45
Cesare Arbasia vivía solo en una casa cerca de la catedral, donde estuvo la alcaicería. La noche en que invitó a cenar a Hernando tuvo la cortesía de evitar el tocino, así como los rábanos, los nabos o las zanahorias, que los moriscos relacionaban con la alimentación de los marranos y por tanto detestaban.
—Lo que no he podido conseguir —le confesó el pintor antes de cenar, mientras los dos tomaban una limonada en la galería que daba a un patio primorosamente cuidado— es que el carnero haya sido sacrificado de acuerdo con vuestras leyes.
—Hace mucho tiempo que no podemos permitirnos esos alimentos. Vivimos amparados por la taqiya. Dios lo comprenderá. Sólo en contadas ocasiones, en la soledad de las alquerías perdidas en los campos, algunos de nuestros hermanos pueden hacerlo.
Ambos hombres cruzaron sus miradas en silencio, oliendo el perfume de las flores en la noche de primavera. Hernando aprovechó para dar un sorbo de limonada y se dejó llevar por los aromas, con el recuerdo de otro patio similar y las risas de sus hijos mientras jugaban con el agua. Esa misma mañana había descubierto el último rostro que Arbasia había pintado en el fresco de la Santa Cena que embellecía la capilla del Sagrario. La pintura aparecía en el frontón, sobre la misma hornacina destinada a guardar el cuerpo de Cristo, el lugar principal. Hernando no pudo apartar los ojos de la figura que se sentaba a la izquierda del Señor, abrazada por Él; parecía… ¡parecía una mujer!
—Tengo que hablar contigo —le dijo con los ojos clavados en la figura de mujer.
—Espera. Aquí, no —contestó el pintor al tiempo que seguía la mirada del morisco e intuía su desconcierto.
Entonces, por primera vez, lo invitó a cenar a su casa.
Con el rumor del agua de la fuente siempre presente, charlaron un rato hasta que el maestro decidió tomar la iniciativa:
—¿De qué querías hablarme? ¿Es sobre la pintura?
—Tenía entendido que en la última cena sólo se hallaron presentes los doce apóstoles. ¿Por qué has pintado una mujer abrazada por Jesucristo?
—Se trata de san Juan.
—Pero…
—San Juan, Hernando, no insistas.
—De acuerdo —accedió Hernando—. Escúchame entonces porque hay algo que quiero contarte. Hará cerca de un mes, encontré en el antiguo alminar del palacio del duque las copias en árabe de varios libros, junto a la nota de un escriba de la corte califal. En los dos años que he pasado en casa del duque he leído mucho sobre él. Al-Mansur, que los cristianos llamaban Almanzor, fue caudillo del califa Hisham II y el mejor general musulmán de la historia de la Córdoba musulmana. Llegó a atacar Barcelona y hasta Santiago de Compostela, en el interior de cuya catedral permitió que abrevara su caballo. De allí hizo traer hasta Córdoba las campanas, a hombros de los cristianos, para luego fundirlas y convertirlas en lámparas para la mezquita; más tarde, el rey Fernando el Santo vengó esa afrenta. —Arbasia escuchaba con atención, sorbiendo limonada—. Pero Almanzor también fue un fanático religioso, lo que le llevó a cometer verdaderas tropelías para con la cultura y la ciencia. Se da el caso de que el padre del califa, al-Hakam II, fue uno de los califas más sabios de Córdoba. Una de sus preocupaciones fue la de reunir en Córdoba el saber de la humanidad, para lo que mandó emisarios a los confines del mundo a fin de que comprasen cuantos libros y tratados científicos hallasen. Reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes. ¿Te imaginas? ¡Cuatrocientos mil volúmenes! Más libros que en la biblioteca de Alejandría o en la que ahora se encuentra en la Roma de los papas.
Hernando hizo una pausa para beber y comprobar el efecto de sus palabras en el maestro, que asentía levemente, como si imaginase tal maravilla del saber.
—Pues bien —continuó—, Almanzor ordenó que, salvo los relativos a medicina y matemáticas, debían quemarse todos aquellos libros que se separasen un ápice o que no tuvieran relación con la palabra revelada; libros de astrología, de poesía, de música, de lógica, de filosofía… ¡De todas las artes y ciencias conocidas! ¡Miles de libros únicos, irrepetibles en su saber, ardieron en Córdoba! El propio caudillo los echaba a la pira.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué locura! —musitó el maestro.
