41
Al amanecer, cuando las espaldas de las comitivas de Brahim y del marqués se perdieron en la distancia, Aisha abandonó la venta del Montón de la Tierra. Atrás quedaba el cadáver de Ubaid, que los lacayos del marqués habían enterrado cerca de la venta para borrar todo rastro. Aisha había pasado la noche acurrucada en un rincón, junto a Shamir y sus nietos, intentando tranquilizarlos, luchando por contener las lágrimas. Sabía que estaba a punto de perder a otro hijo… ¿Qué tendría Dios reservado para él?
Antes de partir, Brahim descendió de su habitación, satisfecho, seguido a unos pasos por Fátima que andaba dolorida y tapada con la manta desde la cabeza a los pies; sólo se le veían los ojos, a través de un hueco que mantenía entrecerrado con sus manos.
Los hombres del marqués preparaban los caballos y el ajetreo en el patio era considerable.
—Tú eres Shamir, ¿no? —preguntó Brahim acercándose a su hijo. Aisha percibió en su esposo un atisbo de ternura. El niño, con la mirada escondida, permitió que el corsario le tocara la cabeza. El pequeño no sabía quién era; para él, tal y como decidieron Aisha y Fátima, su padre había muerto en las Alpujarras—. ¿Sabes quién soy yo?
Shamir negó con la cabeza y Brahim atravesó a Aisha con la mirada.
—Mujer —masculló en su dirección—, tienes suerte de que necesite que des el mensaje que te encargué ayer; de no ser por eso, te mataría ahora mismo.
Luego alzó el rostro de Shamir por el mentón hasta que los ojos del niño se clavaron en él.
—Escúchame bien, muchacho: yo soy tu padre y tú eres mi único hijo varón. —Ante esas palabras, Francisco se acercó a Shamir, aguijoneado por la curiosidad—. ¡Apártate! —le espetó Brahim empujándolo con el muñón y tirándolo al suelo.
—¡No le pegues! —saltó Shamir librándose de la mano que le sostenía el mentón y lanzándose contra su padre, que estalló en carcajadas mientras soportaba los golpes que el niño le propinaba en la barriga.
Le dejó hacer hasta que decidió librarse de él con una bofetada. Shamir fue a caer junto a Francisco.
—Me gusta tu carácter —rió Brahim—. Pero mientras te empeñes en defender al hijo del nazareno —añadió como si fuera a escupir a Francisco—, correrás su misma suerte. En cuanto a la otra —añadió con referencia a Inés—, atenderá como esclava a mis dos hijas. Y el día que el nazareno se presente en Tetuán…
Sola en el camino a Córdoba, arrastrando los pies, Aisha volvió a sentir el mismo escalofrío que le recorrió el cuerpo en el patio de la venta al solo recuerdo de aquella frase que Brahim dejó flotar en el aire: el día que el nazareno se presente en Tetuán… Fátima también se había estremecido debajo de la manta. Las dos mujeres cruzaron la que, presentían, iba a ser su última mirada, y Aisha percibió la misma súplica que le hiciera la noche anterior: ¡No se lo digas! ¡Lo matará!
¡Lo matará! Con esa certeza, Aisha accedió a Córdoba por la puerta del Colodro. Pero esta vez, a diferencia de lo ocurrido años atrás, cuando recorrió ese mismo camino con Shamir en brazos después de que Brahim la obligara a seguirlo a la sierra, consiguió ocultarse a la vigilancia de los alguaciles. Cruzó la puerta a escondidas, como un alma en pena, con los pies sangrantes y sólo vestida con la camisola de dormir. Llegó a la calle de los Barberos, donde la visión de la puerta del zaguán y la cancela de reja que daba al patio abiertas de par en par la espabiló. El postigo de la ventana de un balcón se cerró de repente a pesar de que era de día y una de sus vecinas, dos casas más allá, que en aquel momento iba a pisar la calle, se echó atrás y volvió a entrar. Aisha accedió a la casa y entendió el porqué: sus vecinos cristianos la habían saqueado durante la noche. Nada quedaba en su interior, ¡ni siquiera los tiestos! Aisha miró hacia la fuente: no habían podido robarles el agua que manaba de ella; luego desvió la mirada al lugar donde, bajo una loseta, escondían sus ahorros. La loseta estaba levantada. Observó la siguiente: en su sitio. Hernando tenía razón. Una melancólica sonrisa apareció en sus labios al recordar las palabras de su hijo.
