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En aquel año de 1570, la población de Córdoba alcanzaba los cincuenta mil habitantes aproximadamente. Como en toda ciudad amurallada, en las que estaba prohibida la construcción de viviendas extramuros que pudieran impedir el libre acceso al camino de ronda u hostigar a la ciudad que se abría entre las murallas, más allá de las cuales se extendía el campo. El río Guadalquivir dejaba de ser navegable a su altura y trazaba un caprichoso e impresionante meandro. Al norte de la ciudad estaba Sierra Morena y al sur, más allá del río, se extendían los campos de cultivo, la rica «campiña de pan». En el siglo X Córdoba culminó su proceso de independencia de Oriente, y Abderramán III se erigió en califa de Occidente, sucesor y vicario de Muhammad, príncipe de los creyentes y defensor de la ley de Alá. A partir de entonces, Córdoba se convirtió en la mayor urbe de Europa, heredera cultural de las grandes capitales orientales, con más de mil mezquitas, miles de viviendas, comercios y cerca de tres centenares de baños públicos. Fue en Córdoba donde florecieron las ciencias, las artes y las letras. Tres siglos más tarde, fue conquistada para la cristiandad por el rey santo, don Fernando III, tras seis meses de asedio, llevado desde la Ajerquía sobre la Medina, las dos partes en las que se dividía la ciudad.

Los cristianos no trabajaban los domingos de modo que, en el primer festivo que pasaban en la ciudad, Hernando escapó ofuscado de la mísera casa de dos pisos situada en un callejón sin salida que daba a la calle de Mucho Trigo y en la que, en seis pequeñas estancias, se hacinaban siete familias moriscas, entre ellas la suya.

—Hay algunas casas en las que llegan a vivir catorce y dieciséis familias —les había comentado Hamid al proponerles aquella vivienda—. El rey —explicó ante sus gestos de incredulidad— ha dispuesto que los moriscos compartan casa con cristianos viejos a fin de que éstos puedan controlarlos, pero el cabildo no ha creído oportuno obedecer esa orden al entender que ningún cristiano querría vivir con nosotros, y ha dispuesto que vivamos en casas independientes, siempre que éstas se sitúen entre dos edificios ocupados por cristianos. Además —añadió, chasqueando la lengua—, aquí todas las casas son propiedad de la Iglesia o de los nobles, que cobran muy buenas rentas por su alquiler, cosa que no podrían hacer si viviésemos en las de los cristianos. Debemos ser más de cuatro mil moriscos los que hemos llegado a la ciudad. No les ha costado mucho a los veinticuatros de Córdoba adoptar esa decisión: pagan unos sueldos míseros, pero ganan mucho dinero con nosotros: primero nos explotan y después nos roban nuestros exiguos ingresos con las rentas de sus casas.

Como habían sido los últimos en llegar, les tocó compartir habitación con un matrimonio joven que acababa de tener un hijo, el cual parecía despertar sentimientos encontrados en una Fátima apesadumbrada. La muchacha se limitaba a seguir las instrucciones que en todo momento le daba Aisha. Luego, una vez cumplidas, volvía a su pertinaz silencio, que sólo interrumpía para musitar alguna oración. A veces alzaba el rostro cuando oía llorar al pequeño. Hernando, en las pocas ocasiones en que se encontraba en casa, intentó averiguar qué trataban de expresar aquellos ojos negros ahora siempre apagados, pero sólo podía leer en ellos una inmensa congoja.

Pero también Aisha dejaba escapar miradas tristes hacia el recién nacido. En el mismo momento en que las autoridades los censaron, como hacían con todos los menores deportados, les arrebataron a Aquil y Musa, quienes fueron entregados a piadosas familias cordobesas que debían educarlos y convertirlos a la fe cristiana. Aisha y Brahim, tan impotente como su mujer por una vez, se habían visto obligados a contemplar cómo los niños, deshechos en lágrimas, eran apartados de su familia y puestos en manos de desconocidos. El rostro del arriero expresaba una furia salvaje: ¡eran sus varones! ¡El único orgullo que le quedaba!