—En la carta que encontré en la arqueta, el escriba explica cuanto te he contado sobre la quema y el intento por su parte de salvar para la posteridad el contenido de algunos libros que, en contra de las creencias de Almanzor, él consideraba que merecían pervivir, aunque fuera en forma de copias que escribió apresuradamente, con trazos veloces, sin correcciones, ni reglas.
—¡Cuatrocientos mil volúmenes! —lamentó Arbasia con un suspiro.
—Sí —asintió Hernando—. Parece ser que sólo los índices de la biblioteca ocupaban cuarenta y cuatro tomos de cincuenta páginas cada uno.
Los dos hombres se dieron un respiro hasta que Arbasia indicó a su invitado que continuara.
—Desde entonces, cada noche me he dedicado a leer alguna de esas copias escondiéndolas en el interior de grandes tomos cristianos: magníficas poesías y tratados de geografía; uno sobre caligrafía, aunque mal favor le hizo a la materia la rapidez del copista. —Arbasia abrió las manos como si aquellas palabras no explicasen la urgencia por hablar con él—. Espera —le instó Hernando—, uno de esos libros es la copia de un evangelio cristiano; un evangelio atribuido al apóstol Bernabé.
Al oír ese nombre, el pintor se irguió en su asiento.
—En la portada de esa copia, el escriba sostiene que los ulemas y alfaquíes designados por Almanzor entre los más inflexibles para escoger qué libros debían ser destruidos, no tuvieron duda alguna al toparse con un evangelio cristiano, pero que él, sin embargo, consideraba que el texto de Bernabé, pese a haber sido escrito por un discípulo de Cristo y ser anterior al Corán, no hacía más que confirmar la doctrina musulmana. Termina diciendo que tal era la importancia que concedía a la doctrina de Bernabé que, además de hacer la copia, intentaría salvar el original de la quema definitiva, ocultándolo en algún lugar de Córdoba, pero, obviamente, en su escrito no consta si lo consiguió o no.
—¿Qué dice ese evangelio?
—A grandes rasgos sostiene que Cristo no fue hijo de Dios, sino un ser humano y un profeta más. —Hernando creyó ver en Arbasia un casi imperceptible gesto de asentimiento—. Afirma también que no fue crucificado, que Judas le suplantó en la cruz; niega que Él sea el mesías y anuncia la llegada del verdadero Profeta, Mahoma, y la futura Revelación. También afirma la necesidad de las abluciones y la circuncisión. Se trata de un texto escrito por alguien que vivió en tiempos de Jesús, que le conoció y vio sus obras, pero, al contrario del resto de los evangelios, confirma las creencias de nuestro pueblo.
El silencio se hizo entre los dos hombres. Quedaba poca limonada y una criada apareció por el otro extremo del patio con una nueva jarra, pero Arbasia le hizo un gesto para que se retirase.
—Es sabido que los papaces han manipulado la doctrina de los evangelios —añadió Hernando.
Esperó una reacción por parte de Arbasia a sus últimas palabras, pero éste se mantuvo impasible, quizá en exceso.
—¿Por qué me lo cuentas? —preguntó al cabo, con cierta rudeza—. ¿A qué viene la urgencia por hablar conmigo? ¿Qué te hace pensar…?
—Hoy —le interrumpió Hernando—, ante tu obra, he visto en el Jesucristo que has pintado a un hombre normal, a un ser humano que abraza a una… que abraza a alguien con cariño; amable, sonriente incluso. No es el Jesucristo Hijo de Dios, omnímodo y todopoderoso, sufriente y herido, ensangrentado, que puede verse en todos y cada uno de los rincones de la catedral.
Arbasia no contestó; se llevó una mano al mentón y permaneció pensativo. Hernando respetó su silencio.
—Tú eres musulmán —dijo al fin—. Yo soy cristiano…
—Pero…
El maestro le rogó silencio.
