían a su casa de tablaje, sino a los propios fulleros o tahúres por expertos que pudieran ser.
—Es capaz de mover el lóbulo de la oreja derecha al tiempo que permanece impertérrito —le confesó maravillado—. No se le mueve ni un solo músculo más del rostro, ¡ni siquiera el resto de la oreja! Juega a medias con un cómplice, que en cuanto reconoce la señal, sabe qué cartas lleva Mariscal y apuesta. ¿Ahora?
Hernando estalló en carcajadas ante el rostro contraído de su amigo.
—No. Lo siento.
En general, exceptuando algunos fracasos como el del falso muerto, las cosas le iban bien. Tanto, que ya había hablado con Juan para pagarle el primer plazo de una mula, no la que él hubiera deseado pero tampoco la que podría comprar con su capital: el tratante le hizo un buen precio. Pensaba trocarle a Brahim aquella mula por Fátima. No se negaría por más que odiase a Hernando. Hacía tiempo que no reclamaba a su segunda esposa. Fátima continuaba con su ayuno, para lo que tampoco tenía que hacer grandes esfuerzos dadas las carencias, por lo que no engordaba y se mantenía extremadamente delgada y lánguida, algo que no atraía a un Brahim siempre cansado debido al extenuante trabajo en los campos, al que no estaba acostumbrado. Aisha colaboraba en la tranquilidad de la muchacha y saciaba a su esposo cuando éste se veía capaz. Sin embargo, desde que la había salvado del toro en el callejón, los ojos negros de Fátima chispeaban día y noche. Hernando tuvo que convencerla de su plan.
—¡Seguro que aceptará! —trató de animarla—. ¿No ves cómo se levanta al alba y cómo retorna a casa después de una jornada de trabajo en los campos? Está consumiéndose día a día. Brahim es hombre del camino; nunca ha sido agricultor, y menos por la miseria que le pagan. Necesita el espacio abierto. Te repudiará. No me cabe duda.
Y era cierto. Ni siquiera el ya notorio embarazo de Aisha logró trocar el alicaído espíritu del arriero, que venía ahora a confundirse con su natural mal humor e irascibilidad.
—Te odia a muerte —alegó Fátima, quien era consciente de que, en los últimos días, Brahim había vuelto a mirarla con ojos lascivos. Se cruzaba con ella en la casa, le impedía el paso y echaba las manos a sus senos. La muchacha optó, sin embargo, por no transmitir sus temores a un ilusionado Hernando. No era lo único que le ocultaba esos días, pensó con tristeza.
—Pero se quiere más a sí mismo —sentenció él—. Cuando yo estaba en el vientre de mi madre, me aceptó a cambio de una mula. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo ahora en peores circunstancias?
Con aquellos cuatro reales que acababa de obtener de don Nicolás, calculó justo al doblar el callejón que llevaba a la ruinosa casa en la que se hacinaban, podría entregarle a Juan el primer pago de la mula. Un joven apostado en la misma esquina le ordenó que guardara silencio. ¿Qué hacía allí aquel muchacho? Lo tenía visto en la casa; dormía con su familia en una de las habitaciones del piso superior… ¿Cómo se llamaba? Hernando se acercó a él, pero el joven se llevó un dedo a los labios y le indicó que continuara.
Desde la misma puerta, percibió un ambiente festivo impropio e inusual. Extrañado por el son de una canción morisca, cantada en susurros, cruzó el portal y se dirigió al patio interior del edificio, idéntico al de la mayoría de las casas cordobesas, que los cristianos convertían en vergeles plagados de todo tipo de aromáticas y coloridas flores alrededor de la sempiterna fuente. En las casas arrendadas por los moriscos, aquellos patios servían para todo menos para el ornato y la complacencia; allí se tendía, se lavaba, se trabajaba la seda, se cocinaba y hasta se dormía; no existía flor que resistiese aquel trajín. Todos los vecinos del inmueble se hallaban reunidos en el patio o en las habitaciones de la planta baja. Vio bastantes caras nuevas. Y también vio a Hamid. Algunos charlaban en susurros; otros, con los ojos cerrados, como si quisieran huir de aquella gran prisión cordobesa, tarareaban la canción que había escuchado al entrar. En una esquina del patio, quizá orientada hacia La Meca, un hombre rezaba. Al momento entendió el porqué de la vigilancia en la esquina del callejón: las reuniones de moriscos estaban prohibidas y más para rezar, pero…
—Si os descubrieran —recriminó a Hamid, que se dirigió a él nada más verlo—, no habría escapatoria. El callejón no tiene salida y los cristianos siempre accederían a la casa por…
—¿Por qué te excluyes de la reunión, Ibn Hamid? —le interrumpió el alfaquí.
Hernando se quedó atónito. Hamid le había hablado con dureza.
—Yo…, no. Lo siento. Tienes razón. Quería decir si nos descubrieran. —Hamid asintió, aceptando la excusa—. ¿Qué…, qué se celebra? Corremos un riesgo importante. ¿Qué haces aquí?
—Mi amo me ha dado licencia por un rato. No podía perderme este día.