—Debajo de ésta guardaremos los dineros. —Entonces había dispuesto la loseta en forma tal que cualquier observador, por poco sagaz que fuese, llegara a darse cuenta de que había sido removida. Bajo la que estaba justo al lado de aquélla, bien afianzada, escondió el Corán y la mano de Fátima—. Si alguien entra a robar —afirmó al final—, encontrará los dineros y será difícil que imagine que en la otra también se esconde un tesoro, nuestro verdadero tesoro.
Pero Hernando pensaba en la Inquisición o la justicia cordobesa, nunca en sus vecinos.
—¿Qué ha sucedido, Aisha? ¿Y Fátima y los niños?
Aisha se volvió para encontrarse con Abbas, parado junto a la cancela de hierro.
—No… —balbuceó abriendo las manos—. No sé…
—Dice la gente que anoche, Ubaid y sus hombres…
Aisha no escuchó más. ¡No se lo digas! ¡Lo matará! La súplica de Fátima revivió en su recuerdo. Además… ¡sólo le quedaba Hernando! Le habían vuelto a robar a otro hijo. No tenía más que aquel sonriente niño de ojos azules que buscaba su cariño en Juviles, al amparo de la noche, ocultos a las miradas. ¿Qué iba a ser ahora de sus vidas? ¡No estaba dispuesta a poner en peligro la vida del único hijo que le quedaba! La propia Fátima se lo había rogado con la mirada. Durante la noche, en la venta, había escuchado los comentarios de los hombres del marqués acerca de Brahim. Todos sabían por qué estaban allí. Por ellos supo que se había convertido en uno de los más importantes corsarios de Tetuán; que vivía en una fortaleza magnificada por la imaginación de los hombres y que mantenía a un verdadero ejército a sus órdenes. ¡Jamás permitiría que Hernando se acercase de nuevo a Fátima!
—Los han matado a todos —sollozó hacia Abbas—. ¡Ubaid y sus hombres los han matado! —gritó—. A mi Shamir, a Fátima y a Francisco… ¡A la pequeña Inés!
Aisha se dejó caer al suelo y estalló en llanto. No necesitó simular sus lágrimas ni el dolor que la atenazaba. En realidad, quizá… Quizá todos ellos estuvieran mejor muertos que en manos de Brahim. Aulló al cielo pensando en Shamir. ¿Qué sería de su pequeño? ¿Y de Fátima? ¿Qué desgracias le tendría preparadas Dios?
Abbas no acudió a consolarla. Su cuerpo fuerte flaqueó y tuvo que echar mano a la cancela para sostenerse, tratando de encontrar el aire que le faltaba. Había prometido a su amigo que el monfí no le molestaría, por ellos, por los moriscos. Pero también le prometió cuidar de su familia durante el viaje a Sevilla. Hernando se lo rogó antes de partir y él le contestó hasta con displicencia.
—¿Qué puede suceder? —recordaba haberle dicho.
Durante unos instantes sólo el constante rumor del agua que brotaba y caía en la fuente de un bello patio cordobés, ahora asolado, acompañó a Aisha y a Abbas.
Abbas siguió el mismo camino por el que había pasado la yeguada hacia el coto real del Lomo del Grullo: una jornada hasta Écija con una parada en la venta Valcargado; otra hasta Carmona, deteniéndose en Fuentes; una tercera hasta Sevilla, descansando en la venta de Loysa, y desde Sevilla a Villamanrique. Se obligaba a andar. Exigía a sus piernas que se adelantasen la una a la otra y observaba cómo sus pies se acercaban, con tristes y dolorosos pasos, a un destino al que no quería arribar. ¿Qué iba a decirle a Hernando? ¿Cómo anunciarle que su esposa y sus hijos habían sido asesinados por Ubaid? ¿Cómo confesarle que no había cumplido con su palabra?