Sin embargo, no era Fátima, ni la expectativa de compartir durante largo tiempo la habitación con el joven matrimonio y su pequeño, lo que impulsó aquel domingo a Hernando a levantarse antes de que saliese el sol y a salir con sigilo. Esa noche, amontonados todos en la habitación y por primera vez en muchos meses, Brahim había buscado a Aisha y ella se entregó a él como lo que era: su primera esposa. Hernando, encogido y tenso en su jergón, escuchó los suspiros y jadeos de su madre justo a su lado. ¡No había espacio para más! En la penumbra, los párpados prietos sobre sus ojos, sufrió al notar cómo ella procuraba el placer de Brahim, volcándose en él tal y como debían hacerlo las mujeres musulmanas: buscando el acercamiento a Dios a través del amor.

No quería ver a su madre. No quería ver a Brahim. ¡No quería ver a Fátima!

Pero aquella sensación de ahogo no cedió por más que huyera de la habitación y empezara a pasear por las calles de Córdoba bajo el sol que empezaba a alumbrarlas. Primero pensó en dirigirse a la mezquita: contemplar de cerca aquella construcción que sobresalía por encima de todos los edificios de Córdoba y que tantas veces veía al cruzar el puente romano, cuando volvía a la curtiduría cargado con el estiércol. No quedaba ninguna otra mezquita en la ciudad de los califas. El rey Fernando ordenó que sobre ellas se levantasen iglesias; hasta catorce se construyeron a expensas de los lugares de culto musulmanes. Luego derribaron las demás. La mezquita de los califas tampoco lo era ya, pero se comentaba que aún podían verse las celosías sobre las puertas de entrada, los arabescos o las largas filas de columnas coronadas por dobles arcos de herradura en ocre y colorado que la hacían única en el mundo; decían también que si uno se empeñaba, todavía podían oírse los ecos de las oraciones de los creyentes.

Al recordar los insultos de los cristianos a su llegada a Córdoba y la suspicacia con la que la gente le miraba cuando, cargado de estiércol, se acercaba a la mezquita tras cruzar el puente romano, Hernando desechó la idea. ¡Hasta los niños parecían defender el templo de los herejes! Anduvo por lo tanto sin rumbo por las calles de la Ajerquía y la Medina, y se percató de que Córdoba era en sí misma, toda ella, un gran templo de la cristiandad. A los catorce templos construidos por el rey castellano, que eran sede de las parroquias de la ciudad, se sumaba uno más, posterior, y casi una cuarentena de pequeños hospitales o asilos, todos con su correspondiente iglesia. Entre iglesias y hospitales había grandes extensiones de terreno con magníficos conventos ocupados por órdenes religiosas: San Pablo, San Francisco, la Merced, San Agustín y la Tr inidad. Y también imponentes conventos de monjas, como el de la Santa Cruz, lindante con la calle de Mucho Trigo, donde vivía Hernando, el de Santa Marta, y otros tantos que se habían ido construyendo desde la conquista, todos escondidos a la curiosidad de los vecinos mediante largos y altos muros ciegos encalados, sólo abiertos en las puertas de acceso.

En cualquier rincón de las calles de Córdoba aparecían pinturas o esculturas de eccehomos, Vírgenes, santos o Cristos, algunos a tamaño natural, e infinidad de altares que los cristianos viejos mantenían siempre iluminados con velas, las únicas luces nocturnas de la ciudad. Minúsculas ermitas, alguna de ellas para no más de doce personas, beaterios y casas de emparedadas se diseminaban por todo el caserío, al igual que lo hacían monjes o cofrades constantemente, pidiendo limosna entre el soniquete de rosarios cantados por las calles.

¿Cómo iban a poder sobrevivir ellos en aquel gigantesco santuario?, pensó Hernando de pie, con la mirada perdida en la fachada de la iglesia de Santa Marina, cerca del matadero, más allá del cementerio que rodeaba el templo por tres de sus costados, a donde le llevaron sus pasos, al norte de la ciudad.

¡Juviles! ¡La sierra!, gritó en su interior. Allí quieto, bajo los primeros rayos de sol, se sintió sucio y apestando a estiércol putrefacto.

—Ni se te ocurra lavarte —le había advertido Hamid—. Es uno de los comportamientos que los cristianos vigilan y consideran como una señal de herejía.