Hernando ni siquiera estaba al tanto del calendario cristiano, menos por lo tanto del musulmán. ¿Sería alguna fiesta religiosa?
—Lo lamento, Hamid, pero no sé qué día es. ¿Qué celebramos? —insistió distraído, mirando a la gente. De repente vio a Fátima, el adorno de una mano de oro brillaba en su cuello. ¿Qué había sido de esa mano? ¿Dónde la mantenía escondía? Fátima volvió la vista hacia él, como si, en la distancia, se hubiera sentido observada. Hernando fue a sonreírle pero ella desvió la mirada y bajó la cabeza. ¿Qué sucedía? Buscó a Brahim y lo localizó cerca de Fátima. En el patio no podría abordar a la muchacha para preguntar por qué le rechazaba de aquella forma—. ¿Qué celebramos? —volvió a preguntar al alfaquí, en esta ocasión con un hilo de voz.
—Hoy hemos rescatado de la esclavitud a nuestro primer hermano en la fe —le contestó Hamid con solemnidad—. Aquél —añadió, señalándole a un hombre que mostraba la marca al fuego de una letra en su mejilla. Hernando dirigió su atención hacia el morisco, que junto a una mujer recibía la felicitación de los presentes. ¿Qué importancia podía tener un rescate para que Fátima…? ¿Qué era lo que sucedía?—. La que está a su lado es su esposa —prosiguió Hamid—. Se enteró de que él vivía como esclavo en la casa de un mercader de Córdoba y…
Hamid detuvo su explicación.
—¿Y? —preguntó Hernando sin darle mayor importancia. ¿Qué le pasaba a Fátima? Intentó captar su atención de nuevo, pero era evidente que ella le rehuía.
—Acudió a la comunidad.
—Bien.
—A sus hermanos.
—Ajá —murmuró Hernando.
—Todos han contribuido aportando el coste del rescate. ¡Todos los moriscos de Córdoba! Incluso yo he dado algún dinero que logré obtener… —Hernando se volvió extrañado, interrogando a Hamid con la mirada—. Fátima —confesó entonces el alfaquí— ha sido una de las más generosas.
Hernando meneó la cabeza como si quisiera alejar las palabras que acababa de escuchar. La moneda de cuatro reales del hidalgo que todavía apretaba en el puño estuvo a punto de escapársele de entre los dedos, tal fue la debilidad que le asaltó. ¡Fátima! ¡Una de las que más había contribuido!
—Esos dineros… —balbuceó—, esos dineros eran para comprar su propia libertad y…
—¿La tuya? —añadió Hamid.
—Sí —contestó con firmeza, reponiéndose—. La mía. ¡La nuestra!
Volvió a buscar a Fátima y en esta ocasión la encontró erguida al otro lado del patio. Ahora sí que ella le sostuvo la mirada, segura de que Hamid ya le había contado el destino que había dado a sus dineros. Fátima había explicado al alfaquí para qué atesoraban aquella cantidad, y le confesó que ella se veía incapaz de decírselo. Con una sensación extraña, Hernando la contempló: estaba orgullosa y satisfecha, el brillo de sus ojos competía con el fulgor titilante que las luces arrancaban a la joya de oro que adornaba su cuello.
—¿Por qué? —le preguntó Hernando desde la distancia.
Fue Hamid quien le contestó:
—Porque te has alejado de tu pueblo, Ibn Hamid —le recriminó a su espalda. Hernando no se movió—. Mientras los demás nos organizamos, intentamos rezar en secreto y mantener vivas nuestras creencias, o ayudamos a aquellos de los nuestros que lo necesitan, tú te has dedicado a correr por Córdoba como un rufián. —Hamid esperó unos instantes. Hernando continuó quieto, hechizado por aquellos ojos negros almendrados—. Me duele ver a mi hijo en el último de los grados que rigen y gobiernan nuestro mundo: el de los baldíos.
Hamid percibió un ligero temblor en los hombros de Hernando.
—Tú me enseñaste —replicó éste, sin volverse— que por debajo hay otro: el último, el duodécimo, el de las mujeres. ¿Por eso Fátima ha tenido que renunciar a su libertad?
—Ella confía en la misericordia de Dios. Tú deberías hacer lo mismo. Vuelve con nosotros, con tu pueblo. Vuestra esclavitud, la tuya y la de Fátima, no es la de los hombres, que se puede comprar. Vuestra esclavitud es la de nuestras leyes, la de nuestras creencias, y ésa sólo Dios está llamado a proveerla. Cuando Fátima me entregó el dinero y me explicó para qué lo tenías, por qué luchabas por conseguirlo, le dije que confiara en Dios, que no perdiera la esperanza. Entonces me aseguró que con una sola frase lo entenderías… —Hernando volvió la cabeza hacia aquel que todo le había enseñado. La sabía. Sabía qué frase era aquélla, pero sólo al escucharla de nuevo la captó en todo su significado: en la historia que se escondía tras ella, en los padecimientos y las alegrías compartidas con Fátima. Hamid entrecerró los ojos antes de susurrarla—: Muerte es esperanza larga.