50
¿Qué más reliquias deseáis que las que tenéis en aquellos montes? Tomad un puñado de tierra, exprimidla y verterá sangre de mártires.
El papa Pío IV al arzobispo de Granada,
Pedro Guerrero, que solicitaba
reliquias para la ciudad
Si a su regreso de Granada Hernando mantenía alguna esperanza de que la comunidad morisca de Córdoba hubiera suavizado su postura respecto a él, ésta se esfumó enseguida: gracias a la carta remitida a don Alfonso por el oidor, la noticia de su intervención en el estudio de los mártires cristianos de las Alpujarras le había precedido. La solicitud del arzobispado se comentó en la corte de mantenidos del duque y poco tardó en llegar a oídos de Abbas a través de los esclavos moriscos de palacio.
A los pocos días de su retorno, tras la insistencia de Hernando, su madre consintió en hablar con él. Se la veía envejecida y encorvada.
—Eres el hombre —le aclaró en un tono inexpresivo cuando Hernando acudió a la sedería—. La ley me exige obediencia, a pesar de mis deseos.
Se hallaban los dos en la calle, a unos pasos del establecimiento en el que trabajaba Aisha.
—Madre —casi suplicó Hernando—, no es tu obediencia lo que busco.
—Has sido tú quien ha logrado que me aumentaran el jornal, ¿no? El maestro no ha querido darme explicaciones. —Aisha hizo un gesto hacia la puerta. Hernando se volvió y vio al tejedor, que le saludó en la distancia y se mantuvo en la puerta, observándolos, como si esperara para hablar con él.
—¿Por qué no podemos recuperar nuestra…?
—Tengo entendido que ahora trabajas para el arzobispo de Granada —le interrumpió Aisha—. ¿Es eso cierto? —Hernando titubeó. ¿Cómo podían saberlo con tanta celeridad?—. Dicen que ahora te dedicas a traicionar a tus hermanos alpujarreños…
—¡No! —protestó él, con el rostro enrojecido.
—¿Trabajas para los papaces o no?
—Sí, pero no es lo que parece. —Hernando calló. Don Pedro y los traductores le habían exigido secreto absoluto acerca de su proyecto y él lo había jurado por Alá—. Confía en mí, madre —le rogó.
—¿Cómo quieres que lo haga? ¡Ya nadie confía en ti! —Los dos quedaron en silencio. Hernando deseaba abrazarla. Alargó una mano con la intención de rozarla, pero Aisha se apartó—. ¿Deseas algo más de mí, hijo?
¿Por qué no contárselo todo?
«¡Jamás a una mujer! —casi había gritado don Pedro después de que él plantease la posibilidad de confiar en su madre—. Hablan. No hacen más que parlotear sin comedimiento. Aunque sea tu madre.» Luego le había obligado a jurarlo.
—La paz sea contigo, madre —cedió, y retiró la mano.
Con un nudo en la garganta, la vio alejarse calle abajo, muy despacio. Luego carraspeó y se dirigió donde todavía lo esperaba el maestro tejedor, quien tras intercambiar los saludos de rigor, le exigió que cumpliera su palabra: la casa del duque debía comprarle mercadería.
—Te prometí interceder para que el duque se interesara en tus productos —le contestó Hernando—. Que compre o no ya no dependerá de mí.
—Si vienen, comprarán —asintió, señalando el interior de su tienda.
Hernando echó un vistazo: se trataba de un buen establecimiento. La luz, como era obligado, entraba a raudales por las ventanas abiertas, carentes de toldos o telas que las cubriesen, para que los compradores apreciaran con claridad las mercaderías; las piezas de terciopelo, raso o damasco se exponían al público sin ningún reclamo o trampa que pudiera inducir a error.
—Estoy seguro de ello —afirmó Hernando—. Te agradezco lo que has hecho por mi madre. Tan pronto como vea al duque…
—Tu señor —le interrumpió el tejedor— puede tardar meses en volver a Córdoba.