—Es difícil saber quién está en posesión de la verdad… ¿Vosotros? ¿Nosotros? ¿Los judíos? Y ahora los luteranos. Ellos se han separado de la doctrina oficial de la Iglesia, ¿tienen razón? Muchos otros cristianos tampoco aceptan la doctrina oficial. —Arbasia interrumpió su discurso un instante—. Lo cierto es que todos creemos en un único Dios, que es siempre el mismo: el Dios de Abraham. Los musulmanes invadieron estas tierras porque otros cristianos, los arrianos, hoy considerados herejes, los llamaron; pero los castellanos eran arrianos. Los arrianos también estaban en el norte de África y hasta mucho tiempo después no comprendieron que aquellos árabes que habían acudido en su ayuda en realidad eran musulmanes. ¿Te das cuenta? Arrianismo, que no era sino una forma de cristianismo, e islamismo, eran similares. Para ellos, el islam era una religión parecida a la suya: ambas negaban la divinidad de Jesucristo. Ésa fue la razón de que todos estos reinos se conquistaran en tan sólo tres años. ¿Crees que hubiera sido posible conquistar toda Hispania en sólo tres años de no haber sido porque los que vivían en estas tierras se entregaron a aquellas creencias sin abandonar su propia fe? Es un único Dios, Hernando, el de Abraham. A partir de ahí, todos lo vemos de una forma u otra. Es mejor no insistir en ello. La Inquisición…
—Pero si los propios cristianos, aquellos que conocieron a Jesucristo, sostienen que no fue el hijo de Dios… —trató de insistir Hernando.
—Somos los hombres los que nos separamos, los que interpretamos, los que elegimos. Dios sigue siendo el mismo; creo que eso nadie lo niega. Vamos a cenar —añadió, al tiempo que se levantaba bruscamente—. El carnero ya debe de estar listo.
Durante la cena, Arbasia rehuyó cualquier diálogo sobre sus pinturas de la capilla del Sagrario y sobre el evangelio de Bernabé. Derivó la conversación hacia trivialidades. Hernando no insistió.
—Que la fortuna y la sabiduría te acompañen —se despidió del morisco a la puerta de su casa.
¿Qué debía hacer con aquel evangelio?, se preguntó Hernando cuando se hallaba ya de nuevo en el palacio. Abbas, según le comentaba Aisha durante sus frecuentes encuentros, se había rodeado de hombres violentos e impetuosos a los que guiaba el rencor y el odio hacia los cristianos. Ya no existía ninguna trama para proveer a la comunidad de la palabra revelada; el nuevo consejo apostaba con decisión por la lucha y los rumores sobre revueltas e intentos de levantamiento corrían de boca en boca por la ciudad de Córdoba, lo que contribuía a exacerbar la animosidad entre cristianos y moriscos. La última tentativa había tenido lugar un año atrás, y originó la inmediata reacción del Consejo de Estado, que solicitó un detallado informe a la Inquisición. Se trataba de una conjura entre los turcos y el rey de Navarra Enrique III, hugonote y enemigo acérrimo de Felipe II, para invadir España con la ayuda interna de los moriscos.
—Son hombres incultos —afirmó Aisha refiriéndose a los nuevos miembros del consejo—. Tengo entendido que ninguno de ellos sabe leer o escribir.
Hernando sabía que no sería bien recibido por Abbas y sus seguidores. ¿Qué iban a hacer aquellos hombres con la copia del evangelio? Probablemente actuarían igual que en su día lo hizo Almanzor: por más que apoyase las doctrinas coránicas, condenarían el libro por herético, en cuanto que había sido escrito por un cristiano. Además, a pesar de su antigüedad, sólo se trataba de una copia y con toda seguridad desconfiarían de él. ¿Habría conseguido el escriba salvar el original de la quema?
Hernando suspiró: si de algo estaba seguro era de que la violencia no mejoraría la situación de su pueblo. Siempre serían aplastados por una fuerza mayor, como ya había sucedido en el pasado, que encontraba en las rebeliones el motivo para dar rienda suelta al profundo odio hacia los moriscos. ¿Existiría, pues, algún otro camino para lograr que unos y otros pudieran convivir en paz?
Ocho días después de la cena con Arbasia, Hernando fue llamado a presencia del duque, que recaló en Córdoba de camino a Sevilla desde Madrid. Se lo comunicaron en las caballerizas de palacio, en el momento en que se disponía a salir a pasear a lomos de Volador, el magnífico tordo que le había regalado el duque y que aparecía herrado con la «R» de la nueva raza creada por Felipe II. Pasara lo que pasase, aquel caballo era suyo, le aseguró don Alfonso, sabedor del problema con Azirat. En prueba de ello, le entregó un documento a su favor, emitido por su secretario y firmado de puño y letra por el duque de Monterreal.
Devolvió a Volador al mozo de cuadras y partió tras el joven paje encargado de transmitirle el requerimiento del duque.
