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En el año de 1600, don Pedro de Granada Venegas reclamó la presencia de Hernando en su ciudad. Se aproximaba el momento de enviar el evangelio de Bernabé al turco, porque los plomos que recogían los escritos de Hernando y que don Pedro, Luna y Castillo habían ido escondiendo desde la aparición del primero de ellos para que los cristianos los encontraran en las cuevas del monte Valparaíso, ahora rebautizado por el pueblo como el Sacromonte, habían logrado su primer objetivo.
Ese año, el arzobispo don Pedro de Castro, haciendo caso omiso a las voces que clamaban su falsedad, y a los requerimientos de Roma que aconsejaban prudencia ante los hallazgos, calificó los huesos y cenizas encontrados junto a los plomos como reliquias auténticas. ¡Por fin Granada disponía de las reliquias de su patrón, san Cecilio, y de otros tantos mártires que acompañaron al apóstol Santiago! ¡Por fin Granada se liberaba del yugo de ciudad mora y se equiparaba a cualquiera de las más importantes sedes de la cristiandad en España! Granada era tan cristiana, quizá incluso más, que Santiago, Toledo, Tarragona o Sevilla. Allí mismo, en el monte sagrado, habían padecido martirio muchos hombres santos.
Pero si el arzobispo de Castro tenía autoridad y legitimidad para declarar auténticas las reliquias, no disponía de igual capacidad para hacer lo propio con los plomos y afirmar la verdad de la doctrina que contenían láminas y medallones; eso era competencia exclusiva de Roma, que reclamó que le fuesen enviados, algo a lo que el prelado se negaba, reteniéndolos con la excusa de la complejidad de su traducción, encargada precisamente a Luna y Castillo.
Tal fue la situación que Hernando encontró en Granada: las reliquias habían sido declaradas auténticas, mientras que los plomos que decían que justamente aquéllas eran las reliquias de tal o cual santo varón apostólico se hallaban todavía en estudio. Pero esos problemas formales de competencias no parecían afectar al fervoroso pueblo granadino, ni tampoco al nuevo rey Felipe III, coronado dos años antes tras la lenta, agónica y dolorosa muerte de su padre, que se mostraba entusiasmado ante esa nueva y cristianísima Granada.
Hernando acudió al Sacromonte acompañado de don Pedro de Granada; tanto Castillo como Luna excusaron la visita. Los dos hombres, a caballo, seguidos por un par de lacayos, siguieron la carrera del Darro, doblaron la puerta de Guadix e iniciaron el ascenso al monte sagrado por un sendero que partía de una de las salidas en las viejas murallas que rodeaban el Albaicín. Hernando no conocía ese camino. Hacía tres años que no visitaba Granada, desde que les había llevado por fin la esperada transcripción del evangelio de Bernabé, que Luna y Castillo habían podido estudiar a su gusto. Por otra parte, el descubrimiento de los plomos había desplazado el interés del cabildo catedralicio por los mártires de las Alpujarras, así que éste había dejado de encargarle informes.
—Desde que apareció la primera lámina —comentó don Pedro mientras ascendían—, se han sucedido los milagros y las apariciones. Gran parte de los granadinos, entre ellos todas las monjas de un convento, ha testificado ante el arzobispo haber visto y presenciado luces extrañas sobre el monte y hasta procesiones etéreas iluminadas por fuegos sagrados dirigiéndose hacia las cuevas. ¿Te lo imaginas? ¡Todo un convento de monjas! —Hernando meneó la cabeza, gesto que fue percibido por don Pedro—. ¿No lo crees? —le preguntó—. Pues escucha: una niña tullida rezó en las cuevas y sanó. La hija de un oficial de la Chancillería, postrada en cama desde hacía cuatro años, fue llevada en litera hasta las cuevas y salió andando por su propio pie; decenas de personas lo han testificado en el expediente de calificación de las reliquias. ¡Hasta el obispo de Yucatán viajó desde las Indias para rogar a los mártires por la curación de un herpes militaris que padecía! Ofició misa y después amasó tierra de las cuevas con agua bendita, se aplicó la pasta sobre el herpes y se curó al instante. ¡Un obispo! Y así lo ha testificado también. Muchas más son las curaciones y milagros que la gente cuenta del Sacromonte.