—No es mi señor.
—Díselo a la duquesa entonces. —La expresión de Hernando fue suficiente como para que el maestro frunciera el ceño—. Hicimos un trato. Yo he cumplido. Cumple tú —exigió.
—Lo haré.
¿Cómo no iba a cumplir?, se planteó tan pronto como dio la espalda al tejedor. Su madre no admitiría un real de su mano. No podía consentir que ella viviera en la pobreza mientras él disponía de una cuantiosa asignación. Era lo único que le quedaba, aunque lo rechazase. Algún día podría decirle la verdad, trató de animarse mientras andaba por delante de los poyos adosados a la pared ciega del convento de San Pablo. El cadáver de una mujer joven encontrado en los campos por los hermanos de la Misericordia, rodeado por un grupo de niños que lo contemplaban boquiabiertos, le recordó la época en que día tras día acudía allí, conteniendo la respiración, a la espera de ver expuesto al público el cuerpo de Fátima o el de alguno de sus hijos.
Fátima había vuelto a su recuerdo con una fuerza inusitada. Días atrás, al abandonar Granada, en la vega, Hernando hizo un alto y volvió grupa para contemplar la ciudad de los reyes nazaríes. Allí quedaba Isabel. Sin embargo, aquellas nubes que se abrían por encima de la sierra y de cuyas caprichosas formas y colores tantas predicciones extraían los ancianos le mostraron el rostro de Fátima.
Alguien, quizá don Sancho, había hecho ruido a sus espaldas, como llamándole la atención para que continuaran el camino; el hidalgo se mostraba seco y distante con él. Hernando no se volvió, la vista puesta en esa nube que parecía sonreírle.
—Id vosotros. Ya os daré alcance —les dijo.
Habían transcurrido tres años desde que Ubaid había asesinado a Fátima y los niños, pensó Hernando. Acababa de conocer a otra mujer con la que había intentado alcanzar ese mismo cielo que se abría por encima de la nube, pero era Fátima quien se le presentaba, como si Isabel, en aquella Granada que casi podía tocar, le hubiera liberado y permitido abrir las puertas de un sentimiento que mantenía encerrado dentro de sí. Tres años. Hernando no lloró como lo había hecho tras la muerte de su esposa; ni las lágrimas ni el dolor vinieron a empañar las risas de ella, las dulces palabras de Inés o los delatores ojos azules de Francisco. Miró a la nube y siguió su recorrido en el cielo hasta que ésta se enredó con otra. Luego palmeó al caballo en el cuello y le obligó a volverse. El hidalgo y los criados se habían alejado. Pensó en azuzar a Volador para alcanzarles, pero prefirió seguirlos en la distancia, al paso.
El camarero del duque de Monterreal se llamaba José Caro y tenía cerca de cuarenta años, diez más que Hernando. Se trataba de un hombre estirado, serio y extremadamente escrupuloso en sus cometidos, como correspondía a una persona que había servido ya como paje al padre de don Alfonso, siendo sólo un niño. El camarero, a quien la jerarquía situaba sólo por debajo del capellán y del secretario, se hallaba al cuidado del guardarropa y demás atavíos y efectos personales del duque, amén de todo lo correspondiente al ornato y mantenimiento del palacio. José Caro era la persona a la que tenía que convencer para que se interesase en las sedas del maestro, pero durante los tres años que llevaba viviendo en el palacio ni siquiera había cruzado una docena de palabras con él.
Una tarde, Hernando lo vio en uno de los salones, impecablemente vestido con su librea, vigilando a un maestro carpintero que arreglaba un aparador desportillado. A su lado, una joven criada barría el serrín del cepillado antes incluso de que llegara a tocar el suelo.