Tuvieron que cruzar cinco patios, todos ellos floridos, todos con una fuente en su centro, antes de llegar a la antesala, donde un nutrido grupo de personas aguardaba a ser recibido por el aristócrata: en cuanto se supo de la llegada del noble, muchos se habían apresurado a solicitar audiencia. En los bancos de las visitas, adosados a las paredes laterales del salón, aparecían sentados algunos sacerdotes, un veinticuatro de Córdoba, dos jurados, varias personas desconocidas por Hernando y tres de los hidalgos que vivían en palacio. En otro banco se sentaban los criados, ocupados en atender a los visitantes durante la espera, y a su lado una banqueta baja donde se sentó el paje que le conducía en cuanto el maestresala se hizo cargo del morisco.
Hernando percibió las miradas de odio con que los visitantes acompañaban su recorrido a lo largo de la sala: pasaba por delante de todos ellos. A diferencia de quienes esperaban ataviados con sus mejores galas, él vestía el atuendo de montar: borceguíes hasta las rodillas, calzas sencillas, camisa y una marlota ceñida, sin adornos. El portero que custodiaba el acceso al despacho del duque llamó suavemente a la puerta al ver acercarse a Hernando y al maestresala, y les franqueó el paso sin que tuvieran necesidad de detenerse.
—¡Hernando! —El duque abandonó el escritorio tras el que se sentaba y se levantó para recibirle como si fuera un buen amigo.
Tanto secretario como escribano fruncieron el ceño.
—Don Alfonso —saludó el morisco, aceptando con una sonrisa la mano que le tendía.
Se dirigieron a un par de sillones de cuero en el otro extremo del despacho, algo alejados del secretario y del escribano. El duque se interesó entonces por su vida y Hernando contestó a sus muchas preguntas. El tiempo transcurría y la gente esperaba fuera, pero aquello no parecía importar al noble, que se explayó a sus anchas sobre los volúmenes que conformaban su biblioteca cuando, por casualidad, surgió ese tema de conversación.
—Me gustaría poder disponer de tanto tiempo como tú para dedicarme a la lectura —anheló en un determinado momento—. Disfrútalo, porque en breve no podrás hacerlo. —La expresión de sorpresa por parte de Hernando no pasó inadvertida al duque—. No te preocupes, podrás llevar contigo los libros que desees. Silvestre —llamó entonces a su secretario—, acércame la cédula. Verás —añadió con el documento en sus manos—, como sabes, tengo el honor de formar parte del Consejo de Estado de Su Majestad. En realidad, lo que te voy a contar es un problema que concierne al Consejo de Hacienda, pero sus funcionarios son tan incapaces de obtener los recursos que el rey necesita que don Felipe no hace más que despotricar contra ellos cuando le niegan los dineros. Las Alpujarras —soltó entonces don Alfonso entregándole el documento—. ¿No me pediste quehacer? —sonrió—. Casi todos los lugares que componen las Alpujarras pertenecen a la Corona, y Su Majestad está colérico porque no rentan lo que deberían, y ello pese a haber concedido a sus repobladores exenciones en el pago de alcabalas y otros beneficios. Aun así, los tercios reales que debería obtener la hacienda del reino no son los que cabría esperar; así me lo comentó enojado, y entonces se me ocurrió que quizá tú, que conociste la zona, podrías investigar para que Su Majestad compare tus informes con los del tribunal de Población de Granada y el Consejo de Hacienda. El rey aceptó de buen grado la propuesta. Le gustaría darles una lección a los del Consejo.
¡Las Alpujarras!, musitó Hernando. ¡Don Alfonso le estaba proponiendo que viajara a las Alpujarras! Erguido en el sillón, incómodo, manoseó el documento que le entregó Silvestre y miró al malcarado secretario que permanecía a espaldas del duque. Estuvo tentado de romper el lacre que cerraba la cédula, pero el discurso de don Alfonso reclamó su atención.
—Tras la expulsión de los cristianos nuevos de las Alpujarras, el rey envió agentes a Galicia, Asturias, Burgos y León para encontrar colonos con los que repoblar esas tierras. A los nuevos habitantes se les asignaron casas y haciendas, y como te he dicho, se les concedieron beneficios en el pago de alcabalas, además de entregárseles alimentos y bestias para fomentar el cultivo de las tierras. Su Majestad es consciente de que la repoblación no fue completa y que muchos lugares quedaron deshabitados, pero aun así…, las tierras no rentan lo que debieran. Tu objetivo será viajar por la zona como enviado personal mío, nunca del rey, ¿has entendido? Su Majestad no quiere que el alcalde mayor de las Alpujarras ni el procurador general crean que desconfía de ellos.