—Don Pedro… —empezó a decir Hernando con sorna.
—Observa —le interrumpió el noble. Se acercaban ya al lugar del cerro donde se hallaban las cuevas. Hernando siguió la mano de don Pedro, que se movía en el aire tratando de abarcar cuanto se les abría por delante—. Éste es el resultado de tu trabajo.
Un bosque de más de mil cruces se elevaba en torno a la pequeña entrada a la mina en la que se hallaban las cuevas, lugar en el que se amontonaban los peregrinos alrededor de unas minúsculas capillas y las viviendas de los capellanes. Los dos detuvieron a sus caballos, el colorado que montaba Hernando se movía, inquieto. El morisco paseó la mirada por el lugar, deteniéndola en las cruces y en los fieles arrodillados bajo ellas. Algunas eran sencillas cruces de madera, pero otras eran de piedra finamente cincelada, altas e inmensas, montadas sobre grandes pedestales. «El resultado de mi trabajo», susurró. Cuando estuvo en Granada para entregar los primeros plomos, llegó a dudar de sus esfuerzos, pero la credulidad del pueblo era muy superior a cualquier error que pudiera haber cometido en sus escritos.
—Es impresionante —se admiró, torciendo la cabeza para alcanzar a ver el extremo de la cruz que se alzaba a su lado, muy por encima de él.
—La mayoría de las iglesias de la ciudad han erigido cruces —explicó don Pedro acompañando a Hernando en su mirada—. Lo mismo han hecho los conventos, el cabildo, las juntas, los colegios y las cofradías: cereros, herreros, tejedores, carpinteros, la Chancillería y los notarios, en fin, todas. Ascienden en procesión con sus cruces, escoltados por guardias de honor al son de pífanos y timbales, entonando el Te Deum. Se realizan constantes romerías al Sacromonte.
Hernando meneó la cabeza.
—No puedo creerlo.
—Sin embargo —prosiguió don Pedro—, sé que Castillo está teniendo verdaderos problemas con la traducción de los plomos.
Hernando se extrañó. ¿Qué problemas podía tener el traductor?
—El arzobispo controla personalmente su trabajo —explicó don Pedro— y en el momento en que alguna frase ambigua parece inclinarse hacia la doctrina musulmana, la corrige según sus deseos. Ese hombre está empeñado en hacer de Granada una ciudad más santa que la propia Roma. Pero al final, el día en que el turco dé a conocer el evangelio, resplandecerá la verdad: todos ellos —hizo un gesto hacia la gente— se verán obligados a reconocer sus errores.
«¿El sultán?», se planteó Hernando.
—No creo que debamos enviar ese evangelio al turco —adujo de inmediato. Don Pedro le miró sorprendido—. No lo creo —insistió—. Los turcos no han hecho nada por nosotros…
—En cuanto al evangelio —le interrumpió don Pedro—, no se trataría sólo de nosotros, sino de toda la comunidad musulmana.
El morisco continuó hablando, como si no hubiera escuchado las palabras del noble:
—Desde hace años, los turcos no fletan ninguna armada para atacar a los cristianos en el Mediterráneo; sólo se ocupan de sus problemas en Oriente. Incluso se habla de que esa tranquilidad permitirá al nuevo rey de España atacar Argel y que ya está preparándose para ello.
—¡Fuiste tú el que habló de enviárselo al turco!
—Sí —reconoció Hernando—. Pero ahora creo que debemos ser más precavidos. Los plúmbeos todavía no han sido traducidos, ¿no es eso lo que acabas de decirme? —Don Pedro asintió—. En las referencias al Libro Mudo sólo se decía que el descubrimiento llegará a través de un rey de los árabes; entonces pensé en el turco, sí, pero cada vez se aleja más de nosotros. Y hay más reyes de los árabes, tan importantes o más que el sultán otomano: en Persia reina Abbas I y en la India Akbar, al que llaman el Grande. Allí, en esas tierras hay jesuitas y me he enterado de que Akbar, pese a ser un musulmán convencido, es un rey conciliador con las religiones de aquellos reinos. Quizá sea él, por su carácter, quien debiera dar a conocer la doctrina del evangelio de Bernabé.