Trató de ponerse en contacto con el Manco mientras esperaba el permiso del caballerizo real para partir hacia el Lomo del Grullo: quería saber por qué, quería incluso enfrentarse a él para matarle, pero ninguno de los contactos a través de los que usualmente llegaba hasta el monfí lograron nada positivo: el Manco y su partida habían desaparecido. Quizá se hubieran internado en la sierra y volvieran algún día, pero nadie parecía tener la menor noticia de Ubaid. ¿Por qué habría matado a Fátima y a los niños?
—¿Por qué lo hizo? —se extrañó también don Diego al entregarle el salvoconducto para que pudiera desplazarse hasta Sevilla—. ¿Acaso no es morisco también?
—Hernando y él tuvieron problemas en las Alpujarras —le aclaró Abbas.
—¿Algo tan grave como para matar a una mujer y a tres niños indefensos? —replicó el noble agitando el documento que llevaba en la mano—. ¡Virgen santísima!
Abbas sólo pudo encogerse de hombros. Don Diego tenía razón, y él ni siquiera había sido capaz de encontrar los cuerpos para sepultarlos debidamente, ya que Aisha se negaba a hablar. En cuanto el herrador se interesaba por algún detalle más concreto, que arrojara un poco de luz sobre el punto preciso donde había sucedido la matanza, más allá del «en algún lugar de la sierra» que Aisha repetía como única respuesta, ésta rompía en llanto para terminar siempre sollozando las mismas palabras:
—Te lo ruego. Ve a buscar a mi hijo.
Y en ello estaba Abbas, paso a paso bajo el sol de Andalucía, con el estómago encogido, la bilis siempre en la boca y las lágrimas asomando a los ojos, mientras pensaba en cómo comunicarle a un buen amigo que su esposa y sus dos hijos habían sido salvajemente asesinados en el interior de Sierra Morena.
Todas aquellas frases que había ideado se le borraron de la mente a la sola visión de Hernando, que abandonó la yeguada y saltó ágilmente de Azirat a tierra para correr hacia él, curtido por el sol, sus ojos azules más brillantes que nunca, mostrando unos dientes blancos en amplia y sincera sonrisa.
A Abbas se le nubló la vista; la yeguada se convirtió para él en un simple borrón informe. Sin embargo, llegó a percibir cómo Hernando se detenía bruscamente a escasos pasos de donde él se hallaba. Su presencia se confundió con las mil manchas oscuras de las yeguas a sus espaldas, y las palabras de Hernando le parecieron lejanas, como si le llegasen transportadas por el viento desde algún lugar remoto.
—¿Qué sucede?
—Ubaid… —musitó Abbas.
—¿Qué pasa con Ubaid? —Hernando parecía atravesarle con sus ojos azules, ahora teñidos de una creciente inquietud—. ¿Ha pasado algo? Mi familia… ¿está bien? ¡Habla!
—Los ha asesinado —logró articular el herrador, sin poder levantar la mirada—. A todos menos a tu madre.
Hernando se quedó mudo. Durante unos instantes permaneció inmóvil, como si su mente se negara a admitir lo que acababa de oír. Luego, muy despacio, se llevó las manos al rostro y aulló al cielo. ¡Fátima! ¡Los niños!
—¡Hijo de puta! —exclamó de repente en dirección a Abbas.
Golpeó al herrador y éste cayó al suelo. Luego se abalanzó sobre él.
—¡Perro! ¡Me prometiste seguridad! ¡Te encargué que los vigilaras, que cuidases de ellos!
Hernando golpeaba a un Abbas inerte, incapaz tan siquiera de protegerse ante la paliza.
Lo último que notó el herrador antes de perder el conocimiento fue cómo los demás hombres levantaban a Hernando, que gritaba lo que para él ya eran palabras ininteligibles.
Antes de llegar a Córdoba, Azirat se negó a continuar galopando al mismo ritmo que llevaba desde que partieron del Lomo del Grullo. Hernando clavó una vez más sus espuelas en los ijares del caballo, igual que llevaba haciéndolo durante las cerca de siete leguas que recorrió al galope tendido, pero el animal fue incapaz de echar las manos por delante y su galope, pese al castigo, se fue haciendo más y más lento y pesado hasta llegar a detenerse.