—Pero…

—Piensa que ellos no lo hacen —le interrumpió el alfaquí—. En ocasiones se lavan los pies y algunos, la mayoría, sólo se bañan una vez al año, en el día de su onomástica. Las puntillas de sus camisas son nidos de piojos y pulgas. ¡Lo sufro! Ten en cuenta que una de mis responsabilidades es cambiar las sábanas de la mancebía.

De mala gana había seguido su consejo y no se lavó hasta que el hedor se le cosió a la piel, como sucedía con todos los moriscos…, como sucedía con todos los cristianos. Oliéndose, observó los enterramientos de los parroquianos a las puertas de su iglesia; nobles y ricos, todo aquel que podía pagarlo, se procuraban una tumba en el interior de una iglesia, de un convento o de la catedral, pero los tenderos y artesanos yacían allí, en medio de las calles de Córdoba, mientras en las afueras se enterraba a los indigentes.

El domingo era obligado asistir a misa y tenía que ir acompañado de Fátima, su legítima esposa frente a los cristianos, que ya el viernes había acudido a la iglesia para las clases de evangelización que le impusieron el día de su boda. Así pues, regresó a San Nicolás de la Ajerquía descendiendo junto al arroyo de San Andrés. Si algo sobraba en Córdoba, además de devoción cristiana, era agua: como en Sierra Nevada, pero a diferencia del agua cristalina de las cañadas de las Alpujarras, aquí se encharcaba en las plazas o descendía emponzoñada hasta el río. Por el arroyo de San Andrés, por donde ahora caminaba Hernando, bajaban las aguas que recogían los desechos del matadero y los de todo el vecindario de su cauce. ¿Por qué les importaría tanto a los cristianos el recorrido de los pellejos si permitían el paso de aquellas aguas pútridas?, se quejó para sí al cruzar con cuidado sobre uno de los tablones que a modo de puentes ordenó colocar el cabildo entre las casas que canalizaban el arroyo. Tal era la profundidad del cauce de aquel hediondo arroyo, a nivel inferior incluso al de los cimientos de los edificios, que los cordobeses lo bautizaron como «el despeñadero».

El interior de la iglesia de San Nicolás, enclavada allí donde la calle de las Badanas confluía con el río, sorprendió a Hernando, que se había reunido allí con Fátima y los demás moriscos para asistir al servicio religioso. En aquellas ocasiones en que volvía del matadero había observado su fachada baja, de no más de cinco varas de altura, que la diferenciaba de las demás iglesias construidas por el rey Fernando, mucho más grandes y altas. Como las demás, se había erigido sobre una mezquita, pero sin embargo San Nicolás conservaba todavía las hileras de columnas rematadas con arcos que caracterizaban los lugares de culto musulmanes, al estilo de la catedral. Pero aquella sensación fugaz desapareció tan pronto como el sacristán empezó a pasar lista a los moriscos; cerca de doscientos se hallaban empadronados en la parroquia pero, al contrario que en Juviles, aquí eran minoría entre los más de dos mil cristianos viejos que se acumulaban en el templo: la mayoría artesanos, comerciantes y asalariados —los nobles habitaban en otras parroquias—, amén de un número considerable de esclavos propiedad de los artesanos.

Hombres y mujeres oyeron misa separados. No se produjeron los exabruptos ni las amenazas del sacerdote de Juviles: allí la misa era para los cristianos. La ceremonia les costó un maravedí por cabeza. Salieron, y mientras esperaban a las mujeres, se les acercó un hombre bien vestido. Sin pensarlo, Hernando desvió la mirada hacia las puntillas del cuello de su camisa a la espera de que apareciera algún piojo o de ver saltar alguna pulga.

—Vosotros sois los nuevos moriscos del callejón de Mucho Trigo, ¿no? —preguntó a Hernando y Brahim, con soberbia, sin tenderles la mano. Los dos asintieron y el recién llegado se volvió hacia Hamid para examinarlo con desprecio, deteniéndose en su rostro marcado—. ¿Qué haces tú con ellos?

—Somos del mismo pueblo, excelencia —respondió Hamid con humildad.

El hombre pareció tomar nota mental de aquella noticia.