Don Pedro sopesó las palabras que acababa de escuchar.
—Podríamos esperar a que se traduzcan definitivamente los plúmbeos —concedió—. Entonces decidiremos a quién mandarlo.
Hernando iba a asentir cuando uno de los lacayos indicó a su señor que ya podían acceder a las cuevas. La gente se abrió en un pasillo ante la llegada del señor de Campotéjar y alcaide del Generalife. Un sacerdote los acompañó durante la visita por la intrincada mina, iluminando con un hachón los largos, estrechos y bajos pasillos que desembocaban en las diversas cuevas, de distintos tamaños. Rezaron con fingido fervor ante los altares erigidos donde habían aparecido los restos de algún mártir, depositados ahora en urnas de piedra. El sacerdote, un joven imbuido de un exagerado misticismo, fue explicando al acompañante del respetado noble granadino el contenido de las láminas, mientras don Pedro observaba de reojo las reacciones de un Hernando que se las sabía de memoria. ¡Él las había creado!
—Los libros y tratados hallados, mucho más complejos que las láminas que anunciaban el martirio de los santos, se están traduciendo —pareció querer excusarse el joven sacerdote al llegar a una pequeña cueva redonda—. Por cierto —añadió ante un hombre que en aquel momento se ponía en pie tras rezar ante el altar—, os presento a un paisano vuestro que también está de paso, el médico cordobés don Martín Fernández de Molina.
—Hernando Ruiz —se presentó él, aceptando la mano que le ofreció el médico.
Tras saludar respetuosamente al noble, don Martín se sumó a la comitiva; finalizaron juntos la peregrinación por las cuevas y regresaron a Granada. Hernando cabalgaba por delante de los otros dos, con paso tranquilo, absorto en sus pensamientos, hechizado por todo lo que había nacido de los siete años de duro trabajo dedicados al objetivo de que los cristianos rectificaran la consideración en que tenían a la comunidad morisca. ¿Lograrían su propósito? De momento la cristiandad parecía haberse apoderado del lugar…
Luego, al pasar por la carrera del Darro, desvió su atención hacia donde se alzaba el carmen de Isabel. Don Pedro había evitado cualquier comentario sobre la mujer. ¿Qué habría sido de ella? Se sorprendió al comprobar que sus recuerdos eran difusos. En su interior le deseó suerte y continuó su camino, como ella misma le indicara un día. Sólo cuando vio a don Martín echar pie a tierra en la casa de los Tiros, comprendió que se había perdido alguna conversación entre el médico y don Pedro.
—Comerá con nosotros —le explicó el noble mientras los lacayos se hacían cargo de los caballos—. Tiene mucho interés en conocer a Miguel de Luna y Alonso del Castillo. Le he comentado que además de traductores, también son médicos. Don Martín sostiene que existe una epidemia de peste en Granada.
Mientras comían en la casa de los Tiros, don Martín reconoció que se hallaba en la ciudad en calidad de comisionado por el cabildo cordobés para investigar unos rumores de peste. Todas las grandes ciudades españolas se negaban a reconocer oficialmente la epidemia hasta que los muertos se amontonaban en las calles. Declarar la enfermedad conllevaba el inmediato aislamiento de la ciudad apestada y la paralización de todo trato comercial con ella. Por eso, en el momento en que surgía la menor sospecha en algún lugar, los cabildos de las otras ciudades enviaban a médicos de su confianza para que comprobaran por ellos mismos la veracidad de los rumores.
—El presidente de la Chancillería —explicó don Martín durante la comida— me ha autorizado a investigar y me ha comentado que es poca cosa, que las gentes están sanas.
Tanto Luna como Castillo soltaron una exclamación.