—¡Galopa! —gritó entonces, espoleándolo y echando su cuerpo hacia delante. Azirat simplemente se tambaleó—. Galopa —sollozó, mientras movía frenéticamente las riendas. El animal se arrodilló en el camino—. ¡Dios! ¡No!
Hernando saltó del caballo. Azirat se hallaba cubierto de espuma; sus ijares ensangrentados, los ollares desmesuradamente abiertos en su esfuerzo por respirar. Hernando apoyó la mano sobre su corazón: parecía que iba a reventar.
—¿Qué he hecho? ¿También tú vas a morir?
¡Muerte! El frenesí del galope en el que había tratado de refugiarse desapareció ante el animal destrozado y el dolor atravesó de nuevo a Hernando. Llorando, tiró de las riendas, levantó a Azirat y lo obligó a andar. El caballo se ladeaba como borracho. Cerca corría un arroyo, pero Hernando no se acercó a él hasta que notó cierta recuperación en el caballo. Cuando lo hizo, no le permitió beber: con las manos en forma de cuenco le ofreció algo de agua, que Azirat ni siquiera pudo lamer. Le quitó la montura y las bridas, y con su marlota a modo de esponja le frotó todo el cuerpo con agua fresca. La sangre de sus costados, provocada por los tajos de las espuelas, se mezcló en la imaginación de Hernando con la brutalidad de Ubaid. Repitió una y otra vez la acción y lo obligó a andar sin dejar de ofrecerle agua en sus manos. Al cabo de un par de horas, Azirat extendió el cuello para beber por sí directamente del arroyo; entonces Hernando se llevó las manos al rostro y se abandonó al llanto.
Pasaron la noche a la intemperie, junto al arroyo. Azirat ramoneaba hierbajos y Hernando lloraba desconsoladamente, con las imágenes de Fátima, Francisco e Inés danzando frente a él. Golpeó la tierra hasta desollarse los nudillos al escuchar sus voces y sus risas inocentes; aulló de dolor al olerlos de nuevo, y creyó notar el calor y la ternura de sus cuerpos junto a él al tiempo que trataba de alejar de sí la inimaginable escena de sus muertes a manos de un Ubaid que se le aparecía, triunfante, con el corazón palpitante de Gonzalico en sus manos.
La siguiente jornada la hizo a pie. Cuantos se cruzaron con él dudaron de si era el hombre el que tiraba del caballo o era éste el que arrastraba a un despojo humano agarrado a sus riendas. Sólo al despuntar el alba del tercer día, se atrevió a montar de nuevo y en dos más, siempre al paso aunque el caballo diera muestras de haberse recuperado, cruzó el puente romano y dejó atrás la Calahorra.
Hernando no tuvo más fortuna que Abbas a la hora de obtener información de su madre.
—¿Para qué quieres saberlo? —llegó a gritar la misma noche de la llegada de su hijo a Córdoba, cuando se quedaron a solas, después de que las constantes visitas de condolencia hubieran terminado—. ¡Yo lo vi! ¡Yo vi cómo morían todos! ¿Quieres que te lo cuente? Logré escapar o quizá… quizá no quisieron matarme a mí. Luego erré toda la noche por la sierra hasta dar con un sendero de regreso a Córdoba. Ya te lo he contado. —Aisha se había dejado caer en una silla, cabizbaja, derrotada. Mil veces había tenido que mentir a lo largo del día; tantas como había dudado sobre contarle la verdad a su hijo ante el tremendo dolor que percibía en su rostro a cada pregunta de las visitas, a cada pésame, a cada silencio. ¡Pero no! No debía hacerlo. Hernando correría a Tetuán. Lo conocía; estaba segura. Y ella perdería al único hijo que le quedaba…
—¿Que para qué quiero saberlo? —masculló Hernando, sin dejar de andar por la galería con las manos crispadas—. ¡Necesito saberlo, madre! ¡Necesito enterrarlos! ¡Necesito encontrar al hijo de puta que los asesinó y…!
Aisha alzó el rostro ante la escalofriante ira que percibió en el tono de voz de su hijo. ¡Nunca le había visto así! ¡Ni siquiera… ni siquiera en las Alpujarras! Fue a decir algo, pero calló aterrorizada al ver cómo Hernando, con la mirada perdida, se arañaba con fuerza el dorso de la mano.