Hernando se detuvo en la entrada del salón. «Necesito que acudáis a la tienda del maestro Juan Marco a comprar…», pensó que podía decirle. «¿Necesito?» «Me gustaría…, os ruego…» ¿Por qué? ¿Qué le contestaría si le preguntaba el porqué? Seguro que lo haría. «Porque soy amigo del duque —podía contestarle—, le salvé la vida.» Se imaginó entonces obligado a repetir ese argumento delante de doña Lucía y lo descartó de inmediato. Don Sancho le había enseñado muchas cosas, pero ciertamente nunca llegó a darle ninguna lección acerca de cómo dirigirse a los criados con aquella autoridad de la que todos ellos hacían gala de manera natural. También pensó en acudir al hidalgo, pero éste no le dirigía la palabra tras su discusión sobre Isabel.
De repente se sintió observado. El camarero tenía la mirada clavada en él. ¿Cuánto tiempo llevaba parado bajo el quicio de la puerta?
—Buenos días, José —le saludó con una mueca que pretendía ser una sonrisa.
La criada dejó de barrer y se volvió extrañada. El camarero le contestó con una leve inclinación de cabeza y al instante devolvió su atención al maestro.
La sorpresa que se reflejó en el rostro de la muchacha le confundió y Hernando cejó en su propósito. Lo cierto era que poco se había prodigado en sus tratos durante los tres años pasados en palacio. Dio media vuelta y remoloneó por los patios del palacio hasta que vio pasar a la criada.
—Acércate —le pidió. A medida que la muchacha lo hacía, Hernando rebuscó en su bolsa—. Toma. —Le entregó una moneda de dos reales. La criada aceptó el dinero con recelo—. Quiero que vigiles al camarero y que me avises si sale del palacio por la noche. ¿Me has entendido?
—Sí, don Hernando.
—¿Sale por las noches?
—Sólo si no está Su Excelencia.
—Bien. Tendrás otra moneda más cuando cumplas tu encargo. Me encontrarás en la biblioteca, después de cenar.
La muchacha asintió indicando que lo sabía.
Hernando salía a cabalgar todos los días. Procuraba levantarse temprano, antes que los hidalgos, que acostumbraban a hacerlo a media mañana, pero sobre todo trataba de evitar a doña Lucía. Llegó a la conclusión de que don Sancho le había contado a la duquesa sus amoríos con Isabel, puesto que del desdén que le mostraba la mujer pasó a un odio que no podía disimular. En las pocas ocasiones en las que se encontraban en palacio, doña Lucía giraba el rostro, y a las horas de las comidas Hernando era sentado en el extremo más alejado de la mesa, casi sin acceso a los alimentos. Los hidalgos sonreían ante los esfuerzos del morisco por hacerse con algo de comida.
Así las cosas, desayunaba en abundancia y salía de Córdoba para perderse en las dehesas y disfrutar de la mañana. A menudo pasaba horas entre los toros, caminando a distancia, sin citarlos ni correrlos. El recuerdo de Azirat lanzándose sobre las astas de uno de ellos le perseguía; tampoco acudía a ver cómo los corrían los nobles en la ciudad. En otras ocasiones se cruzaba con los jinetes de las caballerizas reales y, con cierta nostalgia, los veía pelear con los potros de ese año. Después de comer se encerraba en la biblioteca. Tenía bastantes ocupaciones. Una era la de transcribir el evangelio de Bernabé, que había ido a buscar a casa de Arbasia; probablemente algún día tendría que compartir aquel descubrimiento y no estaba dispuesto a entregar el manuscrito. Leyó sus capítulos y preceptos en árabe, pero fue mientras los transcribía, cuando llegó a entender su verdadero significado. Ya en la anunciación, el ángel Gabriel no le dice a María que parirá a un ser divino, sino a alguien que indicará el camino. ¿Adónde?, se preguntó deteniendo la escritura. ¿A quién? Al verdadero Profeta, se contestó a sí mismo. Al igual que los musulmanes, ni Jesús ni su madre podían beber vino o comer cosas inmundas, y los ángeles no anunciaron a los pastores el nacimiento del Salvador, sino el de un Profeta más. En contra de los relatos de los evangelistas posteriores, Bernabé afirmaba que el propio Jesucristo, a quien llegó a conocer personalmente, nunca se llamó a sí mismo Dios o hijo de Dios, ni siquiera Mesías. No se consideraba más que un enviado de Dios que anunciaba la llegada del verdadero Profeta: Muhammad.