—El cabildo organiza fiestas y bailes por las noches para distraer a los ciudadanos —reconoció el último—, pero hace ya algún tiempo que se han empezado a tomar medidas contra la peste.
—Lo sé, pero no son medidas preventivas, sino paliativas —afirmó el doctor Martín Fernández—. He visto las sillas entoldadas en las que extraen a los apestados de la ciudad, y a cuadrillas de soldados que controlan los barrios. He visitado el hospital de apestados y ninguno de los médicos que trabajan en él hablan de otra cosa que no sea de la peste.
—No pasará mucho tiempo —intervino Miguel de Luna— hasta que se vean obligados a reconocer oficialmente la epidemia.
Hernando escuchaba con un interés no exento de estupor.
—¿No sería mejor actuar de inmediato? —preguntó—. ¿Qué se gana con negar la realidad? Es el pueblo el que sale perjudicado, y la peste no distingue entre señores y vasallos. ¿Qué queréis decir con medidas paliativas? ¿Existe alguna forma de prevenir la enfermedad?
—Son paliativas —le contestó el médico cordobés— porque sólo se adoptan frente a los apestados. Tradicionalmente se ha creído que la peste se contagia a través del aire, aunque ahora ganan terreno algunas teorías que sostienen que también se propaga mediante las ropas y el contacto personal. Lo más importante es purificar el aire y quemar hierbas aromáticas en todos los rincones de la ciudad, pero también hay que procurar la limpieza y favorecer la reclusión de la gente en sus casas en lugar de promover fiestas y aglomeraciones; ordenar el tapiado de las casas donde se ha producido algún caso y el aislamiento de cualquier persona que presente algún síntoma, incluso de sus familiares. Mientras no se adopten esas medidas, se deja vía libre al contagio y a la verdadera epidemia.
—Pero… —trató de intervenir Hernando.
—Y lo más importante —le interrumpió don Martín al tiempo que Luna y Castillo asentían, seguros de lo que diría a continuación—, cerrar la ciudad para que la epidemia no se extienda a otros lugares.
Granada cayó al poco y la peste llegó a Córdoba al año siguiente, en la primavera de 1601. Pese al contundente informe que el doctor Martín Fernández había presentado sobre la negligente actuación de las autoridades granadinas, el cabildo de la ciudad califal actuó exactamente igual que el de la Alhambra, y al tiempo que prohibía las ventas en almoneda y los tratos con ropavejeros o sacaba extramuros camas de enfermos para quemarlas, los ocho médicos municipales suscribían una declaración por la que certificaban que Córdoba estaba libre de la peste y de cualquier otra enfermedad contagiosa de consideración.
Hernando tenía dos preciosos hijos, Juan, de cuatro años, y Rosa, de dos, a los que adoraba y que habían venido a cambiar su vida. «Sé feliz», recordaba noche tras noche, al observarlos mientras dormían. Le aterrorizaba la sola idea de perder de nuevo a su familia y, en cuanto regresó de Granada, se aprovisionó lo suficiente como para poder resistir encerrado en su casa los meses que fueran necesarios. Tan pronto tuvo noticias de que la peste asolaba la cercana Écija, hizo llamar a Miguel, que vivía en el cortijillo con los caballos y que en un primer momento rehusó la invitación alegando el mucho trabajo que tenía, pero que finalmente tuvo que ceder cuando Hernando fue a buscarlo y le obligó a volver con él a la casa de Córdoba, a pesar de sus protestas.
—Hay mucho que hacer aquí, señor —insistió el tullido, señalando yeguas y potros.
Hernando negó con la cabeza. Miguel había realizado una buena labor: hacía años que Volador había muerto y el tullido se había movido con la picardía que le caracterizaba para encontrar buenos sementales con los que mezclar la sangre. Por orden real, la cría de caballos estaba fiscalizada por los corregidores de los lugares en los que se emplazaban las yeguadas. Ningún caballo andaluz podía superar el río Tajo y ser vendido en tierras de Castilla y las cubriciones de las yeguas debían ser efectuadas por buenos sementales debidamente registrados ante los corregidores. Miguel consiguió que los productos de las cuadras de Hernando fueran altamente cotizados en el mercado.