—Y juro que lo mataré —terminó la frase su hijo, al tiempo que unos profundos surcos de sangre aparecían en su mano.
—¡Ubaid!
El aullido quebró el apacible silencio de aquella mañana de finales de agosto y resonó en las sierras.
—¡Ubaid! —volvió a gritar Hernando hacia los fragosos bosques que se abrían a sus pies, parado en lo más alto de uno de los cerros de Sierra Morena, alzado sobre los estribos, como si pretendiese erigirse sobre la más alta de las cumbres, exhibiéndose a la mirada de quien quiera que pudiera estar escondido entre la vegetación. Sólo el ruido del correteo y del aletear de los animales, sorprendidos, le respondió—. ¡Perro repugnante! —continuó gritando—. ¡Ven a mí! ¡Te mataré! ¡Te cortaré la otra mano, te abriré en canal y yo mismo repartiré tus despojos entre las alimañas!
Sus gritos se perdieron en la inmensidad de Sierra Morena. Y tornó el silencio. Hernando se desplomó en la montura. ¿Cómo iba a encontrar al Manco en aquellas serranías?, pensó. ¡Tenía que ser el monfí quien acudiese a su desafío! Desenvainó la espada y la alzó al cielo.
—¡Puerco asqueroso! —aulló de nuevo—. ¡Asesino!
A lomos de Azirat, había abandonado Córdoba tan pronto como logró ordenar cuanto necesitaba. Se despidió de su madre después de intentar, una vez más, que le proporcionase algún dato, el más mínimo indicio para empezar su búsqueda, pero no lo logró.
—¿Adónde vas? —le preguntó Aisha.
—Madre, a hacer lo que todo aquel que se llame hombre debe hacer: vengarme de Ubaid y encontrar los cadáveres de mi familia.
—Pero…
Hernando la dejó con la palabra en la boca. Luego se dirigió a la casa de Jalil y el anciano le prometió que tendría lo que necesitaba: una buena espada, una daga y un arcabuz que le entregarían en secreto en el camino de las Ventas.
—Que Alá te acompañe, Hamid —le despidió solemnemente el anciano, irguiéndose cuanto le permitió su cuerpo.
Después fue a las caballerizas y buscó al administrador. Durante unos instantes, mientras el morisco excusaba su presencia, el hombre le examinó desde detrás de la escribanía: el rostro aparecía macilento y unas ojeras amoratadas revelaban la noche que había pasado, en vela, llorando, golpeando muebles y paredes, clamando venganza.
—Ve —musitó el administrador—. Encuentra al asesino de tu familia.
Ese primer día, después de esperar en vano a que Ubaid respondiese, Hernando azuzó a Azirat para que bajase del cerro. Hasta que se puso el sol, recorrió cañaverales, cruzó riachuelos y ascendió lomas desde las que volvió a retar a Ubaid. Preguntó en las ventas y a las gentes que encontró en el camino; nadie supo darle noticias del paradero de los monfíes: hacía tiempo que no actuaban.
De regreso a Córdoba, escondió las armas entre unos matorrales para poder cruzar la puerta del Colodro sin problemas. Dejó a Azirat en las cuadras, pero antes de dirigirse a su casa acudió a los poyos del convento de San Pablo a comprobar si los hermanos de la Misericordia habían tenido más suerte que él y habían encontrado los cadáveres de su familia. Entre las gentes que remoloneaban curiosas, se acercó a aquellos cuerpos que aparecían descompuestos, con sentimientos enfrentados: rezaba por encontrarlos y poder sepultarlos, pero no deseaba que sucediera allí, rodeado de cristianos, mercancías robadas y alguaciles, risas y chanzas.
—¡Lo encontraré! ¡Juro que daré con él aunque tenga que recorrer España entera!
Eso fue todo lo que le dijo a su madre cuando ésta lo recibió, antes de encerrarse en su dormitorio para martirizarse con el aroma de Fátima que todavía flotaba en el interior.
Al día siguiente, Hernando se dispuso a partir antes incluso de que amaneciese. ¡Quería disponer de todas las horas de sol! Regresó a Córdoba con las manos vacías. Lo mismo hizo al día siguiente, y al otro, y al siguiente del otro.