Otra de sus tareas consistía en preparar el memorial de los hechos acaecidos en Juviles para el arzobispado de Granada, que le recordó su compromiso haciéndole llegar la cédula especial a su nombre. Hernando no estaba dispuesto a traicionar a su pueblo, por más que así lo pensasen Abbas, sus adláteres o incluso su madre. Fue un morisco, el Zaguer, escribió, quien impidió la ejecución de todos los cristianos del pueblo; es más, si alguna matanza llegó a producirse realmente en Juviles, ésa no fue otra que la de más de mil mujeres y niños moriscos a manos de los soldados cristianos, añadió recordando con dolor la desesperada búsqueda de su madre y la casual salvación de Fátima y su pequeño Humam, entre los fogonazos y las humaredas de los arcabuces en la oscuridad de la plaza del pueblo.
Entre una y otra, asumiendo su compromiso, comunicándose mediante la inmensa red de arrieros moriscos, colaboraba con Castillo para el libro que versaba sobre don Rodrigo, el rey godo, que preparaba Luna. Su contribución consistía en proporcionar datos sobre la convivencia entre cristianos y musulmanes en la Córdoba califal. Se trataba de demostrar que en la época en que gobernaron los musulmanes, los cristianos, entonces llamados mozárabes, pudieron vivir en sus dominios y, lo que era más importante, practicar su fe dentro de una cierta tolerancia. Hernando llegó a comprobar que los mozárabes conservaron sus iglesias y sus templos, su organización eclesiástica y hasta su justicia. Por el contrario, ¿cuántas mezquitas quedaban en pie en las tierras del Rey Prudente? Los mozárabes no fueron obligados a convertirse; los moriscos, sí.
Aportó noticias sobre las iglesias de San Acisclo y San Zoilo, San Fausto, San Cipriano, San Ginés y Santa Eulalia; todas ellas quedaron en pie en el interior de la ciudad de Córdoba durante la dominación musulmana, si bien evitó hablar de la situación de sumisión en la que se encontraban los mozárabes —por lo menos podían seguir con sus creencias, arguyó para sí—, durante la terrible época del visir Almanzor.
Y si se cansaba de esas labores y deseaba disfrutar, se dedicaba al arte de la caligrafía. El tratado que encontró en el arcón junto al evangelio no era sino una copia de la obra Tipología de escribas, escrita por Ibn Muqla, el más grande de los que estuvieron al servicio de los califas de Bagdad. Entonces, al escribir, buscaba la perfección en el trazo y se sumía en un estado de espiritualidad sólo comparable a los momentos de oración.
—Has ofendido a Dios con tus imágenes de la palabra sagrada —se recriminó un día en el silencio de la biblioteca, consciente de la imperfección de su escritura y de la falta de magia en los caracteres que en lugar de dibujar, garabateaba en los ejemplares del Corán que copiaba.
Necesitaba hacerse con cálamos y aprender a cortar su punta, larga y ligeramente inclinada a la derecha, como indicaba Ibn Muqla; las plumas cristianas no eran suficientes para servir a Dios. No le sería difícil encontrar cañas con que hacerlo, pensó.