—Me llamo Pedro Valdés, justicia de Córdoba —dijo después—. No sé si vuestros vecinos os habrán hablado de mí, pero sabed que tengo el cometido de visitaros una vez cada quince días para comprobar vuestro estado y que viváis conforme a los preceptos cristianos. Confío en que no me ocasionéis problemas. —En aquel momento se sumaron Aisha y Fátima, que no obstante se quedaron a un par de pasos del grupo—. ¿Vuestras esposas? —se interesó. Dio por supuesto que sí y sin esperar respuesta reparó en Fátima, que aparecía empequeñecida al lado de Aisha—. Ésa está demacrada y delgada —indicó como si hablase de un animal—. ¿Está enferma? Si es así, tendré que ordenar su ingreso en un hospital. —Tanto Hernando como Brahim titubearon y buscaron la ayuda de Hamid—. ¿Necesitáis que un esclavo conteste por vosotros? —les recriminó el justicia—. ¿Está enferma o no?

—No…, excelencia —balbuceó Hernando—. El viaje…, el viaje no le sentó bien, pero se está reponiendo.

—Mejor así. Los hospitales de la ciudad andan escasos de camas libres. Llévala a pasear por la ciudad. El sol y el aire le harán bien. Disfrutad de la fiesta del Señor y agradecédsela. El domingo es un día de alegría: el día en que Nuestro Señor resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos. Llévala a pasear —repitió haciendo ademán de dejarlos—. ¿Tú eres el esclavo de la mancebía? —preguntó no obstante a Hamid antes de volverse.

El alfaquí asintió y el justicia tomó nueva nota mental. Luego se dirigió a un grupo de ricos mercaderes y sus mujeres que le esperaban algo más allá.

—¡A casa! —gritó Brahim tan pronto como el justicia y sus acompañantes hubieron desaparecido.

Aisha y Fátima ya se encaminaban tras él cuando Hamid intervino:

—A veces hacen visitas por sorpresa, Brahim. Los justicias, los sacerdotes y el superintendente se divierten con sus amigos acudiendo a nuestras casas. Unos vasos de vino y…

—¿Quieres decir que estás de acuerdo en que mi esposa se muestre a todos los cristianos paseando por la ciudad, con este… —escupió sin mirar a Hernando—, con el nazareno?

—No —confesó Hamid—. No se trata de que se muestre a los cristianos. Pero tampoco estoy de acuerdo con acudir a su misa, rezar sus oraciones, comer la torta, y sin embargo lo hacemos. Debemos vivir como ellos pretenden. Sólo así, sin darles problemas, engañándolos, podremos recuperar nuestras creencias.

Brahim pensó unos instantes.

—Jamás con el nazareno —afirmó, tajante.

—A ojos de los cristianos, es su esposo.

—¿Qué es lo que pretendes defender, Hamid?

—Llámame Francisco —le corrigió el alfaquí—. No defiendo nada, José. —Hamid forzó la voz al pronunciar el nombre cristiano de Brahim—. Las cosas son así. No las he dispuesto yo. No busques problemas a tu pueblo; todos dependemos de lo que hagan los demás. Tú exiges que se cumplan nuestras leyes respecto a tus dos esposas y te respetamos, pero te niegas a someterte al bien de nuestros hermanos y buscas enfrentamientos con los cristianos. Hernando —añadió, dirigiéndose a él—, recuerda que conforme a nuestra ley, ella no es tu esposa; compórtate como el familiar suyo que eres. Id a pasear. Cumplid la orden del justicia.

—Pero… —empezó a quejarse Brahim.

—No quiero problemas si el justicia se presenta en tu casa, José. Ya tenemos bastantes. Id —insistió a Hernando y Fátima.

Fátima le siguió como podría haber hecho con cualquier otro que hubiera tirado del ajado vestido que la cubría; esta vez con la muchacha a su lado, silenciosa y cabizbaja, Hernando volvió a internarse en las calles de Córdoba tratando de acomodar su paso al lento caminar de ella.

—Yo también echo de menos al pequeño —le dijo varias calles más allá, tras haber desechado decenas de comentarios que le rondaron la cabeza. Fátima no contestó. ¿Cuánto iba a durar aquello? se lamentó él—. ¡Eres joven! —saltó exasperado—. ¡Podrás tener más hijos!

Al instante se dio cuenta de su error. Fátima sólo lo exteriorizó aminorando todavía más su marcha.