Hernando sabía lo que temía su amigo, y decidió mostrarse más retraído con Rafaela mientras Miguel viviera con ellos. Durante ese tiempo, la convivencia entre los esposos se había desarrollado de forma plácida; habían ido conociéndose poco a poco. Hernando había encontrado en ella a una compañera dulce y discreta; Rafaela, a un hombre solícito y amable, que nunca la apremiaba, mucho más cultivado que su padre y hermanos. Y el nacimiento de los niños la había sumido ya en la felicidad más completa. Rafaela, a quien la maternidad había dotado de formas más redondeadas, había resultado ser lo que Miguel le había predicho: una buena esposa y una madre excelente.
Así pues, permanecieron todos encerrados en la casa cordobesa, con un fuego de hierbas aromáticas permanentemente encendido en el patio. Sólo salían para acudir a misa los domingos. Era entonces cuando Hernando, imprecando por lo bajo ante el hecho de que la Iglesia insistiese en reunir a las gentes en misas o en rogativas, comprobaba sobrecogido los efectos de la enfermedad en la ciudad: tiendas cerradas, ninguna actividad económica; hogueras de hierbas junto a los retablos y los altares callejeros, frente a las iglesias y conventos; casas marcadas y cerradas; calles enteras, aquellas en las que se habían producido numerosos contagios, tapiadas en sus accesos; familias expulsadas de la ciudad al tiempo que su pariente, enfermo, era llevado al hospital de San Lázaro y las ropas de todos ellos quemadas, y mujeres todavía sanas, otrora honestas y a las que su honor les impedía mendigar por las calles, ofreciendo públicamente su cuerpo para ganar algunos dineros con los que alimentar a sus maridos e hijos.
—¡Es absurdo! —susurró Hernando a Miguel un domingo en que se cruzaron con una de ellas—. Pueden convertirse en prostitutas, pero no en mendigas. ¿Cómo pueden sus hombres aceptar esos dineros?
—Su honor —le contestó el tullido—. En estos tiempos no funcionan las cofradías que atienden a los pobres vergonzantes.
—En la verdadera religión —apuntó Hernando bajando todavía más el tono de su voz—, recibir limosna no significa ninguna humillación. La comunidad musulmana es solidaria. Haced la plegaria y dad la limosna, dice el Corán.
Pero no sólo la Iglesia desafiaba a la enfermedad con las reuniones de sus fieles. El propio cabildo municipal, ante la tristeza del pueblo y desoyendo cualquier consejo, organizó unos juegos de toros en la plaza de la Corredera en el momento más crudo de la epidemia. Ni Hernando ni Miguel pudieron ver cómo dos hijos de Volador, que en su día habían vendido, sorteaban y requebraban a los astados, levantando aclamaciones por parte de un público que, si bien momentáneamente olvidaba sus penas, parecía incapaz de comprender que la aglomeración y el contacto de unos con otros sólo servía para agravarlas.
Por su parte, durante aquellos meses de reclusión, Miguel se volcó en los dos niños. Evitaba hasta la posibilidad de mirar a Rafaela, que por su parte actuaba con prudencia y recato. Allí, en aquellas largas noches de tedio, el tullido se refugiaba en sus historias haciendo sonreír al pequeño Juan con sus aspavientos.
—¿Por qué no me enseñas de cuentas? —le pidió Miguel un día a Hernando, que vivía casi enclaustrado en su biblioteca.
Los años dedicados a la escritura de los plomos habían despertado en él una sed insaciable de aprender, que intentaba colmar con lecturas sobre temas diversos, siempre con un objetivo: hallar algo que pudiera servir para lograr la convivencia pacífica de ambas culturas. Sus amigos de Granada le proveyeron, gustosos, de cuantos libros tuviesen a su alcance y pudieran ser de su interés.
Hernando entendió las razones que se escondían detrás de aquella petición y se prestó a ello, por lo que el tullido, entre números, sumas y restas, también se recluyó durante el día en la biblioteca. Así fueron superando la incomodidad que suponía el encierro, mientras la epidemia diezmaba a la población de Córdoba.