Sin embargo, también necesitaba esconder su cada vez más prolífico trabajo, lo que le obligaba a visitas frecuentes a la torre del alminar. Aprovechaba para ello la oscuridad, temiendo ser visto, consciente de que el menor descuido podía arrastrar fatales consecuencias. En el doble fondo de la pared de la torre, en la misma arqueta que había encontrado, tenía escondida la mano de Fátima, que había sacado del tapiz cuando halló aquel escondrijo y el evangelio y su copia. Por lo que se refiere a sus ensayos de caligrafía, los iba destruyendo en el fuego para que no quedara ni rastro de ellos. Sólo dejó a la vista el memorial al cabildo de Granada, que no tardó en ser inspeccionado, puesto que el capellán de palacio se empezó a sumar a sus solitarios desayunos y a interesarse por la opinión de Hernando, tan contraria a la causa de los mártires alpujarreños.
—¿Cómo te atreves a comparar una desgracia, el resultado de un malentendido que produjo la muerte de unas cuantas moriscas en la plaza del pueblo de Juviles, con el premeditado y vil asesinato de cristianos? —le preguntó un día el sacerdote con todo descaro.
—Veo que espiáis mi trabajo. —Hernando no dejó de comer. Ni siquiera se volvió hacia el capellán.
—Trabajar para Dios exige todo tipo de esfuerzos. El marqués de Mondéjar ya castigó aquellos asesinatos —insistió el cura—. Con ello se hizo justicia.
—El Zaguer hizo más que el marqués —adujo Hernando—. Evitó los asesinatos, impidió las muertes de los cristianos de Juviles.
—Pero éstas se produjeron igualmente —sentenció el sacerdote.
—¿Deseáis comparar? —preguntó el morisco, en tono audaz.
—No eres tú quien debe hacerlo.
—Tampoco vos —replicó Hernando—. Ya lo hará el arzobispo.
Una noche, empezaba a poner fin a su trabajo en el memorial cuando la criada se asomó a la biblioteca.
—El camarero de Su Excelencia acaba de salir de palacio —anunció la muchacha bajo el quicio de la puerta.
Hernando recogió los papeles, se levantó del escritorio, buscó la moneda prometida y se la entregó.
—Lleva estos papeles a mi dormitorio —dijo, entregándole el memorial—. Y gracias —añadió en el momento en que la criada cogía papeles y dineros. Ella le contestó con una tímida sonrisa. Hernando se fijó en que tenía una cara bonita—. ¿Tienes idea de qué es lo que acostumbra a hacer, de adónde va? —aprovechó para preguntarle entonces.
—Se rumorea que le gustan los naipes.
—Gracias de nuevo.
Se apresuró hacia la salida. Al llegar al patio al que daba el salón preferido de la duquesa, oyó a uno de los hidalgos leyendo en voz alta para los demás. Procuró cruzarlo rápido y sin ser visto: al amparo de las sombras de las galerías contrarias, salió a una fresca noche de otoño. No tuvo tiempo de hacerse con una capa. Hacía más de diez años que no pisaba una casa de tablaje y no quería perder al camarero en la oscuridad de las calles cordobesas. ¿Subsistirían todavía aquellas en las que trabajó como encerrador, llevando a los palomos para que fueran desplumados? En cualquier caso el camarero debía dirigirse hacia la zona de la Corredera o la del Potro; para eso tenía que cruzar la vieja muralla árabe que separaba la medina de la Ajerquía y los dos únicos pasos que existían eran a través del portillo del Salvador o por el de Corbache. Hernando optó por el primero. Tuvo suerte y distinguió la silueta del camarero en el momento en que éste era abordado por los pobres que se refugiaban bajo el arco real a pasar la noche. A la luz de las velas permanentemente encendidas en honor de un eccehomo que estaba en un nicho cerrado bajo el arco, vislumbró a José Caro rodeado de un grupo que pedía limosna y le agarraba impidiéndole el paso. Preparó una moneda de blanca, y cuando el camarero logró zafarse de los mendigos y proseguir su camino hacia el portillo del Salvador, él se encaminó al arco real.
El asedio se repitió con el morisco. Hernando alzó la moneda y la arrojó a sus espaldas. Cuatro de ellos se lanzaron tras la blanca y él pudo eludir sin problemas a los otros dos que suplicaban otra moneda.