—Lo siento —insistió Hernando—. ¡Lo siento todo! Siento haber nacido musulmán; siento el levantamiento y la guerra; siento no haber sido capaz de prever lo que iba a suceder y soñar esperanzado como lo hicieron miles de nuestros hermanos; siento nuestros deseos de libertad; siento…

Hernando calló de repente. Su deambular les había llevado a la Medina, al barrio de Santa María, más allá de la catedral, una intrincada red de callejas y callejones sin salida, como en muchas ciudades musulmanas. Un grupo de personas corría hacia ellos: se agolpaban en el estrecho callejón, gritaban, y algunos se detenían un instante para mirar nerviosa y fugazmente hacia atrás antes de reemprender la carrera.

—¡Un toro! —oyó que gritaba una mujer al pasar junto a ellos.

—¡Que vienen! —chilló un hombre.

¿Un toro? ¿Cómo podía ser que allí, en una calleja de Córdoba…? No tuvo tiempo de pensar nada más. Se habían quedado parados; por aquel estrecho espacio se aproximaban cinco jinetes engalanados, tirando de un impresionante toro ensogado a sus sillas de montar: unas sogas en los cuernos, otras en el pescuezo del animal. Las grupas de los caballos chocaban contra las paredes y los jinetes volteaban sus monturas con habilidad. El toro se defendía bramando, y los hombres tiraban de él hacia delante cuando el animal se revolvía hacia atrás o lo refrenaban desde atrás cuando parecía que iba a alcanzar y cornear a los de delante. Los bramidos del toro, los relinchos de los caballos, los cascos contra la tierra y los gritos de los jinetes resonaron en el callejón.

—¡Corre! —gritó, agarrando a Fátima de un brazo.

Pero la dejó atrás. Hernando se detuvo y se volvió nada más notar que el brazo de Fátima se soltaba de su mano. Los dos primeros jinetes estaban a menos de quince pasos de ella. Tiraban del toro, ciegos, ajenos a lo que sucedía delante. Fue sólo un instante en el que creyó ver a Fátima de espaldas a él, erguida como no lo había estado en mucho tiempo, firme, con los puños apretados a sus costados, ¡buscando la muerte! Saltó sobre ella justo en el momento en que el primer jinete iba a arrollarla. El caballero ni siquiera había intentado detenerse. En la caída chocaron contra la pared de una casa; él trató de proteger a Fátima, tumbándose sobre su cuerpo. Otro de los caballos saltó por encima; el toro lanzó una cornada que, por suerte, no les alcanzó y que descascarilló la pared por encima de sus cabezas. El último jinete que galopaba por su lado también los rebasó, pero en esta ocasión Hernando notó cómo el caballo le pisaba la pantorrilla.

Después de los caballos, otro grupo de gente pasó corriendo sin preocuparse de la pareja tumbada en el suelo, que permanecía inmóvil mientras el estruendo se convertía en un eco a lo largo del callejón. Hernando sintió la respiración entrecortada que agitaba el cuerpo de Fátima. Al levantarse, también sintió un dolor agudo en la pierna izquierda.

—¿Estás bien? —preguntó a la muchacha mientras, dolorido, intentaba ayudarla.

—¿Por qué siempre tienes que salvarme la vida? —le espetó ella una vez en pie, frente a él. Temblaba, pero sus ojos…, era como si después de haberse enfrentado a la muerte, sus ojos negros hubieran recobrado la vida. Hernando, con los brazos extendidos, intentó agarrarla de los hombros, pero ella se soltó—. ¿Por qué…? —empezó a gritar Fátima.

—Porque te quiero —la interrumpió alzando la voz, todavía con los brazos extendidos—. Sí. Porque te quiero con toda el alma —repitió en voz baja y trémula.

Fátima clavó en él su mirada. Transcurrieron unos instantes antes de que una lágrima se deslizase por su pómulo. Luego estalló en el llanto que había reprimido desde la noche de su boda con Brahim.

Se abrazó a Hernando. Y lloró todo lo que no había llorado mientras él la acunaba en un callejón cordobés.

Algo más lejos, allí donde el callejón se unía a otras dos callejas formando una diminuta plaza irregular, una señorita noble vestida de negro, con su dama de compañía un paso por detrás, observaba desde el balcón de un palacete cómo cinco jóvenes caballeros la galanteaban dando muerte al toro, ya libre de sus sogas, mientras la gente llana jaleaba y aplaudía refugiada en las bocacalles.