El jurado don Martín Ulloa fue una de sus víctimas. Los jurados de cada parroquia tenían la obligación de controlar las casas, comprobar si en ellas habitaban apestados y, en su caso, enviarlos a San Lázaro y expulsar a sus familias de la ciudad. Don Martín se presentó en numerosas ocasiones en la de Hernando y Rafaela, exigiendo al médico que le acompañaba exámenes innecesarios y mucho más exhaustivos que aquellos a los que sometía a los demás parroquianos; ya no temía al morisco, hacía tiempo de lo de los expósitos, ¿quién iba a preocuparse entonces de aquel asunto? Don Martín no escondía sus ansias por encontrar el más nimio de los síntomas de la enfermedad hasta en su propia hija.
Hernando se sorprendió el día en que, en lugar de presentarse el jurado, lo hizo su esposa, doña Catalina, acompañada del hermano menor de Rafaela.
—¡Déjanos entrar! —le exigió la mujer.
Hernando la miró de arriba abajo. Doña Catalina temblaba y se retorcía las manos, el rostro contraído.
—No. Tengo obligación de dejar entrar a vuestro esposo, no a vos.
—¡Te ordeno…!
—Avisaré a vuestra hija —rehuyó Hernando, convencido de que sólo algo grave podía lograr que aquella mujer se humillara a llamar a la puerta de su casa.
Desde el zaguán, Hernando y Miguel escucharon la conversación entre Rafaela y su madre.
—Nos echarán de Córdoba —sollozaba doña Catalina, tras comunicar a su hija la noticia de que su padre había contraído la letal enfermedad—. ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? La peste asola los alrededores. Permite que nos refugiemos en tu casa. La nuestra quedará cerrada. Así nadie se enterará. Tu hermano mayor, Gil, será el nuevo jurado de la parroquia, como le corresponde. Él mantendrá el secreto de nuestra estancia aquí.
Hernando y Miguel alzaron el rostro y se miraron sorprendidos cuando la voz de Rafaela rompió el silencio.
—No has venido a vernos en todo este tiempo. Ni siquiera te has molestado en conocer a tus nietos, madre.
La mujer no contestó. Rafaela siguió hablando, con voz firme y clara.
—Y ahora quieres vivir con nosotros. Me pregunto por qué no acudes a casa de Gil. Estoy segura de que te sentirías mucho más a gusto allí…
—¡Por todos los santos! —insistió la mujer, con voz brusca y colérica—. ¿A qué viene esto ahora? Te lo estoy pidiendo. ¡Soy tu madre! Ten misericordia.
—¿O quizá ya lo has hecho? —prosiguió Rafaela, desoyendo las protestas. Doña Catalina calló—. Por supuesto, madre. Me consta que sólo vendrías a esta casa si no te quedara otro remedio. Dime, ¿acaso mi hermano teme el contagio?
Doña Catalina balbuceó una respuesta. La voz de Rafaela se elevó entonces, clara y firme.
—¿Crees de verdad que voy a poner en peligro a mi familia?
—¿Tu familia? —La mujer soltó un bufido de desprecio—. Un moro…
Rafaela alzó la voz a su madre, quizá por primera vez en toda su vida.
—¡Fuera de esta casa!
Hernando suspiró, satisfecho. Miguel dejó escapar una sonrisa. Luego vieron pasar a Rafaela por delante de ellos, caminando en silencio, la cabeza erguida, en dirección al patio, mientras las súplicas y sollozos de su madre se oían desde la calle.
El morisco y su familia superaron la peste. Igual que muchos otros cordobeses, doña Catalina, consumida y cargada de ira contra Hernando y Rafaela, regresó tan pronto como la ciudad se declaró libre de la epidemia y se abrieron sus trece puertas.
Al tiempo que una muchedumbre las cruzaba para retornar a sus casas, Miguel se apresuró a volver al cortijillo tras una rápida y balbuceante despedida.
Más de seis mil personas habían fallecido durante la epidemia.