—¿Entonces…? —preguntó Hernando.
—Otro de los beneficios concedido a aquellas gentes es el de poder echar el garañón a las yeguas sin necesidad de consentimiento real, por lo que es de suponer que la cabaña equina habrá aumentado considerablemente durante estos años. Tu misión, la que consta en esa cédula, será la de encontrar buenas yeguas de vientre para mis cuadras. Tú entiendes de caballos. Evidentemente, no te satisfará ninguna. No creo que en esas tierras puedan existir animales de calidad, pero si considerases que alguno realmente merece la pena —sonrió—, no dudes en comprarlo.
Hernando pensó unos instantes: las Alpujarras, ¡su tierra! Con todo, un sudor frío le asaltó de repente.
—Allí todavía vivirán cristianos que padecieron la guerra. ¿Cómo recibirán a un cristiano nuevo…?
—¡Nadie osará poner la mano encima de un enviado del duque de Monterreal! —alzó la voz don Alfonso. Sin embargo, la indecisión que se reflejó en el rostro de Hernando le obligó a replantearse su afirmación—. Tú eras cristiano. Sabías rezar. Lo hiciste conmigo, ¿recuerdas? Rezamos juntos a la Virgen. Ahora también lo haces. Supongo que tendrás amigos que puedan atestiguar tu condición si alguien la pusiera en duda.
Hernando percibió que Silvestre se ponía en tensión y se acercaba por detrás de don Alfonso para escuchar su respuesta. ¿Qué amigos cristianos tuvo en Juviles? ¿Andrés, el sacristán? Le odiaría por lo que su madre le había hecho al sacerdote. ¿Quién más? No lograba recordar a nadie, pero tampoco debía reconocérselo al duque; no podía desvelar que su liberación fue sólo el fruto de una casualidad.
—Los tienes, ¿no? —preguntó Silvestre desde detrás del duque.
Don Alfonso permitió la intervención de su secretario.
—He prometido al rey que se llevaría a cabo esa investigación —insistió el noble.
—Sí…, sí —titubeó Hernando—, los tengo.
—¿Quiénes? ¿Cómo se llaman? —saltó el secretario.
Hernando cruzó su mirada con la de Silvestre. El hombre parecía saber la verdad y le taladraba con los ojos. Era como si hubiera esperado aquel momento con ansiedad: el momento en el que se desvelaría la verdadera fe de quien tantos favores recibía de su señor. ¡Hasta un caballo de la nueva raza le había regalado!
—¿Quiénes? —insistió Silvestre ante las dudas del morisco.
—¡El marqués de los Vélez! —afirmó entonces Hernando alzando la voz.
Don Alfonso se irguió en su asiento, Silvestre retrocedió un paso.
—¿Don Luis Fajardo? —se extrañó el duque—. ¿Qué puedes tener tú que ver con don Luis?
—Igual que hice con vos —explicó Hernando—, también salvé la vida de una niña cristiana llamada Isabel. Se la entregué al marqués y a su hijo don Diego a las puertas de Berja. Salvé a varias personas —mintió al tiempo que miraba descaradamente a Silvestre, cuyo semblante estaba demudado. El duque escuchaba con atención—. Pero para eso tenía que parecer morisco, pues en caso contrario me hubiera sido imposible hacerlo. Algunos llegaron a saber de mí, la mayoría no. Isabel sí que me conoció y, como se trataba de una niña, la llevé adonde se encontraban los Vélez. Podéis preguntarle a ellos.
—Estás hablando del segundo marqués de los Vélez, el «Diablo Cabeza de Hierro» que luchó en las Alpujarras. Murió poco después —le comunicó el duque—. El actual marqués, el cuarto, también se llama Luis. —Hernando suspiró—. No te preocupes —le animó don Alfonso como si hubiera entendido el porqué de aquel suspiro—. Podemos confirmar tu historia. Su hijo Diego, el que le acompañaba en Berja, caballero de la orden de Santiago, sí que vive y además es pariente lejano mío. El Diablo casó con una Fernández de Córdoba. —El duque dejó transcurrir unos instantes—. Te admiro por lo que hiciste en esa maldita guerra —dijo después—. Y estoy seguro de que todos cuantos viven en esta casa comparten este sentimiento, ¿no es cierto, Silvestre?