José Caro se dirigió a la zona del Potro. ¿Dónde si no?, sonrió Hernando, que le seguía a cierta distancia, escuchando sus pasos en la oscuridad o entreviendo su figura al pasar junto a algún altar iluminado. Estuvo a punto de perder la pista del hombre al toparse con la gente, el bullicio y la vida que rebosaba la plaza. ¿Cuánto tiempo hacía que no pasaba una noche en el Potro? Buscó al camarero entre la multitud. Dio un paso, pero un muchacho se interpuso en su camino.
—¿Vuestra excelencia busca una casa de tablaje donde ganar un buen dinero? Yo puedo indicaros la mejor…
Hernando sonrió.
—¿Ves a aquel hombre? —le interrumpió señalando al camarero, que doblaba la calle para dirigirse hacia la de Badanas. El muchacho asintió—. Si me dices adónde va, te pagaré una moneda.
—¿Cuánto?
—Se te escapará —le advirtió.
El muchacho salió corriendo y Hernando se dejó llevar por los recuerdos: la mancebía y Hamid; Juan el mulero; Fátima derrotada, escupiendo el caldo que Aisha trataba de introducirle en la boca; él mismo, corriendo tras los clientes de las casas de tablaje…
—Ha entrado en el garito de Pablo Coca. —Las palabras del chico le devolvieron a la realidad—. Pero yo puedo llevaros a una casa mejor; en ésa no juegan limpio.
—¿Hay alguna en la que se juegue limpio? —ironizó. No conocía la de Coca; cuando él frecuentaba esos barrios, el establecimiento no existía.
—¡Claro que sí! Yo os llevo…
—No te esfuerces. Iremos a la de Coca.
—¿Iremos? —preguntó el muchacho, extrañado.
—Dentro de un rato. Me indicarás dónde está. Entonces te pagaré.
Esperaron el tiempo suficiente como para que diera la impresión de un encuentro casual y, tras pagar al muchacho después de que éste le señalara una oscura y angosta entrada, Hernando mostró un par de escudos de oro a los porteros y se deslizó hacia el interior de un lugar de considerables dimensiones, disimulado en la trastienda del establecimiento de un fabricante de cepillos para cardar. Cerca de medio centenar de personas, entre tahúres, fulleros, mirones, contadores y demás gentes del naipe o de los dados, se arrimaba a varias tablas de juego, corriendo de una a otra. De no ser por el bullicio que reinaba en la zona del Potro, el griterío del interior del local hubiera llegado a cruzar las paredes del dormitorio del propio corregidor de la ciudad.
Paseó la mirada por el local hasta que dio con el camarero, sentado a una mesa y ya rodeado por un par de mirones a sus espaldas. ¿Sería un tahúr entendido en el juego o un ingenuo palomo al que en algunas ocasiones permitían ganar para desplumarlo cuando iba cargado de dinero? Una muchacha le ofreció un vaso de vino y él lo cogió. La casa invitaba; convenía que aquel que entraba con monedas de oro bebiera y se sentara a jugar. Rodeó las tablas interesándose por ver a qué se jugaba en cada una de ellas: dados, la treinta, la primera de Alemania o la andaboba. Llegó a la de José Caro y se detuvo al otro lado de la mesa. Observó el juego: la veintiuna. Hernando tardó poco en comprender que José Caro no era más que un palomo. Detrás del camarero de palacio se había apostado un mirón, ataviado con un jubón y un cinturón en los que lucía pequeñas piezas de metal bruñidas como adorno. El fullero que se sentaba al otro lado de la tabla y que actuaba como banca aprovechaba para mirar de reojo los espejos del jubón y el cinturón de su cómplice, que reflejaban el punto de José Caro. Hernando negó casi imperceptiblemente; ¡todos los demás puntos de la tabla parecían saberlo y todos cobrarían su beneficio por ayudar al fullero a desplumarle! El camarero destapó su juego, un as y una figura: veintiuna. Ganó una buena mano. Querían que se confiase.