Aisha le contemplaba volver derrotado, cada día un poco más. Y lloró acompasando sus propios sollozos a los que escuchaba desde la habitación de su hijo en el silencio de las noches. Volvió a considerar contarle la verdad, aunque fuera sólo para verle sonreír de nuevo, pero no lo hizo. La mirada suplicante de Fátima y el temor a quedarse sola, a mandar al hijo que le restaba a una muerte segura, se lo impidió. Ella misma había perdido ya a cinco hijos, ¿por qué no iba a superar aquella desgracia también Hernando? Los niños morían a centenares antes de alcanzar la pubertad y en cuanto a Fátima, seguro que encontraría a otra mujer. Además… además tenía miedo; tenía miedo a quedarse sola.
Hernando continuó acudiendo a las sierras, cada día algo más demacrado que el anterior; ya ni siquiera hablaba, ¡ni siquiera clamaba venganza! Durante las noches, sólo se escuchaba el murmullo de sus constantes oraciones.
«Lo superará —se decía Aisha a diario—. Tiene un buen trabajo —se repetía tratando de convencerse—, y está bien considerado. ¡Es el mejor domador de las cuadras del rey! Abbas lo dice, todo el mundo lo asegura. Hay decenas de muchachas sanas y jóvenes dispuestas a contraer matrimonio con un hombre como él. Volverá a ser feliz.»
Pero cuando habían transcurrido cerca de veinte días comprendió que su hijo se iba a dejar la vida en el empeño, que nunca iba a cejar. ¿Debía contarle la verdad? Aisha sintió una congoja insuperable, le temblaban las rodillas: no sólo le había engañado, sino que había permitido que se torturase durante todo ese tiempo. ¿Cómo respondería Hernando? Era un hombre, un hombre enajenado. Si no la golpeaba, cuando menos la odiaría, igual que odiaba a quien creía que había matado a su familia. ¿Qué podía hacer? Se imaginó a Hernando insultándola a gritos, y las palizas de Brahim se le revelaron clementes. ¡Era su hijo! ¡El único que le quedaba! ¡No podía enfrentarse a él!
A la mañana siguiente, después de que Hernando se arrastrase una vez más en busca del monfí, Aisha abandonó Córdoba por la misma puerta del Colodro. Andaba cabizbaja y portaba un hatillo. El sol de finales de agosto seguía cayendo a plomo. Recorrió la legua que separaba la ciudad de la venta del Montón de la Tierra igual que lo hiciera aquella aciaga mañana. A la vista de la posada, el dolor le asaltó hasta casi atenazarle las piernas e impedirle continuar su camino. ¿Y si no le salía bien? Se quitaría la vida, decidió sin dudar.
Recordó a los cuatro hombres del marqués de Casabermeja que habían salido de la venta para enterrar el cadáver del monfí luego de que Brahim lo hubiera asesinado y se hubiera encerrado con Fátima en el dormitorio del primer piso. Luchó por apartar de su mente la mirada lasciva de su esposo; pugnó por olvidar las palabras que le había dirigido al pasar junto a ella, tirando de la muchacha: «¡Mujer! Dile a tu hijo el nazareno que lo espero en Tetuán. Que si quiere recuperar a sus hijos tendrá que venir a buscarlos a Berbería». ¡Los hombres del marqués!, eso era lo que le interesaba y trató de concentrarse. Sin embargo, la suplicante mirada de Fátima rogándole que no lo hiciera, que no le dijera nada a Hernando, revivió en su mente con una fuerza inusitada.
Aisha se detuvo, se acuclilló a la vera del camino, se llevó las manos al rostro y rompió a llorar. ¡Hernando! ¡Shamir! ¡Fátima y los niños!
Al cabo de un rato logró reponerse. Aquélla era su última oportunidad.
—Los hombres del marqués —susurró para sí.
No habían tardado demasiado en volver a la venta; tampoco la habían abandonado con palas y útiles, creyó recordar. El cadáver del monfí no podía estar lejos. Recorrió los alrededores de la posada con la mirada, ¿dónde lo habrían enterrado? Mientras trataba de revivir la escena, alzó la vista al sol ardiente, como si éste pudiera ayudarle ¿Dónde…?