Don Alfonso ni siquiera se volvió hacia su secretario, pero el tono imperativo de sus palabras bastó para que Silvestre entendiera que su señor no iba a tolerar más murmullos o suspicacias acerca de su amigo morisco.
—Por supuesto, excelencia —contestó el secretario.
—Pues ponte en contacto con don Diego Fajardo de Córdoba e interésate por esa niña cristiana. Yo te creo, Hernando —aclaró, dirigiéndose a él—. No necesito confirmar tu historia, pero quiero que cuando cabalgues por las Alpujarras seas recibido como lo que eres: un cristiano que arriesgó su vida por los demás cristianos. El rey no debe ver en peligro sus intereses por los posibles recelos de los cristianos viejos que habitan esos lugares.
El duque dio por finalizada una audiencia que se había prolongado mucho más tiempo del que le ocupaban otros temas, por importantes que fuesen, pero que despachaba con rapidez.
—Continuemos con los suplicantes —ordenó don Alfonso. Al instante, de algún lugar del que Hernando no llegó a ver, salió corriendo un paje de escritorio para avisar al maestresala—. No es necesario —dijo el duque interrumpiendo la carrera del pequeño.
El niño se detuvo y, extrañado, interrogó al escribano. Silvestre le hizo señas de que retornase a un pequeño banco situado en una esquina escondida y oscura, en el que se hallaba sentado otro joven paje. El mismo duque, rompiendo el protocolo, acompañó a Hernando hasta la puerta, la abrió y, delante de las sorprendidas visitas, siempre pendientes de las correrías de los pajes con sus instrucciones y mensajes, le abrazó y se despidió de él con sendos besos en las mejillas. Muchos, que no habían ocultado su desprecio a la entrada del morisco, bajaron ahora la vista mientras éste volvía a cruzar la antesala en dirección a las caballerizas.
Aún pendiente de la confirmación del hijo del marqués de los Vélez, el rumor de la ayuda prestada por Hernando a Isabel y a un número indeterminado de cristianos durante la revuelta, que crecía a medida que corría de boca en boca, se propagó tanto por la comunidad cristiana como por la morisca. Los esclavos moriscos del duque se ocuparon de ponerlo en conocimiento de Abbas y de los demás miembros del consejo, quienes encontraron en aquellas informaciones la prueba de cuantas acusaciones vertían contra el traidor.
—¿Cómo es posible? —le gritó Aisha en una de las ocasiones en que fue a visitarla. Paseaban por la ribera del Guadalquivir en dirección al molino de Martos, cerca de las curtidurías, allí desde donde años ha se embarcaba en La Virgen Cansada. El cabildo municipal había decidido hacer de aquella zona un lugar de esparcimiento de los cordobeses. Aisha no reparó en la gente que circulaba a su alrededor: hablaba en tono ofendido, no exento de tristeza—. ¡Nos engañaste a todos! ¡A tu pueblo! ¡Al propio Hamid!
—Sólo era una niña, madre. ¡Querían venderla como esclava! No creas en las habladurías…
—¡Una niña igual que tus hermanas! ¿Las recuerdas? Las mataron los cristianos en la plaza de Juviles junto a más de mil mujeres. ¡Más de mil, Hernando! Y las que no fueron asesinadas terminaron vendidas en almoneda en la plaza de Bibarrambla de Granada. Miles y miles de nuestros hermanos fueron ejecutados o esclavizados. ¡El mismo Hamid! ¿Lo recuerdas?
—¿Cómo no voy a recordar a…?
—Y Aquil y Musa… —le interrumpió su madre, gesticulando con violencia—, ¿qué hay de ellos? Nos los robaron nada más llegar a esta maldita ciudad y los vendieron como esclavos pese a ser sólo unos niños. ¡Ningún cristiano acudió en su defensa! Eran tan niños como esa…, esa Isabel de la que hablas. —Anduvieron una buena distancia en silencio—. No lo entiendo —se lamentó Aisha con voz rendida, ya cerca del molino que se introducía en el río para aprovechar la corriente y moler el grano—. Ya me costó hacerlo con lo del noble, pero ahora… ¡Traicionaste a tu pueblo! —Aisha se volvió hacia su hijo; su rostro expresaba una firmeza que él pocas veces había percibido en ella antes—. Tal vez seas el jefe de la familia… de una familia que ya no existe, tal vez seas lo único que me queda en este mundo, pero aun así, no quiero volver a verte. No quiero nada de ti.
—Madre… —balbuceó Hernando.
Aisha le dio la espalda y se encaminó al barrio de Santiago.