—Eres muy caro de ver. —Hernando se volvió hacia el hombre que le hablaba y frunció el ceño, tratando de reconocerle—. Desapareciste, y pensé que te había sucedido algo, pero es evidente que no. Vuelves vestido como un noble y con monedas de oro.
—¡Palomero!
Varios de los jugadores de la tabla, el camarero incluido, levantaron la mirada hacia el recién llegado que así trataba al dueño del garito. Pablo Coca le hizo un gesto para que evitase aquel mote.
—Ahora soy el coimero —susurró—. Debo velar por mi reputación.
—Pablo Coca —murmuró Hernando para sí. Nunca había llegado a saber el nombre de aquel joven capaz de embaucar al jugador más renuente. Los tahúres volvieron a sus apuestas. José Caro, intrigado por la presencia del morisco, lo miraba de reojo—. Tienes un buen garito —añadió—; debe de costarte mucho dinero en sobornos a los justicias y alguaciles.
—Como siempre —rió Pablo—. Ven, deja ese bebedizo de uva, que cataremos un buen vino.
Hernando le acompañó a una zona algo retirada de las tablas, donde, tras una tosca mesa, un hombre, protegido por otros dos malcarados con armas al cinto, hacía cuentas y contaba dineros. Pablo sirvió dos vasos de vino y brindaron.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó después de entrechocar los vasos.
—Quiero obtener un favor del jugador de la veintiuna… —le confesó Hernando con franqueza.
—¿El camarero del duque? —le interrumpió Pablo—. Es uno de los más blancos que aparecen por aquí. Como no te apresures a hablar con él, le ganarán hasta el último real y no estará muy dispuesto para entender de favores.
Hernando miró hacia la tabla. El camarero estaba pagando una apuesta a la banca. Otro discutía la jugada y se enzarzó a puñetazos con un tercero. Al instante dos hombres acudieron a la mesa, los separaron y los conminaron a calmarse. El morisco no quiso pensar en lo alejado que estaba en ese momento de la ley musulmana: bebiendo, en una casa de juego… ¿Por qué era tan difícil poder ser fiel a sus creencias?
—Si te interesa que esté de buen humor, déjale perder un poco más. Ya te han visto conmigo. Cuando te sientes, cambiarán los tahúres y podrás hacer lo que quieras. ¿Sabes hacer fullerías? ¿Así te has ganado la vida? ¿En Sevilla?
—No. Sé lo que un día, hace muchos años, me contó un buen compañero. —Hernando le guiñó un ojo—. No deben haber cambiado mucho, ¿no? A partir de ahí… que la suerte reparta.
—Ingenuo —sentenció Pablo.
Charlaron durante un buen rato y Hernando le habló sobre su vida. Luego se dirigieron a la tabla en la que el camarero ya casi carecía de resto. Pablo hizo una seña al jugador que estaba sentado a la derecha del camarero, que se levantó para ceder su lugar al morisco. José Caro hizo ademán de hacer lo mismo, pero Hernando se lo impidió poniendo una mano en su antebrazo y obligándole a sentarse.
—A partir de ahora podrás jugar sólo contra el azar —le susurró al oído.
Algunos jugadores de la tabla se levantaron; otros nuevos se sentaron.
—¿Qué pretendes decir? —le contestó el camarero mientras se producía el relevo de jugadores—. He estado bien atento a que no se hicieran fullerías.
—No pretendo molestarte. Lo que intento decirte es que esto no es como jugar con la duquesa, a real la mano. Nunca te sientes delante de un hombre con espejos. —Hernando le señaló con el mentón al del jubón adornado que había permanecido tras él y que, algo apartado de la tabla, recibía sus beneficios de manos del tahúr ganador. Otros jugadores, que habían presenciado en silencio la estratagema, esperaban su parte.