—¿Estáis seguros de que nadie lo encontrará? —Las palabras del lacayo del marqués a la vuelta de los enterradores resonaron en sus oídos como si las estuviese diciendo allí y ahora. Entonces no les había prestado atención—. Ya sabéis que Su Excelencia desea que ese cadáver desaparezca; nadie debe saber que no fue el monfí…
—No temáis —contestaron los soldados con despreocupación—. Allí donde lo hemos dejado…
¡Dejado! ¡Habían dicho dejado! Los soldados no gustaban de trabajar, ¿para qué esforzarse? Caminó los alrededores de la venta fijándose en matorrales y rastrojos. No, ahí no podía ser. Examinó los árboles y sus raíces, recordando aquellos de las Alpujarras en cuyos huecos llegaba a caber un hombre a caballo. Pateó algún que otro montículo de tierra seca y hasta escarbó con una pequeña pala que llevaba en el hatillo en un túmulo que le pareció apropiado. El sol había superado con creces el mediodía y caía con fuerza; Aisha sudaba. Al final se topó con una acequia seca e inutilizada. Observó su recorrido y detuvo la mirada allí donde el canalillo se unía con otro. El paso estaba cegado con piedras. No lo dudó. Se apresuró, y sólo tuvo que apartar unas cuantas rocas y escarbar en la tierra que había por debajo: el olor putrefacto del cadáver la golpeó. ¡Allí estaba el monfí!
Aisha se secó el sudor que corría por su rostro, se irguió y miró a su alrededor. Nada se movía a aquellas horas de calor, después de comer. Continuó desenterrando el cadáver hasta que Ubaid se le apareció, reconocible, con el corazón que le había arrancado Brahim dispuesto sobre su estómago. Lo miró largo rato. Luego extrajo del hatillo la delicada toca blanca bordada de Fátima, la besó con tristeza y la ensució con tierra seca. La había encontrado al día siguiente del secuestro, olvidada en la rapiña de sus vecinos cristianos tras un tiesto roto, y la guardó para dársela a Hernando, pero por no entristecerle no había llegado a hacerlo. Se arrodilló junto a los restos de Ubaid y se la ató al cuello. Se levantó y volvió a examinar el entorno: el silencio sólo se veía turbado por el zumbar de los insectos que ahora se lanzaban sobre el cuerpo del monfí. To davía le quedaba lo más importante. El camino de las Ventas estaba cerca. Agarró el cadáver de las axilas y empezó a tirar de él, de espaldas; decidió hacerlo por la acequia que llevaba al camino. El corazón del monfí cayó a tierra. Aisha tardó un buen rato: cada pocos pasos tenía que detenerse a descansar y comprobar que nadie merodeaba, pero al fin lo consiguió. Hizo un último esfuerzo y lo arrastró hasta la vera del camino. Cuando lo soltó, notó tremendos pinchazos de dolor en todos sus músculos. Dejó escapar una lágrima ante la toca atada al cuello del monfí y se apostó a cierta distancia, escondida tras unos árboles, a la espera de que alguien encontrara el cadáver. Cuando el calor remitió, Aisha vio cómo una partida de mercaderes se detenía junto a Ubaid. Entonces salió de entre los árboles y se encaminó de vuelta a Córdoba.
—Dicen que han encontrado el cadáver del Manco de Sierra Morena, Ubaid, en el camino de las Ventas, cerca de la venta del Montón de Tierra —comentó a uno de los guardias de la puerta del Colodro—. ¿Sabéis algo de eso?
El hombre no se dignó en contestar a una morisca, pero Aisha torció el gesto en una triste sonrisa al verlo correr en busca de su sargento. Instantes después, un grupo de soldados partía a galope tendido hacia la venta.
Hernando se extrañó del gentío que se acumulaba en los alrededores de la puerta del Colodro. Dudó incluso en utilizar aquel acceso, pero ¿qué le importaba ya lo que sucediera? Había sido otra jornada infructuosa de gritos, amenazas e insultos a la nada que se abría entre los cerros de la sierra. Incluso había tenido que huir cuando se topó con los alanos de una partida de caza que perseguía a un oso. Espoleó a Azirat hacia la multitud y mientras se acercaba, vislumbró gran número de guardias y soldados entre la gente, así como nobles ricamente ataviados; incluso le pareció reconocer al corregidor andando arriba y abajo.