El camarero, irritado, fue a dar un golpe sobre la mesa, pero Hernando le detuvo.
—Nada conseguirás ahora. La partida ha terminado.
—¿Qué pretendes? ¿Por qué me ayudas?
—Porque quiero que te intereses por las mercaderías del maestro tejedor Juan Marco, ¿conoces su establecimiento? —El camarero asintió. Iba a decir algo, pero Hernando no se lo permitió—. No estás obligado a comprar. Sólo pretendo que lo visites.
La tabla se recompuso y nueve jugadores se sentaron a ella. Uno cogió los naipes y se dispuso a repartir, pero Hernando lo detuvo.
—Baraja nueva —exigió.
Pablo ya la tenía preparada. Hernando se hizo con la vieja, que el jugador arrojó con disgusto sobre la mesa, y se la entregó al camarero.
—Guárdala. Luego te enseñaré un par de cosas.
El cambio de baraja desanimó al hombre que iba a repartir y a otro tahúr, que abandonaron la partida. En presencia de Pablo Coca, jugaron a la veintiuna, dos cartas a cada jugador contra otro que tenía la banca; el que se acercara más a veintiún puntos, el as contando uno u once indistintamente, las figuras diez y los demás naipes su valor, ganaba a la banca si lograba acercarse más que ésta al citado número, o si ésta se pasaba. La suerte cambió y el camarero se recuperó de sus pérdidas; incluso invitó a Hernando, que se mantenía sin ganar ni perder, a un vaso de vino.
Fue en un momento en que Hernando dudaba en la cantidad a apostar. Empezaba a estar aburrido de unas cartas anodinas y manoseó su resto. Miró hacia la banca. Pablo estaba tras el tahúr, erguido y serio, controlando el juego, pero el lóbulo de su oreja derecha se movió de forma imperceptible. Hernando reprimió un gesto de sorpresa y apostó fuerte. Ganó. Con una sonrisa, recordó entonces la afirmación del coimero: ¡lo llevaban en la sangre!
—Compruebo que por fin aprendiste del Mariscal —le comentó Hernando al final de la partida, cuando él y el camarero se despedían de Pablo Coca. El morisco había ganado una cantidad considerable; su compañero había logrado resarcirse un poco de sus pérdidas anteriores.
—¿Qué es eso del Mariscal? —intervino José Caro.
Los viejos compañeros cruzaron sus miradas, pero ninguno contestó. Hernando sonrió al simple recuerdo de las constantes y grotescas muecas del joven Palomero cuando trataba de mover el lóbulo de su oreja y le tendió la mano. El camarero hizo lo propio y se adelantó unos pasos.
—No sé si este dinero está bien ganado —aprovechó para decirle Hernando a Pablo mientras sopesaba su bolsa.
—No te tortures. Tampoco creas que ha sido una partida limpia. Todos han intentado una u otra fullería. Lo que pasa es que no eres más que un simple palomo como tu compañero y ni te has enterado. Los tiempos cambian y las trampas son cada vez más complicadas.
—Ahora no debo… —Hernando se volvió hacia el camarero, detenido unos pasos más allá—. Otro día te daré tu beneficio.
—Eso espero. Es la ley de la tabla, lo sabes. Vuelve siempre que quieras. Hace tiempo que el Mariscal y su socio fallecieron llevándose su secreto a la tumba, por lo que la flor de mover la oreja sólo la conocemos tú y yo. Nunca he querido decírselo a nadie ni utilizarla; no habría podido llegar a poseer un garito. Nadie puede pillarnos. Me costó Dios y ayuda aprender su truco —suspiró al tiempo que le señalaba al camarero, que esperaba.
Hernando se despidió una vez más, alcanzó al camarero y los dos se encaminaron a palacio.
—¿Irás a ver al tejedor? —le preguntó al cruzar la plaza del Potro, que presentaba el mismo bullicio que él recordaba.
—Tan pronto como me enseñes las flores de esta baraja.