Iba a dejar a un lado al grueso de la gente y abrirse paso entre los curiosos que se hallaban algo más apartados para lograr cruzar la puerta cuando, desde el caballo, por encima de las cabezas de los demás, vio el cadáver de un hombre atado a un palo hundido en el suelo, al modo en que la Santa Hermandad ejecutaba a los delincuentes que capturaba fuera de la ciudad. Un escalofrío recorrió su columna dorsal. Aquel cadáver… Era manco. No necesitó acercarse, sólo aguzar la vista, quizá tan sólo oler el aire que le rodeaba. ¡Ubaid!
Tiró de las riendas de Azirat y sin prestar atención a la gente que discutía si aquél era o no el temido monfí de Sierra Morena, con la mirada clavada en el arriero de Narila, se dirigió al poste.
—¿Adónde te crees que vas a caballo? —le detuvo un soldado al tiempo que hombres y mujeres tenían que apartarse a su ciego caminar.
Hernando echó pie a tierra y entregó las riendas al soldado, que las cogió perplejo. Avanzó, ahora ya entre nobles y mercaderes hasta plantarse ante el cadáver de Ubaid. La Hermandad, aun muerto, aun en la duda sobre su identidad, le había acribillado a saetas.
De repente la gente le hizo sitio. Don Diego López de Haro, presente, les había instado a separarse con un gesto de su mano.
—¿Es el monfí? —preguntó al morisco tras acercarse a él—. Tú lo conocías. ¿Es el asesino de tu esposa y de tus hijos?
Hernando asintió en silencio.
Un murmullo corrió entre las filas de gente.
—Ya no podrá cometer más delitos —aseguró el alcaide de la Hermandad.
Hernando continuó en silencio, con la mirada clavada en la toca de Fátima que rodeaba el cuello del monfí.
—Ve a tu casa, muchacho —le aconsejó el caballerizo real—. Descansa.
—La toca —logró articular Hernando—. Era… era de mi esposa.
Fue el propio alcaide de la Hermandad el que se acercó a Ubaid y desató con cuidado la prenda, que luego le entregó.
Pese a la suciedad, Hernando creyó notar la suavidad de la tela, cayó de rodillas al suelo y lloró con la toca pegada al rostro. Fue un llanto diferente a cuantos le habían asaltado hasta entonces: liberador. Ubaid había muerto, quizá no a sus manos, pero bienaventurado fuera quien había puesto fin a su miserable vida.
Aisha no encontró la tranquilidad que perseguía cuando, escondida entre la gente, vio cómo Hernando, con la toca asida con fuerza en una mano, cogía con la otra las riendas de Azirat que le entregó el guardia. Le había visto llegar y había sufrido un pinchazo de dolor en lo más profundo de su ser a cada paso con los que su hijo se acercaba al poste. Trató de imaginar qué era lo que sucedía frente al cadáver, y como si Dios se lo hubiera transmitido, estalló en llanto en el justo momento en que éste acarició la toca.
«Yo te cuidaré, hijo», sollozó al verle cruzar la puerta del Colodro a pie, tirando del caballo.
Y a partir de aquel día, Hernando se dejó cuidar. La obsesión de anteriores jornadas dejó paso a la melancolía y a la tristeza. ¿Para qué iba a buscar los cuerpos de su familia después de tantos días? Si habían sido abandonados en la sierra, ya habrían sido devorados por las alimañas. Lo había comprobado durante sus cabalgadas por aquellos bosques: nada se despreciaba; miles de animales estaban al acecho del más mínimo de los errores, del más nimio de los alimentos, para lanzarse sobre él. Con todo, continuó acudiendo a los poyos del convento de San Pablo.
A los pocos días del hallazgo del cadáver de Ubaid, Hernando recibió recado de don Diego para que se reintegrase a su puesto de trabajo; pese a que la yeguada estaba en Sevilla, todavía quedaban potros en las cuadras.
Aisha creyó percibir en su hijo un cambio de actitud al retornar a casa después de atender a los animales y la esperanza renació en ella. Pero no podía prever cuán alejados estaban sus deseos de la realidad.